Marinka

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El ataque sobre Stalingrado lleva al Partido Comunista a evacuar a todos los españoles hacia Moscú. Mientras las tropas alemanas, italianas y rumanas son resistidas casa por casa de aquella ciudad por el Ejército Rojo, dirigentes del PC español y soviético reúnen a los niños y jóvenes de la región de Sarátov. Ha venido la misma Dolores Ibárruri, la Pasionaria, exiliada en la URSS junto a toda la dirigencia comunista española luego de la caída de la República y que acaba de perder a su hijo en la defensa de Stalingrado.

Marinka se entera allí de la suerte de algunos de los jóvenes de la Casa de Semasco que han partido al frente. Pedro, que se alistó de voluntario, fue muerto los primeros días de la batalla de Stalingrado. Es uno de los doscientos refugiados españoles que darán su vida por la patria rusa, de los más de setecientos que combaten en el ejército o en la guerrilla. De Irina y Olga se sabe que han quedado atrapadas en el sitio de Leningrado pero no tienen más noticias. El director Kriviski ha caído a los pocos meses de iniciada la guerra. Cuando le cuentan que Aloysha, el instructor de educación física, fue herido en una pierna y tuvieron que amputársela no puede aguantar el llanto. ¡Qué será ahora de ese muchacho tan joven, tan lindo, tan atlético, que quería ser deportista! Luisa la abraza mientras escuchan los argumentos para que evacuen Moscú. Los bombardeos son constantes, nadie puede asegurar que el avance nazi será contenido o si romperá el frente. Además, un grupo de 14 niños y una educadora que se retiraba de otra Casa ha sido capturado por los alemanes en las estribaciones del Cáucaso y entregado a la Falange, que los devolvió a España. Franco se ha hecho un festín propagandístico con ellos diciendo pestes del bolchevismo.

Moscú vive en la tensión de tener al enemigo todavía en acecho, pero con la confianza recuperada luego de haber derrotado la ofensiva de tres ejércitos alemanes que pretendían cerrar pinzas sobre la ciudad y que fueron rechazados cuando ya alcanzaban los suburbios. Cientos de miles de vidas rusas quedaron sobre la nieve. Los fascistas han sufrido tantas pérdidas que Hitler ha trasladado el peso de la ofensiva al frente de Stalingrado. La capital soviética conserva las barricadas y defensas antitanque de hierros cruzados cementados sobre el pavimento de las avenidas que dejan un estrecho corredor para el paso de los vehículos. Los principales edificios están guarecidos con empalizadas y sacos de arena y cubiertos con redes de camuflaje. En plazas y esquinas sobresalen las bocinas de las alarmas antiaéreas y en puntos clave se emplazan las baterías de artillería. Pese a dormir con un ojo en el fusil, la ciudad no deja de sorprender a Marinka. Las anchísimas avenidas sobre las que pende la telaraña de cables del tranvía, de la iluminación, de los semáforos; los enormes edificios públicos; la majestuosidad bermeja de la Plaza Roja y del Kremlin; la nieve amalgamando todo. Aunque permanece alerta, herida y sufriendo la escasez de la guerra, Moscú puede retomar algunas rutinas de la vida cotidiana.

En Moscú han confluido las Casas de Niños repartidas por el territorio soviético. Los mayores van a la Casa de Jóvenes, creada para recibir a los adolescentes. Muchos completan el segundo curso para poder empezar estudios universitarios, otros se forman como pilotos o marinos. Los que han optado por ingresar al trabajo estudian diversas especialidades durante dos años en la escuela de artes y oficios —ramiesli uchilisa—, a contraturno de sus ocupaciones laborales. Entre fresador, apuntador y tornero, Marinka elige el curso de tornero mecánico.

Viven con Luisa y otras españolas en Túschino, una localidad suburbana, a 16 kilómetros de la Capital. Ocupan una residencia para jóvenes junto con trabajadores soviéticos. El espacio escasea en Moscú tanto como la comida. Las habitaciones son estrechas y compartidas, así como el baño y la pequeña cocina. Viajan todos los días a la fábrica de cosméticos donde han conseguido empleo. Toman el tren en la estación local, el andén lleno de obreros rumbo a las industrias de la ciudad. Aprenden a calcular dónde arrimará el vagón que tiene estufa, uno o dos están calefaccionados, y esperan en el lugar elegido, generalmente el que más gente agolpa. Es un juego de apuestas porque el orden de los vagones cambia a menudo; una auténtica ruleta rusa. Si se cumple el pálpito de la mayoría, es común que no consigan entrar al coche con calefacción y deban resignarse a viajar con frío. Pero hay días en que juegan su baza contra la apuesta general y la formación se detiene ante ellas justo en la puerta del ansiado vagón, al que son las primeras en subir. De todas maneras es un viaje breve, en unas pocas estaciones más bajan y hacen combinación con el Metro.

A ella le fascina el viaje en Metro. Bajo tierra, Moscú preserva orgulloso un mundo encantado. La arquitectura soviética hace alarde de enormes galerías revestidas de mármoles y granitos de todos los colores, columnas y arcos, estatuas y murales exaltando la gesta socialista, bronces siempre bruñidos, grandes arañas colgantes, profusión de lámparas, pisos relucientes, modernas escaleras, lujosos andenes. Cada estación tiene un diseño diferente, a cual más deslumbrante; todas las entradas están señalizadas con unas M rojas que se iluminan de noche. Pareciera que las murallas y palacios del Kremlin y las cúpulas multicolores de la Plaza Roja espejaran su copia en las obras del Metro. A pesar de la guerra y de las defensas de sacos de arena que protegen las elegantes entradas a cada estación y de que éstas son todavía los refugios en caso de ataque aéreo, la guerra no entra a esa dimensión subterránea que mantiene su brillo y su limpieza, sus empleadas de impecable uniforme y guantes, sus prolijas formaciones pintadas de marrón claro con el techo crema y una línea bordó bajo las ventanillas, los vagones iluminados con delicadas tulipas. Metros abajo de la superficie, los moscovitas pueden soñar durante el tiempo que dura el viaje que la guerra es una cruel pesadilla que desaparecerá cuando suban la escalera de la estación de destino. Pero en estos días de sangre, los sueños carecen de la fuerza necesaria para despejar tormentas. En cada paso que Marinka da hacia la salida, la realidad va opacando los colores de ese mundo subterráneo y va apareciendo la Moscú del duro invierno del 43.

Deben caminar varias cuadras para llegar a la fábrica. Al doblar la esquina ven a soldados de bayoneta calada, largos capotes con cuellos de abrigo y gorros de piel con orejeras en cuyo frente rebatido destaca la estrella soviética. Custodian a un numeroso grupo de prisioneros alemanes que carga escombros en un camión. Un escalofrío les recorre la espalda. Vienen huyendo del invasor desde Odesa, siempre con los Panzer y las temibles divisiones SS pisándoles los talones; ya no pueden contar las veces que estuvieron bajo las bombas; han visto los trenes llenos de jóvenes con el uniforme caqui del Ejército Rojo marchar hacia el frente y a los mismos jóvenes volver en otros trenes, con uniformes coagulados de rojo, hacia los hospitales de retaguardia. Han visto las aldeas incendiadas, las ciudades destruidas; los cuerpos abandonados a orillas de caminos, sobre la nieve, sobre el barro; los ejecutados por los Einsatzgruppen —los escuadrones de la muerte cazadores de judíos y comunistas— colgando de postes y árboles con carteles de advertencia y de terror. Han odiado las esvásticas pintadas en los aviones lanzados sobre los que huían para ametrallarlos a mansalva. Han sentido el aliento de los fascistas en la nuca, pero nunca hasta hoy les han visto las caras. Y ahora están allí, a pocos metros, abatidos, desarmados, haciendo una cadena para pasarse los escombros hasta el camión. Hay viejos, hombres quebrados, hay jóvenes envejecidos por la guerra. Los grises uniformes desteñidos, las casacas militares con la solapa subida para abrigar el cuello, gastados guantes de lana que dejan ver la punta de los dedos, los gorros de visera de la Wehrmacht envueltos en bufandas, las botas que no sirven contra el frío. Pasan tan cerca que pueden ver los rostros de la derrota, la mirada opaca, las barbas crecidas, las urgencias del hambre. Escuchan la dureza de ese idioma extraño. De pronto, Marinka cree entender lo que dicen, el acento le suena familiar.

—¿Esos tres están hablando español o yo estoy loca, Luisa?

—Escuchas bien, Marinka, hablan nuestro idioma.

Ahora sí ven las insignias bordadas sobre las mangas, el escudo que dice España con la bandera franquista, la cruz negra al medio con la esvástica y el haz de flechas de la Falange. Hablan en voz alta para ser escuchadas.

—Son esos cerdos fascistas de la División Azul que le mandó Franco a Hitler para pagarle lo que hizo en Euskadi. ¡Vergüenza debiera darles vestir el uniforme alemán!

La guerra civil continúa más allá de la caída de la República y se extiende al territorio ruso. Defendiendo a su patria adoptiva, al socialismo, miles de españoles combaten como soldados del Ejército Rojo, como pilotos, como partisanos. Bajo la bandera del invasor nazi, miles de españoles enviados por el franquismo luchan por derrotar al comunismo. Aunque la División Azul se dice un cuerpo de voluntarios, un gran número de ellos ha sido reclutado forzadamente, algunos a cambio de una reducción o conmutación de pena de un familiar preso en España. De ambos miles, muchos yacerán en suelo soviético, serán heridos o caerán prisioneros. Franco pagará con 5000 vidas españolas su intervención en la URSS. La nieve rusa será la sepultura de cientos de republicanos.

Se detienen. Un regurgitar amargo sube a la boca. Los bombardeos de Bilbao, el exilio obligado, el desgarro de la familia ausente, esta nueva guerra, las bombas sobre Odesa, sobre Sarátov. Los muertos, los muertos, los muertos. Lastima la garganta, duele como lava. Son éstos que hablan nuestro idioma, que han nacido como nosotras bajo el cielo de España, los que nos han robado las calles de la infancia, las sonrisas de madre y de hermanos. Se atropella tras los dientes y la lengua lo dispara como un obús justiciero:

—¡Hijos de puta!

—¡Asesinos!

Los tres españoles no entienden las palabras de esas rusas que pasan a su lado con abrigos, botas y gorros de envidia; apenas perciben el tono de desprecio y las miradas de hielo. Marinka y Luisa han dicho todo, hasta las puteadas, en un perfecto ruso. Los oídos de los prisioneros de la División Azul no pueden captar la leve diferencia de pronunciación que ambas, como casi todos los refugiados españoles, le imprimen al idioma adoptivo. Los moscovitas, cuando los escuchan hablar, los confunden con georgianos.

En la fábrica de cosméticos se producen jabones y dentífricos. Siempre que puede, Marinka se juega el trabajo y seguramente la cárcel sacando algo escondido entre el pelo, en las medias, donde fuera. Ha sorteado hasta ahora el celo de la vigilancia. Cualquier producto vale oro en el mercado negro para cambiarlo por comida o por vodka. Porque por más que se tenga una buena ropa de abrigo, un buen gorro y unas buenas botas, lo único que combate el frío de verdad es el vodka. Y se toma todo de un trago y comiendo un pepinillo agrio o kapusta de repollo blanco. Conseguirlo no es fácil, las tarjetas de racionamiento sólo otorgan una cantidad mínima y de mala calidad. Es tan esencial para llevar la vida con cuarenta grados bajo cero que en las proveedurías se forman dos filas, una para el vodka y otra para todo lo demás. Y cuando no hay vodka, las españolas se las arreglan con el alcohol que Pilar sustrae de la enfermería de la fábrica, sector donde trabaja.

Si consiguen algo de remolacha, un repollo o cualquier verdura, preparan una olla de borsh que les dura unos días. Cuando pueden agregarle algún trozo de carne o un hueso es una fiesta. La olla se congela en el espacio entre las dos ventanas y cuando vuelven de la fábrica la calientan. Pero hubo días en que por toda cena han masticado una triste zanahoria.

—Córtame la primera decena entera —pide Marinka en los almacenes con su cartilla de racionamiento en la mano.

—Imposible, tovarich. Comprende que si todos me pidieran lo mismo, no alcanzaría el pan para nadie.

—Pero sólo yo te lo he pedido. No seas dura —implora Marinka guiñándole un ojo al tiempo que desliza una pastilla de jabón hacia la mano de la funcionaria. De esas que recoge del baño de la fábrica casi enteras y que algunas compañeras dejan tiradas después de ducharse.

—Está bien —concede por lo bajo—. Te daré lo de la primera decena todo junto, pero te quedarás sin pan por diez días —advierte.

—No importa, tovarich, tú sólo córtala.

Marinka quiere saciarse. No interesa que los diez panes negros no tengan ya más que unas duras semillas de girasol por todo alimento, que sean más agrios que el desengaño y que tarden un suspiro en comérselos con Luisa. Quiere tener la sensación de comer uno y otro y otro y otro hasta que las mandíbulas se hayan cansado y sentir que el estómago se le despega de la espalda y se le acerca al ombligo. Lo unta con el cebo que ha sacado de la fábrica, ese que se usa de base para hacer jabón y que cerrando los ojos pasa por mantequilla. Quedan en silencio después del festín. Esa noche la acidez no las dejará dormir.

Hacia el final del invierno una ola de alivio y de esperanza recorre la fábrica, la ciudad y el país. Europa, que ha seguido el desarrollo de la batalla de Stalingrado asomada al abismo, pendiente del azar de una flecha en el aire, en el silencio que antecede al patíbulo, se conmueve y respira. El 2 de febrero de 1943, tras cinco meses de lucha despiadada —calle por calle, edificio por edificio, piso por piso, habitación por habitación—, el general Paulus se rinde con lo que queda de su orgulloso Sexto Ejército, que muerto de hambre y de frío, aislado de los pertrechos, cae embolsado en la gigantesca trampa que le ha tendido el general Zhukov, estratega de la victoria. La ciudad es una montaña informe de escombros, cráteres inundados, hierros apareciendo como las puntas de una osamenta calcinada; no hay árboles ni gente ni animales, nada de lo vivo asoma entre las ruinas; el olor de los cadáveres en descomposición impregna el aire; el lecho del Volga, sus orillas, son un inmenso cementerio de agua. Dos millones de soviéticos han dejado la vida para doblarle el brazo al invasor y para torcer el curso de la guerra. El hasta ahora invencible ejército alemán y sus aliados han perdido 350 000 hombres y 91 000 han caído prisioneros. La aplastante derrota hitleriana invierte la bisagra de la Historia, que empieza a cerrarse como una navaja contra la Alemania nazi. Agujas de un reloj que giran hacia atrás, un tiempo de descuento comienza a correr para el fascismo. Unos meses después, en pleno verano, sobre las colinas de Kursk, la Whermacht sufre otra derrota determinante en la mayor batalla de tanques de la guerra y emprende una lenta e inexorable retirada. El Ejército Rojo toma la iniciativa y sostendrá su contraofensiva empujando a los alemanes hacia el oeste. No parará hasta Berlín.

Moscú logra zafarse del abrazo sofocante de los obuses. Sin embargo el hambre, que no enarbola banderas ni conoce retiradas, se siente a sus anchas en la tierra rusa. Las bombas y las balas fascistas pueden encontrarte o pueden olvidarte. No todas llevan tu nombre. El hambre es una explosión que estalla todo el tiempo adentro, un puño que retuerce las tripas, un río congelado que quema, una triboga estridente que no para, un ataque infinito y acuciante. El hambre no olvida, no discrimina, tiene escrito el nombre de todos y cada uno de los rusos en los pliegues de sus escaseces.

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