Marinka

Marinka


Marinka » 9

Página 13 de 19

9

9

Las ventanas del alto techo de la fábrica de cojinetes, fríos rectángulos de la noche, empiezan a clarear con la luz del amanecer. Imperceptiblemente se invierte el juego de claros y oscuros. El interior del taller empalidece su amarillo eléctrico de lámparas y se oscurece poco a poco en contraste con las alargadas claraboyas que ya reflejan diminutos, destellantes, los primeros brillos del sol en el rocío condensado de sus vidrios. Cuando Marinka hace el horario nocturno, este instante es siempre un momento especial, largamente deseado. El día viene a rescatarla de un viaje interminable atravesando las horas opacas, sola en su torno, el pañuelo hacia atrás asegurando los cabellos y atado en la nuca, el delantal engrasado, gastando los ojos y los dedos para centrar los pequeños rodamientos, calibrar la herramienta, ajustar el goteo del aceite soluble, medir la pieza para comprobar que haya llegado al espesor correcto, sacarla, ajustar la próxima pieza, repetir la operación. Los párpados se dejan seducir por la canción de cuna de la máquina, que va y viene como péndulo de hipnotizador. Debe lavarse la cara varias veces para no rendirse al sueño. Vamos, Marinka, que ya falta menos para completar la producción, se anima a sí misma.

No se queja, el sueldo de oficial tornero es mejor que el de la fábrica de cosméticos. Le pagan 600 rublos contra los 350 que ganaba como simple operaria. La inseparable Luisa, Paula y Eloína se han cambiado con ella a la fábrica de cojinetes y rápidamente se han hecho amigas de las compañeras rusas. Lejos han quedado los días de La Joya. Paco ha sido atrapado cuando intentaba desplumar a un funcionario de rango menor del Comisariado del Pueblo de Comercio e Industria. Está preso en la cárcel de Butyrka, al norte de la ciudad, y pese a que ha recibido una condena de cuatro años, se salva de ser enviado al Gulag, lo que les permite mantener el vínculo con él a través de Paula, quien lo visita en la prisión. Marinka milagrosamente no estaba con el valenciano el día de la detención. Sabe que sin El Dedos no puede continuar y guarda a La Joya en la maleta del pasado.

Todavía comparte con Luisa el cuarto de Túschino. Chismes de amor y de trabajo, penas y alegrías cotidianas, dolores más profundos, ausencias, ingredientes no faltan para cocinar el guisado que alimenta cada noche las charlas y la amistad. A veces no trabajan en el mismo turno, entonces cuando se encuentran hablan hasta la madrugada para ponerse al día de todas las novedades.

La belleza de la ispanski y su carácter franco atraen la simpatía de Liosha, el jefe de taller. Con cualquier excusa está siempre rondando el torno de Marinka. Lo ha sorprendido varias veces observándola desde las ventanas de la oficina de control y advierte su torpeza cuando se da cuenta de que ella lo ha descubierto mirándola; no sabe qué hacer para disimular y se apura por fingir que anota algo en la planilla o que busca cosas en los bolsillos. El hombre la dobla en edad, está casado con una supervisora de la fábrica y es un buen comunista, tres herméticas compuertas de un dique que contiene las correntosas aguas del deseo. Aguas que de todas maneras se filtran, aplacadas, por la mansa acequia de la protección paternalista.

—La he convocado, tovarich, para anunciarle que ha sido seleccionada para la promoción stajanovista de este mes. La dirección está muy satisfecha con su desempeño, su responsabilidad y su dedicación al fortalecimiento del socialismo. Su trabajo es un ejemplo para los demás compañeros. Competirá con las otras fábricas metalúrgicas de Moscú por el puesto de mejor tornero —el jefe se congratula de ser él quien le informa la noticia.

La URSS necesita reconstruir rápidamente su capacidad industrial y echa mano del stajanovismo, un sistema de competencia entre trabajadores para aumentar la producción concebido antes de la guerra sobre el ejemplo de Akekséi Stajánov, un minero que en 1935 estableció un récord de extracción de carbón en una jornada de trabajo. La obsesión de Stalin es superar los niveles de producción y la productividad de los principales países capitalistas, estadísticas que alguna rama industrial soviética consigue emular e incluso sobrepasar durante determinado período, pero que en índices constantes la economía de la URSS está lejos de establecer pese a su acelerado desarrollo y tecnificación. Cada mes, las portadas de los principales diarios destacan a los trabajadores stajanovistas, quienes son invitados especiales en los actos oficiales, visitan las escuelas y fábricas, gozan de ciertos privilegios y son promovidos como héroes entre la juventud soviética.

—Gracias, tovarich. Me sorprende la designación.

—No se subestime, Marinka —el jefe, estrenando confianza, la llama por su nombre, cuando antes siempre se dirigió a ella por el apellido— debe sentirse orgullosa.

—Y lo estoy, tovarich. Gracias.

En realidad está sorprendida. Nunca le interesó la emulación socialista y no le atrae para nada la medalla del Trabajador Stajanovista que lucen los fotografiados en las páginas del Pravda. No se identifica con los noticieros y filmes de propaganda que pasan antes de las películas, donde robustos trabajadores y bellas campesinas cantan sonriendo los himnos de los héroes de Stajánov y prometen superar las cuotas de toneladas establecidas para la cosecha y la producción fabril del Plan Quinquenal, con la mirada lejos, al porvenir, que la cámara registra en contrapicado hacia las nubes. Su inscripción en el stajanovismo es más pecuniaria. El trabajo a destajo le permite en algunos meses casi duplicar el sueldo de oficial metalúrgico. Ella trabaja duro porque no conoce otra forma de ganarse la vida. Ha seguido el camino de su padre, a quien extraña con toda el alma, del que no tiene noticia alguna y al que sueña siempre trabajando en la misma fábrica de amianto de Bilbao.

Pero la sorpresa mayor aparece unos días más tarde, cuando al entrar al trabajo están esperándola la dirección en pleno de la empresa, dirigentes del Partido Comunista de Moscú, del Komsomol —la Juventud Comunista—, y un reportero y un fotógrafo de la Komsomólskaya Pravda, el diario de los jóvenes comunistas. En un acto frente a todos los trabajadores, el director, alto y circunspecto, debe agacharse para colgarle la medalla stajanovista a la Mejor Tornera de la Unión Soviética y con un discurso casi idéntico al que ha visto decenas de veces en el cine elogia su trabajo, llamando a sus compañeros a seguir su ejemplo. La música que empieza a sonar en los parlantes del taller y el destello de la lámpara del flash la marean. Sus pies pierden la firmeza del suelo que pisa todos los días y parecen titubear sobre la cubierta de un barco extraño. Un barco que no navega, que flota. Que la aleja del puerto conocido de sus compañeros, de su torno, de los ruidos familiares de las máquinas, de los olores húmedos y acres del aceite, del ritmo neumático de los balancines y las prensas resoplando sus labores, del silbido cortante de las guillotinas, del chirriar de las zorras de carga trayendo las planchas y barras de hierro y llevando los cojinetes terminados, de las luciérnagas intermitentes de las chispas, de la boca de lava del horno y sus suspiros de humo, del timbre agudo del puente grúa balanceando las lingadas sobre sus cabezas, de su cotidiana jornada de obrera metalúrgica. No trabaja ese día. El periodista inquiere sobre su vida y su historia. Tiene que posar para las fotos en su puesto de trabajo, junto al torno y sus compañeras, en la puerta de la fábrica.

Al día siguiente, desde la portada de la Komsomólskaya Pravda una Marinka sonriente la despierta. Sobre la foto y a continuación de su nombre, el título elogia en grandes caracteres a la joven tornera. La nota refiere el drama de los refugiados de la República Española, la historia de su llegada a la URSS, su trabajo durante la guerra en la fábrica de Sarátov, la llama Héroe de los Trabajadores, convoca a los jóvenes a imitarla. Luisa ha corrido a comprar el diario antes de que amanezca. La residencia está alborotada, todos la felicitan. Pero su inesperado viaje por la fama recién comienza.

No pasa una semana para que la redacción del diario se inunde de cartas dirigidas a ella. Vienen de los rincones más distantes del enorme territorio soviético. Le escriben obreras y jóvenes estudiantes, niños y niñas, y sobre todo muchachos, trabajadores, soldados, universitarios. Por supuesto que no podría contestar todas las cartas, la redacción del Komsomólskaya Pravda tiene un grupo de periodistas que lo hacen por ella. Marinka sólo las firma, como las decenas de autógrafos que estampa por la calle cuando alguien la reconoce. El diario publica una segunda nota dando cuenta del fenómeno postal. Esta vez posa frente a un escritorio repleto de sobres y cartas abiertas con una lapicera en la mano y mirando al fotógrafo como quien ha sido sorprendida en la tarea de contestar el voluminoso correo. Ya no viste su delantal azul de obrera y su cabello no está oculto por el pañuelo. Ahora un trajecito entallado resalta su figura y un moderno peinado destaca la clara firmeza de sus ojos. ¡Qué orgullosos estarían su padre y Félix si pudiesen verla! ¡Emilia mostraría el ejemplar del Komsomólskaya Pravda a todo el vecindario! Los buenos momentos, las alegrías, perlas raras en un mar de privaciones, terminan opacados por la añoranza. Son esos instantes los que más evidencian la ausencia de su familia, la necesidad de compartirlos con ellos. Recorta y guarda las notas; nunca ha perdido la esperanza del reencuentro.

Todos los días alguien toca la puerta de Túschino o se presenta en su trabajo queriendo conocerla. Agustín Gómez, otro niño que sobresalía jugando al fútbol en la Casa de Odesa y que ahora descuella como capitán del Torpedo, equipo de la fábrica automotriz Stalin de Moscú, la viene a visitar a la fábrica y se fotografía con ella, con gran revuelo de los demás compañeros que interrumpen sus labores para acercarse al mago de la pelota, el jugador del momento. Marinka no se encuentra cómoda en andas de esa imprevista fama, que por otro lado no la exime de las dificultades de cualquier soviético, más allá de algunas ventajas como entrar gratis al cine o disfrutar del servicio de peluquería sin hacer la cola. Cuando puede, se esconde y les hace decir a sus compañeras de residencia que no está, que se ha ido de viaje, que está trabajando. En la fábrica, más de uno la mira con recelo, una aureola molesta y ríspida la aísla del trato franco que tenía con todos antes de la medalla. La mayoría de sus compañeros no simpatiza con el stajanovismo, lo sienten como amenaza de desigualdades más que como promoción. De todas maneras, dura poco la celebridad, tal vez un poco más que una comida luego de una visita al mercado negro. Nuevos stajanovistas ocupan su lugar y pronto la fugaz estrella de Marinka deja de destacarse en el cielo soviético y vuelve a orbitar la constelación de los rusos de a pie, la anónima galaxia de la lucha cotidiana.

Es un alivio. Su mundo son sus compañeros, sus amigos, algún amorío sin pretensiones, el grupo de españoles de Túschino. Espera con ansiedad las fiestas del Centro Español que se organizan en Moscú. Con sus zarzuelas, sus comidas típicas, las jotas, sardanas, pasodobles y fandangos, mantienen encendida la llamita de la tierra lejana y añorada. En esos encuentros puede conversar y cantar en español, algo que no le faltaba cuando estaba en la Casa de Semasco, su pequeña España. Comparte con todos los refugiados la necesidad de mantener su lengua natal, ahora que están integrados a la sociedad soviética como estudiantes y trabajadores y que deben comunicarse necesariamente en ruso. Sólo tienen oportunidad de hablar en español en las fiestas o en las residencias donde viven con otros compatriotas.

—¡Vamos, Marinka, no puedes perderte el encuentro de esta noche!

—Es que no tengo vestido, Luisa. Y además, recuerda que trabajo por la tarde esta semana. Cuando salgo ya no llego a la fiesta.

—Por el vestido no te preocupes. Pilar es de nuestro talle y no va a venir con nosotros. Puede prestarte el de ella sin problemas.

Marinka y Luisa comparten el único vestido. Hace unos meses vendieron el de Marinka para comprar comida. Tienen un sistema de relevos bastante eficiente. Sortean quién sale primero; debe regresar a la hora estipulada para permitirle a la otra salir en segundo turno. Podría decirse que es el vestido el que sale y lleva alternativamente a una amiga dentro; que ellas son la ropa del vestido. Cierto es que por ahora no han podido salir juntas, salvo esta noche que Pilar puede cubrir la falta.

—¿Y con el trabajo qué hago, Luisa?

—Vamos, Marinka… como si no lo hubiésemos hecho antes.

—Está bien. Espérame que voy a la fábrica y vuelvo.

Antes de salir, Marinka calienta agua y la vierte en un frasco que tapa, envuelve y coloca un rato en cada axila. Este febril compañero viaja con ella hasta la puerta de la fábrica. Sin fichar la entrada y con cara descompuesta, se presenta en la enfermería.

—38’6°. No puede trabajar con esta fiebre, tovarich. Mañana venga aquí de nuevo para ver cómo sigue —el enfermero extiende el certificado y Marinka se muerde la sonrisa.

La fiesta del Club Skalov promete esta noche. Marinka, Luisa y Julio se templan bien de vodka antes de salir. Toman el tren en Túschino y combinan con el tranvía al llegar a Moscú. Suben al segundo coche riendo. La boletera, una moza de uniforme azul abotonado en dorado, boina de lana inclinada hacia un lado, la cartera de cuero marrón atravesada en banderola, los rollos de boletos colgando de la correa y los guantes que dejan la punta de los dedos libres, cuando les corta y les entrega los pasajes también ríe. Entre jóvenes hay complicidades que no necesitan palabras. Van cantando todo el viaje. Los pocos pasajeros que andan a esa hora no precisan comprender el idioma de las alegres canciones para saber que el trío es español. Los ispanski se han hecho fama de alborotadores entre los moscovitas. Cuando bajan en la avenida de Leningrado ha empezado a nevar. Una a cada lado del brazo de Julio, de largo sobretodo y abrigado sombrero de piel, caminan rápido para engañar al frío, en la esquina saltan al mismo tiempo apoyándose en Julio para descender a la calzada; la involuntaria y sincronizada coreografía les arranca nuevas risas. La fiesta empieza antes de entrar, en el aliento de su arrollante juventud, en la alegría de saberse vivos, en la promesa de los días por venir. Esta noche todo lo pueden, pese a únicos vestidos, platos demasiado escasos, diciembres demasiado fríos y terruños demasiado lejanos.

Ir a la siguiente página

Report Page