Martina

Martina


Capítulo 3

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Capítulo 3

 

 

 

 

 

El amor de su vida. Eso decía Martina de Felipe. Se conocieron trece años atrás y siempre, siempre, incluso cuando Felipe ya la abandonó (porque fue un abandono, porque fue por pura cobardía, eso también decía Martina), ella continuó diciendo y creyendo (creyéndose) que era el amor de su vida. Le gustaba todo de él. ¡Todo! Era muy, muy atractivo y la hacía reír. Tal vez por su acento argentino, tal vez porque sabía contar los chistes y todo tipo de anécdotas, a saber por qué. Pero nunca, jamás había sentido por otro hombre lo que sentía por Felipe.

Durante un breve período de tiempo convivieron en un apartamento de Londres, adonde él fue para cubrir una vacante como corresponsal de la cadena televisiva en la que trabajaba. La primera de sus rupturas comenzó allí, por una conversación sobre las listas, sobre hacer listas de cosas. Felipe era partidario de hacerlas. Ella, no. Martina era más dada a la improvisación, lo cual exasperaba a Felipe. Por eso él le regaló una Moleskine negra, clásica, para que apuntara cosas en ella.

Un día, mientras Felipe preparaba algo de cena, Martina miraba las estanterías del piso, abría cajones, observaba su contenido desde arriba y luego los cerraba. O no, los abría, metía una mano, removía ese contenido y sacaba algún objeto al que daba vueltas, examinándolo; alguna libreta que decidía hojear; algún papel suelto… Felipe la observaba desde la obertura que unía el salón y la cocina. No soportaba eso de ella. Que fisgara. Que hiciera de detective, como si fuera su mujer. Eso le dijo, intentando simular una broma:

–¡Hey, que pareces mi mujer! –Se oyó su frase entre el chisporroteo del aceite de la sartén.

Martina alzó los ojos y le enseñó su descubrimiento:

–Al dueño del piso le encanta hacer listas. Mira. –Y se fue hacia Felipe con varios folios en una mano, moviéndolos como si en verdad fuera la mujer de Felipe (bueno, la exmujer de Felipe) y hubiera encontrado la prueba que le incriminaba de algo.

–¡Son mías! –Y sin mirar esas hojas de todos los tamaños, Felipe se las quitó de la mano, las dobló y las guardó en el cajón de los cubiertos.

–¿Son tuyas? –Martina no se lo podía creer–. ¿Haces listas? ¿Listas de cosas?

–¡Claro! –Felipe sacó el huevo frito de la sartén. Cascó otro y lo echó al aceite para que se friera.

–¿Listas de «Las diez mujeres que valen la pena», «Los diez libros que hay que leer antes de los treinta, de los cuarenta, de los cincuenta», «Los diez capullos de los que hay que alejarse», «Los diez hoteles en los que se folla mejor», «Las diez playas a las que no hay que ir»?

–Pero, ¿qué te pasa? –Él sacó el otro huevo de la sartén y lo colocó en un plato. Apagó el fuego, se limpió las manos. Se cruzó de brazos y se quedó frente a ella, muy serio–. Esas listas son personales. Oye, princesa, ¿a ti tu madre no te enseñó que no hay que hacer eso de mirar las cosas ajenas? –Intentó que sonara a chiste. Lo hacía muy bien, eso de ser gracioso, sobre todo por su acento argentino.

A Martina le gustaba, precisamente, por ese acento y por esos chistes que le hacían reír. Le gustaba, también, que la llamara princesa. A sus treinta años, nunca nadie, salvo él, la había llamado así.

–¡Pero, Felipe, es que no me lo puedo creer! ¿Los diez capullos de los que hay que apartarse? –Soltó mientras se sentaba a la mesa, no queriendo darse cuenta de que Felipe estaba molesto, y mucho. Su primera pelea como pareja, eso pensó ella.

–¿Esa es la única lista que te ha llamado la atención? –Él aliñó una ensalada y la puso encima de la mesa, junto con los huevos fritos y una bolsa de pan de molde, dos vasos, el agua embotellada y un plato con queso francés. No era la primera vez que caía en la cuenta de que Martina se escaqueaba, siempre, de toda tarea doméstica–. ¿No la lista de «Las cinco óperas más bellas», «Los diez inventos que han mejorado mi vida como ser humano», «Los quince mejores álbumes de la historia», «Los…»?

–Pero, cariño, ¿los diez capullos?

Felipe se sentía herido. Miraba a Martina como a un monstruo. Un monstruo de cabello rojo y de piel blanquísima plagada de pecas. La incluiría en una nueva lista: «Las diez mujeres que me amargaron la vida». Martina sería la número 7.

–Eso solo significa –continuaba ella, mientras se llenaba la boca con un poco de pan untado en la yema de huevo frito– que hay rencor en tu vida, cielo. ¿Cómo puedes hacer una lista así? ¿No te das cuenta de que nunca borrarás a esas personas de tu vida? ¿No ves que ese rencor no desaparecerá nunca y que lo volverás a revivir todo, una y otra vez, cada vez que leas esa lista?

–Ah, ¿ahora eres psicóloga? –Y antes de que Martina contestara, le preguntó–: ¿Acaso tú no haces listas?

–Sí, hago listas –contestó Martina e hizo ver que no estaba dolida. No iba a comportarse como la bruja de su mujer, claro. Pinchó con el tenedor varias hojas de lechuga–. Hago la del súper y siempre se me olvidan cosas.

Ambos sonrieron. La tensión disminuía.

–¿No apuntas nada en la libreta que llevas en el bolso?

–¿Y para eso me la regalaste? –Levantó las cejas de color naranja–. ¿Para que hiciera listas?

–¡No, claro que no! Me dijiste que habías soñado que serías escritora y pensé, ¡coño!, todo escritor debería llevar una Moleskine en su bolsillo. ¡Que eres periodista, princesa! ¡No es normal que tomes notas en cualquier cosa, en lo primero que pillas, joder!

Martina le miraba con los ojos como platos. Ojos de color marrón, sorprendidos.

–Recuerda que eres una mujer que aún no sabe que en el futuro será una escritora de éxito –le guiñó un ojo–. Y todo porque lo ha soñado y sus sueños son sagrados…

En el aire quedaron flotando un par de dudas: ¿se estaba burlando de ella? (se preguntaba Martina) ¿La cabeza le funcionaba bien? (quería saber Felipe).

–Vale, a veces apunto algo en la libreta que me regalaste.

Martina no quiso captar la ironía con la que había hablado Felipe. Era algo que no le gustaba de la gente, en general: consideraba que, tras la ironía, se escondía una gran falta de respeto. Como los que terminan una parrafada ofensiva con la exclamación «¡es broma!», pero en el fondo han buscado herir al otro, claro. Que el otro se entere, si tiene oídos para oír. Martina siempre pensaba de ellos, de los irónicos, que eran unos cobardes que se escondían tras esas supuestas bromas o sarcasmos. Su madre era de esas personas. Una gran bromista, irónica, sarcástica. La odiaba.

–Apunto algo que me ha llamado la atención –continuó Martina tras romper el tenso silencio–, un anuncio en la prensa, por ejemplo, o un comentario oído en el Tube, pero nada más.

Y apuntaría, dos horas más tarde, esa conversación.

–James Joyce –continuó Felipe–, en uno de los últimos capítulos de Ulises, utiliza una gran lista, la de todas las cosas que se podían encontrar en el cajón de la cocina de… de… ¿cómo se llamaba ese personaje? –Se frotó la frente, tenía el nombre ahí mismo, casi podía tocarlo–. ¡Leopold! ¡Leopold Bloom! Los utensilios que había en el cajón de la cocina de Leopold Bloom.

–¿Y? –Martina sabía que llegaba alguna de las erudiciones y saberes de Felipe. Eso es lo que más le atraía de él, pero justo en ese momento comenzó a crecer en ella la bacteria del hartazgo. Pero no lo sabía, claro, quién puede saber cuándo comienza el primer paso que aboca al fracaso.

–Que uno de los grandes, un escritor de los grandes, utiliza las listas para su creación –al observar la cara inexpresiva de Martina, se atreve a preguntar–: ¿No has leído Ulises?

–No. –Martina se limpia la boca y bebe agua. Se pregunta si por esa razón, por imitar a Joyce, a él le da por hacer esas listas. Al fin y al cabo, ese también era su sueño: ser escritor. Le avalaban los pequeños premios literarios que había ganado hasta la fecha–. Me resultó inaguantable el primer capítulo y lo dejé. Hablaba de un hígado, ¿no? Ya no me acuerdo. En verdad, me extraña mucho que este autor esté dentro de alguna lista como… no sé… la lista de Los diez libros imprescindibles.

–¡Pero qué dices! ¡Es Joyce!

–¿Y qué? Me parece que la gran mayoría de los que afirman que se han leído su famoso libro mienten. Tú, no. Pero eres la excepción, cariño. –Y puso su mano encima de la de él.

Ardía. La mano de Felipe quemaba. Retiró la suya, por si acaso.

–¿Y la Ilíada de Homero? –tanteó Felipe.

–¿Qué pasa con ella?

–¿Tampoco te la has leído?

–A trozos.

Él alzó sus cejas y se levantó a buscar el postre, un par de yogures. Cuando cerró la nevera, le preguntó:

–¿A trozos? ¿Qué significa eso?

–Sí, párrafos, escenas… vamos, sé de qué va la historia, por ejemplo, sé quién es Penélope, una tía bastante pava, por cierto, espera que te espera a su marido mientras él se lo pasa bomba con las putas sirenas. Ah, y también sale un crío, Telémaco…

A Felipe le gustaba Martina, sí. Le hacía sonreír, sobre todo cuando no sabía si hablaba en serio o en broma.

–¡Viste la serie de dibujos animados! –exclamó divertido–. Vale, pues Homero enumera en la Ilíada todas las naves griegas que combaten con los troyanos. Es uno de los inventarios más célebres de la literatura. Y si tú –aquí la señaló con la cucharilla del yogur– quieres ser escritora, deberías leer más literatura clásica.

Martina le miró a los ojos, desconcertada. «Deberías leer», le había dicho, y ella se lo tomó como una exigencia. Porque, vamos a ver, ¿quién era él para exigirle nada a ella?

 

 

Durante el fin de semana, allá en Londres, Felipe mostraba un aspecto desaliñado: despeinado, sin afeitar, con una camisa vieja o un jersey raído o repleto de bolitas. Nadie diría que era la misma persona que, de lunes a viernes, se movía por el despacho y las calles londinenses con un buen traje y con camisas de Armari que valían 160 euros cada una. Martina se preguntaba de dónde sacaba esa ropa ajada. ¿Tal vez del mercadillo de Portobello? ¿Y por qué dejaba de mostrarse impecable cuando se encontraba con ella en casa? Por comodidad, claro, le respondía su voz interior, pero la otra, la otra voz, le preguntaba a su vez si ella formaba parte de esa comodidad y si esa era la razón de que no mereciera más que esa ropa de falso indigente.

–Tú también quieres ser escritor. ¿Por eso haces listas?

–Por eso. –Felipe comenzó a tamborilear los dedos encima del mantel.

–Pero, ¿una lista de los diez capullos de los que hay que apartarse?

Estallaron en risas. Auténticas las de Martina. Fingidas las de Felipe (definitivamente, pensó él, había sido un error dejar que ella se quedara a vivir en ese piso. Tendría que abrir una nueva lista: «Las diez personas con las que no hay que convivir». Martina sería el número dos. La primera, su mujer. Bueno, ex).

Dentro de doce años, Martina ya tendrá nueve libros publicados, la mayoría en importantes editoriales españolas. Felipe, dos, en la misma editorial independiente. Pero eso será dentro de doce años. Cuántas cosas pueden ocurrir en ese paréntesis de vida.

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