Martina

Martina


Capítulo 27

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Capítulo 27

 

 

 

 

 

Hace años, quizá un miércoles del mes de junio, Martina recibió una llamada de Felipe. Vio aparecer su nombre en la pantalla del teléfono móvil y el corazón le dio un vuelco. La llamaba Felipe. ¡Felipe! Tras seis meses de ausencia para intentar salvar su relación, llamaba por teléfono. Eso le dijo él, que era para salvarla. Eso quiso creer ella, temiendo que se fuera para siempre y, a la vez, que no se fuera para siempre y acabara regresando. Porque, ¿cuántas veces había fantaseado con esa idea, la de estar sin Felipe, la de dejar de discutir, de odiarse, de gritarse tantas barbaridades como se gritaban? Muchas, muchísimas veces dando rienda suelta a insultos que no se atrevía a decirle (gritarle) a la cara y que ella ensayaba cuando Felipe no estaba presente (le hablaba al espejo del baño, escupía a ese espejo, queriendo romperlo en mil pedazos). A Martina comenzó a darle miedo esa furia que cada vez se tomaba más libertades. Una furia con vida propia, que anulaba su raciocinio. Nunca se planteó que era cosa de la bebida, del alcohol, sino que siempre le echó la culpa a su madre, a la falta de paciencia de su madre, a la mala leche que le había trasmitido desde bien pequeña. Lo repetía tantas veces que acabó creyéndoselo, como si eso fuera cierto. Como si los seres humanos no tuviéramos la suficiente fuerza para cambiar nuestro carácter. Claro, es preferible echar la culpa a los demás. Ya lo sabemos.

Felipe llamó por teléfono a Martina y mantuvieron una conversación calmada, como si realmente se alegraran de oír sus respectivas voces, como si realmente se alegraran de saber el uno del otro. Felipe preguntó por Marcos y ella pasó por alto que, en ese tiempo de separación, nunca se había interesado por él, ni por su estado de salud ni por sus estudios, como si no existiera ese hijo que ya contaba cinco años. Claro que tampoco él se olvidó un solo mes de pasar su manutención.

Cielos, qué mal sonaba. Manutención.

Era como si le pagara por haber tenido un hijo con él y el hijo, Marcos, se hubiera convertido solo en un tema económico, una transacción bancaria. Sin embargo, cómo pagar algo así, algo que no tenía precio. Porque Felipe no estaba en la rehabilitación diaria de Marcos, ni en sus idas y venidas al colegio, ni en las conversaciones que mantenían ella y él, conversaciones que no parecían venir de un niño sino de un ángel, eso pensaba Martina. No, el padre no sabía nada de ese hijo. En esos seis meses de abandono del hogar, nada. Y eso le obligaba a ella a no huir, a quedarse en ese lugar, en ese espacio. Él sí pudo hacerlo, pudo alejarse de ese lugar, de su hijo, y a ella le parecía del todo injusto. En su interior, la envidia bailaba con la ira y ambas la convertían, en ocasiones, en un ser irracional.

Martina y Felipe mantuvieron una conversación telefónica como las de antaño, como cuando todo parecía ir bien entre ellos. Incluso hubo risas, aunque ninguno de los dos quería deducir que era porque ponían un buen empeño en ello, tanto en reír como en aparentar que eran seres civilizados. Muy civilizados.

–¿Nos vemos? –preguntó Felipe–. Pasaré por Zaragoza la semana que viene. Voy en Ave de Madrid a Barcelona. Puedo bajarme en Delicias y coger el tren siguiente para Sants. ¿Qué me dices?

Y Martina le dijo que sí. Se calló que iría con Marcos, pues pensó que al niño le sentaría bien ver a su padre, le acallaría tantas preguntas como le hacía al respecto. Las preguntas de su ausencia «¿Dónde está? ¿Cuándo vuelve? ¿Ya es sábado?». Y en ese encuentro, los tres estuvieron como en lugares distantes, no en esa cafetería de la estación, sino mucho más lejos. Ella quiso llegar a la conclusión de que había sido una reunión productiva y positiva. Y Felipe, antes de subir al tren, le pidió volver a verse, esta vez sin el niño delante, esta vez con más tiempo y en un hotel.

–¿En un hotel? –Y Martina soltó una carcajada que le nació no sabía si desde el descaro o desde la incredulidad.

–Claro, ¿por qué no, princesa? –Una pregunta que a ella le llenó de esperanza, que no hay nada más esperanzador que el ser amado (sobre todo el ser amado que no te hace ni puto caso, pensó en algún momento) te dedique unos minutos de dulzura.

–Claro, por qué no.

Y ese tipo de citas, en la estación, en un hotel, en la nueva vivienda que ahora ella había alquilado en la mismísima y ruidosa Zaragoza, se fueron repitiendo tres o cuatro veces al año, incluso cuando Martina ya sabía que Felipe salía con otras mujeres en Madrid o en Barcelona, una ciudad que acabó convirtiéndose en su nuevo lugar de residencia. Ambos se veían, almorzaban y mantenían relaciones sexuales incluso cuando en el pensamiento de Felipe no estaba el verbo volver: volver a Zaragoza. Volver con ella y con Marcos. «Volver a tus brazos otra vez», como en la canción.

Pero durante esos años, siempre que Felipe le dijo «ven», ella lo dejó todo, también como en la canción.

–No sabemos irnos –él le comentó un día, susurrándoselo al oído, en la almohada del nuevo piso de alquiler de Martina.

Felipe le apartó un mechón de la cara, se lo puso tras una oreja. Un gesto infinitamente repetido a lo largo de su intermitente relación. Luego, la besó en los labios, de una manera tan tierna que Martina no pudo sino creerse todo lo que le estaba contando. No pudo sino encender, de nuevo, su esperanza, la misma esperanza que encendía y apagaba cada dos por tres. Era para volverse loca.

–Al menos, yo no sé irme –añadió Felipe. Y volvió a besarla.

Y qué iba a hacer ella. Pues creérselo, claro. Menuda ilusa.

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