Martina

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Capítulo 44

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Capítulo 44

 

 

 

 

 

La escuela rural de Atalaya de Don Pelayo fue, para Martina, una bendición, un auténtico regalo. Vale, estaba en un lugar remoto, tan lejos de Zaragoza que nadie en su sano juicio dedicaría tres horas de viaje para poder pasar el día por los alrededores (salvo en las fiestas señaladas en las que sus productos con denominación de origen atraían a miles de visitantes), pero para Martina resultó un regalo ese trabajo. Y como suele decirse, llegó como caído del cielo, cuando más lo necesitaba.

Es cierto, no le gustaba ser maestra, pero ¡tenía solo ocho alumnos! ¿Qué profesor no lo hubiera dejado todo (una gran ciudad, todas las comodidades, la familia, los amigos, las diversiones, la libertad de movilidad) para poder conseguir eso? ¿Quién no hubiera optado por huir en sus condiciones, sin hijo, sin pareja, sin dinero, sin credibilidad tras ser descubierta con el marido de una amiga en la despensa familiar? Pues por esa razón, porque le llegó en el momento oportuno, Martina aceptó el trabajo. Todo un curso académico. Y a pesar de que no les dejaba pasar nada a sus alumnos (era muy seria, muy estricta, una auténtica arpía) y que, cuando ella hablaba les obligaba a escucharla en silencio, haciéndoles callar con tan solo una mirada, a pesar de todo eso, se metió a los críos en el bolsillo. ¿La razón? Que sabía ofrecerles buenos momentos. Y entre esos buenos momentos estaba el preguntarles por su vida, interesándose por lo que pensaban, por lo que esperaban de esa vida que les había tocado vivir (quería buscar, siempre, a otro niño semejante a su hijo Marcos, porque estaba segura de que niños así, especiales, había en todas partes y en todos los colegios. Niños con una mente abierta y unos ojos especiales para comprender el mundo).

Sí, Martina era capaz de ofrecer buenos momentos en los que esos ocho alumnos podían hacer lo que les diera la gana, siempre y cuando no incordiaran. Así, algunos se pasaban las horas dibujando, o leyendo, o jugando a las damas o al ajedrez, o haciendo murales, o recortando lo que fuera (maquetas o los magazines del periódico), o plantando en el huerto comunitario, o…

Nadie como ella para sonreírles y decirles que lo hacían muy bien y que se merecían la mejor nota (mientras, ella leía libros ajenos, escribía pensamientos y sueños o corregía su nueva novela, la que empezó recién llegada a Atalaya de don Pelayo. Otro signo de lo acertado de su decisión). Y daba igual si el alumno tenía cuatro o doce años: todos captaban esa corriente de simpatía, ese bienestar que solo venía de ella, de cuando estaba contenta y miraba con buenos ojos el trabajo que ellos hacían (mucho mejor que la otra mirada, la de loca, que les paralizaba y que podía conseguir, sobre todo los primeros días, que a los más pequeños se les escapara el pipí).

¿Los objetivos y el temario escolar? Bueno, eso era otra cuestión. Martina pensaba que los nueve o diez meses escolares (vacaciones de Navidad y Semana Santa incluidas) daban para mucho y que ya habría tiempo para todo. El inglés, por ejemplo, era algo asiduo, continuo, desde que entraban hasta que salían del aula, pues era una lengua que ella dominaba al dedillo. Por eso, cuando una vez a la semana (los lunes) llegaba el profesor de esta asignatura enviado por Educación, este se encontraba con que esos alumnos avanzaban a pasos agigantados. Por el contrario, Martina le dejaba la Educación Física, por entero, a la profesora que los miércoles a primera hora llegaba para la sesión global de estiramientos, carreras y flexiones.

Mientras, los padres de esos alumnos no sabían cómo reaccionar ante esa maestra que no ponía deberes a los niños sino a ellos, a los padres, para que intentaran ser mejores personas (eso les decía) y pudieran trasmitírselo a sus hijos; una maestra que lo mismo acudía en pijama al colegio como vestida para asistir a una gala de entrega de premios de lo que fuera; una maestra que a veces llegaba tarde para abrir la escuela y que en ocasiones no la cerraba hasta unas horas después porque algún alumno necesitaba comprender mejor unas ecuaciones o dibujar un dinosaurio, por ejemplo. Fue Berta la del Bar, que además era la presidenta de la Asociación de Madres y Padres y la madre del único niño de cuatro años (el mismo niño al que se le había escapado el pipí en más de una ocasión en el aula, para incredulidad de la madre), fue Berta la que decidió ponerse manos a la obra y llamar a Inspección. Porque «esto no puede seguir así», comenzó a repetir a todo el mundo, cansina.

Que Berta la del bar fuera también la dueña de la casa cueva donde vivía Martina no tenía nada que ver, eso decía ella a quien quisiera escucharla, pero a nadie le contó que una vez, al entrar en la casa cuando la maestra no estaba, vio que había quitado todas sus figuritas de cerámica y otros objetos de decoración y los había dejado, amontonados, en una de las habitaciones. En la misma habitación estaban los cuadros pintados por su difunto marido y todos los cazos y cazuelas de cobre que colgaban por las paredes de piedra. Se dio cuenta de que ese hogar que ella le había preparado con todo mimo no había resultado del agradado de esa pelirroja altanera, aunque en todo momento la maestra le decía que estaba muy bien la casa, que era muy acogedora y que qué suerte había tenido.

Mentiras.

Y a Berta, que ya había comenzado su simbiosis para parecerse a Martina, la decepción se le salía por las orejas.

No, tampoco le contó a nadie lo que la maestra le dijo sobre Satur y los disparos a su pobre Renato.

Ni que Ricardo bebía los vientos por la maestra. Eso tampoco lo comentó. Ardía de celos. Mejor que la echara Inspección. Sí, era lo mejor para todos.

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