Martina

Martina


Capítulo 23

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Capítulo 23

 

 

 

 

 

Una tarde de sábado, cuando aún vivían en Londres, Felipe y Martina deciden acercarse al Golden Eye. La inmensa cola para subir a esa atracción parece no acabarse nunca y los dos piensan en que ha sido una pésima idea no optar por las entradas Vip, esas que abren las cadenas y las puertas que se cierran para los demás, para esos que solo llevan entradas de precio normal. Martina no necesita preguntar si algo va mal, porque lo sabe, sabe que hay algo que va mal entre ellos: ya no parecen una pareja de recién casados, o de novios, o de amantes que se van a comer el mundo. Ahora, tras unos meses de convivencia, se han convertido en una pareja que se odia y se ama a partes iguales. Una experiencia desagradable que ambos han pasado con sus respectivas parejas, las anteriores. Una experiencia que se juraron no volver a repetir, pero por alguna razón se inventó ese refrán de tropezar varias veces con la misma piedra.

Cuando ya están en la cabina de esa noria gigante, en la cápsula que engulle todos los sonidos, Martina decide hacer una prueba:

–He pensado en dejar tu apartamento.

Felipe alza las cejas. Carraspea. Estira la espalda, el cuello. No dice nada. Mira hacia abajo, hacia el gran parque que se aleja de sus pies, con sombrillas abiertas, con toldos de rayas bajo los que se ofrecen bebidas y cafés. Los paseantes de ese inmenso jardín solo son puntitos andantes de múltiples colores.

–¿Y adónde vas a ir? –le pregunta él, pero mirando ahora hacia adelante, hacia el primer puente, como si se lo preguntara a ese puente: «¿Adónde vas a ir, puente?».

Y Martina no sabe qué decir. Solo había querido lanzar un globo sonda y le acaba de explotar en lo alto. El globo y todo el material, cayendo en picado, estampándose contra el suelo. Meses atrás apostó por esa nueva experiencia, la de irse al extranjero, la de escribir una novela ambientada en Londres, la de vivir con Felipe y ser su novia o amiga especial (amiga con derecho a roce, decía él entre risas, consiguiendo que a Martina se le erizara la piel porque no le gustaba esa calificación. Pero y qué, hay tantas cosas que no le gustan a una, se decía, y que hay que callar para que el otro siga queriéndote, siga llamándote, siga… «Patético», le comentó su psicóloga años después. «Ese es un pensamiento patético», añadió). Martina se limitó a seguir las señales, como tantas veces. Como siempre. Y se fue a Londres, sin más.

–A un hotel –dice por decir–. Iré a un hotel.

Calcula su presupuesto. Ni una cena fuera. Solo museos gratuitos. Solo las ofertas de Marks and Spencer.

–Bien. ¿Y cuándo te vas?

Y Felipe se lo pregunta cuando la cabina se detiene en lo más alto. Imposible abrir una puerta y largarse, piensa Martina. Imposible alejarse de ese dolor tan intenso que siente en esos momentos.

Las vistas de la ciudad son magníficas y es muy raro que ese día no haya nubes enturbiándola. A pesar de que sea julio, no es sinónimo de día despejado, que eso lo saben todos: siempre hay una nube dispuesta a perseguirte y abrirse encima para empaparte, sin más. Todos los desconocidos que los acompañan en ese habitáculo reducido y transparente exclaman en voz alta que si una torre, que si un puente, que si el río, que si… y Martina y Felipe no prestan atención a nada, solo piensan en cuándo hay que hacer unas maletas (ella), solo piensan cuándo estará, por fin, libre el apartamento (él).

Esa tarde de sábado, ambos salieron del piso compartido cogidos de la mano, y así pasearon por las calles londinenses, con los dedos entrelazados. Subieron al metro, caminaron por otras calles e hicieron cola en el Golden Eye. Y cuando bajan de esta noria gigante, él y ella ya no llevan sus manos unidas, sino que parece que están a miles de kilómetros el uno del otro. Una escena de lo más común, eso de una ruptura amorosa. Nada del otro mundo. Al fin y al cabo, este es un mundo de supervivientes.

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