Martina

Martina


Capítulo 9

Página 12 de 55

Capítulo 9

 

 

 

 

 

Esta noche he soñado que Felipe me llamaba por teléfono y me decía «Martina, voy a ir a verte». O que quería verme y que por eso venía. El lunes. Me dijo que vendría el lunes y a mí, en el sueño, me costaba una barbaridad pensar en qué día vivía. Ahí supe que era un sueño. Y quise despertar, como tantas veces me ha ocurrido, porque tengo esa capacidad para saber si estoy dormida o no, si estoy o no dentro de un sueño. La capacidad de despertarme, de volver a mi habitación.

A veces funciona.

Otras, la mayoría, no. Y me quedo dentro de una historia en la que en ocasiones conozco a las personas con las que comparto espacio onírico. Pero en otras ocasiones no sé quiénes son ni por qué me cuentan lo que me cuentan.

Igual, igual, que cuanto veo espíritus, que son la parte más descarada de un sueño, porque eso de que se me aparezcan mientras desayuno o mientras estoy conduciendo, por ejemplo, es algo así como un exceso de confianza, ¿no? Porque una cosa es que vengan a verme en sueños y otra muy distinta cuando estoy despierta y viviendo situaciones reales. Quiero decir que, a quien se le ocurrió eso de «la confianza da asco» se tenía que referir a algo así, a cuando los fantasmas o los espíritus invaden nuestro espacio íntimo y personal. Y lo invaden sin avisar, solo con un ligero (a veces, tremendo) dolor de cabeza.

Ah, ya, piensas que me lo estoy inventando, ¿verdad? Estás en tu derecho, claro. Pero que tú no veas esos espíritus, que tú no los notes a tu lado, no significan que no estén, eso que te quede claro. Y esto que me pasa, esto de ver muertos o almas o qué sé yo qué nombre ponerles, esto, más que un don a mí parece más bien algo impuesto por esa cohorte celestial que no distingue si le regala esa capacidad a un niño o a un adulto, a un inocente o a un malvado. Es como si en el bombo de la lotería de la vida se mezclaran todo tipo de bolitas con los más variopintos dictámenes o sugerencias de personalidad. Y luego toca a quien toca. A veces acierta. Y otras…

Pues sí, soñé que Felipe me llamaba por teléfono y me decía que venía a verme. Y a mí no me apetecía, la verdad. En el sueño, no me apetecía nada ni que viniera ni volver a verle. Y eso era raro, porque siempre que me ha dicho ven, yo lo he dejado todo, como en la canción. Pero en el sueño noté que, si no me apetecía nada ese encuentro, era porque tendría que decírselo a Ricardo y que seguramente a él no le haría gracia que yo quedara con un ex. Y en el sueño yo me preguntaba que a santo de qué se lo tenía que decir a ese Ricardo, si apenas le conocía. Era todo tan absurdo…

Entonces me desperté, quizá porque el sueño se estaba convirtiendo en una pesadilla, quizá porque oí el golpeteo de la cafetera en la cocina y la voz de Ricardo, el pastor, preguntando algo. La voz de Marcos, mi hijo, respondiendo a algo. El caso es que, cuando descubrí que había sido un sueño, fue como quitarme un peso de encima. Fue como si me liberara de Felipe. Porque, ¿cuánto tiempo hacía que no sabía nada de él? ¿Un año ya?

Aún estaba pensando en eso cuando Ricardo entró en la habitación, en dos zancadas que oí perfectamente, porque el entarimado vibra y resuena, sin más: el suelo es de madera y él es un peso pesado con grandes botas de montaña. Entró y me dijo que dejaba el café al fuego, que estuviera atenta, y que acompañaba a Marcos al instituto.

Abrí los ojos como platos. Quizá el susto por lo que me acaba de decir. Quizá porque no sabía si estaba aún durmiendo, viviendo un sueño dentro de otro sueño.

–¿Y por qué no va en el autocar? –tanteé con una pregunta que podía estar formulando aún dormida, a pesar de que me estaba levantando y me ponía la bata–. Joder, qué frío hace en esta casa.

–Porque lo ha perdido. También he encendido la chimenea.

–¿Perdido? ¿Marcos? ¡No me lo creo! ¿Qué hora es…?

–Las ocho y media.

Cuando quise darme cuenta, Ricardo ya había salido de la habitación, antes de que pudiera reñirle. No entiende que no me gusta esa manía que tiene de pasar dentro cuando yo estoy durmiendo. No entiende que no puede entrar en mi casa así, a cualquier hora, como si fuera la suya. ¿Y con qué llave?

–¡Adiós, mamá! –me dijo Marcos, a lo lejos, y no pude responderle porque ya había cerrado la puerta.

Se oyó el motor de un coche, el todoterreno de Ricardo, pensé. Abrí la ventana y la contraventana de madera y los vi alejarse a pesar de que la temperatura exageradamente baja me estrujaba los ojos, llenándomelos de lágrimas. Marcos no había llegado tarde al colegio en su vida. Siempre hemos sido muy puntuales. Él era muy puntual. Obsesivo con el tiempo. Si eso sucediera hoy, pensé, si hoy llegara tarde, me alegraría un montón. Sería un rasgo más de normalidad. De la bendita normalidad.

Entonces abrí los ojos cuando olí el café recién hecho. Yo seguía en la cama. Ni me había levantado a abrir la ventana ni había conversado con Ricardo ni Marcos se había despedido de mí. Un maldito sueño, eso había sido. O un sueño dentro de otro o dentro de una mínima realidad, porque alguien me había dejado el café recién hecho en la cocina y un par de magdalenas de la panadería. Y ese alguien solo podía ser Ricardo, claro.

Justo al lavarme la cara sentí el repelús, esa especie de electricidad que me recorre la nuca y los brazos cuando tengo una intuición, por si eso del sueño ocurría de verdad. Lo del sueño con Felipe, eso de que viniera a verme. Porque mis sueños siempre me avisan de algo. Mi embarazo, la terrible enfermedad de Marcos, los abandonos repetidos por parte de Felipe, mi paseo por los infiernos, el accidente mortal de mi hijo hace dos años…

Todos eran sueños tan irreales que no me los podía creer cuando me despertaba. Me parecían pesadillas, de esas que, una vez te despiertas, solo queda la respiración agitada y poco más. Salvo el sueño de Marcos y su accidente, que me dejó tan acongojada que durante días no dejé de observarle sin que se diera cuenta. Dándose cuenta, al final, porque me pillaba infraganti y me preguntaba, inocente, «¿qué pasa, mamá?». Y claro, no iba a contarle que había soñado con su propia muerte.

¿Y qué más da? Las cosas ocurren, los accidentes ocurren, la muerte ocurre… y da igual si te escondes, si no sales de casa o si pretendes llegar a un lugar en el que estarás más protegido. Da igual, la muerte te persigue, porque nunca se olvida de llevar encima su propia lista de morosos o beneficiarios. Todo ocurre porque tiene que ocurrir, eso opina la muerte. Y punto.

Soñar con este pueblo también me pareció de lo más increíble y fíjate, aquí estoy desde hace un mes. Atalaya de don Pelayo se llama este pueblo. Incluso a veces dudo de que esta porción de tierra y de río salga en los mapas o en alguna foto de los satélites que nos vigilan…

He soñado muchas cosas a lo largo de mi vida. Muchas. Como cuando se lee una novela: uno lee el capítulo y luego continúa la historia. Con mis sueños, igual, porque siempre son el enunciado de lo que acontecerá después, unos días, unas semanas después, un año, pero en el terreno real. Dime si no es para volverse loco eso de estar con un pie en ambos mundos.

Me dejaré de tonterías. Hay ocho niños que están camino de la escuela y yo soy su profesora.

Ir a la siguiente página

Report Page