Martina

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Capítulo 33

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Capítulo 33

 

 

 

 

 

Me gustaba creer que yo continuaba gustando a Felipe. Que esa era la razón por la que él me llamaba para quedar conmigo. Que por eso aprovechaba algunos de sus viajes en Ave Barcelona-Madrid o Madrid-Barcelona para bajarse en Delicias y verme, a solas. Para acostarnos en una cama ajena. Para jugar a no sabíamos qué. Bueno, supongo que él sí que lo sabía. O que sí creía saberlo.

Cuando él me llamaba para anunciarme su visita, yo concertaba hora en la peluquería y en la esteticista y me planchaban el pelo, me depilaban el vello, me limaban y pintaban las uñas. Siempre que Felipe me llamaba, yo le recibía impecable. Claro, qué iba a pensar él, si no. Qué estúpida.

También nos veíamos –sin roces de ningún tipo– en las contadas ocasiones que venía a buscar a Marcos para llevárselo con él a Barcelona: venía a buscarlo en su coche, se lo llevaba al piso desconocido de la Ciudad Condal, lo devolvía días después («¿qué tal te lo has pasado?», le preguntaba siempre a mi hijo. «Bien», respondía él, invariablemente. Siempre era bien y no me contaba qué incluía ese adverbio. Y yo me quedaba sin saber si era real o fingido. Supongo que era un bien para que yo no me preocupara o para que yo no acabara teniendo una crisis de celos. Mi hijo detectaba esas cosas y más).

Cuando Felipe venía a buscar a Marcos, nos tomábamos un café en el salón del nuevo piso, el que alquilé tras nuestra separación. Un cambio de vivienda. Un lugar más céntrico porque Marcos había comenzado la primaria. Porque las sesiones de su rehabilitación me hacían perder mucho tiempo. Porque sus consultas médicas se realizaban en la capital. Porque el piso de la urbanización no solo me aislaba del mundo sino que me asediaba con los recuerdos de un Felipe ausente. Así pues, cuando él venía a buscar a Marcos, tomábamos un café en ese salón que nunca le había pertenecido y luego se lo llevaba con él. Cuando avanzaban hacia la puerta, solía ponerle una mano en el hombro a Marcos, tal y como se supone que hacen los padres cuando ejercen de tales. Un hombro que subía y bajaba debido a la cojera de nuestro hijo. Una mano que duraba poco en el hombro de Marcos, porque a él las muestras de cariño le resultaban incómodas. Al menos, las muestras de cariño de su padre.

Normalmente pasaban juntos algún puente (el de la Constitución, por ejemplo), o una semana cuando llegaban las vacaciones de verano. Un par de días en Navidad. Poca cosa, en verdad.

Y nuestras citas particulares, las de Felipe cuando me llamaba al móvil, me hacían entender que yo le seguía gustando. Hombre, me extrañaba ese doble juego: si desde hacía tiempo compartía su vida y su cama con una abogada catalana (tan rubia, tan rica y tan estilizada como una modelo, según sus fotos en Facebook), ¿cómo es que también estaba conmigo? Y ahí mi voz interna me decía que era porque yo seguía gustándole. Que él me gustaba a mí. Y esa voz interna ya no hablaba de amor ni de cariño, solo de gustar a alguien. De saber que ese alguien estaba por mí.

Qué triste.

Cuántas cosas llegamos a inventarnos y a creernos solo para seguir sobreviviendo.

En nuestro último encuentro, tras un año sin vernos y con solo dos conversaciones telefónicas mantenidas mientras tanto, me costó aceptar. Me costó decirle que sí. Que sí nos veríamos como siempre en Delicias y que luego iríamos a un hotel cercano, normalmente al Eurostar de la misma estación. Mi intención era decirle todo lo contrario, decirle que ya no me apetecía nada y que en algún momento tendríamos que dejarnos ir. Acabar, de una vez, con esa relación que ya no tenía un nombre salvo el de enfermiza.

–¿Qué te pasa? –me preguntó justo cuando aparté mis labios de los de él.

No quería besarle. Me resultaba muy difícil. Tal vez eran sus labios. Los vi más finos. Recordé la opinión de mi padre respecto a ese tipo de labios. Sí, tenía que ser eso. La indicación de que me encontraba ante un hombre excesivamente crítico. O autoritario. Un hombre al que yo había amado con locura y que ahora me resultaba lejano. Casi inexistente.

Ya habíamos cruzado la puerta del museo de Goya, tras la carrera que dimos para llegar cuanto antes, antes de que la lluvia nos calara de veras. Me preguntó:

–¿Ni un besito de nada?

Y Felipe volvió a plantar sus labios en los míos, a pesar de mi rechazo inicial. Sus brazos sujetando los míos. Los míos, lacios, a un lado y a otro de mi cuerpo. No me gustó. Ni que me besara ni la extraña sensación de que sus labios se habían vuelto no sé si fríos o nada acogedores. No echaba de menos sus besos. Tampoco sus abrazos, los cuales me resultaban incómodos, porque ¿desde cuándo hacía eso de abrazar y frotar la espalda? ¡Qué manía la de esa gente que abraza frotando la espalda, como si imitaran a un oso, como si el que lo recibe fuera la lámpara de Aladino y pudiera convertirse en el genio que todo lo consigue! A mí me gustaban y me gustan los abrazos de siempre, los abrazos acogedores e inmóviles (o con un ligero balanceo), esos que transmiten fuerza, que son pausados, calentitos. Por ejemplo, los abrazos que me daba Mario, el dermatólogo. También los de Ricardo, los que Ricardo me da ahora. Oh, los de Ricardo…

El caso es que allí, en el museo de Goya y tras refugiarnos de la lluvia, tuve una extraña sensación de libertad. La agitación de mi pecho no se debía al nerviosismo de otras veces, al nerviosismo por volver a vernos, sino que era tan solo el residuo de una breve carrera por llegar a un lugar seguro para no mojarnos.

Nos dedicamos a mirar la exposición, sin nadie más a esa hora del mediodía, oyendo solo nuestros pasos. O solo mis tacones, tac, tac, en el suelo. La obra de este pintor no me llamaba la atención, porque a mí nunca me ha gustado Goya, y es que los ojos de la mayoría de sus personajes tienen un punto de locura que me da miedo. Por mucho que Felipe ensalzara al pintor y sus trazos y su maestría, a mí me dejaba fría. Sin embargo, las salas de los grabados, casi a oscuras, sí me resultaron interesantes, no solo por los dibujos, sino por la explicación que se daba de cada uno de ellos. Y entre todos, la serie Caprichos y sus brujas.

Brujas como yo misma, sí señor. Para qué engañarnos. Si yo hubiera vivido en esa época, sería una de las protagonistas de esas estampas. Más guapa, para qué negar la evidencia, pero una de ellas. Y habría acabado muy mal, como todas.

Me recorrió un escalofrío.

Se me pasó por la cabeza que, a lo mejor, si yo ya había vivido otras vidas, en cuántas de ellas me habrían matado por esa razón. No ya por ser bruja, sino por ser diferente.

Fue en la oscuridad de esas salas del museo de Goya, observando los grabados de este artista, el realismo y el miedo ante esas ilustraciones en blanco y negro, y los comentarios a esos dibujos, fue ahí cuando me di cuenta de que tenía esa cuenta pendiente. La cuenta pendiente por saber de otras personas con las mismas características que las mías. Sí, de esas personas que ven o pueden sentir a seres incorpóreos merodeando por los alrededores. O la cuenta pendiente de escribir una novela al respecto. O mezclar una cosa con otra.

Era un tema del que nunca hablé con Felipe, a pesar de que, años atrás, le contaba mis ideas, le pasaba los borradores de mis primeras novelas y él los leía, me daba sugerencias. Pero nunca le dije que no eran invenciones, o que no todas eran invenciones, sino que muchas de las cosas que contaba en mis libros eran reales, tan reales como yo misma. Y esa tarde en el museo tampoco quise decirle nada, pues ya no existíamos el uno para el otro, ya no hablábamos de temas intensos o importantes, ni tan siquiera me preguntaba por Marcos, por sus impecables notas, por su cotidiana rehabilitación, los análisis sanguíneos, los TAC, qué medicamentos tomaba para paliar el dolor o, al menos, para poder dormir tranquilamente. Y me callé a pesar de que vio mi sonrisa, mi determinación por llevar a cabo ese proyecto pendiente. Le dejé pensar que mi sonrisa era por él, por su presencia. Que pensara lo que quisiera, me dije, yo ya no tenía por qué darle explicaciones de nada.

Salimos del museo y nos fuimos a comer unas tapas de jamón con chorreras en Casa Juanico. Fue la última vez que nos vimos.

Hasta que ocurrió lo de Marcos.

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