Martina

Martina


Capítulo 30

Página 33 de 55

Capítulo 30

 

 

 

 

 

–¿Que cuándo comencé a ver espíritus? ¡Qué sé yo! Era tan niña que creía que las luces de colores eran normales. Vamos, que todo el mundo las veía. Vivíamos en Madrid y supongo que yo tendría cinco o seis años, porque mi hermana Amparo aún era un bebé. Un día se lo pregunté a Herminia mientras planchaba.

–¿Quién es Herminia? –me pregunta Ricardo.

Está preparándose un café con leche. Echa una cucharadita de azúcar en la taza. Tiene unas manos enormes, tanto que parece que la cucharilla, en sus dedos, es apenas un palillo. Remueve y me mira. Qué ojos. Qué color tan azul. Qué transparencia de mirada…

–La niñera que nos cuidaba en Madrid –contesto–. Se ocupaba de la casa y de nosotras, de mi hermana y de mí. Estaba interna. Y Amparo durmió en su habitación hasta que comenzó a compartir la mía.

–¿La querías? –Y me pasa la última galleta que queda en el plato.

–¿A quién?

–A Herminia.

–Sí, claro, estaba siempre conmigo. Murió hace un mes.

–Vaya, lo siento.

Guardo silencio un breve instante y continúo:

–Así que un día, mientras ella planchaba en la cocina, le pregunté si le gustaban sus colores. Pasábamos mucho tiempo allí, en la cocina. Ella me sentaba a la mesa, me daba un beso, me ofrecía unos cuadernos y una caja de colores y yo no hacía otra cosa que dibujar y observarla mientras preparaba las distintas comidas o cuando fregaba, o cuando ordenaba la despensa. En aquellos tiempos yo quería ser como ella. Ser cocinera. Planchadora. Oler como ella, a lavanda. A veces, a cebolla.

Y Ricardo me sonríe. No deja de mirarme y de sonreír. Me escucha con todos los sentidos abiertos. Como si también estuviera allí, en lo que le estoy contando.

–Y Herminia me preguntó «¿qué colores?», y se miró su ropa, toda de color negro. Siempre iba de negro, de la cabeza a los pies: el jersey o la camisa, la falda, las medias, los zapatos, el bolso, el pañuelo que se anudaba al cuello cuando salía a comprar. Solo el delantal era de color blanco. Un blanco puro, sin una mancha.

Me dijo:

–Es un color como otro cualquiera. Es negro. Un color.

–No, no el de tu ropa, sino esos –y señalé con el dedo las burbujas de color amarillo y verde que flotaban por encima de su cabeza–. Los colores que vuelan encima de ti. Son globos, ¿no?

Ella miró hacia arriba, con la boca abierta.

–No veo nada. –Desconectó la plancha y la dejó encima de la tabla. Cogió un cesto con la ropa planchada y me ordenó–: Anda, ve a ver a tu hermana a la cuna, que creo que se ha despertado.

Cuando mi madre llegó por la noche de la emisora, le dijo que yo veía chiribitas:

–Creo que la niña ve chiribitas, señora. Algo le pasa en los ojos. –Y me miró con algo de pena. Que también podía ser miedo.

Y mi madre me llevó, días después, a la consulta de un oftalmólogo amigo de la familia. Un doctor muy gordo que respiraba con ruido y que olía a jabón Heno de Pravia.

–¿Y cómo es que recuerdas tantos detalles? –me pregunta Ricardo–. ¡Eras muy pequeña!

Me lo pregunta apoyando la cabeza en la mano. El codo, encima de la mesa. El café, ya consumido. Yo no me atrevo a moverme, soy una estatua, pues estoy en pijama y no llevo ni sujetador. Desde que estoy en este pueblo, en casa voy con pijamas de felpa, bien calentito. Hoy, como es sábado, llevo todo el santo día así, sin vestirme. Y cuando hace media hora oí que llamaban a la puerta, no me dio tiempo ni a levantarme del sofá, pues Ricardo ya había abierto la puerta y había entrado diciendo buenas tardes, la sonrisa enorme, preguntando si le invitaba a tomar un café, que venía de encerrar a las ovejas y…

Aquí estamos los dos, en la cocina, yo en pijama (el mismo con el que dormí anoche. Y anteanoche. Toda la semana con el mismo pijama. Mi cuerpo, oliendo a sudor, que hoy no ha visto el agua) y él con su chaleco, con esa barba larga y bien cortada, con ese flequillo que de vez en cuando se echa hacia atrás. Y con sus ojos azules, interesándose por todo lo que le cuento. Cosas que nunca le ha contado a nadie. Jamás.

–Tengo recuerdos incluso de cuando tenía dos años, de cuando iba a ver a mi abuela a su piso de Zaragoza…

–¿En serio?

–Sí. A mi madre le cuesta creer que yo recuerde cosas así, pero es que incluso me acuerdo de cómo era el comedor de la abuela, de las figuritas de cobre, las de porcelana. Me las dejaba para jugar. Y lo recuerdo todo, hasta el olor de su colonia.

–Eso es que eres un alma vieja. –Y lo dice levantándose para abrir la alacena y sacar un paquete de galletas de chocolate, que abre, que me ofrece.

Ricardo está en mi casa y hace de anfitrión, como si viviera ahí, como si conociera cada rincón y él hubiera guardado el paquete de galletas, o el café, o la leche… Ha sido él el que ha preparado la cafetera, el que ha calentado la leche en el microondas, el que ha abierto el armario correcto para sacar las tazas.

–Mi niñera también me dijo eso.

–¿El qué? – Ricardo vuelve a sentarse.

En la barba se le han quedado unos trocitos de galleta, nada, solo polvillo, pero me inclino hacia delante y con la mano le limpio, con un gesto que no entiendo, porque nunca he hecho eso de tocar la barba a un hombre. Un hombre al que apenas conozco pero que está en mi cocina tomando un café a las ocho de la tarde en este domingo. Alguien al que le estoy contando un secreto enorme. Que se lo crea o no llevará implícito si me cataloga de loca o me pone cualquier otra etiqueta, como hicieron los médicos del hospital cuando me ingresaron. Es un riesgo muy grande y lo sé.

–Lo que acabas de decirme tú, eso de que soy un alma vieja. Herminia me lo dijo, también. –Y me acomodo en la silla, intentando no mirarle. Por eso llevo mis ojos a un lado y a otro, pero no a él. Me fijo en la ventana con cortinas floreadas, con el mismo estampado que tienen los cojines del sofá y la tapicería de las sillas. ¡Qué horror de decoración! Miro a un lado y a otro lado para no encontrarme con la barba de Ricardo, ni con sus ojos azules, ni con ese flequillo que pide que alguien se lo retire con los dedos, hacia atrás.

–Claro, eso salta a la vista. Para llegar a lo que eres en estos momentos, has tenido que vivir mucho. Otras vidas, me refiero.

Y me ofrece una sonrisa enorme, como si realmente se lo creyera. Yo quiero creerle.

Que tres minutos después de esa frase ambos estemos en mi cama, jadeando como si nos faltara el aire, o el agua, o cualquier elemento útil para seguir viviendo, eso, no deja de asombrarme. Y que no nos levantemos ni para cenar, eso, no sé cómo catalogarlo. Porque yo, si estuviera escribiendo una novela, diría: «Entre follar, hablar y dormir se nos pasa el tiempo volando». O algo por el estilo. Y ni por un momento se me ha colado la preocupación o la vergüenza por no estar presentable o por no tener las piernas depiladas. Ni siquiera me sonrojo cuando me doy cuenta de la inmensa selva que protege mi sexo. Nada, no me importa nada. Pura comodidad siento. Pura libertad. Y a Ricardo tampoco le importa, pues tiene una lengua libertina que se va abriendo paso entre esa espesura para llegar a donde quiere. A donde yo quiero que llegue.

Mi pastor se va al amanecer: sus ovejas le necesitan. Para él comienza un nuevo día. Y para mí. Un día festivo que paso a base de café para mantenerme despierta. Estoy tocando el enamoramiento con la punta de mis dedos. Solo tocándolo. Y es una sensación muy agradable. Mucho.

Ir a la siguiente página

Report Page