Martina

Martina


Capítulo 22

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Capítulo 22

 

 

 

 

 

Volví a Atalaya de don Pelayo después de quince años. Salí para hacer el servicio militar y gracias a eso recorrí una buena parte del mundo en barco. Fui un privilegiado, lo sé. De hecho, nunca he dejado de ser un privilegiado. Creo que todos lo somos, solo hace falta mirar, mirar de verdad. Luego estuve trabajando en Madrid en la construcción y como mozo de almacén, en Irlanda como pastor, otra vez en Madrid, otra vez en Irlanda. Acabé varios años en Logroño siendo temporero y en una empresa de componentes eléctricos y volví al pueblo cuando me anunciaron que mi padre se estaba muriendo. Volví y me quedé porque no conseguía que en ninguna parte que me hicieran fijo. Y tampoco conseguí en ningún lado ese espacio de naturaleza y libertad que eché siempre de menos.

Todos creen que mi vida, cuando estuve fuera, fue una vida de ensueño y que si volví fue por hacerme cargo del rebaño de mi padre. Nunca he contado que la vida en la ciudad me ponía enfermo, que siempre echaba de menos el campo, que cuando volvía a Irlanda me sentía como en mi propia casa, sobre todo porque allí estaba Mary. Mary que no supo o no quiso esperar y que se casó con otro. Si en todo este tiempo no volví al pueblo fue por no encontrarme con mi padre, eso lo saben todos. Lo que no sospechan es que a mí no me iba ese trajín diario de autobuses y metros cuando vivía en Madrid, ese vivir en el aire sin saber si el contrato, cualquier contrato temporal, iba a ser renovado. En Logroño, por ejemplo, trabajaba gracias a las ETT, pero a veces pasaba muchas semanas esperando a que me llamaran. No, no me gustaba esa vida. No soy un hombre de ciudad. La ciudad es solo para un rato, para unos días. Al menos, para mí.

Aquí se piensan que vivía como un rey, con tías a mi alrededor, haciendo lo que me daba la gana, entrando y saliendo cuando quería y sin tener que dar explicaciones a nadie. Mis amigos se ponen en mi lugar y se imaginan lo que ellos no pueden hacer o no han tenido agallas de hacer. Se imaginan lo que les gustaría hacer o ser. Me subieron en un pedestal y allí me quedé, por qué no. Quién soy yo para decirles que no es así, que no fue así. ¿Acaso no depende del cristal con el que se mira y que por eso nada es verdad ni mentira?

Desde entonces, y salvo algunas ocasiones en las que me tomo unos días libres y hago un viaje corto, me gusta estar en Atalaya de don Pelayo. La naturaleza que envuelve al pueblo y cómo va cambiando según las estaciones del año. El olor de esa naturaleza y cómo va cambiando, también, dependiendo de las estaciones y de la temperatura ambiente. Me gusta su gente sencilla y solidaria, a veces parca en palabras o muy ruda, pero hay que entenderles. La falta de prisas, eso también me gusta. La lentitud de las cosas que lo envuelve todo, poder quedarme extasiando ante una puesta de sol, por ejemplo, y eso que cada día hay puestas de sol (risas), pero lo experimento como si estuviera viéndolo por primera vez en mi vida. Mis ovejas. También me gustan mis ovejas. Y créeme que, salvo en un par de ocasiones, en las que me encontraba realmente mal, nunca me han supuesto un incordio por tener que salir con ellas cada día, por tener que quedarme con ellas cada día en el monte, haga frío o calor, llueva o nieve. Mis dos perros, amo a mis dos perros, Tira y Buzón, que solo les hace falta hablar para hacerse entender. Y Martina. Ahora está Martina en esa lista de situaciones extraordinarias. Ella es mi primer pensamiento al despertarme y también, el último. Es la mujer perfecta. Para mí, es la mujer perfecta.

¿Qué más puedo pedir?

¿Te crees ahora que soy un privilegiado y que siempre lo he sido?

Yo sí lo creo. Sí me lo creo.

De todas maneras, ahora que veo las cosas con perspectiva, he llegado a la conclusión de que si volví fue para encontrarme con Martina, años después. No lo sabíamos ni ella ni yo. Es algo que solo conocía el destino, ese que nos abre caminos invisibles y teje redes, entrelaza momentos, personas y situaciones. El mismo que trajo a Martina para que fuera maestra en Atalaya de don Pelayo. Ella, que se apellida Peña Grande, encontró una casa cueva enclavada en la Peña Grande, precisamente. ¿Casualidad? Digamos que es asombroso.

Y Martina, que siempre está abierta a las señales, a esta de sus apellidos y de este lugar, no le ha dado ni la más mínima importancia. Asombroso, también.

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