Marinka

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Juanillo es alto, un pocito le divide el mentón en dos hemisferios, habla más con sus ojos marrones y sus manos varoniles que con su boca. Lo ha conocido aquella noche helada de Moscú, en la fiesta de los españoles. Gorrión de ala quebrada por un desengaño, encuentra refugio en la tibieza de esa vasca chispeante y entradora. Marinka termina sentada sobre la mesa sin saber cómo, tal vez el vodka sí sepa de esas cosas. Tiene los pies helados. Cada vez que va a una fiesta desprecia las gruesas medias de lana y los ajustados y abrigados pantaloncillos que se usan debajo de las faldas y cubren todo el muslo pero no permiten lucir las piernas. Viste unas bragas hechas por ella, pues no se consiguen en los almacenes, y unas medias finas que descubren sus encantos y congelan cualquier coquetería. Juanillo se da cuenta, arrima su silla para quedar frente a ella, le quita los zapatos, lleva los pies hacia sí y los frota sin dejar de mirarla por entre el mechón que le cae sobre la frente. Ella no precisa más nada. Un obús que ninguna triboga anuncia le estalla en el medio del pecho. No le da tiempo a guarecerse, ni quiere. Y por si no bastara, Juanillo besa para el desmayo.

Se ven un par de veces más y ya no pueden dejar de verse. Pronto, la imagen de niño abandonado que despertó su instinto protector en la fiesta deja paso a la figura de un joven locuaz, ocurrente y alegre. Tan marcado es el contraste que se pregunta si la historia del romance trunco que le contó esa noche no fue una tramposa táctica de conquista. Haya sido como haya sido, ya no tiene importancia. Ha caído en las redes del pescador de invierno y su cuerpo de delfín no hace esfuerzo alguno para zafarse; se podría decir que está cómodo en ellas, que las siente más como hamaca que como prisión de cuerdas y se deja columpiar mansa y gozosamente.

Juanillo dibuja todo el tiempo. Debería haberse inscripto en la Escuela de Arte, piensa ella, que ahora es su única modelo. La dibuja sobre cualquier papel que encuentra, mientras charlan, cuando pasean, sobre el tronco de un árbol con su cortaplumas, en los vidrios empañados del tranvía nocturno. Pilas de papeles dibujados van ocupando el cuarto y el asombro de Marinka. Sutilmente, como los trazos del lápiz de Juanillo, arroman las aristas de ese vacío postal de papeles no escritos, o quizás escritos pero nunca recibidos. Su figura, su retrato, esbozados en carbonilla, sombreados en grafito, delineados en tinta, sobre cartón, sobre papel, sobre lienzo. Se le hace costumbre verse en el dibujo, tanto como a él dibujarla.

En cada encuentro van desgranando sus historias. Él le cuenta su infancia en Donostia, el recuerdo de la primera vez que su padre lo llevó en su barca pesquera, la huida junto a su hermano hacia Bilbao cuando los fascistas toman Irún y cierran la frontera con Francia, su viaje a la Unión Soviética, su estadía en la Casa N.º 9 de Leningrado, el interminable asedio nazi de casi tres años, los compañeros que murieron de hambre, congelados, tuberculosos, en la defensa de la ciudad, el traslado a Moscú después de la guerra.

El Parque Gorki es su paseo preferido, sobre todo cuando llega la primavera. Han bajado en la estación Park Kultury del Metro y traspasan el monumental arco encolumnado de entrada de la calle Krymski Val. Se detienen para contemplar el ballet acuático de la fuente y luego caminan abrazados por los senderos de nogales y castaños que bordean los jardines. Los tilos estrenan sus vestidos verdes. Los canteros, sus tapices de tulipanes y de rosas. Se sientan frente al lago. Un aroma de revelaciones envuelve la atmósfera.

—Creo que si todo este viaje ha tenido un sentido fue el de encontrarte. Tú haces que todo lo pasado valga la pena. Sólo quisiera volver a España contigo, reencontrar a los míos y que te conozcan. Que tú puedas juntarte con tu familia, conocerla —le confiesa mientras la dibuja con una ramita sobre el polvo de ladrillo que pavimenta la senda.

Lágrimas que no saben a mar ni a distancia, que no surcan ácidas sino que acarician, se dejan deslizar hacia los labios de Marinka, endulzan el beso y las palabras.

—¡Qué hermoso que lo dices, Juanillo! Es así que lo siento. Es exactamente así que lo siento.

—Sabes, Marina, cuando volvamos voy a concretar mi sueño de chaval. Me veo al timón de una barca roja con el puente blanco como aquella en que mi padre se hacía a la mar y que volvía cargada de bonito, de anchoa, de merluza. ¿Y a que no sabes cómo la llamaré? ¡Pues, Marina, tú qué crees! Le pintaré tu nombre en letras del color del trigo.

No es la tibieza de un sol entusiasmado la que ha derretido la nieve esta primavera. Otra calidez que crece desde su pecho irrumpe en el aire. Como los manzanos y los cerezos de abril, los días de Marinka se brotan de colores.

Mientras el torno desbasta la pieza, se sorprende pensando en Juanillo. Su cuerpo lo reclama, lo necesita. Nunca le ha pasado antes, y esa nueva sensación le agrada y le incomoda a la vez. El exilio y la guerra han hecho callo sobre su propia suficiencia, ha aprendido a valerse sola y ahora esa cosquilla deliciosa y molesta la invade con escozores de dependencia. La herramienta ya no encuentra material que tornear, hace rato que ha terminado la pieza, que sigue girando loca. Ella deja sus cavilaciones, como quien acaba de hacer dormir a un niño colocándolo suavemente en la cuna para que no despierte, y ajusta el próximo cojinete. Ha descubierto un motivo más para esperar que el día asome en las claraboyas del techo de la fábrica.

Para verse, la cosa no es fácil. Juanillo es electricista en la fábrica de tornos y máquinas herramienta Krasny Proletari y no siempre coinciden sus turnos. Cada vez que se encuentran, en el cuarto que comparte Marinka con Luisa y otras españolas o en el de él, que también es compartido, llegan con sed de semanas y de sueños. La primera dificultad es sortear las disposiciones que no permiten la permanencia nocturna de visitantes ajenos a la residencia. La segunda, protegerse de las miradas de los compañeros de alojamiento. Con astucia y algún soborno saltean la primera. Con mantas, la segunda. Cubren el amor como cubrían las ventanas durante la guerra. Se hacen un lugar para la intimidad tensando alambres de pared a pared por sobre la cama, de los que cuelgan telas para armar un improvisado cubículo. Andar en puntillas por el filo de lo prohibido y de lo expuesto, mordiéndose los suspiros y los gritos, agrega una pizca de pimienta a los encuentros.

En las vacaciones de verano las fábricas disponen de colonias de descanso para los trabajadores. Quedan en las afueras de la ciudad, en medio de bosques, cerca de alguno de los numerosos ríos o lagos que rodean Moscú. Marinka vacaciona con sus compañeros de la fábrica de cojinetes y Juanillo con los de su fábrica de máquinas herramienta. Se escriben y se envían tarjetas postales y fotos. En la última que le manda, al pie de la imagen en la que se lo ve atlético y bronceado, cruza una provocadora dedicatoria: Un pequeño recuerdo de este que te quiere… y mucho te engaña.

—¡Mira la desfachatez del chaval, Luisa! —se indigna ante su amiga.

—Vamos, Marinka, que tú no te has quedado atrás. No puedes reclamarle nada. ¿O acaso te olvidas de Volodia?

El vendaval de rabia se le frena en seco.

—¿Sigo enumerando?

—Tienes razón, amiga —una sonrisa pícara le baila en la cara—. Pero yo no ando mandándole postales donde me ufane de ello. Y no es la primera vez. ¿Recuerdas las fotos del verano pasado y las de los festejos de Año Nuevo de Krasny Proletari? Esa rubia desabrida no se despega de su lado. En cada foto parece la sombra del desgraciado. Y cuando le pregunto, se hace el distraído y me suelta «¿cuál rubia, mi amor?». A ver si se piensa que soy ciega. Le arrancaría uno por uno todos los pelos de paja a la mosquita muerta de la ruski.

—Es cierto, Juanillo te clava las banderillas. Busca enfurecer al toro. Dice que te pones más linda cuando te enfureces. Pero también es ocurrente. Bien que la pasas de maravillas con él. ¡Y cómo te hace reír!

Marinka vuelve a la foto y ya no ve las letras azules. Se detiene en el cuerpo joven, los músculos de deportista, el mechón que adora, la pose desafiante sobre el fondo de lago y de bosques, la piel morena de sol. Se deja acariciar por el chispear de esos ojos pícaros. Sabe que es la única dueña de esa mirada. Vuelve a sonreír, ahora halagada. El ramalazo de celos se evapora como las penas al calor de ese julio sofocante. También ella tiene sus amoríos de verano. Finalmente son jóvenes, están alejados y han sido educados para el amor en una libertad que se llevaría de patadas con la represión impuesta por el fascismo y la Iglesia católica allá en su lejana España.

Juanillo se integra al grupo de Túschino y con él su hermano Cecilio, que trabaja también en Krasny Proletari, y su cuñada Francisca. Cecilio es tan robusto como decidido, tiene pasta de líder y no es de los que se dejan acunar por la nostalgia. Hace tiempo que viene buscando la forma de regresar a España. Quiere salir hacia Francia con Francisca y su pequeña hija Maite. Saben de otras parejas que han tenido problemas por estar casados con rusos y creen que siendo un matrimonio español las autoridades soviéticas no pueden negarse. La guerra terminó hace años y no existen razones para impedir la salida de los que quieran volver. Comienza entonces una campaña entre la colonia española. Expone en una carta las trabas que pone el gobierno soviético a su voluntad de repatriarse y el deseo de los evacuados a la URSS de reencontrarse con sus familias concluida la guerra. Stalin ha puesto ahora como condición para los que quieran volver que sean reclamados por sus padres, requisito de imposible cumplimiento porque la mayoría son huérfanos de guerra o, si aún los tienen, no guardan contacto con ellos. Los impedimentos no son ajenos a la dirección del PCE exiliada en Moscú que, con Santiago Carrillo y la Pasionaria a la cabeza, se oponen a la repatriación. Han llegado a acusar de traidores a los que manifiestan su deseo de regresar a España, porque prefieren el espejismo de una vida burguesa a la noble tarea de construcción del socialismo. Cecilio, con silenciosa precaución, larga a circular la petición entre los españoles residentes en Moscú, quienes la firman, y la hace llegar a las Naciones Unidas a través de la Cruz Roja. Cuando la ONU pide explicaciones al Kremlin sobre la situación de los niños enviados por la República que aún permanecen en su territorio, el gobierno soviético niega cualquier impedimento. Pero pasado el cuestionamiento diplomático, se mantiene en su negativa.

Cuantos más obstáculos acerrojan el regreso, más crece en Marinka la ansiedad de volver a España, a su familia, de la que no tiene ninguna noticia desde hace demasiados años. Sentimiento que late al unísono con el de Juanillo. Es el tema excluyente de todas sus conversaciones.

—Cecilio no se da por vencido. Está como mulo en su determinación de volver. Ya prepara otra petición. Y te digo, Marina, cuando a mi hermano se le pone algo en la cabeza, mejor apártate de su camino, porque no le importa lo que tenga delante.

—Ojalá sea así, Juanillo. Me desespera no saber nada de los míos. ¡Daría cualquier cosa por abrazarlos!

—Mira, estuve pensando en ello. Si la situación de los refugiados llega a cambiar algún día, tendríamos más posibilidades de salir si estuviésemos casados.

—¿Me estás proponiendo casamiento, chaval?

—Bueno, no lo tomes tan formalmente. Es sólo para facilitarnos la repatriación.

—Ah, entiendo. Entonces quiere decir que si no fuera por eso, no te casarías conmigo. ¿Acaso no me quieres?

—No seas boba, mujer. Sabes bien que te quiero con toda mi alma —Juanillo la toma por la cintura y la besa lenta y profundamente al tiempo que con la otra mano sostiene su cabeza. Un beso que sabe al primer beso.

Recorren del brazo la ribera arbolada del Moskova, la pesada capa blanca ha comenzado a doblegar las ramas hacia el piso. Juanillo elige un banco solitario, su mano enguantada despeja la nieve hasta que aparece el entablillado de madera. Se sientan a contemplar la ciudad y el futuro. Ella se acurruca sobre su pecho y lo abraza fuerte. Cierra los ojos y se esfuerza para imaginarse con él en España. Pero por más fuerte que los cierra no consigue traer del recuerdo los olores del Nervión y los sonidos de Bilbao, el aire de Euskadi, el sol peninsular. Los años bajo el cielo ruso ya son más del doble de todos los años de su vida. La saca de su pensamiento un bullanguero grupo de niños que pasa empujando un trineo. Busca los labios de su amor y se aferra al beso como a la esperanza. La idea del casamiento le pone cuerpo al regreso, ahora casi puede acariciarlo.

Una semana más tarde, en una ceremonia tan sencilla como íntima, salen de la oficina de matrimonio civil con el certificado en la mano y la ilusión renovada de volver a España. No se privan de tomarse la clásica foto en la Plaza Roja. Aunque su matrimonio con Juanillo es de papel y sello. Un papel que le da fuerza a su pedido de retorno pero que no les modifica su vida cotidiana. Están casados pero no conviven, las residencias para matrimonios son muy solicitadas y hay que anotarse en un eterno listado. Cada uno sigue trabajando en su fábrica, viviendo en su residencia y encontrándose en la complicidad de sus cuartos compartidos. Disfrutan de las salidas con amigos al cine, al teatro y de los paseos por el Parque Gorki. Pero esa llamita que traen encendida desde que partieron de España va haciéndose incendio por dentro, alimentada por nostalgias y recuerdos.

Y el regreso a su país no es el único viaje que se les imposibilita a los ispanski. No pueden trasladarse por la Unión Soviética sin un visado y cuando el buen tiempo propicia las salidas al campo, aun siendo a poca distancia de Moscú, deben tramitar un permiso, requisito que no tienen que cumplir sus compañeros rusos.

—¡Me cago en la madre que los parió a estos funcionarios! —se indigna Juanillo.

—Nos complican las cosas a los refugiados —agrega Francisca—. Hasta para ir al cine los ruskis tienen más beneficios.

—Cierto —asiente Pilar—. A mí me gustaría ser rusa para poder ver todas las veces que quisiera las películas de Lolita Torres y no sólo una, como nos dejan. ¡Qué bueno es mirar cine hablado en español! ¡Y cómo actúa y canta Lolita!

—¡Joder, chavales! —irrumpe Cecilio—. ¿Y por qué no sacamos el pasaporte soviético y pronto?

—Tienes razón, Cecilio, igual nunca dejaremos de ser españoles —se entusiasma Marinka.

No pasa mucho tiempo para que todos se muestren las flamantes Propiskas de rojas tapas estampadas en dorado con el escudo soviético de espigas de trigo abrazando la hoz y el martillo, el mundo y el sol y coronado por la estrella roja. No les ha sido tan engorroso tramitarlas, como al común de los ciudadanos. La URSS todavía reserva algún privilegio para los hijos de España, aceitado por las gestiones del Partido Comunista Español en el exilio. En contrapartida, deben cuidarse de no hablar de las dificultades cotidianas de la patria adoptiva delante de cualquiera, incluso de ciertos españoles; cualquier comentario negativo puede ser interpretado en clave de traición por los oídos suspicaces de algún camarada demasiado celoso de la fidelidad a Stalin. En tiempos de escasez y de represión, la sospecha se prodiga a la vuelta de la esquina, en el vagón del Metro, en la fila de las compras, en el vestuario de la fábrica y hasta debajo de la cama.

Un día que la lluvia instala su ritmo de redoblantes sobre los techos y las calles de Túschino, golpea a la puerta José Luis, que viajó con ellos en el Habana y que estuvo en otra Casa de Niños. Lo reconocen sólo por su decir ceceoso y la mirada triste que embarcó en Santurce, infinitamente más triste ahora. Mal afeitado, la lluvia no consigue alisar las arrugas de su ropa, tantas como lleva su cara; ha envejecido al punto que casi no parece tener la misma edad que ellos. Desesperado, les cuenta su historia y les pide quedarse un tiempo allí. Voluntario en el Ejército Rojo durante la guerra y ferviente comunista, cayó en una purga junto a otro grupo de españoles, entre los que había combatientes republicanos de la guerra civil. Estuvo primero en los sótanos del siniestro edificio amarillo de la plaza Lubianka, sede de la temida NKVD, frente al cual los moscovitas bajan la vista y apuran el paso. Luego fue enviado al Gulag de Karaganda en la remota Kazartan. Hace dos meses que ha logrado escaparse y viene eludiendo controles y uniformes con otros dos compañeros, a quienes ha perdido en la huida; espera que ya hayan logrado salir del país. Por su boca, Marinka y los españoles descubren otra URSS que aparecía velada en comentarios a media voz, chismes en las sombras y entrelíneas de las noticias. José Luis no ahorra detalles del horror que ha vivido. Los interrogatorios para que confiese crímenes que no cometió, las torturas para que entregue los nombres de los traidores de inexistentes conspiraciones contra el pueblo, los trabajos forzados, el frío, el hambre y las enfermedades entre los alambres de púas, las ametralladoras y los perros de los guardias. Los miles de prisioneros que quedaron bajo la nieve, los miles que aún sufren el infierno.

Se hará pasar por un español más que está buscando trabajo en Moscú. Su secreto queda en el círculo de los amigos, ni los demás españoles saben de su historia. Para algunos, tira más la lealtad a la Pasionaria y al Partido. En poco tiempo más, José Luis consigue reanudar viaje. No preguntan cómo ni hacia dónde, sólo lo abrazan y le desean suerte. La partida le deja a Marinka un gusto amargo y una espina clavada en medio de la gratitud que siente por la Unión Soviética.

Comparten las fiestas de fin de año junto a Cecilio y su familia, y mientras cuelgan con Maite las mandarinas en el árbol de Navidad y brindan por un pronto regreso a España, Juanillo se queja de un dolor agudo en el costado y lo atribuye a un esfuerzo hecho en el trabajo. Es el primer síntoma de un cuadro que se repite varias veces. A las pocas semanas, debe internarse de urgencia por un fuerte ataque al hígado. Le diagnostican una cirrosis fulminante.

¿Cuándo fue que este invierno impiadoso ha invadido con sus nubes agoreras los brillantes días del amor?, se pregunta Marinka en el tranvía, rumbo al hospital. ¿Cuándo los besos y los sueños, los proyectos del retorno, mudaron sala de espera, sueros y enfermeras? ¿En qué distracciones andaría para dejarse atrapar por esa sombra gélida donde anidan las arañas que oprimen, que asfixian, que acechan la esperanza? Hace apenas dos primaveras que está con Juanillo y parece que ha estado desde siempre. Que él es tan suyo como sus ojos, como el pensamiento, como el pulso de su pecho. Como el humito de su aliento que desafía el aire helado de Moscú cuando baja del tranvía. Como sus pasos debatiéndose con algo más pesado que la nieve. No puede imaginarse sin el amparo de su abrazo. Y ahora tiene que ocultar sus temores tras su mejor sonrisa para darle ánimo, para contagiarle un pedacito de cielo español a la turbiedad de su mirada, atontada de morfina. Le habla de los planes tejidos entre ambos por los senderos del Parque Gorki, de la lucha incansable de Cecilio por abrir la puerta del regreso, le cuenta tonteras de la fábrica, le trae mensajes de sus compañeros, del grupo de amigos. Él la mira como si no la viese. Su cuerpo enflaquecido es la imagen del cansancio. Marinka siente que el esfuerzo por atender sus palabras lo cansa más y se calla. Le toma la mano, que él estrecha débilmente. Quedan en silencio hasta el fin de la visita, son el eco mudo de los copos que caen del otro lado de la ventana.

Casi todos los días, ni bien sale de la fábrica, corre a verlo al hospital. Esta vez se ha demorado un poco porque se detiene a comprarle un cuaderno y un lápiz. La última visita lo ha visto un poco mejor y quiere animarlo a que vuelva a dibujar. El pasillo hasta la sala donde está internado se le hace más largo que nunca. El médico se adelanta para darle la noticia, a su espalda dos enfermeras deshacen la cama vacía. El cuaderno se desploma como una paloma con las alas rotas, el lápiz se astilla contra el piso y el ruido que hace su negro hueso de grafito al quebrarse atruena en el silencio congelado de la sala. Sin aviso, sin tribogas, como bombardeo imprevisto, como traidor artero, como asaltante en medio de la fiesta, Marinka se queda sin Juanillo y es un tren detenido en vía muerta a la espera de la locomotora que la saque de la nieve, de la tristeza, de la nada. Huérfana y ahora viuda, el estado civil de lo perdido y lo arrebatado se ha ensañado con sus jóvenes veintiséis años.

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