Martina

Martina


Capítulo 8

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Capítulo 8

 

 

 

 

 

El piso de Zaragoza en el que vivían Felipe y Martina estaba en una urbanización con piscina, parque infantil y pista de pádel. Para residentes. A su libre disposición. Qué maravilla, se dijo ella, a punto de parir, imaginándose la vida allí con Felipe, con el bebé que nacería poco después. Los padres de Martina se encargaron de decorarles el piso (mejor dicho, pagarles la decoración), ya que la pareja no consintió ninguna boda ni ninguna celebración al respecto. Y eso de no casarse, para la madre de Martina, la locutora Carmen Grande, fue una afrenta. Para ella, lo de «sentar la cabeza» incluía algún tipo de contrato, algo que atara con un doble lazo una unión que tenía más de economía y finanzas que de amor y dicha. Eso opinaba. Y en eso se basaba su propio matrimonio, por supuesto.

Así pues, llegó a la conclusión de que si Martina había tomado esa decisión era solo para martirizarla, como tantas y tantas veces, a pesar de que su hija ya tenía treinta años. Eso decía a todo el mundo, con una compunción fingida. Incluso en uno de sus programas radiofónicos trató sobre esa nueva vía de vivir en pareja, sin ningún tipo de documento oficial que acreditara dicha unión. Llamaron por teléfono tantos radioyentes a favor de ello, de no celebrar nada, que Carmen dejó de hablar del tema como por arte de magia.

–Se ve feliz a la niña –dijo Pablo, el padre de Martina.

–¿Qué niña? –respondió Carmen, malhumorada.

Se echó el pelo hacia atrás, tomó aire, miró al resto de comensales en ese restaurante. No conocía nadie. Y nadie parecía percatarse de su presencia. Eran otros tiempos. Veinte años atrás hubiera firmado autógrafos. Le habrían pedido posar con ellos en sus fotografías.

–Como madre de esa desaprensiva –continuó Carmen–, esa egoísta que solo piensa en ella y no en lo que pueda decir la gente, deja que ponga en duda su supuesta felicidad.

Y Pablo, chasqueando la lengua, miró más allá, al jardín por el que paseaban Felipe y Martina con las manos entrelazadas. Ella con un vestido de tirantes, uno vaporoso con flores marrones y amarillas que el viento, cuando venía de frente, le ceñía al cuerpo, provocando la extraordinaria curva de su abdomen gestante. Un viento que alborotaba, también, su fabulosa cabellera pelirroja, dándole un aspecto de cuento, de algo infantil. Al menos, a Pablo le vinieron, en esos momentos de contemplación, recuerdos de la infancia de Martina. Nunca había visto una niña tan alegre y, a la vez, tan abstraída como ella. Tan pendiente de las cosas, a pesar de su corta edad. Parecía que veía más allá de todo. Siempre le pareció extraordinaria. De pequeña. De adulta. Pensó en decírselo en cuanto surgiera la ocasión, a la hora del café, por ejemplo. Pero cambió de opinión en el acto. Demasiado tarde, concluyó. Cobarde, diría su hija si lo supiera.

Se fijó en que su futuro yerno, Felipe, tenía los labios muy finos. Ese tipo de labios que a él, a Pablo, le indicaban que estaba ante una persona enérgica, tal vez mandona, tal vez crítica, tal vez… No le gustaban ese tipo de personas, no. Se fijó en que Felipe ya estaba bronceado en ese mes de mayo, y llevaba una ropa que parecía cogida al tuntún del armario pero que no, en verdad no era eso. Era ropa que estaba muy estudiada para conjuntar (los náuticos azules, los chinos color tierra, la camisa de cuadros diminutos y con cuello mao, las pulseritas tibetanas, el colgante con un colmillo de a saber qué animal). Un yerno, Felipe, con el caminar característico (la espalda recta, el cuello erguido) que suelen llevar los que se sienten dotados de algo extraordinario (riqueza. Labia. Carisma. Un pene extraordinario, tal vez).

La joven pareja paseaba tras los postres («Necesito estirar las piernas», dijo Martina, y Felipe tardó unos segundos en comprender que él también debería ir a estirar las piernas con ella). Paseaban por los jardines del restaurante en el que se habían reunido para comentar a los padres de Martina que se iban a vivir juntos, que ellos iban a ser abuelos. Que Martina iba a tener un hijo. La noticia no fue dada en ese orden, claro, porque el impacto visual habló por sí solo.

–¡Es que un poco más y nos llaman desde la maternidad! –Carmen estaba realmente indignada.

Algo normal en ella, eso de la indignación, opinaba su marido. Decidió no hacerle caso, como siempre. Llevaba décadas sin hacer caso a esos arrebatos descontrolados. Sobre todo si esos arrebatos incluían a su hija Martina.

 

 

Los hombres ociosos de la comunidad vecinal eran los que más utilizaban la pista de pádel. Sus paletazos, con gemidos desgarradores que a Martina le parecían obscenos, la agobiaban tanto que acababa cerrando las ventanas y conectando el aire acondicionado, si era verano. Pero incluso con las ventanas cerradas oía el golpeteo de las raquetas. También oía los chillidos en la piscina y en el parque infantil (un tobogán, un columpio doble, tres balancines, todo de madera, todo sobre una superficie de caucho que amortigüe caídas y rozaduras, claro), se escuchaba incluso el jaleo del recreo escolar de un colegio cercano. Y todo ello frenaba la concentración de Martina a la hora de escribir. Embotaba su mente. La desatascaba con una cerveza. Con una copa de vino. Con un bourbon con hielo. Acababa emborrachando a sus personajes, metiéndoles en una sauna, en una piscina de hidromasaje, copulando unos con otros en total frenesí. Martina se concentraba en ello y escribía diálogos surrealistas y escenas sexuales que le hacían ruborizar.

Era lo malo de tener todas la ventanas con vistas a ese gran patio comunitario con pista, piscina, parque. Eso comentaba Felipe cada vez que ella se quejaba. Luego, él añadía que no era para tanto, que era un lugar repleto de vida, de alegría, muy adecuado para ella y para Marcos. Y Martina acababa fulminándole con la mirada. Claro, se decía malhumorada (pero no a él, a él no le decía nada, no fuera a enfadarse, no fuera a encerrarse en su estudio con un portazo, no fuera a hacer algo que no la incluyera), claro, él trabajaba fuera, en un despacho personal, sin chapoteos ni pelotazos. Un despacho en pleno centro de Zaragoza, en el paseo de la Independencia, con gente normal con la que hablar, con compañeros de profesión, sin ningún niño al que cuidar. Ningún niño que llorara. Y entonces miraba a Marcos, sentado en la trona, que observaba a sus padres con sus ojos oscuros, tristes y bellos a la vez. Martina daba otro sorbo a su bebida. Un refresco de cola esta vez, para disimular delante de Felipe. No fuera a pensar que…

Si los hombres ociosos eran los que más utilizaban la pista de pádel, las mujeres ociosas eran las que solían llenar la piscina, casi siempre acompañadas de sus hijos, todos menores de diez años. Uno o dos. Con los primeros rayos de sol ardiente, a mediados de mayo, ya comenzaban a despojarse de sus vestiduras para tomar el sol en el césped primorosamente cuidado. Cuerpos normales y corrientes de mujeres de treinta, de cuarenta años, alguna abuela, todas convertidas en lagartijas al sol. Martina observaba, complacida, que entre ellas no existía la malicia que podía palparse en un gimnasio, por ejemplo, cuando solapadamente se comparaban trajes de baño o bikinis o prendas deportivas de cualquier clase. Las zapatillas. La cinta para el pelo. El pulsómetro adherido en un brazo para controlar corazones sanos. El iPhone en el otro, con auriculares para aislar del mundo y ofrecer una banda sonora exclusiva.

No, todos los vecinos, ellas y ellos, eran como un clan, un clan guay, eso comentaba Martina a Felipe, sin que él le preguntara nada, porque él nunca mostró interés por cómo le había ido el día, qué había hecho, qué… Y ella necesitaba hablar, mantener una conversación. Un monólogo, casi siempre. Contar que los vecinos no solo se llevaban bien entre ellos, sino que incluso a finales de junio, cuando los niños habían acabado el colegio y no tenían que madrugar al día siguiente, se quedaban en el césped hasta bien entrada la tarde, con meriendas improvisadas, con bebidas que repartían en vasos de plástico, de fiesta infantil. La excusa eran los hijos, pero lo que realmente importaba era el encuentro entre esos padres y madres jóvenes (bueno, alguno de ellos ya era abuelo, casado en segundas o terceras nupcias con una mujer más joven con la que tenía un par de niños que se llevaban treinta años con sus hijos mayores, eso le contó a Martina uno de ellos, a punto de jubilarse), de profesiones variopintas que permitían costearse viviendas tan privilegiadas como las suyas, a solo veinte kilómetros de Zaragoza.

Un par de temporadas estuvieron, Felipe y ella, formando parte de ese estado de bienestar o supuesta concordia familiar. Antes de que llegara el tercer verano, Felipe se fue de casa. A otra urbanización, a otra vida, más cerca –eso le dijo– de los estudios de televisión madrileños en los que había comenzado a trabajar meses atrás. Cambió de vida, de comunidad (vecinal, autónoma), de hábitos, de…

–Vendré los fines de semana para veros –aseguró. Mintió.

Y ninguno de esos vecinos, ninguno con los que habían compartido charlas banales sobre infancia y educación, o partidas de pádel, o agua clorada, ninguno de ellos preguntó nada cuando fue pasando el tiempo y Martina comenzó a bajar sola, con Marcos, que aún se arrastraba por la toalla a pesar de tener ya tres años.

Nadie osó preguntar nada. Las fotos de Felipe acompañado por un bella modelo en un evento marbellí, unas fotos que salieron en una revista del corazón, acalló cualquier pregunta que pudieran formularle sobre él. Martina fue la última en enterarse. De esas fotos. De ese idilio. Dejó de bajar a la piscina, al parque. Dejó de hablar con todos ellos. Se convirtió en una anacoreta malhumorada.

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