Martina

Martina


Capítulo 6

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Capítulo 6

 

 

 

 

 

Recuerdo que era viernes por la tarde y que podía decir, con satisfacción, que la primera semana como maestra de primaria en Atalaya de don Pelayo no solo había sido positiva, sino que había trascurrido placenteramente. A un ritmo mínimo, casi de gotero. Sí, era algo así, como si la vida en el pueblo se me administrara como una medicación intravenosa: cayendo gota a gota a través de un catéter venoso central y un puerto (así se llama, «puerto»), porque ya se sabe que los catéteres se utilizan cuando se necesita tratamiento médico durante un largo periodo de tiempo. Y yo necesitaba una curación a todos los niveles y con un tratamiento largo, que no indefinido, pues estaría en Atalaya de don Pelayo solo lo que durara el curso escolar.

Era viernes por la tarde y estaba acabando de arreglar la casa cueva excesivamente fresca que había alquilado a Berta, la del bar. Me daban ganas de encender la chimenea, pero aún era septiembre y no me parecía lo más adecuado. Además, no sabía cómo se hacía eso de colocar la leña, si había que poner mucha o poca, si se necesitaban unas hojas de periódico debajo, por ejemplo, para que prendiera, o bien carbón de las barbacoas o qué, qué porras se requería para encender la maldita chimenea. Si tenía que limpiarla antes, eso tampoco lo sabía. Ni por qué estaba tan llena de ceniza y de troncos a medio quemar si, teóricamente, Berta me había ofrecido la casa ya limpia, para entrar a vivir, me dijo. Con esa acumulación de ceniza parecía una chimenea vintage. Lo que yo sí sabía era que no tenía que preguntárselo a ella porque estaba excesivamente atenta a mi bienestar («¿te falta algo», «te llevo algo», «te…»?) y me resultaba cargante, siempre tan solícita.

Solícita y aprovechada, porque gracias a esa cercanía, no dejaba de contarme su vida, la buena vida que llevó con su marido en esta casa adentrada en la montaña, las obras que realizaron, lo maravilloso que era ese marido que solo le duró unos años. Un marido que no es el padre de su hijo, pues este nació muchos años después de su muerte (¡quince, quince años después!). Lo único que ella me ha contado, sin que yo le haya preguntado nada, es que sus ganas de ser madre se truncaron (eso me dijo, «se truncaron», como si fuera la protagonista de una telenovela) cuando murió su marido. Pero cuatro años atrás conoció a alguien que estaba dispuesto a hacerle un hijo (eso dijo, «hacerme un hijo», como si los hijos se hicieran como las magdalenas, amasando y tal).

El caso es que Berta la del bar gestó y tuvo el niño de ojos azules, rubito y risueño que ahora es alumno mío y fue entonces, tras el nacimiento de su hijo, cuando Berta decidió teñirse el cabello de rubio para que hubiera entre ella y él un vínculo físico, porque su difunto marido era totalmente opuesto (y yo lo sé, sé que era moreno y circunspecto, sin que tenga que enseñarme ninguna foto, porque su espíritu no deja de darme sustos y enormes dolores de cabeza cada vez que se aparece en la casa. Y como yo no le hago ni puñetero caso, se queda sentado en la butaca de al lado de la ventana, resignado. Eso sí, da unos suspiros enormes que me recuerdan a los de mi abuela. Nunca me gustó eso de ella).

Estaba contando que estaba ordenando mis cosas en la casa cueva. Tenía frío y por esa razón llevaba puesta, sobre la ropa veraniega, mi bata afelpada y mullida, recién encontrada en una de las cajas que me había traído de Zaragoza. Me la puse con manos ateridas, a pesar de que afuera, en la calle, los veinticinco grados aún seguían correteando como si tal cosa. Y ya, abrigada, me dispuse a colocar mi arsenal de lectura. Libros aún por leer (novedades y recomendaciones que había ido a buscar a mi librería favorita, la París, para hacer buen acopio en mis días solitarios de montaña), novelas y libros de autores que no había leído aún (Félix de Azúa, Mario Levrero, Samanta Schweblin, Toni Morrison) y novelas que estaban en mi piso y que ya había leído dos y tres veces, todas pertenecientes a Anne Tyler, Anna Gavalda, Elvira Lindo o Lorrie Moore, mis favoritas. Solo mujeres. Solo escritoras. Qué curioso. No había caído hasta ese momento.

El caso es que, enseguida, llené las pocas baldas disponibles en la estantería del comedor y no supe dónde colocar el resto. Fue en esos momentos cuando comencé a notar cómo me sacaba de quicio tanta decoración superflua en esta casa que me alquiló su dueña como si me hiciera entrega de las llaves de la suite presidencial de un hotel de cinco estrellas. Era odio lo que sentí en esos momentos, odio a tantas figuras y mesitas de cristal (me imaginaba que, si me daba un mareo y me caía encima de ellas, se romperían en mil cuchillos que me rasgarían la piel, la carne, y sus puntas afiladas irían penetrando en cualquiera de mis órganos vitales, por los que saldría toda mi sangre. Eso me imaginaba).

Suspiré mirando al techo y me encontré con la lámpara de metacrilato que colgaba de él. Oh, sí, también odiaba todas y cada una de las lámparas de metacrilato que había en todas las estancias. El metacrilato de las mesitas, también había metacrilato ahí. Había metacrilato por un tubo. Además, la animadversión de esos momentos abrazó también a todo lo dorado que recubría esas lámparas y esas mesitas y también a los grifos del baño de losetas rosadas y sanitarios del mismo color y los pomos de todas las puertas, los barrotes de la cama, los marcos de los espejos, los cuadros que colgaban en las paredes. Todo parecía de oro, como si Berta o su marido se hubieran convertido, un buen día, en el rey Midas.

Como iba diciendo, era viernes, y notaba que la ira me iba a estallar de un momento a otro, porque no tenía espacio para guardar mis libros y porque notaba la casa como un campo minado (te movías mal o apoyabas mal un pie y te podía explotar una figurita de cristal o una de cerámica, porque también había todo un regimiento de figuritas de cerámica, apostadas en todo tipo de lugares estratégicos. Figuritas con formas humana, animal o vegetal, cubiertas de polvo, esperando que alguien les prestara algo de atención). Justo cuando decidí coger una de mis cajas vacías para llenarla con esa decoración pasada de moda, oí mi nombre mientras se abría la puerta de la calle:

–¡Martina! ¡Es viernes por la tarde!

Me quedé con la estatua de un cisne en una mano y en la otra, una hoja de papel de periódico para envolverla. La boca, abierta.

–Soy Ricardo, el pastor –se presentó poniéndose una mano abierta a la altura de su corazón. Quizá para protegérselo–. ¡El pastor de ovejas! ¿Te acuerdas de que me preguntaste, allá en el campo, por dónde se iba al pueblo?

Continué callada. Me resultaba imposible reaccionar a esa intromisión. Me repitió que era viernes, que todo el mundo ya estaba en el bar de Berta porque era día de karaoke, que me diera prisa, que…

–¿Y tú entras siempre sin llamar? –le pregunté fría, disparándole con mis ojos, con mi ceño fruncido, con mi respiración agitada. Las sienes a punto de estallarme, que a mí las jaquecas me llegan cada vez que aparece un fantasma y esta vez lo tenía sentadito en la butaca de al lado de la ventana, no perdiéndose detalle–. ¿Abres una puerta y ya está?

Cómo no fijarme en la mirada azul de Ricardo, puesta en mí, cayendo, segundos después, en la butaca donde estaba sentado ese espíritu de color amarillo desvaído; cómo no fijarme en ese gesto de Ricardo de echarse hacia atrás el flequillo; cómo no tener en cuenta sus vapores olorosos, ese aroma de alguien recién duchado que se va de fiesta. Pero sobre todo, sobre todo, la inmensidad de ese cuerpo que tapaba la puerta por completo, como una cortina, como un telón. Un cuerpo metido dentro de una camiseta de manga corta de color negro con la ilustración de La gran ola de Kanagawa. El amplio tórax de Ricardo dotaba de movimiento a esa gran ola.

–Eh… sí, sí. –Y echó un pie para atrás. Una de sus manos se apoyó en el marco de la puerta, esperando el siguiente asalto–. Siempre entro así, sin llamar. –Esto último lo dijo en un susurro inaudible.

–Yo no he venido aquí para hacer amigos –le dije, traspasándole con mi mirada.

Pero pareció no oírme y me miró fijamente, sin sorpresa, pura calma. Y su inmensa sonrisa, bajo su barba espesa, larga y bien recortada, no disminuyó nada de nada.

–Vaya, como la canción de Loquillo y los Trogloditas.

–¿Disculpa?

Pero, ¿de qué estaba hablando?

–Que Loquillo tiene una canción que precisamente dice eso, «no he venido aquí para hacer amigos, pero sabes que siempre puedes contar conmigo».

Recordé mis múltiples sesiones de terapia para volver a ser una persona civilizada –eso me recordaba la psicóloga continuamente: «Razona y medita las consecuencias de tus actos ante los demás. Saber comportarte es la llave de todo ese asunto».

Al final, dije, con cierta resignación:

–Vale, voy.

–Diré que pongan esa canción, la de Loquillo. Ya verás, ya… –dijo mientras salía fuera, a la calle.

Y él me esperó en la acera mientras yo me quitaba la bata, mientras me ponía los zapatos de tacón alto y unos pendientes largos de Swarovski, mientras me pintaba los labios con un rojo muy subido en el espejo del recibidor y cogía mi bolso, las llaves y una americana de tweed por si refrescaba luego. Ricardo me esperaba al sol de la tarde, en la acera de enfrente, con las manos dentro de sus anchos pantalones repletos de bolsillos, con los pies en las enormes botas de montañero, y pude comprobar que fuera, en la calle, aún era verano y que se oía el silencio repleto de sonidos (chicharras, pájaros, árboles con ramas cantarinas…). Justo ahí supe que el tratamiento intravenoso que estaba recibiendo comenzaba a sanarme.

–¿Llevas Brumel? –le pregunté cuando comenzamos a bajar la calle.

–Sí. –Me miró de reojo.

–¿Pero aún existe? Quiero decir, ¿aún se fabrica?

–¡Claro! Además, en internet se consigue de todo. –Y sonrió a lo grande, otra vez. Con barba y a lo grande.

–Lo que son las cosas: ¡mi primer novio usaba esa colonia! –Y ahí me tomé la libertad de cogerme de su brazo. La calle empedrada y mis zapatos de salón no se llevaban nada bien y necesitaba un punto de apoyo. También necesitaba olerle, revisar mis archivos sensoriales.

–¿Y no te trae buenos recuerdos mi olor? O sea, su olor, el olor de ese novio, ¿no te trae buenos recuerdos?

Y parece ser que en ese momento él pensó que, si yo le contestaba que a mí no me gustaba, dejaría de utilizarla inmediatamente. Que guardaría por los siglos de los siglos los cuatro frascos que le habían llegado en el último pedido. Eso me dijo un par de meses después, metido en mi cama.

–Oh, sí, muy buenos recuerdos. –Me reí–. Me fugué con él a los quince años. ¡En moto! Y nos pilló la Guardia Civil enseguida. No le volví a ver más.

–Creí que eras una buena chica –comentó mientras me miraba con ojos entrecerrados y justo cuando habíamos llegado al bar y ya estaba abriendo la puerta. El bullicio, la música y las voces nos rodearon.

Y no supe qué contestar. Era la primera confidencia que le hacía a ese pastor que en verdad era un total desconocido. Pero era esa sensación que todo el mundo ha tenido alguna vez, esa de estar con alguien extraño pero al que parece que conoces de toda la vida. No solo eso, sino que crees que ha sido agradable y dichosa la vida junto a esa persona. Como si ya hubieras vivido con ella. Como si no hubieras dejado de hacerlo nunca.

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