Martina

Martina


Capítulo 46

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Capítulo 46

 

 

 

 

 

Desde la muerte de Marcos, desde hacía dos años, Felipe ya no enviaba a Martina su manutención. Y los derechos de autor, esos ingresos que Martina recibía una o dos veces al año por parte de las editoriales, eran tan minúsculos que ella no salía de su asombro. Cuando se encontraba con otros escritores en la Feria del Libro de Madrid o en Barcelona para Sant Jordi, a veces en otras ferias del libro, como la de Sevilla o la de Alicante, y acababan tomando unas cañas o una cena rápida, siempre salía la conversación de los autores mediáticos y ella añadía, en todas esas ocasiones, que los odiaba a muerte. Y todos esos escritores con los que compartía unas cañas o una cena rápida, que no eran mediáticos, coincidían con Martina, pues opinaban que, ante esos autores, ninguno de ellos tenía nada que hacer. Añadían que, si ellos, que no eran mediáticos, vendían cuatrocientos o quinientos ejemplares al año de alguna de sus novelas ya era para festejarlo.

–¡Qué dices cuatrocientos, con doscientos me conformo!, exclamaba alguno.

Los que vendían aún menos, se callaban y se miraban las manos, rezando para que nadie les preguntara por su cantidad el último año. O carraspeaban, que era lo mismo.

–Pero además, como hay que vivir…

–No, no, hay que sobrevivir. –Y quien lo decía lo hacía sin pizca de alegría, porque era necesario estar pluriempleado y pagarse la cuota de autónomo. O no pagarse ninguna cuota y estar en esa especie de limbo en que caben todo tipo de profesionales o fracasados.

«Hay que mostrar a todo el mundo que nos va genial», opinaba Martina, mirando a unos y a otros, pero esto no lo comentaba en voz alta, no. Ella pensaba que había que colgar fotos en Facebook, hacer el máximo de presentaciones, conceder entrevistas en la radio o en cualquier periódico. «Y resulta que tu vida es una mierda», se decía, «que no llegas ni a mitad de mes». Y esto tampoco se lo contaba a nadie, para qué, pues siempre había alguien que le recordaba que ella pertenecía a una familia con dinero, o cualquier otro comentario cargado de envidia. Eso pensaba, que era envidia, «porque la envidia mueve el mundo», y era una de sus reflexiones preferidas.

–Y luego resulta que el autor mediático, ese que vende miles de ejemplares y que tiene colas larguísimas para que le firmen su libro, ni tan siquiera lo ha escrito.

Y ante esta afirmación, llueve, en esa reunión de escritores, toda una cascada de nombres que entran dentro de esa categoría. Que si falsos escritores, que si presentadores, que si cantantes, que si… El grupo continúa pidiendo cervezas y tapas variadas y así pasan la noche, con quejas, dejando volar su imaginación hacia Nueva York, Los Ángeles, Miami, hacia esas películas estadounidenses que muestran la vida de un escritor que se pide un año sabático, que escribe una novela, que tiene una agente que le presenta a un editor, que dicho editor le llama, que salen a comer y le invita las veces que haga falta, que…

–Solo son jodidas mentiras –dice alguien–. Las películas joden la realidad.

Y todos levantan su copa o su jarra de cerveza y brindan al unísono, como los patéticos fracasados que son.

Martina, desde hace tiempo, no tiene nada nuevo que ofrecer a las editoriales porque hace siglos que no escribe una línea. Nada. Bueno, tal vez párrafos inconexos. Reflexiones. Entre las cosas que quisiera contar está el periodo de abstinencia por el que está pasando desde hace tres años (ya, parece mucho tiempo, pero para un alcohólico, para alguien al que ya le han puesto esa etiqueta en la Seguridad Social, eso de solo un año es solo una abstinencia minúscula). Podría contarlo, novelarlo, buscar personajes que la sustituyan, que sustituyan a todos los implicados, pero no sabe ni por dónde empezar, porque las cosas, eso cree ella, no comienzan un día porque sí (la primera copa de vino y que los espíritus dejaran de molestarla, por ejemplo), sino que hay todo un entramado que, de seguirlo, te lleva a otra primera causa y a otra primera. Así, según su psicóloga, su primera vez podría haber sido la visión de su padre borracho una Navidad, cuando ella tenía siete u ocho años, quizá menos. Y más veces a lo largo del tiempo. Borracho, violento, risueño en exceso, pero siempre aparentando alguien que no era él, alguien que Martina no reconocía como su padre, el protector, el amable, el paciente. Y lo que le sorprende de ese descubrimiento es que alguna de sus amigas, de esas que presumen de que jamás han probado el alcohol, si no lo han hecho ha sido precisamente porque también tenían un padre alcohólico y eso, para esa amiga, fue un rechazo natural de su propio cuerpo. Cuando Martina oyó este comentario se quedó sin palabras, porque su subconsciente podría haber optado por ese camino, eso piensa, el de la animadversión hacia el padre, no por ser su reflejo en el espejo.

Sí, hace tiempo que no escribe nada, ni tan siquiera la columna semanal que tenía en varios periódicos. No sabe por qué un buen día dejaron de colgar sus opiniones, si tanto gustaban a los lectores, que lo sabía, sabía que gustaban, ni sabe por qué esos directores dejaron de responder a sus emails preguntando por el tema. De buenas a primeras, desapareció su nombre y sus columnas y pusieron otros nombres y otras columnas de otros escritores que también daban su opinión y a los que se acabaron acostumbrando los lectores. Quizá alguien preguntó por ella, por sus escritos lacerantes, irónicos y humorísticos, pero eso no lo sabrá nunca. Lo único cierto es que dejó de tener ese espacio en esos periódicos, de un día para otro y sin ninguna nota al respecto.

A veces, Martina piensa que, entre las cosas que quisiera escribir (si tuviera ganas o inspiración o a saber qué) el primer lugar lo ocuparía lo que significó para ella estar ingresada, en contra de su voluntad, en la planta psiquiátrica del hospital. Contar lo que supuso estar atada de pies y manos a una camilla, con esa bata abierta hospitalaria que le dejaba el culo al aire y que no podía cerrársela ni llamar a nadie para que lo hiciera por ella (ay, esos Valium debajo de la lengua). Nadie que le tapara los muslos, allá en el pasillo. Qué vergüenza pasó. De eso quisiera hablar, de lo bajo que cayó, de la ira que le llevó a ese estado (no pudo sacar el coche porque un estúpido aparcó el suyo en doble fila, así comenzó su relato, cuando le preguntaron; ella llegaba tarde a buscar a su hijo Marcos; comenzó a tocar el claxon, una y otra vez, cada vez con más fuerza, más irritada. Los pitidos fueron en aumento y el tío de los cojones no venía, explicó más tarde, cuando ya la policía estaba en el lugar. Fue entonces cuando puso la marcha atrás, aceleró y se llevó por delante –más bien por detrás– el coche que le bloqueaba el paso. Ese coche y otro que pasaba por allí, que acabó arrojado al escaparate de una zapatería. Su acción pudo tener un final nefasto. Negro). De eso quisiera hablar ella. También de la amenaza de su madre:

–O cambias o pedimos la custodia de Marcos.

Y la firma que su propia madre estampó en los impresos para que la ingresaran (y mantuvieran encerraran) en ese hospital, igual, igual, que cuando la había encerrado en aquel internado de quince años atrás. También había sido su madre la promotora. La odiaba. Odiaba la voz aterciopelada que modulaba cuando salía por las ondas radiofónicas. Odiaba su presencia en todas partes (una presencia que era una sombra, a la vez). Estaba en todas partes, como Dios.

Martina, desde hace tiempo, no tiene nada nuevo que ofrecer a las editoriales porque se encuentra inmersa en ese miedo viscoso de la página en blanco, que no es otro que el ser sincera con ella misma y con los demás. ¿Las traducciones? Bueno, imposible conseguir alguna: ya se había corrido la voz de su impuntualidad en la entrega, de sus errores y otras menudencias (menudencias que tenían que ver con lo pasada que iba de gin-tonics, pero a lo que ella quitaba importancia. El alcohólico, al igual que el jugador, o el drogadicto, nunca cree que sea para tanto. Suelen pensar que los demás son unos exagerados. Hasta que fue ingresada en el ala psiquiátrica. Allí sí que vio las orejas al lobo. Bueno, allí se encontró cara a cara con el lobo. Un lobo inmenso con unas fauces que le dejaron sin habla y que le agarrotó el movimiento).

Martina, empujada por su falta de ideas para escribir una nueva novela y debido a su deteriorado balance económico, decide volver a las aulas de primaria. Y lo hace por medio de las sustituciones. Un día aquí, dos allá… y tras un año dando vueltas por diferentes pueblos aragoneses, le llega una sustitución para cubrir una baja por maternidad. ¡Dieciséis semanas! No se lo puede creer. ¡Y en un colegio cercano a su domicilio, en la misma ciudad! Le parece un sueño, tanta suerte. Cuando regresa a casa tiene el impulso, justo al meter la llave en la cerradura, de gritarle a Marcos que se lo lleva a celebrar el acontecimiento, que se vista de domingo porque se van a una pizzería, al cine, a pasear por la plaza del Pilar… Esa alegría, esa revolución que siente cuando sube hacia su casa en ascensor y cuando mete la llave en la cerradura, la abandona en cuanto ve en el vestíbulo la silla de ruedas del niño, comprada el año anterior. Una silla que pesaba tan poco y que era tan manejable que se atrevían a ir con ella a todas partes. ¿Escaleras, adoquines, un ascensor minúsculo? ¡Daba igual!

–Algún día haré puenting o ala delta o algo así –le dijo Marcos una tarde, mientras sorbía con la pajita el líquido oscuro de su refresco. Se subió las gafas. Sonrió. Contempló unos instantes la Fuente de la Hispanidad, la gente que se hacía una foto delante de ella–. Oye, a lo mejor un día inventan una silla con cohetes a propulsión, ¿no? Jo, ¿te imaginas, mamá?

Y se rio. Marcos se rio. Él mismo hacía los chistes y se reía de sí mismo o de todo lo que veía. Su cojera (por llamarla de algún modo, pero para los médicos era una severa atrofia muscular) nunca le supuso un freno para nada, ni para moverse (vale, su movilidad cada vez era más reducida) ni para entablar nuevas amistades (vale, no era un niño con una legión de amigos). Martina solo pudo dejar una sonrisa mínima en su rostro, casi una mueca.

–¿Qué, no te lo crees? –Le acercó su cara, levantando las cejas de color naranja por encima de sus gafas. Se las subió–. ¿No crees que sea capaz?

–Pues claro que sí, cielo, ya sabes que puedes lograr todo lo que te propongas. –Porque era cierto, era algo que siempre le había dicho.

Solía decirle: una cosa es que se te atrofien los músculos, Marcos, porque tus nervios no puedan ordenarles nada, pero tu cerebro, hijo, es portentoso y te abrirá todas las puertas.

Y Martina miró a otro lado para que su hijo no viera las lágrimas que querían salir. Y es que noches atrás ya había soñado con la muerte de Marcos. A ella le hubiera gustado creer que solo se había tratado de una terrible pesadilla, que solo era su temor a que algo así, tan doloroso, pudiera suceder. Pero Martina sabía de sus premoniciones, sabía que su mundo, su día a día, era un tanto surrealista y que en él cabían ese tipo de sucesos, ese tipo de vivencias. Así pues, solo sonrió al niño y, levantándose, comenzó a empujar su silla de ruedas recién estrenada mientras le decía:

–Vamos para casa, que está refrescando.

Martina llega a casa ese día en el que le han ofrecido una sustitución por baja maternal, ve la silla que había pertenecido a su hijo y decide llevársela a Cáritas, para que alguien pueda utilizarla. Se la lleva esa misma tarde, plegada, junto a varias bolsas de plástico con toda la ropa de Marcos, sus juguetes, sus colores y rotuladores, sus libros. Solo se guardó la colección de Astérix. La volvió a leer esa misma noche.

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