Marinka

Marinka


Marinka » 11

Página 15 de 19

11

11

No hay duda alguna, la carta está dirigida a ella, tiene su nombre escrito en español y traducido en caracteres cirílicos que alguien ha copiado junto con la dirección. Las monocromas estampillas representan paisajes del otro lado del mundo. Al voltearla y leer Félix en el remitente señado en Buenos Aires, República Argentina, el temblor de sus manos le impide abrir el sobre.

Cuando el sueño viaja de la noche al tacto, cuando los anhelos se condensan en lágrimas, cuando veinte años se comprimen en la palma, no alcanza todo el aire del mundo para respirar hondo. Ese papel rectangular, tan simple, tan blanco, tan con su nombre al frente, el sobre que miró tantas veces con envidia en manos de otros refugiados, que toda su vida ha estado esperando, ahora palpita en sus manos como una caja mágica a punto de soltar su bandada de respuestas. Casi dos décadas sin saber si padre, prima, hermano, están vivos o muertos y sin poder decirles que ella está allí, mujer ya, ansiando un abrazo que dure para siempre.

Si estás leyendo estas líneas es que por fin te habré encontrado, querida Chatilla… Marinka debe interrumpir en el primer párrafo. El océano contenido tanto tiempo llega en olas a sus ojos de almendra. Terminada la guerra regresé desde Francia a reunirme con nuestro padre. Desde entonces es que te hemos estado buscando. Padre guardaba un puro para fumárselo el día que te halláramos. Como el que se fumó el día que naciste, decía. No pudo, el pobre falleció hace cuatro años con la amargura y la tristeza de no verte otra vez. Otra oleada de sal y de emoción la obliga a parar nuevamente. España está muy mala, hermana. Yo he venido a la Argentina a tentar suerte alentado por la tía Cándida, que ha llegado a esta tierra hace años. He montado una pequeña empresa y tengo bastante trabajo. Miles de imágenes se desprenden de cada palabra de Félix y como mariposas aletean en los pensamientos de Marinka. Con Emilia conseguimos tus señas en Moscú hace poco a través de la Cruz Roja. Ella está bien. A poco de tu partida tuvo una hija, Tonita, del miliciano aquel con quien salía. ¿Te acuerdas cuando venía del frente? Íbamos donde Emilia y nos quedábamos mirando cómo limpiaba y engrasaba el fusil. Él ha muerto en la batalla de Teruel y Emilia y Tonita se han ido a vivir a Madrid. No podíamos escribirte desde España, las cartas hacia la Unión Soviética son retenidas por la censura. Intentamos escribirte con remitente de la familia que me alojó en Francia pero seguramente no te han llegado porque no recibimos contestación. Escríbeme, cuéntame de tu vida. Tu hermano que tanto te extraña.

Estalla en llanto. Marinka llora por su padre. La figura que se empequeñece en el muelle de Santurce desanda perspectivas y se agranda en la silueta que llenaba todo el marco de la puerta mano derecha del piso 2 de Zabala 25 cuando volvía de la fábrica. Corre a prenderse de sus piernas como corría Chatilla. Siente su mano callosa deslizarse sobre su melena de siete años. Su voz carrasposa de amianto celebrando cada victoria de la República y puteando cada bomba fascista. Se lo imagina solo, asomado a la ventana, asomado a una única pregunta, pasando los dedos por aquel puro que se va secando mientras lo desgarra en lágrimas reencontrar a su hija. Acompaña un entierro imaginario caminando del brazo de su hermano. Y cuando los imaginarios sepultureros cubren de tierra imaginaria la desconocida tumba de su padre, sabe que una parte de ella queda allí para siempre. Qué cruel esta puta muerte escondida, que ni avisa ni permite despedidas. Qué terminante, qué redonda, que consuma orfandades. Qué ladina, que viaja de polizonte en los correos de las buenas noticias.

Entonces, también llora de alegría. Como a contracorriente, las lágrimas van de la sal a lo dulce. El océano desagua en los ríos. Sigue con el dedo la caligrafía de Félix tratando de dibujar la figura de su hermano a través de sus palabras. Lleva el sobre a la nariz para rescatar los aromas de su sangre desde lo hondo de la nostalgia. ¿Cómo será ahora aquel niño que compartía con ella la lejana infancia bilbaína? ¿Cómo, su voz masculina? ¿Qué historias le contará antes de dormirse? ¿Aún será tibia la caricia de Emilia? ¿Qué fragancias vendrán aleteando de sus manos? Una urgencia de reencuentro le estremece el cuerpo. La herida de la familia ausente supura bajo la costra seca de los años. Quiere abrazarlos ya, quiere volver con Emilia.

Se intercambian varias cartas desde aquella primera. Y fotos. Marinka descubre a un hombre fuerte y plantado que apenas recuerda al niño que jugaba a la pelota en la calle Zabala, frente a la parroquia de San Rafael. Lo ve con fondo de alguna plaza de Buenos Aires, junto a Teresa, su prometida. Posando en la puerta de su empresa de cajas fuerte con su socio. Su perfil repite la figura paterna. ¡Joder! Es que su hermano tiene ahora la edad que tenía su padre en el muelle de Santurce, la última imagen que tiene de él y que regresa a su memoria desde las postales. Ella le envía sus mejores fotos, con pudor descarta aquellas en que aparece demasiado flaca. No quiere que Félix sepa del hambre y del frío, quiere mostrarse con su mejor sonrisa, sus pómulos encarnados, su figura satisfecha resaltada por sus ropas más alegres. Al dorso le anota Aquí estoy con Luisa en la Plaza Roja. Éstos son mis cuñados Cecilio y Francisca con su hija Maite. Acá estamos con Juanillo remando en el Parque Gorki, cómo me hubiera gustado que lo conocieras. Espera cada correo con ansiedad de una pionera de diez años, cada carta que recibe completa las piezas que faltan en el rompecabezas de su vida. Cada carta que envía va cargada de detalles para que Félix pueda completar el suyo.

La triangulación postal con la Argentina le permite también intercambiar noticias con Emilia, aunque los correos se demoran semanas. El primero que recibe es una postal de ella y de Tonita en el Parque del Retiro. Qué cambiada está. Parece sentir sobre sus hombros el peso del franquismo, aunque la derrota no ha conseguido doblegar su porte altivo. Desde el centro de ese rostro enmarcado por el cabello recogido chispea todavía la mirada tenaz bajo cejas resueltas, las aletas de la nariz aguileña alertas, ligeramente retraídas. La figura de Tonita completa las imágenes que recuerda de su prima y confirma el tiempo transcurrido. Tonita tiene la estampa de la Emilia que dejó en Bilbao hace casi veinte años. Es como si alguien hubiese compuesto la postal con una foto antigua y la foto actual. Su prima viste una falda oscura y una blusa clara; la hija, un vestido estampado de flores, luminoso al sol del verano madrileño. Detrás, sobre el espejo martelado de brillos de un lago, tres patos dejan una fina estela blanca. No vemos la hora de tenerte con nosotros, mi Chatilla, ha escrito con letra ansiosa Emilia.

Félix reclama su repatriación a través de la Cruz Roja, pero tropieza una y otra vez con la negativa soviética. Y cuando más trabado está su regreso, por una vez la historia sopla vientos propicios. Tras la muerte de Stalin en 1953, la URSS entra en una etapa de desestalinización que tiene su momento culminante cuando el premier Nikita Kruschev denuncia los crímenes de su predecesor en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, a comienzos de 1956. Las relaciones entre Madrid y Moscú, en las antípodas de una guerra que provoca sus víctimas casi sin bombas, se distienden luego de que el nuevo gobierno soviético vota favorablemente el ingreso de la España franquista a las Naciones Unidas a fines de 1955, como parte de una negociación que permite la aceptación simultánea de Albania, Hungría, Rumania, Bulgaria y once países más de disímiles matrices políticas. Se abre por fin un registro para los exiliados que desean regresar a España. Marinka recuerda las palabras de Juanillo sobre la vasca tozudez de su cuñado. Para ella, ajena a las jugadas de ajedrez de la diplomacia, es un triunfo casi personal de Cecilio. Con él y con Francisca, es de las primeras en anotarse y, para su asombro, sus solicitudes son aceptadas sin demoras. Partirán en la primera expedición rumbo a España que sale de Odesa el 22 de septiembre de ese 1956 a bordo del vapor Krym.

Luisa la acompaña a las tiendas Gum, que extienden su inmensa arquitectura sobre uno de los lados de la Plaza Roja en contrapunto con las murallas bermejas del Kremlin, en el lado opuesto. Donde éstas elevan una torre, el edificio de los grandes almacenes soviéticos responde con la pirámide truncada de otra torre con techos de pizarra negra; en contraste con los ciegos muros rojos coronados por el serrucho de almenas del Kremlin, el Gum abre pórticos, arcos y ventanas en su clara fachada de piedra. Donde uno cierra sus secretos, el otro ofrece sus mercaderías, todas las que se puedan encontrar en el país, desde una aguja a una cocina, desde un vestido a una herramienta. Bajo el enorme domo de vidrio del Gum, las amigas recorren las galerías de la tienda.

—Nada voy a dejar aquí, Luisa, hoy me gasto todo en regalos para mi familia. Quiero llevarle algo lindo a Emilia. También algo para Félix y su novia Teresa.

—Mira aquella cartera, Marinka. Apuesto a que no la comprarías si fuese para ti, pero a tu prima seguro le gustará.

—¡Tú y tus apuestas! Pero tienes razón. Sería muy cara para mí. ¿Crees de verdad que le gustará?

—¡Pues claro que sí! Ni lo dudes, amiga. Venga, vamos, entremos.

—Ay, Luisita, tengo tanta ansiedad por el regreso y también tanto temor. ¿Qué encontraré allá? ¿Será que me adaptaré a esta España facha y chupacirios?

—Tú ve y me cuentas. Con Julio vamos tras de ti en la próxima expedición.

Al fin llega el día de la partida. Marinka arma su valija en el cuarto compartido de Túschino. Unas pocas ropas, no tiene muchas, la cartera y un perfume Krasny Moskova que ha comprado para Emilia, un abanico chino para Teresa, su futura cuñada, una billetera de cuero estampado con los palacios del Kremlin para Félix, algo de comida para el viaje —el hambre no castiga ahora como en la guerra pero deja costumbres grabadas a fuego en el instinto—, los dibujos de Juanillo, fotos, postales y un patrimonio que atravesó bombardeos y éxodos y que lleva encima tantas verstas de geografía rusa como ella: la tarjeta DEPARTAMENTO DE ASISTENCIA SOCIAL DEL PAÍS VASCO - EXPEDICIÓN A LA URSS - N.º 1391 y el alfiler de gancho que la prendía cuando subió al Habana, hace ya casi veinte años. Conserva ese cartón hexagonal como su boleto de regreso, con él salió de España por el puerto de Santurce y con él entrará de vuelta a España por el puerto de Valencia. Para Marinka tiene más valor que cualquier pasaporte, como si fuese la placa de identificación de metal que llevan los soldados al cuello cuando marchan al frente y que garantiza que ellos son ellos, cualquiera sea el estado en que la metralla haya sorprendido a sus cuerpos.

La enorme estación ferroviaria de Kievsky parece pequeña para contener toda la emoción de la despedida. Luisa y Julio, el grupo de españoles de Túschino y del Centro Español de Moscú; Paula y Paco, que ha salido de prisión; Eloína y las compañeras de la fábrica de cojinetes, todos están en el andén. También están los amigos de Juanillo y de Cecilio, quien viaja con ella junto a Francisca, su hija Maite y el último integrante de la familia al que le han puesto Juanillo en homenaje al tío. Esta vez no hay bandas de pioneros tocando La Internacional, ni carteles de despedida, sólo moscovitas que parten hacia el sur, soldados besando a sus novias, padres abrazando a su hijo, y unos reporteros del programa de Radio Moscú «Jóvenes españoles en la Unión Soviética» que van a entrevistar a las decenas de ispanski que parten rumbo a Odesa, casi ignorados por todos si no fuera por el jaleo que le meten a cada acto de la vida, sus risas y sus llantos nacidos bajo el sol ibérico y como él fulgentes, ardientes, abrasadores. La locomotora arranca lentamente como si le costara remolcar el peso de dos décadas de exilio. Marinka saluda asomada por la ventanilla y arroja flores a los amigos que quedan en la URSS, hasta que ya no los distingue entre la gente que va y viene por el andén. El tren deja la estación, quedan mirándose en silencio con Cecilio y su mujer, sentados enfrente. Una nostalgia recién nacida le humedece la vista y Moscú se difumina tras las ventanillas, comienza a evaporarse en recuerdo.

Hace más de diez años que terminó la guerra pero al atravesar Ucrania todavía pueden verse esqueletos calcinados de las casas alcanzadas por las bombas, los restos de algún tanque o de un vehículo militar al costado de un camino, la cola de un avión emergiendo entre sembrados. Son señales que recuerdan lo mucho que le costó al pueblo soviético derrotar al invasor. Silenciosos monumentos negros.

Casi no reconoce Odesa. ¿Será porque la ciudad que acunó los cuatro años más tranquilos de su infancia rusa ha cambiado tanto o porque los ojos que la miran son los de una mujer de casi treinta años? ¿Es la mirada la que ha cambiado o son los edificios? ¿Lo diferente es el paisaje o es ella? El breve trayecto de la estación de tren hasta el puerto no alcanza para responder estas preguntas. Lo único que sí registra su memoria es la larguísima escalera Potemkin que desciende de la ciudad hacia los muelles. No es el cochecito del filme de Eisenstein el que cae ahora escalones abajo; es su maleta rusa, que guarda los veinte años en la URSS, la que se despeña en un desorden de sensaciones al reencuentro de su patria natal; es su corazón el que golpea en un momento desde su prisión de costillas y al momento siguiente salta tras los dientes, para aparecer luego martillando las sienes o angostando la garganta.

En las oficinas portuarias han dispuesto largas mesas para registrar a los españoles que regresan. Los ispanski forman fila ante una docena de puestos aduaneros con máquinas de escribir, formularios y sellos. Deben entregar sus Propiskas, los pasaportes soviéticos, y se les extiende una certificación de tránsito para presentar ante las autoridades españolas por todo documento. Los hombres pueden embarcar con sus esposas rusas, no así las españolas casadas con rusos, que no están autorizados a salir con ellas. Los funcionarios que registran los datos tienen más apuro que celo y no exigen otra documentación que la palabra para dar por cierta la declaración, por lo que algunos se dicen solteros, otros ocultan a sus hijos rusos y algunos más cometen omisiones y mentirillas varias. Los rusos que han tenido oportunidad de intimar con los exiliados españoles saben que la prolijidad y el acatamiento de disposiciones burocráticas y formalidades administrativas no figuran entre sus virtudes, si acaso fueran virtudes.

Llega el turno de Marinka. El funcionario anota su nombre y apellido.

—¿Lugar de residencia en la URSS?

—Túschino, Moscú.

—¿Es usted casada o soltera?

—Viuda —Marinka no tiene necesidad de mentir. Lleva en su maleta la mitad de las cenizas de Juanillo en una de las urnas de bronce y pie de madera que ha torneado Cecilio en la fábrica, la otra la transporta él con la otra mitad de las cenizas de su hermano.

El funcionario le entrega el papel sellado y Marinka siente que ha nacido de nuevo, o peor, que no ha nacido aún, que se está desprendiendo de su identidad soviética pero que no tiene una patria y está flotando en un limbo sordo y blanco como flotan los copos antes de ser nieve sólida sobre las calles de Moscú. Si el desarraigo tuviera identidad, tendría la forma de aquel certificado de tránsito, válido sobre la cubierta bamboleante de un barco aunque un papel sin valor en el suelo firme de cualquier país de la Tierra.

Sus amigos la despiden con un ¡Da svidan’ya! —hasta la vista—, pero ella sabe que cada paso que da en el muelle de Odesa es el último sobre el suelo soviético. Al subir la planchada del Krym, no puede evitar mirar a la niña de diez años de melena castaña peinada con moño hacia el costado, una tarjeta hexagonal prendida a la solapa de su tapadito, que va unos pasos adelante y que gira la cabeza, le sonríe y le tiende la manito; y darse vuelta para ver cómo otra de catorce, que sigue sus pasos, con el birrete de pionera de la Unión Soviética, la borla cayendo hacia la frente, le indica con ojos de miel que suba, que ya está bien, que acepta las gracias por todos estos años y que la vida sigue hacia adelante, que la esperan horizontes nuevos, besos interrumpidos y besos que recién son yema en las ramas de los días. Es el cuarto barco que aborda en su vida, pero esta vez no huye de ninguna guerra, no necesita protegerse en la profundidad de ninguna bodega de pájaros negros que vomitan fuego desde el cielo. Este viaje es en un cómodo camarote, acompañada por amigos y compatriotas que vuelven. Este viaje es hacia el abrazo.

El Mediterráneo es verde y calmo, es esperanza. A medida que se acercan a España crece en los repatriados una ansiedad fogoneada por las vigilias en cubierta con la mirada fija en el poniente, como si sus ojos pudieran clavar amarras en el horizonte y tirando de ellas con sus manos hacer que el Krym navegue más rápido. Han soñado tanto este momento, han esperado tanto este regreso que ese anhelo duele de urgencia ahora que está cada vez más próximo a concretarse. Cada milla que avanzan, sus latidos van imponiéndose sobre el ritmo de las calderas del barco. Buscan el eco de la tierra patria como pulsiones de un sonar lanzadas al mar para que España les confirme que está allí, que no es ilusión, que es roca, que es sol, que es familia. Al pasar por entre Ibiza y Mallorca todos se reúnen en la proa. Dicen los viejos marineros que el primer signo de la costa se siente en las narices, que los olores de la tierra vienen en alas de las gaviotas y en ondas de las olas. Será por eso que Marinka cierra los ojos y cree sentir los cítricos perfumes de Valencia, la bienvenida de azahares que impregna la brisa marina. Cecilio, junto a otros compañeros, se ha trepado al mástil de proa, donde flamean las banderas soviética y española, y otea la línea donde el mar termina, línea que empieza a plegarse de marrones y blancos demasiado inmóviles para ser ola.

—¡España! —se le ahoga a Cecilio el grito desde lo alto.

Todos lloran y quedan abrazados, las lágrimas fijas en la costa que agranda sus detalles y dibuja los contornos del puerto, de la ciudad, del regreso.

El faro de la punta del espigón se eleva más alto que la alta chimenea blanca con la hoz y el martillo rojos del Krym cuando pasa a su lado. Son exactamente las tres de la tarde en el reloj de la torre del viejo edificio de la dársena cuando el barco amarra. Es un limpio día de otoño, el sol guarda resonancias del verano. Nadie suelta la barandilla y todos saludan desde cubierta a la gente que ha venido a recibirlos. Reporteros, fotógrafos y algunos familiares los están esperando. Los diarios no han dado demasiada publicidad al arribo de la primera expedición de exiliados desde la URSS, la anterior repatriación de los prisioneros de la División Azul ha causado tanto alboroto que el franquismo teme que se repita la escena con manifestaciones de apoyo a la República. Los representantes del gobierno y de la Cruz Roja suben al Krym y se autoriza el desembarco. Cecilio es el primero en pisar suelo español; se arrodilla, toma un puñado de tierra de entre los adoquines del muelle y lo besa. Lo siguen los 385 repatriados y sus 147 hijos nacidos en Rusia en una fila emocionada que busca las miradas del reencuentro. La banda municipal les da la bienvenida con los pasodobles El gato montés, El Gallo y Como mi España, ni hablar. Y en deferencia hacia los soviéticos toca Las danzas del príncipe Igor. Hay abrazos de padres ya ancianos con sus hijos ya adultos, hay hermanos que quedan mirándose largamente luego del abrazo, una madre que se desmaya y debe ser atendida, nietos que ven por primera vez a sus abuelos. Una señora que ha venido de Francia exhibe esperanzada una gran foto del marido desaparecido en Rusia durante la guerra con la inscripción: «¿Han visto ustedes a mi marido?» y detiene a cada uno para preguntarle. Marinka busca a Emilia entre los que han llegado a recibirlos. Pese a las fotos que ha recibido de ella, teme no reconocerla, ¡han pasado tantos años! Cuando los últimos abrazos se llevan a los afortunados que encuentran a su familia, se da cuenta de que su prima no ha venido.

Son acompañados ante las autoridades de Migraciones por miembros del Auxilio Social de la Falange, enfermeras de uniforme blanco y oscuros personajes de paisano que no pueden disimular su pertenencia a la policía franquista. Los oficiales aduaneros, con burocrática y parsimoniosa cadencia, despachan primero a los repatriados que la familia ha ido a recibir. Marinka es de las últimas en pasar. En la estrecha oficina todo es opaco. Los trajes de los funcionarios, las miradas de los funcionarios, las sillas, el escritorio, el archivo detrás del escritorio. Bajo un gran retrato del Generalísimo y un crucifijo, un escribiente dactilografía sobre una ficha los datos que requiere el oficial con timbre monocorde e impersonal. Nombre, apellido, nacida el, en la ciudad de, nombre del padre, nombre de la madre, hermanos, última dirección en España, procedencia, profesión, estado civil, señas del domicilio en donde va a alojarse, datos de la persona que la recibe… Las preguntas son un goteo de ácido sobre veinte años de ausencia. Sobre un viaje que lleva ya dos décadas. Bilbao, padre, Félix, Moscú, Emilia, cada nombre que los tipos imprimen en el papel convoca sus imágenes. El ambiente frío y húmedo de la oficina de Migraciones se va entibiando con la memoria de los rostros queridos. Pero enseguida los protege nuevamente en su recuerdo; no vaya a ser que la atmósfera inquisidora y hostil de ese cuarto mancille el deseo del reencuentro.

Una mano enguantada toma su mano, entinta las yemas de sus dedos y con fuerza los presiona contra la ficha para dejar las impresiones digitales. La patria natal pareciera rechazar todo contacto con su piel. Los repatriados de Rusia son sospechosos de portar una nueva lepra, la lepra de estos tiempos llamada comunismo. Mientras se limpia con un trapo sucio impregnado en trementina, se pregunta si está entrando a su país natal o a una cárcel, si esta España puede ser todavía más cruel que aquella que bombardeó su infancia. Una voz, que ha abandonado su monotonía para adoptar un tono imperativo, la vuelve a la grisura de esas cuatro paredes.

—Se le advierte, señora, que deberá presentarse con la regularidad requerida en la delegación de policía de la ciudad donde viva, de la que no podrá trasladarse sin permiso, so pena de ser expulsada del país. También se le deja aclarado estrictamente que tiene prohibida cualquier actividad sindical o política, que quedará castigada con la cárcel o el destierro. La persona que la aloja también es responsable por su comportamiento. ¿He sido claro?

Marinka asiente. Un sabor agrio y pastoso arde desde la boca hasta el alma. Esta última prohibición no rige exclusivamente para los que han elegido regresar a su patria. Vale para cada uno de los casi 30 millones de españoles, que sólo pueden adscribirse a la Falange Española de las Jons (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista), requisito casi indispensable para procurar trabajo, y, si lo consiguen, deben afiliarse obligatoriamente a la Organización Sindical Española (OSE). El partido único y el único sindicato. España «Una», el vértice de la tríada que completan «Grande» y «Libre» y que se grita con el brazo derecho en alto en cada acto en que se viva al Caudillo.

Marinka es alojada en un convento, junto a las otras mujeres a las que aún nadie ha reclamado. En la celda que le han dado por habitación, un camastro con colchón de paja, un reclinatorio y una cruz por todo mobiliario, acomoda su valija. Se asoma a la ventana que da a la calle y la primera visión que tiene de la vida cotidiana de esa patria recobrada queda recortada por la estrechez de la abertura y cruzada por las rejas del claustro. Aferrada a la grilla de hierro le llegan los primeros sonidos de un día en España. Vienen como brisa cálida, como olas mansas, como bandadas de gorriones. Los automóviles, las bocinas, unos niños que pasan cantando de la mano de su madre, los valencianos que conversan en la acera del convento, el puesto de periódicos un poco más allá donde un muchacho vocea las noticias. Tras veinte años de escuchar la vida en ruso, sus oídos se sorprenden por la música de aquella serenata que sube desde el pie de la ventana.

Perciben un acento extraño, al que no están habituados y que sin embargo les es tan propio como el nombre. Y de pronto se da cuenta. ¡Pues que aquí todos hablan español!

Ir a la siguiente página

Report Page