Martina

Martina


Capítulo 5

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Capítulo 5

 

 

 

 

 

Hace una docena de años, Felipe alquiló el piso de un amigo cuando aceptó un trabajo de corresponsal en Londres. En verdad, en la redacción se corrió la voz de que necesitaban corresponsal urgentemente y justo entonces Felipe recibió un correo electrónico de ese amigo que le contaba que alquilaba su apartamento, por si sabía de alguien que estuviera interesado. Y unió, por sí mismo, esos dos puntos, porque así funcionaba la mente de Martina (ella hilvanaba las señales o las lucecitas que creía ver en la cotidianidad), y Felipe se sorprendió de estar actuando tal y como lo haría ella, presentándose, sin más, en el despacho del director y ofreciéndose, tal cual, para el puesto.

Llamó a Martina en cuanto salió del despacho para darle la buena noticia. No, a su mujer no la llamó, porque entonces estaban ya en el absurdo y odioso proceso de separación. Llamó a Martina, la primera persona que le vino a la cabeza. Eran amigos de correos electrónicos y de llamadas telefónicas. Amigos de noches de hotel cuando él iba a Zaragoza, cuando ella venía a Madrid. Le gustaba hablar con esa chica. En verdad le gustaba ella, en general: su trabajo perfeccionista, su desparpajo, su inteligencia, su dulzura, su cabello anaranjado… oh, sí, eso le volvía loco. Sus ojos de color avellana y una mirada atenta, captando todo el interés, sintiendo auténtico interés por lo que él le contaba, frente a frente, cuando hablaban en persona. Una mirada que él imaginaba igual de profunda cuando hablaban por teléfono. Le gustaba su altura, sus largas piernas, su cintura estrecha. Doce años atrás, Martina era perfecta para él. El tipo de mujer con la que podía tontear a gusto y no liarse demasiado. Eso decía a sus amigos. Llegó a creérselo, incluso.

Martina era, también, una mujer con una intuición prodigiosa, uniendo coordenadas, señales, como si en realidad existiera un mapa o una representación de lo que cada uno venía a experimentar en la tierra. Eso decía ella. ¡Y se lo creía a pies juntillas! Estaba bien loca, eso pensaba Felipe. Una loca con el cabello a lo Geena Davis.

Por esa razón, cuando le aceptaron como corresponsal en Londres, la llamó por teléfono para darle la buena noticia y hablarle de sus dudas sobre si había sido una buena o mala elección. Fue ella la que le dijo que sí, que había sido una elección perfecta, que no le diera más vueltas, porque casualmente esa noche había soñado que alguien la llamaba por teléfono y que le preguntaba algo así: que si aceptaba o no un trabajo. Y que ella, en ese sueño, se lo aconsejaba porque sabía que su vida iba a dar un cambio bien grande. Un cambio positivo. Enormemente positivo.

Felipe creía que podía parecer inadmisible tomar una decisión tan importante solo haciendo esa llamada a Martina y aceptando esa explicación, pero con ella las cosas funcionaban así. Quizá su magnetismo, su seguridad, su… no sabía qué, pero no era la primera vez que se dejaba guiar por su explicación sobre el destino, las señales y todas esas cosas que parecían un sinsentido si las contaba él, pero no si las contaba ella. En verdad, Felipe iba a aceptar ese trabajo sí o sí: necesitaba alejarse de su matrimonio, ya en vías de extinción.

 

 

Tres meses después de que Felipe se trasladara a Londres, Martina se presentó en esa ciudad diciendo que había sentido una corazonada. Justo ahí, Felipe pensó que ella estaba como una cabra, que nadie en su sano juicio dejaría un trabajo para irse a otro país, sin más, como quien sale a comprar el pan. No sabía cómo, pero Martina llegó como si eso fuera lo que debería hacer, sin pedirle permiso ni nada. ¡Ni le preguntó si salía con otras mujeres allá en Londres, capital de su nueva soltería! Solo le llamó por teléfono en cuanto bajó del avión y le preguntó si tenía una habitación libre. O que no necesitaba una habitación, que en su cama estaría la mar de bien.

–¡Eso me dijo! –le contó al dueño del piso, poco después, para que supiera que a partir de entonces serían dos los hospedados–. La tía ha dado por supuesto que ella es la mejor opción para mi vida y a mí no me ha hecho ni puta gracia, para qué voy a mentirte, porque yo creí, en todo momento, que era una broma, que solo era una visita sorpresa, no un quedarse conmigo para lo bueno y lo malo. ¡Joder!

Así pues, Martina se instaló en su apartamento y lo hizo suyo. Ahí comenzó su relación de pareja y, a la vez, se terminó. Felipe descubriría a los pocos días que había una parcela en la personalidad de ella que incluía ser absorbente y mandona.

–Dios, que absorbente y mandona llega a ser… –le contó a su amigo–. Como su madre. ¿Sabes quién es Carmen Grande, no? Sí, hombre, la radiofónica. Pues esa es su madre. Y son igualitas. Las dos.

 

 

En aquellos meses que vivieron juntos, Felipe amó y odió a Martina a partes iguales. Cortaron su relación, ella volvió a España y se reencontraron tres meses después en Zaragoza, porque a él le habían ofrecido un puesto en el Heraldo de Aragón. Qué casualidad, pensó él. También lo pensó ella, aunque ya sabía que eso iba a ocurrir. Cosas de sus sueños.

Fue entonces, en ese reencuentro que parecía hecho adrede por el azar y una cohorte celestial, cuando ella le dijo que estaba embarazada, a pesar de que Felipe, siempre, siempre, le había dicho que no quería tener hijos. Nunca. Jamás. Eso le repitió, de malos modos, en la cafetería del reencuentro. Y ella se tragó su indignación, porque si le hubiera preguntado por el tema, si Felipe se hubiera interesado por su opinión al respecto, le hubiera dicho que ese embarazo, a ella, le suponía un portazo a todo lo que tenía abierto en ese momento: la libertad de la que disfrutaba, los viajes que quería realizar, la gente que iba a conocer, los proyectos locos que se le pasaban por esa mente tan creativa que siempre iba a su rollo, exaltada con miles de conexiones… Pero parece ser que su útero también iba a su rollo, exaltado precisamente con aquello que había entrado cuando dejó abiertas las puertas del sexo. Y lo que entró pertenecía a Felipe.

Así pues, Martina fue una de esa mujeres de cada cien que se queda embarazada a pesar de que toma la píldora cada día. Incluso llegó a pensar que, de haber tenido las trompas ligadas, también hubiera formado parte de ese uno por ciento al que no le hace efecto ese sistema anticonceptivo que consiste en hacer un nudo o cortar para que no pase lo que no debería pasar. Incluso antes de nacer, ya en la misma génesis, su hijo Marcos demostraba lo especial que era. A esa conclusión llegó Martina años más tarde.

Así pues, tras esa noticia embarazosa, Felipe y Martina volvieron a intentar la convivencia. Esta vez en Zaragoza, en un piso de las afueras, en una urbanización con piscina, pista de pádel, parque infantil… Y en esos meses de embarazo, Martina escribió una novela basada en Londres cuyos protagonistas eran un par de jóvenes muy enamorados. El libro, que rezumaba almíbar, buen humor y algo de ñoñería (quizá porque por las venas de ella corrían, alegres, las hormonas que se activan con la concepción), consiguió uno de esos premios de novela romántica que por entonces estaban muy bien pagados y permitió que Martina estuviera un par de años viviendo de esos ingresos y de todo lo que se generó alrededor (charlas, entrevistas y un contrato con derechos de autor anticipado que no estaba nada mal).

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