Martina

Martina


Capítulo 28

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Capítulo 28

 

 

 

 

 

De vez en cuando, cuando vivía en Zaragoza, me gustaba invitar a toda mi familia a merendar en casa. Recuerdo una tarde concretamente, cuando aún Felipe y yo estábamos juntos, cuando aún vivíamos en la zona residencial con piscina y pista de pádel, cuando aún no nos habíamos separado. No definitivamente, me refiero, porque en aquella época él iba y venía a Madrid, a los estudios televisivos, pero siempre regresaba a Zaragoza, a nuestro hogar, con nuestro hijo, conmigo. Ni se me pasaba por la cabeza que todas esas idas y venidas ya significaban una separación en toda regla. No hay más ciego que el que no quiere ver.

Una de las cosas que me llamaban la atención es que a mí me venía bien eso de no vernos cada día, eso de no encontrarnos en el baño, en la cocina, en el pasillo, compartiendo sofá y cama. De veras, había días que no le aguantaba, que me hubiera gustado insultarle, hablarle a gritos, empujarle a otro lado. Había días que no soportaba que entrara donde yo estaba (la cocina, el estudio, el salón), que enturbiara mi estado de concentración, bien porque estaba cocinando, bien porque estaba escribiendo, bien porque simplemente yo estaba viendo la tele o leyendo un libro. Tomando una copa. Navegando por internet. Entonces, él entraba en ese mismo espacio en el que yo me encontraba y me mordía la lengua para no preguntarle «¿Qué coño quieres?». O tal vez un «¿Quieres largarte de una puta vez?».

De veras que había días que sí que quería eso, que se largara. O largarme yo. Hacía siglos que no huía porque estaba anclada en esa vida de mujer casada que en verdad no estaba casada. ¿Dónde está el anillo? Y me miraba los dedos. ¿Dónde un certificado que indique que él y yo formamos un núcleo familiar, eh? ¿Y qué pasará con Marcos si nos separamos?, me preguntaba. Pues nada, con Marcos pasó lo que de todas maneras iba a pasar: se quedó conmigo. Un hijo y una madre, en el mismo lote. Felipe ni me propuso nada a medias. Ni tan siquiera el socorrido «yo me quedo con el niño cada dos fines de semana». Nada. Y luego, cuando ya no éramos pareja, eso de que me llamara por teléfono, eso de tener citas con él, me resultaba una maravilla, porque sentía que seguía gustándole, porque me consideraba una afortunada, porque eran horas en las que no discutíamos y en las que nos llevábamos como dos perfectos amantes. Nos convertíamos en ciegos que no querían ver. Al menos, yo.

Como iba diciendo, de vez en cuando invitaba a toda mi familia a merendar en casa. Café con pastas. Helado para los niños. De vez en cuando hacíamos eso de reunirnos, de ser una familia. Mi hermana y yo nos íbamos turnando en esa invitación y pocas veces lo hacíamos en casa de mis padres, porque mi madre siempre decía que estaba muy cansada, que éramos muchos, que ya no tenía servicio doméstico desde que se jubiló Herminia, cuando en verdad estaba diciendo que no aguantaba a los tres hijos de mi hermana. Bueno, eso entendía yo, claro. Al menos, yo no los aguantaba. Pero Amparo sí que creía que mi madre decía la verdad, que sí, que estaba cansada tras toda la semana de programa radiofónico y mucho madrugar.

Vale, me lo creía, pero también intuía que mi madre no aguantaba a esos nietos libres, sin normas, que se sentaban con los zapatos encima de la tapicería recién cambiada, un color burdeos que no guardó ni dos semanas su estado impoluto. Tres niños a los que no les gustaba la comida que ella, la abuela, pudiera preparar (el tomate o el queso, las sopas o la crema, los guisantes o todo lo que fuera de color verde; nada que llevara cebolla o ajo, nada que hubiera nacido de un árbol, nada que fuera completamente blanco) y a los que mi madre no quería enfrentarse. A lo mejor era cosa del cansancio vital, claro. Ni tan siquiera les decía que bajaran los pies de las sillas, o que no corrieran por el pasillo, que no gritaran, sobre todo eso, que no gritaran, que le iban a estallar los tímpanos, que qué iban a decir los vecinos, que… A mi hijo sí se lo dijo cuando era pequeño, y eso que casi se mimetizaba con los muebles o con el propio silencio.

Por eso me sorprendía tanto que, con sus otros nietos, los tres hijos de mi hermana, hubiera tanta manga ancha. Prefería pensar que se hacía vieja. Sí, debía de ser eso. Sin embargo, a pesar de que mi madre no decía nada, su cara era un poema (labios contraídos, ojos desorbitados, suspiros exagerados) y era mi padre el que hacía un gesto con la cabeza a Amparo y esta inspiraba aire con teatralidad, poniendo los ojos en blanco, y llamaba la atención a su marido (cielos, qué pusilánime era su marido), el cual decía a los niños:

–Tesoros –odio a los que mullen las palabras como si fueran almohadas, poniendo un acento cargado de almíbar. Me induce al vómito, tanto dulzor–, fijaos en el primo, tan quietecito. Anda, coged un libro, como él.

Y Marcos levantaba la mirada del libro que ese día estuviera leyendo y por unos segundos rebobinaba para saber qué es lo que había ocurrido. Y no decía nada. Nunca decía nada. Mi hijo, a sus cinco años, vivía en un mundo en el que no tenía cabida nadie más, ni tan siquiera yo.

Para romper la tensión de esa tarde, mi padre habló de su nuevo barco, que tenía nueve metros de eslora, que se llamaba Stella del Carmen, como la hija de Antonio Banderas, y que estaba amarrado en su amado puerto de Sitges, como buen catalán. Y mi madre, luego, para continuar rompiendo tensiones, decidió hablar de mí:

–¿Te has enterado? ¡Tu hermana ha publicado una nueva novela!

Y Amparo dijo, con una voz aplatanada:

–Ya lo vi en Facebook.

Ella, que cuenta en las redes sociales adónde va, que cuelga el último video de sus bailes de Lindy Hop o las fotos de los platos gastronómicos que está a punto de engullir, ella, seguidora fiel de otras personas que explican lo mismo (adónde van de viaje, los kilómetros que corren o con quién han bailado esa tarde, los platos que devoran o los martinis que se toman al lado de una piscina), se mostró incapaz de alegrarse por mis logros. Por mi séptimo libro, Cuéntame adónde fue la noche. De hecho, nunca había demostrado alegría por mis publicaciones y, a pesar de que se las he regalado todas, ella siempre las ha ido dejando en un lugar oculto de su estantería, dentro del mueble bar, por ejemplo, o en el zapatero, pero siempre fuera del alcance de los ojos y de las ganas de leer, como si mis libros fueran un producto reactivo o altamente contaminante.

–Es que hay mucho sexo –me dijo un día, bajando mucho la voz, poniéndose la mano ante los labios. Y con una mirada dura, añadió–: Y un vocabulario soez.

–¡Coño! –le solté, divertida.

Miré a mi hermana y la vi como una extraña. Como siempre, una extraña, pero cada vez más alejada, más diferente, más en las antípodas de la que a mí me gustaría tener como hermana. Bueno, seguro que ella pensaba y piensa lo mismo de mí.

El caso es que, tras ese comentario, mi intuición me indicó que se había visto reconocida en algún personaje. Sí, eso es lo que tenía que haber sucedido. Y no sabía si temer su reacción o reírme, directamente. Es que es un filón, mi hermana. Una auténtica tentación para presentarla al mundo. Pero yo, sus libros, los libros infantiles que ilustra para otros escritores, los tengo en una repisa exclusiva para ellos y los muestro al mundo virtual cada vez que nacen, para que todos sepan de su existencia y propios y extraños le den al «Me gusta» o al «Me encanta». «Me divierte». Para que todos sepan lo orgullosa que estoy de ella, de mi hermana pequeña. Mi única hermana.

En verdad, Amparo y yo parecemos dos extrañas a las que un día decidieron poner juntas en el mismo hogar, en una misma habitación, como un par de hámsteres en una jaula, como un par de carretes de hilo en un costurero desordenado. Compartir ese lugar caótico hasta que la mayor, yo, decidió irse de casa, una y otra vez. Huir. Por qué no. Siempre lo he hecho. Continúo haciéndolo. Romper. Salir. Comenzar de nuevo. Una y otra vez, desde cero.

–Pero, ¿qué vas a enseñarles tú a los demás? –Eso me preguntó Amparo tiempo atrás, cuando le comenté por teléfono que había decidido volver a las aulas. Volver a ejercer como maestra de primaria.

Eso me preguntó y yo no le respondí, simplemente colgué el teléfono, hastiada. Era una pregunta que llevaba incluida una información excesiva que no estaba dispuesta a desgranar por el colosal desgaste mental que llevaba implícito.

Me di cuenta de que ella no sabía nada de mi vida. De que yo no sabía nada de la suya. Tristeza y hartazgo, eso sentí. Solo compartíamos los apellidos. Ni tan siquiera nos parecíamos físicamente.

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