Martina

Martina


Capítulo 32

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Capítulo 32

 

 

 

 

 

–Cuéntame más –Le pidió Herminia unos días más tarde, mientras Martina merendaba un tazón de leche con cacao y una tostada con aceite y sal. Su hermana Amparo jugaba en el comedor, dentro del parque infantil que habían montado para ella: unos barrotes de madera la mantenían dentro de algo que parecía un corral para ovejitas. Un corral repleto de juguetes en el que la niña apenas podía moverse–. Cuéntame si el globo de color naranja, el que lleva el lazo en el pelo, está contento.

Y Martina volvía a mirar por encima de Herminia y veía la forma de esa sombra anaranjada. Le decía que sí, que la niña estaba contenta, porque era verdad. Se la veía risueña. Incluso le decía «da un beso a mi mamá». Y Martina, obediente, se lo comentaba a Herminia.

–La niña dice que te dé un beso. –Y ante el asombro de la asistenta, Martina se levantaba y le plantaba un beso en la mejilla húmeda, repleta de lágrimas–. ¿Es tu hija?

Herminia afirmaba con la cabeza, sin emitir ningún sonido, estrujando el pañuelo en sus ojos.

Y luego Martina mordía la tostada, mientras observaba el parche de su ojo encima de la mesa, muerto de asco. Estaba tentada de volver a colocárselo: no le gustaba mirar las luces de colores. Le daban dolor de cabeza, pero Herminia le decía que ese sería su secreto: ella le dejaba quitarse el maldito parche (eso decía, «maldito parche») y Martina le hablaba de las siluetas que de vez en cuando aparecían acompañando a Herminia. En verdad, la niña no sabía qué era peor, porque salía perdiendo con cualquiera de las dos elecciones.

–¿Y la luz azul, la que tiene barba? ¿También está contenta? –Y Herminia se acercaba más a Martina, cogiéndose de las manos, esperando un buen veredicto.

El veredicto de que su marido, su difunto marido, también estuviera contento y de que se le hubiera pasado el enfado de ocho años atrás. El enfado por el nuevo embarazo. El enfado porque creía que ella se veía con otro hombre. La sorpresa de haber sido descubierta. La sorpresa de que el nuevo hijo no era de él.

A Martina le daba miedo ese hombre, el hombre que aparecía junto a Herminia, porque en verdad no tenía una luz azul, una bonita luz azul, sino que era un auténtico nubarrón, de los que venían cargados con todo tipo de inclemencias meteorológicas.

–Sí, también está contento –le mintió.

Qué más daba, pensó la criatura, si Herminia no veía nada y no podía saber si le estaba mintiendo o no. Qué más daba si con su mentira le cambiaba la cara a esa niñera y parecía incluso más alegre, como si se hubiera quitado un peso de encima.

–Me duele la cabeza –le dijo Martina, con lágrimas, agarrándosela muy fuerte, como si se le fuera a caer al suelo–. Mucho. Creo que se me va a romper.

–Oh, cariño, toma, ponte el parche.

Y Herminia, tras darle un beso en la mejilla, le ayudó a ponerse el parche en el ojo derecho, con algo de remordimiento. No le gustaba incomodarla, pero era la única manera de poder saber de su Ernesto y de su María. No tenía a nadie más en la vida, su familia se había reducido a ellos dos y habían desaparecido, que es una bonita manera de decir que habían muerto. En un incendio. Un incendio provocado. Provocado y calculado por el marido. A ella pudieron salvarla. También al fruto de su relación extramatrimonial, que siguió creciendo dentro de ella como si tal cosa, mientras a Herminia, proporcionalmente, le crecía la angustia, la tristeza, el vacío. El pánico, sobre todo el pánico cuando diera a luz. El enorme desgarro, en un lugar no localizable, cuando tuvo que dar al bebé en adopción. Otra niña. Se la quitaron, sin más, porque las monjas le dijeron que en otra casa, con otros padres, estaría mejor. «Mucho mejor, dónde va a parar, mujer», le comentaron. Que ella ya no tenía adónde ir, le recordaron. Que su hija era hija del pecado y que la única manera de que se salvaran –las dos– era esa. Cualquier otra mujer se hubiera vuelto loca, pensó Martina cuando se enteró de esta historia en la residencia de ancianos, un día que fue a visitar a su antigua niñera y esta se lo contó, tal cual.

–Y recuerda que es nuestro secreto –repitió Herminia.

Luego, le acarició el cabello a Martina y dejó correr el agua del grifo para empapar un pañuelo con el que le dio pequeños toques en las sienes, en la frente blanquísima de la niña, en la nuca. Se la quedó mirando unos instantes, como si contemplara una obra de arte. Le recogió un mechón cobrizo tras la oreja y añadió:

–Pero qué pelo más bonito tienes, parece de fuego.

Y eso le gustaba a Martina. Le gustaba que le dijera esas cosas tan bonitas.

–Es como el de mi mamá.

–El de tu madre es pintado, niña.

A algunos adultos deberían cerrarles la boca con cinta adhesiva americana. Cerrársela cuando no saben distinguir a quién tienen delante de ellos, si a una niña de ocho años o una mujer de sesenta. Cuando no distinguen que la persona que tienen ante ellos es otra totalmente diferente a la que quieren hacer daño.

La niñera la llevó de la mano al sofá y dejó que se tumbara en él. El pañuelo húmedo sobre la frente de Martina, sobre sus ojos, incluso sobre el parche. Con los ojos cerrados, se hizo la oscuridad. Desaparecieron todas las luces. Se le calmó el dolor de cabeza. Meses después, el oftalmólogo concluyó que Martina ya no tenía el ojo vago y que no necesitaba el parche. Sin embargo, la niña continuó usándolo porque le hacía de barrera para separar el mundo visible del invisible. E incluso le quitó a su madre el antifaz que usaba para dormir y se pasaba toda la noche con él puesto porque había comprobado que era una manera eficaz de evitar la presencia de unas brujas (feas, gritonas, vestidas de negro) que llegaban noche tras noche y que aguardaban a los pies de su cama a que se relajara para entrar en sus sueños, eso le decían. Y la pobre Martina se ponía ese antifaz y se arropaba incluso la cabeza.

Desde muy pequeña, Martina descubrió que desaparecían las sombras de colores si se tapaba los ojos. Luego, en el instituto, lo que descubrió fue que se anulaban por completo si bebía un par de vasos de sangría. En la universidad, añadía copas de vino y jarras de cerveza. Y pasados los treinta, ya convertida en escritora, ya convertida en madre, y también en alcohólica, esas sombras que venían del mundo invisible desaparecían si añadía, además, los más variopintos cócteles, sobre todo gin-tonics (ella no pedía agua en las ferias del libro, por ejemplo, sino un cóctel de estos, para sorpresa de libreros y de su propio editor. Los cócteles mexicanos elaborados con mezcal le encantaban, por ejemplo. Cincuenta grados. Potentes combinaciones). Así pues, Martina llegó un buen día a ese límite en el que uno ya se ha convertido en un alcohólico o en un demente. Y ella no sabía por cuál definición decantarse. Por ambas, quizá.

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