Martina

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Capítulo 14

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Capítulo 14

 

 

 

 

 

Hoy, a la hora del recreo, he recibido un wasap de Mario, el dermatólogo. Leo con satisfacción:

¿Puedo decirte que te quiero?

Y yo me sorprendo porque, ¡hay que ver qué cosas se le ocurren! Ni le he contestado, a pesar de que la alegría me daba vueltas alrededor, como un moscardón. No, como un moscardón, no. Como un jilguero. No, tampoco, como un pajarillo de esos que van a cien por hora moviendo sus alas… ¿Un colibrí? Sí, eso es, un colibrí. La alegría de un colibrí. Eso es lo que sentía yo.

Para evitar la tentación de contestarle (porque le hubiera dicho que yo también le quiero, por supuesto, a pesar de que no se lo digo a nadie) salí al patio y llamé a un par de críos (ya ves, tengo ocho alumnos. Es para reírse) y les hablé de cualquier tontería, algo sobre el tiempo, creo, sobre si llovería o al final saldría el sol. Y lo hice en inglés. Me miraron con simpatía, o miraron con simpatía el gorro de lana en forma de gallina que llevaba esa mañana, con el gran cuerpo del ave blanca y lanuda desparramado por mi cráneo, con una cresta roja en lo alto, con un par de patas de color naranja cayendo por debajo de mis orejas. Un gorro bien abrigadito, por cierto, pero del que ya no se sorprenden mis alumnos, pues a estas alturas ya me observan con calma, sin extrañarse de mis excentricidades. Sí, están curados de espanto: eso de que yo haya asistido a clase con las pantuflas de casa o sin peinar, al principio les tenía descolocados. Pero ahora, un par de meses después de venir a Atalaya de don Pelayo, les gusta, sí. Ya ni se inmutan. Soy una auténtica payasa, para qué negarlo. Siempre lo he sido. Me encanta arrancar unas risas. Creo que hay gente que mataría por lograr esto.

Cuando se fueron mis alumnos, o cuando les di la venia para que se fueran y continuaran con sus cosas, volví a mirar el mensaje de Mario. Somos amigos desde hace un año. Y en todo este tiempo no hemos hecho otra cosa que intercambiarnos correos electrónicos en los que nos contamos la vida. No hemos hecho otra cosa que vernos de vez en cuando en lugares cercanos a Zaragoza (lo más lejos, el área de servicio de Lérida. Normalmente, en la de Tudela. Antes, en la de Calahorra, pero ya está cerrada) para tomar un café o para comer, y abrazarnos en el aparcamiento con culpa y con gozo. Nadie, jamás, me ha abrazado tan bien como Mario. Incluso creo que eso del abrazo no es mutuo, sino que es él el que lo da, manteniéndome dentro de su pecho, respirándome el pelo, en una total protección respecto al mundo (un gran ángel que me cubre con sus enormes alas. Eso siento cuando me abraza). Abrazos atemporales en los que solo existe el contacto y la sanación para nuestras almas. Eso me contó un día y, al oírlo, fue como si mi voz hubiera ido a parar a él, porque eso era justo lo que pensaba.

Y continúo pensándolo.

A veces me imagino que nuestra (innombrable) relación es como la de aquellos novios del siglo pasado, aquellos que vivían en plena calentura solo con la ilusión y el poco –y exquisito– roce mantenido. Y las cartas. Bueno, y porque Adela, la mujer de Mario, le ata corto y eso hace que ambos disfrutemos de una manera genuina (e infantil), con ojos asombrados de búhos, por eso de que, a nuestra edad, aún podamos sorprendernos: somos y estamos muy agradecidos con las migajas que recibimos.

–En fin, son cosas que pasan –le dije a Adela, la mujer de Mario, que hasta entonces había sido mi amiga.

Le dije eso cuando nos descubrió a Mario y a mí en su despensa, comiéndonos a besos. Ella me echó de su casa y de su vida. Claro, claro, lo entendí. Por eso, cuando unos días después de ese descubrimiento clandestino, me comunicaron desde Educación lo de venir a Atalaya de don Pelayo, acepté sin sopesar los pros y los contras. Era la respuesta del universo a mi necesidad de huir. Mi necesidad de una nueva vida. Un lugar donde nadie supiera nada de mí. Como los testigos protegidos de las películas.

 

 

Nadie me dice que me quiere, salvo Mario, el dermatólogo. Ni las amigas de toda la vida, ni mi madre, ni mi padre, ni mi hermana. Ellos nunca me lo han dicho ni me lo va a decir ahora, pues parece ser que, cuanta mayor edad se tiene, mayor vergüenza también para demostrar el cariño. Herminia, nuestra asistenta, sí me lo decía, incluso cuando yo ya era una mujer hecha y derecha. Mi hijo también lo hacía, también me decía que me quería, bien clarito y sin rubores de ningún tipo. Te quiero, mamá. ¿Y qué ocurre cuando una se da cuenta de que eso falta en su vida? El caos, eso es lo que ocurre. El caos y el derrumbe.

 

 

Yo, a Mario jamás le he dicho (ni escrito) que siento algo por él, a pesar de que merece con creces ese regalo. Porque temo que, si se lo digo, se me romperá la única protección que me queda respecto al mundo que me rodea. Me da por pensar que, si nombro ese amor, me será arrebatado. Sin embargo, a él le tiene que llegar ese cariño a través de mis correos, de las conversaciones que mantenemos, de la risa que compartimos… (Ya, solo es cariño y ternura lo que siento por él, y eso no es igual que un gran amor, pero ya se sabe, son cosas de la dosis mínima para seguir viviendo en este mundo tan real y severo…).

Cinco minutos más tarde, Mario vuelve a escribirme:

Sigo queriéndote.

Miro alrededor y no tengo a nadie a quien contar tan magnífica noticia. Porque es una buena noticia saber que hay un ser humano que me quiere (¡a mí!) y al que no le da vergüenza decirlo (decírmelo).

Me siento tan bien, tanto… Los colibríes y tal, revoloteando en mi interior.

Que una hora más tarde, justo cuando acaban las clases, reciba una llamada de Felipe, eso, solo me demuestra lo liados que están allá arriba en las alturas (la cohorte celestial) preparando sorpresas y dejando que se les escapen detalles mínimos, como estos. Porque a ver, ¿qué pinta Felipe en mi vida? Hoy en día, ¿qué pinta ya? ¿A santo de qué me llama, justo en estos momentos, cuando saboreo algo precioso con alguien que no es él? ¿Por qué me llama después de… un año? ¡Un año!

No me sorprende su llamada, porque ya lo soñé días atrás. Eso de que me iba a llamar. Lo que no entiendo es que mi conversación con él continúe siendo cordial. Me avergüenzo de no dar rienda suelta a lo que realmente me gustaría hacer y que nunca he hecho: mandarle a la mierda. Así, sin más. Pero no solo soy una mujer bien educada, sino que busca que la amen. Y en este punto insistía mucho mi psicóloga: el daño que siempre me ha hecho pretender eso. Que me aceptaran. Que me quisieran. Lo único diferente en la conversación hoy mantenida con Felipe es que ya no me hacen gracia sus chistes y que su acento argentino ya no me embelesa. Además, las explicaciones que me ha dado sobre su nuevo programa televisivo o sobre las últimas entrevistas realizadas, todo, me ha parecido algo desgastado: frases y explicaciones que ya habrá contado a otros hasta la saciedad y que a mí me llegan descoloridas y con jirones.

Me he sentado en la plaza del ayuntamiento, en uno de sus bancos de piedra (helada, estaba helada la piedra) para continuar con la conversación telefónica. Media hora de conversación más o menos banal, poniéndonos al día. Pasaban por delante de mí vecinos del pueblo, de aquí para allá, mirándome (¿qué hace la maestra ahí sentada, con este frío?) y yo les saludaba levantado una mano enguantada y ellos me mostraban sus mejores sonrisas (quizá miraban el gorro gallina en mi cabeza y su cresta roja, sus patas anaranjadas).

La verdad es que hace mucho tiempo que Felipe y yo no nos contamos la vida y que él ya no forma parte de la mía. Un par de extranjeros somos el uno para el otro. Sí, eso, dos extranjeros que hablan, además, idiomas diferentes, pero entiendo a la perfección la frase que deja caer. Me dice que quiere venir a verme. Y los ojos están a punto de caérseme de la impresión.

Lo soñé días atrás.

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