Martina

Martina


Capítulo 34

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Capítulo 34

 

 

 

 

 

En Atalaya de don Pelayo, la noticia de que la nueva maestra era escritora corrió como la pólvora. Y más teniendo en cuenta que quien la propagó fue Berta la del bar mientras servía cafés, bebidas alcohólicas o sus terribles tapas. Cuando Martina comenzó a ir asiduamente al bar, a eso de la media tarde, para tomarse un café con leche y así no solo romper las largas horas que tenían los días en ese pueblo tan pequeño, sino también intentar reanimar su vida social, ya la esperaban algunos vecinos, sobre todo vecinas. Sí, desde que Martina se hizo asidua al bar de Berta, algunas mujeres entre los treinta y los cincuenta años comenzaron una nueva práctica diaria: ir también a merendar, cuando nunca, jamás, habían tenido esa afición. Pero allí estaban, esperando a Martina, que llegaba como si en verdad estuviera en el mismo centro de Zaragoza y hubiera quedado con alguna amiga en una cafetería selecta. Acudía (al principio fue así, luego la cosa cambió) vestida elegantemente con alguna prenda que le sentaba muy, muy bien (vestido o pantalón, daba igual, pero siempre combinado con el bolso, con un fular al cuello, con grandes pendientes, con algún collar de buena bisutería), calzada con zapatos de tacón alto (y siempre hacía broma de lo mal que se caminaba con ellos en esas calles empedradas. Quizá lo decía para conseguir las risas de esas vecinas. Y sí, lo conseguía), maquillada con sus labios en rojo y con su cabellera suelta o en una cola alta, daba igual, porque siempre conseguía que, al entrar en el local, todos se quedaran con la boca abierta.

Sí, Martina lograba que un gran número de parroquianos se dieran cita en ese lugar a la hora que ella llegaba: entre las seis y las seis y media de la tarde, cuando a mediados de octubre ya comenzaba a anochecer y el frío bajaba de la montaña para quedarse hasta la mañana siguiente. Y eso, para Berta la del bar, era todo un filón, un reclamo para la clientela. Así pues, y para no perder a la maestra como fuente de ingresos, no solo había comprado sus dos últimos libros y le había pedido que se los dedicara, sino que adquirió más ejemplares, seis o siete, todos iguales, para regalarlos a sus amigos. Además, le guardaba las mejores pastas y pasteles de la panadería, para que pudiera elegir, cuando ella nunca había tenido esos manjares en su bar porque decía que eso eran cosas de señoritingas y que lo que ella tenía era un bar de hombres del campo, con bocadillos de jamón y de queso, con raciones de calamares a la romana y de salchichón ibérico.

Ahora, en el presente que llenaba Martina, Berta ya no recordaba sus palabras de antaño, eso de que tenía un bar de hombres, sino que su negocio se había ido transformando en algo diferente, en un lugar que ahora poseía cojines y cortinas a juego, repletos de lunares, y floreros encima de las mesas con retama y romero que recogía de los caminos o con rosas de su propio patio.

Si los clientes eran masculinos, silbaban cada vez que entraban en el bar, fijándose en los cambios favorecedores, pero a ellos nunca se les pasó por la cabeza que la maestra tuviera un influjo indirecto en ello. Las nuevas clientas femeninas sí que lo creyeron, desde el primer momento, y confirmaron sus sospechas cuando, tres semanas después de la llegada de Martina al pueblo, Berta no solo se pintaba también los labios de color rojo pasión y caminaba en altos tacones que convertían su cuerpo en el símil de un travesti, sino que se tiñó su cabello del mismo color que el de la maestra. Bueno, algo equivalente. Más que pelirrojo, era naranja-fanta. En lugar de Cleopatra, ahora Berta parecía Viki el vikingo.

 

 

–Pues tendrías que escribir sobre la vida de los pastores –le dijo el pastor Palomar una noche, en casa de Ricardo.

Los tres amigos de Ricardo (un pastor de cincuenta años que vivía solo y dos pintores cuarentones a los que aún su madre les hacía la comida y les lavaba la ropa) ya estaban en la casa cuando Martina llegó. Era jueves, y los jueves por la noche todos ellos celebraban la noche de Studio Ghibli. La película elegida ese día era Mi vecino Totoro.

–La cuarta película de Studio Ghibli.

–Totoro es su logotipo.

–La mejor película de animación que se ha hecho nunca. ¡La mejor, te lo digo yo!

–¡Y yo!

–La hemos visto mil veces.

Todos hablaban a la vez, se reían a la vez, y Martina los observaba desde la puerta, aún con la gabardina puesta, aún con el paraguas chorreando en una mano. Hipnotizada. Si alguien le preguntara por esos momentos, le diría que se sentía así, hipnotizada, porque llegó a la casa de Ricardo creyendo que se trataría de una cita romántica (qué ilusa, no dejaba de repetirse) y que sería la casa sencilla de un pastor de ovejas, cuando en verdad nunca había conocido a ninguno y no sabía nada de ellos, ni de cómo era su vida, ni su vivienda, ni nada de nada. Estereotipos, eso era lo único con lo que contaba, como si eso fuera un salvoconducto en la vida actual. En cualquier vida y en cualquier lugar. Una tremenda tontería.

Para su sorpresa, para sorpresa de la recién llegada, allá estaba el televisor de pantalla plana más grande que había visto nunca en un salón comedor que pasó a tener ese nombre cuando Ricardo le añadió, años atrás, tras la muerte del padre, dos habitaciones (tabiques fuera, para qué, se dijo, y aporreó esas paredes con un mazo que le dejó dolorido el cuerpo durante días y días, pero qué bien le dejó por dentro, eso decía). Y siguió con el mazo, como si fuera un antiguo trol escandinavo, para aunar el comedor con la cocina, que quedó abierta, mostrando el microondas y todos los electrodomésticos a juego, todos nuevos, con frontal metálico. De la pintura (todas las paredes en color cerveza) se encargaron los hermanos Alcorta, los pintores no emancipados.

Martina llegó a la casa de Ricardo siguiendo las indicaciones que él le había dado por la mañana:

–Sales por la calle Estudio, la que da al puente, y sigues y sigues más allá de la fuente… –le hablaba desde el coche en marcha, un todoterreno manchado de barro. Cubierto de barro. Era un coche camuflado por el fango de muchos meses. Un vehículo que habría pasado desapercibido en cualquier conflicto armado que hubiera tenido lugar en tierras pantanosas.

–Más allá de la fuente se acaba el pueblo –dijo Martina con cierta aprensión. Que se acabara el pueblo significaba campo y campo y campo. Piedras. Tierra. Polvo.

Quería que él entendiera la indirecta. Que viniera a buscarla. Que la llevara en coche por esos caminos campestres.

Y sí, él entendió la indirecta y también entendió lo que ella le dijo una tarde de la semana anterior, cuando la llevó al bar de Berta. Martina le dijo, muy seria, que ella no había ido allí a buscar amigos. Así que Ricardo no quería que pensara que buscaba algo más de ella. Por eso se hizo el despistado. Por eso le comentó:

–Exacto. A un par de kilómetros está mi casa.

Ella abrió mucho los ojos. ¿Qué le estaba proponiendo? ¿Una cita? ¿Y en su casa? ¿Y de noche? Porque a las ocho, a mediados de octubre, ya era de noche, y eso que aún no habían cambiado la hora. Felipe no lo hubiera consentido, se dijo. Felipe era todo un caballero y hubiera venido a buscarla. Porque Felipe le abría las puertas, cualquier puerta. La tomaba del brazo antes de cruzar una calle, vigilando que no vinieran coches. Pagaba todas las cuentas en los restaurantes… ¡A la mierda con Felipe!, exclamó su pensamiento interno.

–¿Es una cita?

–¡No, qué cosas se te ocurren! –le contestó Ricardo, restando importancia–. Una cena. Algo sencillo. Vemos una película y tal –continuó diciendo, sin dejar de sonreír, achinando los ojos porque le daba el sol. Levantó una mano y se puso sus gafas polarizadas. Ella se vio reflejada. Vio su gesto de desagrado. Y Ricardo se fue con el coche hacia el establo donde tenía las ovejas.

–Y tal –repitió ella, incrédula.

 

 

Pues sí, parece ser que tenía una cita, pensó durante todo el día. Y Martina, a la hora del patio, mientras daba clase, cuando cerraba la escuela, mientras comía, pensaba y volvía a pensar en la ropa que iba a llevar. Cuál sería la idónea. Una cena. Y con un pastor de ovejas. Con un pastor con el que ya se había acostado la semana anterior y con el que no había comentado nada sobre ello, sobre lo que había pasado aquella noche de domingo, como si no hubiera sucedido, lo cual la dejaba perpleja, porque en verdad no sabía si había sucedido o no. En verdad, no sabía si había sido uno de sus sueños nítidos, uno de esos sueños que la llevaban a otra dimensión en la que estaba y no estaba.

Martina, el día de la no cita con Ricardo, soltaba risitas cada vez que se acordaba, aunque estuviera borrando la pizarra, aunque estuviera explicando los binomios a sus alumnos mayores, aunque estuviera curando el raspón de una rodilla durante el recreo. Por eso, ahora que estaba en la casa de Ricardo invadida por sus amigos, pensó que de cita nada. Lo de la película sí que iba en serio y de repente supo que estaba en desventaja: eran unos eruditos del cine de animación ¡y japonés!

–Totoro es un espíritu del bosque.

–¡Pero no le cuentes nada!

–Has visto la película, ¿no? ¡Vamos, di que sí!

–El director es Hayao Miyazaki y dio dos millones de euros para evitar la edificación y la destrucción de la naturaleza.

–Es que la peli se desarrolla en una zona donde el director vivió de joven…

–… y después de la película se creó un movimiento de conservación del bosque.

Lo dicho, pensó Martina, unos auténticos frikis con los que tendría que compartir la velada. Pero la sonrisa de Ricardo, que venía en su ayuda, la sacó del estupor, mientras él se hacía cargo de su paraguas y le quitaba el impermeable.

–Tenía que haber ido a buscarte en coche, lo siento –le comentó mientras se ponía la mano abierta en el corazón. Su mirada azul, llenándola por completo.

Qué curioso, esto de los gestos, pensó Martina. Las manos van libres, anticipándose al cerebro, o acompañando a las palabras.

–¿Los pies están mojados? –le preguntó Ricardo señalando el charco minúsculo que se había formado alrededor de sus botas.

Y no dejó que ella contestara, sino que se las quitó él mismo y las dejó en un rincón.

–Te traigo unos calcetines de lana, no te muevas.

Y allá estaba Martina, en esa casa que se había imaginado gracias a todo lo que él le había contado en las conversaciones que mantenían de vez en cuando. El sillón orejero en el que su madre tejió hasta sus últimos días; los dos láminas de grandes acantilados que él había comprado en Irlanda y que enmarcó cuando hizo las reformas de la casa; la chimenea con todos sus troncos bien apilados; las dos escopetas de su padre colgadas en una de las paredes, la foto de su primera comunión y otra de la jura de bandera en una repisa de un mueble abarrotado de libros, trofeos infantiles, antiguos elepés, CD y películas de video; el gran sofá rinconero de color azul eléctrico que compró tras la muerte de su padre y justo después de hacer las obras para montar esa sala de cine particular; una foto de su madre en blanco y negro cuando era joven. Joven guapa. Cuando aún sonreía. Cuando aún pensaba que la vida la iba a tratar bien. Y sobre la chimenea, una reproducción de la estampa Lluvia sobre el gran puente de Atake, de Andō Hiroshige.

Ese descubrimiento, esa imagen, a Martina le trajo recuerdos infantiles de cuando vivían en Madrid. Tenían la misma lámina en el salón de su casa. Con otro marco, un marco más ancho, una moldura envejecida y de color blanco, pero la misma.

Encima de una mesa redonda que antiguamente contenía un brasero y que Ricardo conservaba como recuerdo de un tiempo de infancia, había enormes platos de pizzas. Enormes botellas de cerveza. Jarras convertidas en vasos. Un bol inmenso de palomitas. Parecía la mesa de los gigantes de un cuento. No cabía nada más y todo parecía estar apoyado de una manera precaria, a punto de perder el equilibrio.

–¿Coca cola o cerveza? –le preguntó alguien.

–Agua –pidió Martina–. ¿Ayudo?

–No, no, siéntate, que la sesión está a punto de empezar.

–¿Tienes un vaso normal? –pidió Martina.

–¿Normal? –Se extrañaron.

–De dimensiones normales.

–Ahhh. –Fue el comentario general, con risas incluidas.

Eso le llamó mucho la atención a Martina, lo bien avenidos que estaban, no solo por esa coordinación de risas, sino porque cuando ella miró alrededor, sin saber si dirigirse a la mesa o dónde, todos contestaron, a la vez:

–En el sofá, en el sofá, tú te sientas en el sofá.

–Es noche de Studio Ghibli.

–Siempre en el sofá.

–Espanzurraos en el sofá.

Y volvieron a reírse esos hombretones que hacían suspirar a todas las mujeres del pueblo. Se reían y se disponían a darle al play de una película de dibujos (anime, decían ellos) que ya habían visto mil veces. Martina eligió el asiento en el extremo del sillón azul y nadie osó ponerse a su lado hasta que llegó Ricardo y se sentó a solo dos centímetros de ella. Luego, el resto de amigos ocuparon sus posiciones. El pastor Palomar, el más grueso, el que tenía unos brazos como jamones (eso decían de él sus amigos, que no Martina, pues a ella no se le hubiera ocurrido hacer semejante comparación) cogió un almohadón, lo puso en el suelo y se desparramó en él. Fue entonces cuando dijo eso de:

–Pues tendrías que escribir sobre la vida de los pastores.

Ella se había inclinado hacia adelante, para verle mejor. Le interrogó con sus cejas levantadas.

–¿No eres escritora? –continuó él–. Pues eso, que tendrías que escribir sobre la vida de los pastores. La vida dura que nosotros vivimos a diario.

Martina no dejaba de sorprenderse de que, al igual que les pasaba a los médicos, a los que todo el mundo, cuando se enteraban de que eran médicos, les contaban sus dolencias, a los escritores les ocurría igual. No, la gente no les contaba sus dolencias, pero sí les ofrecían temas para escribir, incluso se ofrecían a sí mismos como corderos para inmolar a los dioses. Que alguien (oh, sí) escribiera sobre sus vidas, sobre lo que pasaba en sus trabajos, sobre lo que le había pasado con un vecino, con la pareja, con uno de sus hijos, sobre cualquier cosa. Sí, todo el mundo creía que vivía una vida digna de ser mencionada en las novelas. Y Martina no dejaba de sorprenderse. Menudo atajo de vanidosos, pensaba siempre.

–Tendrías que escribir sobre lo mal valorado que está nuestro trabajo –continuó Palomar tras dar un trago a su jarra de cerveza. La espuma se le quedó en la barba.

Qué curioso, cayó en la cuenta, todos tenían barba y solo Ricardo la llevaba cuidada, larga y recortada. Los demás la llevaban como podían. O sea, mal.

–¡Pero si gracias a nosotros limpiamos el bosque! –Palomar hablaba y hablaba, incluso con la boca llena. A Martina le dio asco. Dejó de mirarle y se fijó de nuevo en la lámina del puente. En los estores de las ventanas. En el leve olor a incienso del que no se había percatado cuando entró en la casa–. Y di también, cuando escribas esa novela sobre los pastores, que cada año nos recortan un tres por ciento de ayudas.

Y a Martina le llamaba la atención que ya diera por hecho que iba a escribir dicha novela. Y se fijó en el inmenso dedo índice, golpeando el plato, como si él fuera el jefe del periódico y ella la corresponsal que debía cubrir la noticia. La noticia del desánimo y/o tristeza de los pastores.

–Va, va, dile lo que realmente quieres decirle –le apremió uno de los hermanos Alcorta. Todos rieron. Sabían lo que Palomar iba a contar.

–Vale, vale. –Y estiró los brazos como hacen los oradores–. Pues que las mujeres no se casan con los pastores porque dicen que estamos llenos de pulgas.

Carcajada general. Y es que Palomar, a sus casi cincuenta años, vivía solo y no había encontrado mujer ni en el pueblo ni en los alrededores. Martina miró a Ricardo. Le preguntó:

–¿Y tú? Tú también eres pastor. ¿Por eso no te has casado? ¿Acaso las mujeres creen que tienes pulgas?

–Oh, con él se rompen las estadísticas –dijo uno de los hermanos Alcorta. Todos rieron con voz atronadora, y ella se sintió fuera de lugar. No conocía la historia de Ricardo. En verdad, apenas sabía nada de él.

–Y los corazones, también rompe los corazones.

En medio de ese escándalo de carcajadas, alguien pulsó el botón del play y la sesión Ghibli dio comienzo. Se hizo el silencio inmediato. Fuera, los truenos hacían retumbar los vidrios de las ventanas. Dentro, la maestra del pueblo pensaba que era algo un tanto surrealista lo que estaba viviendo en esos momentos y que jamás se le habría ocurrido poner esa escena en una de sus novelas. Vamos, al lector le parecería poco verídica. Ay, el lector y sus reacciones descontroladas. A veces, explicaba algo real, tal cual, sin inventarse nada, y le decían que resultaba increíble. Y en otras ocasiones daba rienda suelta a su imaginación, lo escribía en primera persona y comenzaban los bulos sobre su vida, sobre lo que hacía o dejaba de hacer en el presente o en el pasado. Y Martina se cansaba de dar explicaciones. Que pensaran lo que quisieran, se decía, y añadía que tiraba la toalla al respecto.

Martina, esa noche en la casa de Ricardo el pastor, se dejó arrastrar por una película japonesa en la que dos niñitas, dos hermanas, se van a vivir a una casa de campo y hacen amistad con un espíritu del bosque. Se acordó de su hermana Amparo, o bien de la idea de lo que para ella era tener una hermana. Y la echó de menos. No precisamente a Amparo, sino a esa idea. Miró a sus acompañantes, atentos a la pantalla mientras engullían las porciones de pizza e hizo algo impensable en ella: apoyó su cabeza en el hombro de Ricardo. Que él depositara un beso mínimo, casi enano, en su cabeza, aceleró la visión positiva de ese pueblo y de todos sus habitantes. Sobre todo, de Ricardo.

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