Martina

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Capítulo 21

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Capítulo 21

 

 

 

 

 

Tras la separación de Felipe (la definitiva, me refiero), y tras un año de reclusión casera y llorosa para asimilar mi nuevo estatus de soledad en la vida, una amiga llamada Lola, profesora en un instituto, decidió organizarme una cita casi a ciegas con un profesor de Historia de su centro. Digo casi a ciegas porque a Toni, el de la cita, yo le conocía a través del Facebook de ella, por algunos comentarios que él le hacía o por fotos que compartían. Sabía que le gustaba ir a buscar setas en otoño, por ejemplo, y hacer senderismo en cualquier época del año. El caso es que Toni y yo accedimos a la gentil y benévola idea de esta amiga para que dejara de darnos la murga.

Y acabamos citándonos, por medio de mensajes, en una cafetería de la plaza del Pilar una tarde de principios de noviembre.

Yo me arreglé con esmero, elegí del armario un vestido de una marca francesa repleto de flores y colores otoñales que me sentaba francamente bien, incluso me maquillé y me puse unos zapatos altísimos, de los que me hacen parecer una diva de ópera a punto de salir al escenario. Cuando me miré en el espejo del vestíbulo, antes de salir, me vi radiante, de verdad, como si descubriera que la pelirroja que me observaba desde el espejo no fuera yo misma sino una mujer muy querida –y admirada– a la que hacía tiempo no veía. Ni tan siquiera me molestaron los kilos que se me habían desparramado por el cuerpo, convirtiéndome en una diosa de la fertilidad o en una de esas mujeres de gran vitalidad que no solo ordeñan vacas sino que se encargan de la recolección de las verduras y preparan y hornean la masa del pan y del hojaldre. Que cada día hacen eso y ni se plantean si su vida es monótona o si ese invierno habrá nieve en Chamonix o si lloverá en Punta Cana.

Cuando le di un beso a Marcos, me dijo que me lo pasara bien. No sé adónde creía mi hijo que me iba ni lo que yo iba a hacer, pero le volví a besar y luego le recordé a la canguro que tenían que jugar al Monopoly o al Rummy o algún otro de sus juegos preferidos. La chica se limitó a repetir las palabras de mi hijo, lo de pasármelo bien. En fin.

Que fuera noviembre no significaba que hiciera frío, que aquel martes el día se había levantado con un ánimo al que le sobraban grados. Así pues, me quité el abrigo nada más llegar a la cafetería, ya sudorosa, y fue entonces cuando vi a Toni apoyado en la barra. Supuse que era él porque en la foto de perfil de Facebook aparecía, también, con perilla de espadachín y con una frondosa mata de pelo blanco que le confería un aspecto de genio excéntrico. O de loco. Me dirigí a él con paso decidido, altísima en mis tacones, y con una gran sonrisa. Él era el único que parecía esperar a alguien en esa cafetería, mirando hacia la puerta, muy formal, serio y estirado (como los espadachines, claro, o los genios excéntricos), comprobando mi escaso retraso en el gran reloj de su muñeca. Le saludé mientras descubría, con cierta decepción, que él ya se estaba tomando un café que no había sido capaz de retrasar ni cinco minutos.

 

 

«Creí que no vendrías o que me había equivocado de lugar», me dijo.

Hay que ver, por cinco minutos de retraso, me soltó eso.

No perdí la sonrisa y le regalé un par de besos, que a generosidad no me gana nadie (y esto de mi sonrisa y de mi generosidad me lo afeó años después mi psicóloga. Una psicóloga que me descubría traumas en cuanto yo abría la boca. Era portentosa. Creo que cobraba por traumas descubiertos). Luego, dejé mi bolso, el abrigo y el fular encima del taburete más cercano. Pedí un cortado al camarero y observé que los ojos de Toni eran del color de la miel, preciosos. También me di cuenta de que era algo más bajo que yo, así que me senté en el taburete, para no incomodarle. Fue esa razón, y no otra, la que me impidió moverme, y ni tan siquiera me atreví a sugerirle que fuéramos hacia una de las mesas, rodeadas de sillas y butacas confortables para llevar a cabo una conversación entre dos personas que no se conocían de nada. Entonces, caí en la cuenta de que él aún no se había quitado el anorak y que, bajo ese anorak abrochado hasta arriba, sobresalía un jersey verde de cuello alto. Pensé en el calor que estaría pasando.

Oh, los ojos de Toni, qué bonitos eran… cuando me miraban, claro (nanosegundos, vistos y no vistos), porque solía posar esos ojos en lugares lejanos (una lámpara, una puerta, una silla, una pared de la que colgaba un póster lunar). Mientras, él hablaba y hablaba de sus compañeros en el centro escolar, del mal rollo que había en el claustro de profesores, de los alumnos tan movidos y desmotivados que tenía en clase. Vuelvo a repetirlo porque me llamaba la atención: él hablaba mirando hacia arriba, al techo de grandes lámparas en forma de platillos volantes; mirando hacia otras personas que pasaban por al lado. Pero a mí no, a mí no me miraba. Yo no recordaba haber estado con nadie que me rehuyera de esa manera tan descarada, salvo los días en los que Felipe preparaba su huida y deserción. Y es que tanto en las entrevistas que yo realizaba antiguamente para el periódico, como con los amigos e incluso con los dependientes de cualquier tienda, siempre ha habido ese espacio y ese lugar para mirar al otro, para escucharle. Para sentir que los otros me escuchaban a mí.

Y Toni no solo no me escuchaba, o no me prestaba atención cuando yo le respondía a algo que él estaba contando, sino que no me preguntaba por temas tan asépticos como a qué me dedicaba. O por mi vida en general, que era algo más mundano. Si lo hubiera hecho, si se hubiera interesado, le habría dicho que años atrás trabajaba en un periódico, pero que hicieron una reestructuración de plantilla y que yo estaba en la lista de prescindibles. Le hubiera contado que los últimos dos años los había dedicado a escribir una nueva novela y que ahora había vuelto de nuevo a la enseñanza, cubriendo bajas. Y si me hubiera preguntado por algo más personal, por mi vida cotidiana y personal, le habría contado que tenía un hijo de ocho años al que había dejado al cuidado de una canguro, haciendo los deberes.

Además, si Toni hubiera insistido o me hubiera preguntado más cosas, tal vez le hubiera explicado lo de la rara enfermedad de mi hijo y la poca o nula esperanza que yo tenía respecto a que la medicina detuviera su avance. Pero no podía contarle nada porque estaba enfrascado hablándome de esa manía que le tenían todos sus compañeros o que ese fin de semana seguramente llovería y sería un buen momento para ir a buscar hongos con un grupo de amigos.

–O caracoles –le dije yo, para provocar algo de risa. Bueno, al menos sonrió.

Quizá, por dentro, me llamó tonta. O algo más gordo, como «imbécil», porque él puso, por un segundo, los ojos en blanco. No, no llegó a suspirar.

No, el anorak no se lo quitó. No, tampoco se sentó en el taburete, sino que se quedó de pie, montando una guardia imaginaria. Y al cabo de un rato, quizá a los veinte minutos de estar allí, le sonó el móvil. Contestó a la llamada:

–Pedro, te llamo luego.

Y cuando colgó:

–Cinco minutos y tengo que irme.

Qué extraño, me dije, irse así tan de repente, cuando acabábamos de llegar. Y me dio por pensar que él ya había dejado esa consigna a un amigo, a ese tal Pedro que también podría llamarse de cualquier otra manera: «Llámame a las seis y media, por si esa chica resulta ser un tostón». Incluso podría haber sido simplemente la alarma de su móvil: la programó para huir a esa hora establecida y luego se inventó la conversación con ese supuesto amigo. Si le gustaba la chica (yo), se quedaba. Si no, se largaba. Ahí tenía la respuesta a por qué no se había quitado el anorak.

Fue entonces cuando me dijo que nuestra amiga común le había comentado que yo era escritora. Me preguntó si estaba escribiendo algo nuevo (no me dejó contestar), qué había escrito antes (aquí comencé a pensar en un título y ya no me dio tiempo a más, porque había dejado de escucharme, mirando de nuevo el móvil, fijándose en el camarero que pasaba por su lado o en alguna mosca que revoloteaba alrededor. Me callé). Me repitió que ese fin de semana saldría a buscar setas. Me habló de una sociedad micológica, masculina, privada, de la que era socio. Salían a buscar hongos y luego los cocinaban y se los comían en un ambiente festivo.

–¿Masculina? –le pregunté, asombrada–. ¿Sociedad micológica masculina? ¿No hay mujeres? ¿Las mujeres no buscan setas?

–¡No! –me respondió con extrañeza, como si mis preguntas estuvieran fuera de lugar–. Somos nosotros, los hombres, los que cogemos las setas y nosotros, los hombres, los que las cocinamos.

–Ah, como Juan Palomo –se me escapó una (minúscula) carcajada– yo me lo guiso y yo me lo como, ¿no?

Creo que ni me oyó. Yo me tenía por una mujer alegre, pero mis frases, con él, quedaban flotando como burbujitas que estallaban sin provocar ninguna reacción. Y es que Toni, con su desinterés, las convertía en burbujas invisibles. Yo misma dudaba de mi corporeidad, de mi recién estrenada talla 44.

Le hablé, entonces, de mis personajes en la novela El destino de Simón Recajo, una historia ambientada en el siglo XIX. Le dije que la sociedad que aparece en esa novela era masculina, que las mujeres no tenían derechos de ningún tipo, pero que hoy en día, en pleno siglo XXI ¡a quién se le ocurría lo que acababa de contarme!

No entendió nada sobre el sexismo declarado en su asociación. O no quiso entenderlo. Sus ojos (bonitos ojos, ya lo he dicho antes) iban y venían a otras direcciones, como si nuestra conversación solo tuviera lugar de vez en cuando, como un auténtico morse, solo a base de códigos que se repetían cada ciertos puntos o cada ciertas rayas. Volvió a preguntarme:

–Así que escritora, ¿eh?

Y yo le miré con gran cansancio pero con una sonrisa intacta, pintada de color marrón, como las flores de mi vestido. Parpadeé moviendo el kilo de rímel que me había puesto en las pestañas y le anuncié que tenía nueve novelas publicadas. Me mordí la lengua para no escupirle, en el punto y final, el adjetivo gilipollas, y me arrepentí, porque él ya no se interesó más por el asunto, y fue moviendo libremente su mirada por toda la cafetería, barriendo esa cafetería, sin fijarse en mí, volviéndome a contar lo que le hizo el director del instituto el día que le sugirió ir de excursión a no sé qué iglesia que tenía un retablo de no sé qué siglo.

Qué tío más pesado, pensé, e iba creciendo en mí el deseo de querer estar en otro lugar, aunque fuera a solas, que no hay mejor compañía que la de uno mismo cuando la otra opción posible lleva por nombre Toni rodeado de bombillas multicolores. No quería más citas a ciegas. No quería volver a pasar por algo así. Nunca. Jamás.

Luego, estirándose el anorak, añadió que podríamos vernos otro día (¡ja!, me reí yo por dentro, lo llevaba claro) y me pidió el título de mi última novela.

–Los jazmines del sultán –le contesté, con voz neutra–. Salió justo la semana pasada.

Y él añadió que la compraría inmediatamente y que, cuando nos viéramos al día siguiente, se la podría dedicar. Me anunció:

–Así pues, nos vemos mañana a las seis en la puerta del Museo de Zaragoza para ver la exposición de Ando Hiroshige.

–¿Quién? –pregunté cuando en verdad quería haber formulado: ¿qué? ¿Quedar? ¿Mañana?

–¡Uno de los autores más importantes del grabado en madera! –exclamó, creo que algo ofendido. O molesto. Me daba igual.

–Ah.

–¡Tiene unas estampas preciosas! –Se estaba envalentonando. Se veía a la legua–. Inspiró tanto a artistas orientales como al mismo Van Gogh.

–Ah –repetí. Mejor utilizar monosílabos con alguien que deja de prestar atención a los dos segundos.

Se fue en esos momentos, recordándome la cita del siguiente, miércoles, a las seis de la tarde en la puerta del museo.

–¡Y puntualidad, por favor! –Y lo exigió a cuatro metros de distancia. Que todo el mundo se enterara.

Joder, ni que fuera mi jefe. O la mandona de mi madre.

–¡Apunta mi número de teléfono! –le pedí, corriendo hacia él.

Y Toni cogió una servilleta de papel de una mesa próxima y escribió el suyo, dándomelo con sonrisa lastimera. Se fue, creo yo, con una idea preconcebida sobre cierta incultura por mi parte, cuando en realidad no solo conocía la obra de Hiroshige, sino que una reproducción de sus láminas, Lluvia sobre el gran puente de Atake, presidía el comedor de mis padres cuando vivíamos en Madrid, junto con otras láminas, todas pertenecientes a su serie Cien vistas famosas de Edo. ¡Pues claro que conocía a ese artista japonés, por favor! Y hubiera sido un bonito tema para hablar con él, con Toni, si se hubiera materializado la conversación entre nosotros.

El profesor de Historia se fue dándome su número de teléfono, no apuntando el mío, y se largó sin pagar la consumición de los cafés. Tanta separación de sexos en su sociedad micológica, tanta involución en ese aspecto, y resulta que tenía más que asumido y estaba más que modernizado en el tema de la igualdad de sexos para pagar las consumiciones.

Me quedé un rato en ese establecimiento, sentada en el taburete, alta y triste como las imágenes religiosas que salen en una procesión, diciéndome que qué pena, cuánto tiempo empleado en arreglarme y todo para nada. Fue una cita que había durado poco más de media hora y Marcos y la canguro no me esperaban hasta las nueve. Y a ver qué hacía yo ahora con ese tiempo que se me escurría entre los dedos de las manos.

Joder, ¿y a santo de qué le había dicho a Toni que sí, que nos veríamos al día siguiente…? Pedí un par de magdalenas al camarero y un café con leche, para acallar el malestar que se abría en mi estómago. Y luego me dediqué a pasear por El Tubo, solo por sentir el bullicio, por ver caras alegres… Me había imaginado que esa tarde Toni y yo acabaríamos de tapas por esa calle, mezclándonos con tanta juventud y tanta vida. Recordando que yo en otro tiempo había tenido esa misma edad, esa misma locura y aguante, un júbilo semejante y las mismas ganas de comerme el mundo.

En fin, qué desastre de cita. Si se lo contara a Felipe, se reiría como nunca. Pero bueno, ¿a qué venía pensar en Felipe? ¡A la mierda con él!, me dije.

Pedí un gin-tonic en un bar, cuando me cansé de pasear. Y luego, otro. Así se me fue la tarde. Estaba segura de que, esa noche, ni un espíritu se atrevería a manifestarse: el alcohol corría por mis venas, alborozado y altanero.

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