Marinka

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Marinka » 8

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Atención, aquí Moscú. El 8 de mayo de 1945, en Berlín, por los máximos responsables del Ejército alemán, se firmó el acta de rendición incondicional de las Fuerzas Armadas alemanas. La Gran Guerra Patria, que libró el pueblo soviético contra los invasores de la Alemania fascista, ha concluido con la victoria. ¡Alemania ha sido completamente derrotada! En conmemoración de la rotunda victoria sobre Alemania, hoy 9 de mayo, Día de la Victoria, a las 22 horas, Moscú, la capital de nuestra Patria, en su nombre saludará a las valerosas tropas del Ejército Rojo, a los buques y unidades militares de la Armada, por el logro de esta brillante victoria, con 30 salvas de artillería de 1000 cañones. ¡Gloria eterna a los héroes caídos en la lucha por la libertad y la independencia de nuestra Patria! ¡Larga vida a las victoriosas tropas del Ejército Rojo y de la Armada! La voz del locutor de Radio Moscú resuena por los parlantes de las fábricas, de las estaciones de tren, del metro, de las plazas.

El 2 de mayo, las tropas rusas toman Berlín y plantan la bandera de los soviets en los techos del Reichstag en ruinas. La victoria de los Aliados —Gran Bretaña, Francia, Unión Soviética y Estados Unidos— sobre el Eje —Alemania, Italia y Japón— se consuma unos días después en Europa y definitivamente el 15 de agosto de 1945 con la rendición de Japón, luego de la destrucción apocalíptica de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki con sólo dos bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos. La Segunda Guerra Mundial sacrifica más de 60 millones de personas en una carnicería planificada y sistemática a escala desconocida hasta entonces; mayor que la que asoló el mismo continente dos décadas antes en la Gran Guerra —la que iba ser la última, la que acabaría con todas las guerras—. Una eficaz industria de la muerte ejecutada por quienes se ufanaban del refinamiento alcanzado por su cultura. La civilización que ha transformado por siglos la piedra y el mármol en belleza, la palabra en poesía, la poesía en música, el pensamiento en filosofía, en un lustro apenas vuelve la piedra escombro, silencia todas las palabras, fusila las ideas y desata una horrorosa sinfonía con crescendo final de hongo nuclear. Los campos de batalla se tragan una generación entera de jóvenes, Saturnos fagocitando el futuro. Cuando por fin se despejan las nubes de esta era del fuego se descubre una Europa arrasada; no hay ciudad que haya quedado a salvo de las bombas. China y la Unión Soviética han pagado con millones de vidas y economías devastadas la lucha contra las invasiones alemana y japonesa.

En febrero de 1945, poco antes del fin de la guerra, la misma Crimea que acogió a los refugiados españoles recibe a Roosevelt, Churchill y Stalin. Los inminentes vencedores se reúnen en Yalta para dibujar el nuevo mapa universal. Estados Unidos emerge como la cabeza dominante del capitalismo por sobre la vieja testa coronada de Inglaterra. Se reserva el gran negocio de la reconstrucción europea y la ocupación de Japón. El territorio alemán se divide en cuatro zonas, una por cada uno de los aliados. La URSS, que libera a todos los países al este del Oder a medida que avanza sobre Berlín, encorseta cualquier atisbo de revolución —provocada por el derrumbe del fascismo y de los gobiernos colaboracionistas— en la disciplina al Partido Comunista soviético. Las colonias africanas y asiáticas de las caducas potencias europeas son un avispero de movimientos independentistas. Al latido de los nuevos vientos, las fronteras nacionales son dunas que se extienden y se comprimen; países desaparecen y países nacen. No se entibian los cañones que ya se cargan los obuses de la próxima guerra, que algunos comienzan a llamar Fría. Los estados capitalistas cierran filas contra la amenaza socialista, a la que ubican tras una Cortina de Hierro. El mundo ha cambiado para siempre. Pero eso no pueden saberlo todavía los moscovitas que desatan su euforia bajo el cielo de ese mayo tan deseado.

—¡La guerra terminó! ¡La guerra terminó! ¡Victoria! ¡Victoria!

Una multitud se vuelca a las calles. Una multitud como Marinka nunca había visto antes, ni en la celebración del 1.º de Mayo, ni en el aniversario de la Revolución, ni siquiera la que se reunió el verano pasado para asistir al desfile de los derrotados, donde 19 generales y 57 000 prisioneros alemanes marcharon rumbo al cautiverio atravesando Moscú hasta la estación de Kurskaya.

Sale de la fábrica con Luisa y sus compañeras y suben al tranvía hacia el centro de la ciudad, nadie les cobra el boleto, todos se abrazan, se besan, el aire de primavera contagia la alegría por sobre un invierno que desgaja sus últimos fríos. Más adelante, tranvías y trolebuses encallan en un mar humano, las plumas que los mantienen conectados a los cables emergen entre la marea de cabezas como mástiles de un naufragio jubiloso. Imposible avanzar, deben seguir a pie. Por doquier la gente baila, canta, agita banderas y pañuelos, arroja flores desde las ventanas y los balcones. Los soldados son alzados en andas, se arman fiestas en todas las esquinas. Dos uniformados danzan de brazos cruzados un frenético prisiadka sobre la caja de un camión que pasa. Decenas de brazos y de manos lanzan al aire a una muchacha y la reciben para lanzarla otra vez hacia arriba. Mujeres de pañuelo en la cabeza y lágrimas en el rostro abrazan en cada soldado al esposo, al novio, al hijo ausente. En la calle Gorki un improvisado corro da vueltas hacia uno y otro lado al compás de un acordeón y de pronto la ronda se detiene batiendo palmas para que un ágil muchacho con la remera a rayas blancas y azules y el gorro de la Armada salte al medio a bailar la danza de los marineros. En una tarima improvisada sobre dos camiones una muchacha interpreta temas populares en un piano de cola; la multitud la escucha en silencio, las lágrimas alternando las sonrisas. Los triciclos blancos de los vendedores de comidas y refrescos al paso no dan abasto para atender a tanta gente; sus toldos claros contrastan con los gorros, sombreros y pañuelos, que tanto cubren las cabezas como son arrojados al aire o abanicados en saludos. El Pravda ha agotado su tirada desde temprano e imprime a toda velocidad nuevas ediciones, que salen oliendo a tinta sobre papel todavía caliente.

La vida asoma de los refugios y grita en el lenguaje del amor. Moscú ríe y llora. Hombres y mujeres se entregan al festejo de los labios. Marinka le regala sus mejores besos a cuanto soldado se cruza en el camino. Una correntada fervorosa confluye en la Plaza Roja, adornada con los retratos de los miembros del Politburó, uno enorme de Stalin y carteles celebrando la victoria. Llegan durante todo el día en oleadas coloridas y sonoras y a la tarde no cabe más un alma en la gigantesca explanada. Ya oscurece cuando se encienden miles de reflectores que entrecruzan sus haces destacando a contraluz los relieves de las cúpulas del Kremlin y de los edificios más altos de la Capital. Esta vez no buscan aviones enemigos, danzan locos, giran en diagonales de euforia, fusilan de luz la oscuridad de un tiempo negro. Otros iluminan las torres desde abajo contra el cielo de mayo, como sorpresivas katiuskas, los cohetes que fueron el terror de los alemanes. Las riberas y los puentes del Moskova dibujan coreografías luminosas con la música de los ¡oh!, ¡bravo!, de los aplausos, de La Internacional que cantan millones de voces. Entonces se suman los cañones en graduales, progresivas salvas. Esta vez no suenan a muerte, suenan a timbales. Y como deslumbrante final de fiesta estallan sobre la noche moscovita los fuegos de artificio, en abstracta geometría de líneas y colores. Parecen un legado de Kandinsky, reivindicando la libertad creadora del arte de los primeros años de la Revolución.

Un mes más tarde, el 24 de junio, Moscú repite la celebración de la victoria con una imponente parada militar de todas las unidades que combatieron al fascismo, que desfilan durante horas ante las murallas del Kremlin. En una misma jugada, la URSS pone cierre a la Gran Guerra Patria y advierte a Occidente que está preparada para cualquier otra. Cuatro años de guerra, más de 20 millones de muertos, cientos y cientos de ciudades y aldeas arrasadas, el titánico esfuerzo del país sacrificado al servicio de la victoria. La Unión Soviética está exhausta. Millones han combatido en el ejército, en las guerrillas y todavía andan dispersos por Europa. La URSS se ha visto obligada a producir más cañones que surcos y después de cuatro años la tierra está sembrada de huesos y de pólvora. Lo que no destruyó el enemigo lo quemaron los propios soviéticos, si no lo podían trasladar, para que no fuera utilizado por el enemigo. No hay ruso que no tenga un padre, una madre, un hermano, un esposo, un hijo, un amigo muerto, mutilado, desaparecido; que no haya dejado su hogar y su trabajo. Familias enteras se han desperdigado en cada éxodo y están perdidas. Las manos, tensadas tanto tiempo sobre el gatillo, deben recobrar la memoria del arado y del martillo. La guerra terminó, sí, y hoy Moscú se desahoga en festejos, pero todos saben que las penurias y el hambre están hechas de un acero más duro que las balas.

La residencia de Túschino se transforma en punto de encuentro de un grupo de españoles, que organizan salidas cuando el tiempo y los rublos lo permiten o concurren a las actividades de la Casa Española en Moscú. Poco a poco, entre charlas donde se comparte lo que haya de comida y de bebida y las historias de estos cuatro años de guerra, se va fraguando la amistad sobre la llama del retorno a una patria tan lejana como callada. Se enteran de las noticias de España por lo poco que trasciende en la prensa y la radio rusas, por lo general denuncias de la represión del gobierno de Madrid. La península ibérica, bajo los regímenes fascistas de Salazar y Franco, ha quedado encapsulada como un cuerpo extraño dentro de un mundo regido por los vencedores del fascismo. Las pocas cartas que consiguen evadir la censura franquista y les llegan a los que han mantenido contacto con sus familias, describen un país bien diferente del que dejaron hace casi diez años. Los detalles de la vida en España son compartidos como el pan, cada noticia remeda un imposible rompecabezas con más piezas faltantes que certezas.

Marinka es de las que no pudieron restablecer comunicación con su familia, que son mayoría entre los refugiados. El correo que sale de la Unión Soviética hacia España se transfiere a otro sobre con remitente y sellos locales en México, Francia y otros países, copiando la dirección original en el frente. Y lo mismo en sentido inverso; sale dirigido a naciones insospechadas y allí cambian de sobre y le copian en caracteres cirílicos la dirección soviética. Aún así no puede garantizarse que lleguen a destino. No sabe nada de Emilia, de su padre, de su hermano. En todos estos años no ha sabido si les llegan sus cartas y teme que ellos tampoco puedan hacerle llegar las suyas. Las envía a Zabala 25, piso 2 mano derecha, Bilbao, la única dirección que tiene de su familia. Pero tal vez se hayan mudado, tal vez nunca recibieron sus señas de Moscú. Desde que dejó Odesa, su vida ha sido un peregrinar entre bombas por la extensión de la URSS. Los únicos domicilios firmes que tuvo estos años fueron el de Semasco y ahora el de Túschino. Seguramente ellos también la están buscando y chocan con las mismas murallas. ¿Y si ya no están? ¿Y si han salido de España? ¿Y si han sido fusilados? ¿Y si han muerto de hambre o de enfermedad? ¿Y si están detenidos? Pero Félix estaba en Francia, tal vez esté a salvo. O tal vez ha sido víctima de la ocupación alemana. A lo mejor ha conseguido volver a España luego de la derrota de la República y antes de que la guerra llegase a Francia. O quizás ha sobrevivido a la guerra en suelo francés y regresado a España después. Quizás, tal vez, acaso, sin embargo, pero, a lo mejor… Su ilusión se conjuga en potenciales e improbables. No sería tanta la angustia si los supiera muertos, si hubiera podido identificar sus cuerpos como cuando buscó en Sarátov entre las hileras de cadáveres las caras de sus compañeras de la fábrica y reconoció los rostros de Sasha, de Seriozha y de Katia ultrajados por la metralla. Pero no se puede enterrar a quien no ha muerto, aunque la muerte envuelva de dudas sus contornos hasta desdibujar el recuerdo de sus caras en los sobresaltos de las pesadillas. Ni siquiera conserva fotografías de los suyos que le ayuden a mantener la fe en el reencuentro, como los religiosos tienen a sus iconos para rezarles todas las preguntas. Su fe no tiene cruces, ni santos, ni oraciones; su fe tiene el signo de la duda. Se esfuerza para no olvidar las imágenes de Emilia, de su padre, de Félix; el tono de sus voces, sus olores, sus gestos, el brillo de sus ojos, sus sonrisas. Sostiene la esperanza empecinada contra velorios sin muerto, contra entierros sin cuerpo, contra duelos sin luto. Es su guerra entre guerras. Su lucha a muerte contra la muerte, con la bala de un único deseo desesperado clavado en el vértice cantábrico del mundo, donde el Nervión vivorea entre los tejados de la ciudad de su infancia y del origen.

Luisa y Julio, un compañero de la Casa de Semasco, se han reencontrado en Moscú y se han puesto de novios. Julio está estudiando para ser marino en el Instituto Superior de la Flota Mercante. También se han integrado al grupo de Túschino tres españolas que han conocido en la fábrica. Victoria, bilbaína como ellas, Paula, que es de San Sebastián, y Eloína, una asturiana de Oviedo. Entre los nuevos amigos se destaca Paco, un valenciano alto, guapo y de buen humor que ingresó a la Escuela de Aviación para formarse como piloto. Sus chanzas le ponen salero a las reuniones y sus relatos convocan un atento coro. Las muchachas poco consiguen disimular su atracción por el futuro aviador. Aunque a la vuelta de unos meses, la que se lleva la codiciada sortija de ese carrusel es Paula, que no es la más agraciada pero sí la que toca la música que baila el valenciano. Tiene una chispa para la humorada que se complementa de perlas con la agudeza de Paco. Es la mecha que enciende sus ocurrencias. Forman una pareja divertida que, si hay suficiente vodka para extender la velada y al otro día nadie trabaja, alimenta las risas del grupo atravesando las fronteras de la noche.

Marinka, mientras tanto, no ha fijado sus ojos felinos en muchacho alguno. Ningún apuro tienen en su cuerpo el amor ni el deseo. Tal vez porque la mirada de los hombres espeja la firmeza de sus dotes. La inquieta adolescente que salió de Odesa ha incubado una hermosa mujer que despliega las alas de sus diecinueve años. Bajita, de estrecha cintura, cadera y pechos generosos, su figura no deja indiferente a ningún hombre cuando sube al Metro o camina por la calle. La necesidad la llevará a asociar sus virtudes con las de Paco en una actividad temeraria, que pisa la extendida estepa de lo ilegal.

Se calza su único vestido, sus únicos zapatos de taco alto; Paco, su elegante uniforme de cadete aviador. Luisa la ayuda a armar y sujetar hacia atrás el bucle del peinado de moda todo lo alzado que permiten sus finos cabellos. Dos gotitas del perfume que guarda como un tesoro para ocasiones especiales y salen por los bares que frecuentan los militares y funcionarios del partido de bajo rango pero de un pasar más holgado que el resto de los soviéticos. Marinka es un anzuelo atrapante y perfecto, su seductora presencia concentra la atención de los emborrachados parroquianos. Paco tiene unos dedos largos y mágicos, los amigos se asombran de la agilidad y plasticidad con que los dobla hacia ángulos inverosímiles. Si hasta parecen tener una vida independiente de su dueño, incluso de los brazos, que permanecen inmóviles mientras las manos cosechan su botín de billeteras. Gracias a sus incursiones, el grupo de españoles puede proveerse cada tanto en el mercado negro de alimentos que no figuran en las cartillas de racionamiento. En el grupo los llaman La Joya y El Dedos. Paula, la enamorada de Paco, mantiene sus celos en guardia pero no dice nada. Comer abundante de vez en cuando hasta vale arriesgar unos cuernos. Debe admitir que su novio y la bilbaína conforman un dúo muy útil en tiempos de posguerra.

El hall del Moskova hormiguea de uniformes y de trajes. Vestidos que no se ven en el tranvía aletean por entre el humo de los cigarros y el bullicio de las conversaciones. Tras haber sido desmontadas las baterías antiaéreas de la azotea, que defendían al Kremlin durante la guerra, y las empalizadas y sacos de arena que lo protegían, el hotel ha recuperado su fisonomía. Está ubicado sobre la plaza Manézhnaya, acceso norte de la Plaza Roja, y alza orgulloso los diez pisos de su arquitectura soviética, una decena de altísimas columnas sosteniendo el pórtico sobre el que se despliega una amplia terraza y la curiosa asimetría de sus dos torres laterales. Ha dejado de fungir como cuartel pero todavía aloja en sus habitaciones a muchos oficiales del Ejército Rojo. En la terraza funciona ahora un concurrido restaurante y en la planta baja, a un costado de la amplia recepción, un no menos frecuentado bar y cafetería.

La Joya y El Dedos han decidido concentrarse en el bar. No alcanza el dinero para subir al restaurante y si bien casi siempre terminan siendo invitados por sus damnificados, no pueden arriesgar tanto. Están en la misma cueva del lobo y pretenden alzarse con su comida. En los meses que llevan practicando el oficio han aprendido a escoger a sus presas. Cada uno cubre con el giro disimulado de su mirada la mitad del campo visual del enorme salón. Cuando ambas miradas se encuentran ya saben a dónde apuntar. No necesitan hablarse, los claros ojos de Paco y un levísimo movimiento de sus cejas señalan hacia una mesa retirada, casi oculta tras la penumbra que proyecta una de las columnas de mármol del hall. Marinka asiente con un suave guiño. Las señas que cruzan cuando juegan al mus en el grupo de amigos son ahora las señales de luces que intercambian los submarinos en alta mar antes de lanzarse al ataque.

—Buenas noches, tovariches, ¿podemos? —pregunta Paco con su sonrisa más simpática, aunque descuenta la respuesta.

El más joven de los tres oficiales, que no han sacado la vista de la hermosa mujer que camina hacia ellos del brazo de su compañero, se levanta y corre una silla para ayudarla a sentarse.

Ispanski, son ustedes nuestros convidados —ofrece amable el capitán de infantería al que le bastó sólo el saludo de Paco para identificarlos.

—¿Es tan notorio, camarada capitán?

Tovarich, con ese uniforme de la Escuela de Aviación, esa pronunciación, y la belleza de tu compañera, sólo puedes ser ispanski.

—Gracias por el cumplido, tovarich —Marinka corresponde con simulada timidez al tiempo que se inclina hacia adelante insinuando su escote, como quien deja entrever el valor de su baraja. El juego ha comenzado.

—Es cierto, camarada capitán, somos muchos los españoles que elegimos formarnos como pilotos.

—Y muchos los que combatieron en la Gran Guerra Patria —agrega el oficial más joven, con los galones azules de teniente en la solapa y el emblema de la Fuerza Aérea en su manga izquierda, las alas cruzadas por una hélice y dos espadas.

—Combatí con uno de ellos en mi escuadrón de caza, del 101 regimiento, durante la campaña de liberación de Ucrania —acota el tercer oficial, también aviador—. El teniente Antonio Uribe. ¡Ese muchacho sí que tenía cojones! Derribaron su avión sobre Bélaia-Tsérkov y no alcanzó a saltar en paracaídas.

—¡Brindemos por ellos! —el capitán sirve una ronda del buen vodka que riega la mesa—. ¡Na zdarovia!

—¡Na zdarovia! —todos levantan el vaso y lo vacían a la vez.

La charla va de la guerra a la vida, de la vida a la guerra y se va soltando a cada trago de vodka. Paco y Marinka les llevan una ventaja de sobriedad a los oficiales, ya entonados cuando ellos se sentaron a la mesa. Entonces llegan los chistes. El capitán se acoda hacia el centro de la mesa y baja el tono obligando a los demás a estrechar el círculo para escucharlo.

—Dicen que Stalin encontró su despacho lleno de ratones… —hace una pausa para cerciorarse de que lo escuchan únicamente sus compañeros de mesa—. Tras el fracaso de varios métodos para eliminarlos, un asesor le sugiere la solución. Ponga a la entrada de su oficina un cartel que diga «Granja colectiva», camarada Secretario General, la mitad de los ratones se irá y la mitad que quede se morirá de hambre.

—¡Jua, juaaaa, juaaa! —suelta la carcajada el teniente más joven—. De seguro el asesor está pasando unas largas vacaciones en el Gulag.

Las risas animan al capitán, quien, entrado en confianza, arremete con un par de chistes más sobre Stalin. En la Moscú de estos días la política se susurra en las sombras y en clave de humor. Cuando se hace un silencio, El Dedos advierte, con la intención de dejarlos en falta.

—Con todo respeto, capitán, pero debería cuidarse un poco más de las cosas que dice. No siempre encontrará oídos leales entre los camaradas.

El capitán empalidece. Ha ido demasiado lejos de la mano del alcohol y de la alegre compañía de los ispanski. De repente, ha caído en cuenta de que pueden ser miembros celosos del Partido. Le vienen como ráfagas de hielo las imágenes de muchos otros que por denuncias anónimas han perdido carrera y han ganado cárcel. La charla se enfría y al rato se están despidiendo. Es el momento de Paco. Atontados por el escote de La Joya, que no han dejado de mirar todo el tiempo, por las rondas generosas de vodka y por la sospecha de traición que cualquier chanza encierra, los tres oficiales se ofrecen dulces para las habilidades de El Dedos. Final del juego.

—¿Cuánto ha sido? —pregunta Marinka mientras cruzan la plaza Manézhnaya.

—Veintiocho rublos y 45 kopeks. No es mucho esta vez, pero alcanza para una buena cena para todos.

—¿Cómo tan poco? Si eran tres billeteras…

—Una —responde Paco—. La del capitán. No he podido llevarme las de los aviadores. Combatieron junto a uno de los nuestros.

Marinka aprueba en silencio. Tienen sus códigos. Nunca un mutilado. Nunca un condecorado. Los militares a los que les falta un brazo, una pierna, los que llevan el rostro lacerado por la metralla —se los encuentra uno diariamente en el Metro, en la calle, en cualquier esquina— merecen su respeto, o al menos su piedad.

Esa noche tienen una fiesta de anchoas, papas asadas, repollo, una hogaza de pan blanco, un buen trozo de queso y hasta un vodka del bueno. Nada mejor que una reunión entre amigos alrededor de la mesa para cicatrizar los padecimientos de la guerra y conjurar aunque sea por una noche los fantasmas del hambre.

—Admiro tu audacia y la de Paco —agradece Julio.

—Yo no podría hacerlo, Marinka —confiesa Luisa.

—Mira, chavala, menos de puta puedo hacer cualquier cosa por un poco de pan en nuestra mesa —aclara Marinka.

—De puta, ¡ay!, eso sí que no podría —dice Pilar y agrega para todos— bien saben que más de una en la fábrica ha cambiado un par de horas de sexo por media docena de huevos o un litro de leche.

—No juzgo a las que lo hacen, Pilar, pero yo no abro las piernas por un plato de lentejas.

—Pagaría por ver la cara del capitán cuando llegue a su casa —ríe Paco mandándose de un trago el vaso de vodka.

—Ahora sí que tú podrías pagar cualquier cosa con su billetera, porque lo que es él… —retruca Paula, desatando las carcajadas.

—¡Na zdorovie! —brinda Paco en ruso, quien ha repuesto su vaso y servido otra ronda a los demás.

—¡Por el encuentro! ¡Salud! —responden a coro clavándose ese vodka con sabor a revancha.

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