Marinka

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Chatilla » 3

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Los pequeños refugiados que han descendido en Leningrado llevan en sus rostros las huellas de la guerra y la fatiga del viaje. Las miradas cargan demasiados bombardeos, demasiada muerte y destrucción. No pocos han sufrido una erupción cutánea a bordo del Sontay y muchos tienen sus cabezas llenas de piojos. Hay también varios niños enfermos que son internados en sanatorios para su recuperación. A todos los demás los trasladan en autobuses al amplio edificio de una escuela acondicionado para recibirlos.

Marina se quita la ropa, se desprende de la piel del viaje. Los vestidos de los recién desembarcados, infestados de piojos y de espanto, se apilan en un salón contiguo. Ya no podrán recobrarlos. Le apena dejar las pocas ropas que Emilia le ha puesto en la maleta, sobre todo esa blusa tan fina que su padre le trajo una tarde cuando los milicianos incautaron las casas abandonadas por los ricos. Desnudos, niñas y niños entran a ducharse a una gran sala de baño. En su pudor ibérico, muchos se resisten a bañarse juntos, sobre todo los mayores. Es el primer contraste con las costumbres rusas. Ella no se avergüenza de su desnudez. Luego de un baño caliente y reparador recibe ropas nuevas y limpias y elementos de aseo personal. Camiseta de verano, pantalón corto, sandalias, una caja de carbonato, peine, un cepillo para los dientes y una pastilla de jabón que la acaricia con su aroma. Médicos y enfermeras rusas le hacen un breve examen clínico y odontológico y anotan los datos en una ficha personal. Todo está en orden. Se alivia cuando después de revisarle la cabeza no tienen que cortarle el pelo al rape como a muchos otros que pasaron antes que ella.

Los llevan en fila al comedor. Los educadores españoles y las auxiliares rusas tratan de ordenar el tropel de refugiados uniformados con las ropas nuevas y frescas. Cuando se abren las puertas, acontece la sorpresa. En el enorme y luminoso salón, largas mesas con prolijos manteles y arreglos de flores rebosan de manjares. Panes blancos de piel tostada, mantequilla cremosa, fragantes quesos, huevos, coloridas mermeladas, miel, fresas brillantes, chocolate oliendo a recién hecho. A un costado, una pequeña orquesta interpreta alegres melodías. Se sientan sin acreditar lo que se despliega ante ellos. Marina cree estar dentro de un sueño. A cada bocado va recuperando el sabor de los días de antes de la guerra, de los desayunos que preparaba Emilia. Cada sorbo de chocolate la reconforta por dentro, cicatriza estocadas, ahuyenta arañas y pájaros negros.

Al momento del descanso, los dormitorios prolongan la sorpresa. A ambos lados del pasillo central, dos hileras de camas de metal pintado de blanco con colchones y almohadas mullidos, sábanas y colchas blancas. Entre cama y cama, una mesita para los objetos personales. Al final del pasillo están los baños.

La primera noche pareciera que la ciudad entera los acuna, los protege junto a su pecho. Aunque la noche desaparece en Leningrado durante junio y el día extiende su luminosidad incansable, los relojes marcan la hora de dormir. Marina no entiende por qué debe ir a la cama si el sol no se ha puesto todavía, pero el silencio que aturde con sonidos nuevos y el cansancio finalmente la vencen. Hace tiempo que no se acuesta sin una alarma en medio de la noche o sin que el hambre alimente el desvelo. Un imán poderoso tracciona sus sueños hacia Bilbao; retrocede en segundos el trayecto que al Sontay le llevó más de una semana y aparece en Zabala 25, pero cuando pasa la puerta de calle le cuesta una eternidad subir los dos pisos por la escalera, las piernas se le hacen de piedra y debe ayudarse con ambas manos para poner un pie en el próximo escalón, tan alto como la cubierta del Habana; se toma de la baranda para afirmarse y la madera del pasamanos se deshace en espuma de olas; quiere gritar para que Emilia baje a auxiliarla, mas cuando abre la boca sólo salen mudas mariposas blancas. Despierta toda sudada, mira alrededor perdida y no encuentra los muebles familiares de su casa. Le cuesta ubicarse en la sala del dormitorio ruso y no distingue si acaba de entrar o de salir de un sueño. Queda flotando en ese duermevela hasta que los párpados, tan de piedra como las piernas, le ganan la pulseada al insomnio.

Le duele todo el cuerpo cuando se levanta para asearse y vestirse. Nada recuerda del sueño. En el comedor los recibe una mesa tan variada y deslumbrante como la del día anterior. Luego del desayuno, los educadores los invitan a aprovechar la mañana para mandar cartas a las familias que quedaron en España, antes de los paseos por Leningrado que tienen previstos por la tarde. Todos los que saben escribir toman lápiz y papel, otros les piden a los mayores y a los maestros que los ayuden. Marina apoya la punta de grafito en la hoja de renglones azules como sosteniendo el pensamiento, inclina su cabeza hacia el ángulo que forma su brazo izquierdo acodado sobre la mesa y, en la intimidad de ese rincón que la cortina de su melena protege, esmera la caligrafía:

Queridos Emilia y padre:

El viaje asido bueno. La comida en el Sontai que es un carguero con marineros chinos que no se les entiende ná era mejor que en el avana. Aqui en Rusia nos an recibido con banda de pioneros, banderas y nos tratan como reyes. Nos an dao ropas nuevas y sandalia, pastilla de javon y las camas son todas blancas. Muchos an cogido piojo en el barco pero a mi no me tubieron que rapar. En el desayuno nos dan mantequilla, fruta, leche con cacao, todo elpan blanco que queremos. Las Ruskis son muy buenas con nosotros. Nos emos enterao por radio Moscu que los fachas an cogido Bilbao. Todos los niños y los maestros lloramos cuando lo emos sabido. Echo demenos a ti a padre y a Felix. ¿Les a escrito otra carta de francia? Espero verlos pronto cuando termine esta guerra. No les mando las señas pues nos han dicho que en unos dias saldremos pal sur de Rusia. Les contare mas cuando estariamos alla.

La Chatilla que tanto los quiere.

Escribe el nombre de su padre y las señas del domicilio en el frente, dobla cuidadosamente la carta antes de meterla en el sobre y lo cierra casi con un beso. Se la entrega a una de las educadoras con la misma esperanza con que un náufrago encomienda sus palabras al mar. Les han dicho que pese a que Bilbao ha quedado en la zona fascista, harán llegar la correspondencia a través de la Cruz Roja Internacional y que esperan recibir las cartas desde Euskadi por la misma vía.

Luego del almuerzo, recorren la vieja capital de los zares y la ciudad que alumbró la Revolución de Octubre en una flota de autobuses y camiones. La antigua y magnífica San Petersburgo, fundada por Pedro El Grande al estilo europeo y rebautizada Leningrado en homenaje al líder bolchevique, los agasaja con paseos y regalos. Visitan el imponente Palacio de Invierno, admiran los canales que atraviesan la ciudad, los jardines que estallan de flores, la fronda verde de los parques, las fuentes, las anchas avenidas. En todos lados los vitorean y los aplauden. Hijos de obreros, de milicianos que están en el frente, niños de humildes familias, huérfanos de fusilados por los franquistas o de caídos en batalla, muchos de ellos recibirán su primer juguete y descubrirán golosinas que ni imaginaban que existían.

Mientras tanto, los responsables de la evacuación ordenan los contingentes que ocuparán las Casas de Niños Españoles. Los agrupan por lazos familiares, por vecindad, por región. A diferencia de los que emigran a Francia, Inglaterra, Bélgica, Suiza, Holanda, México y otros países, acogidos por asociaciones de caridad y en casas de familia, los que viajan a la URSS se mantienen juntos. El total de niños exiliados por la República supera los 35 000. Dos de cada diez niños vascos parte al exilio. Dieciséis Casas se despliegan por todo el territorio soviético que, con la llegada de posteriores expediciones, reciben cerca de 3000 niños. Siete en la región de Moscú, cuatro en Leningrado y cinco en Ucrania, dos de ellas en Odesa. Todas ocupan nobles edificios expropiados por la Revolución a familias aristocráticas y burguesas o lujosos sanatorios y están ubicadas en medio de bosques, a la orilla de lagos, ríos y sobre el mar, con excepción de dos Casas de Moscú y otras dos de Leningrado, asentadas en medio de la ciudad. Cuentan con amplios dormitorios para los niños, viviendas para los educadores y personal auxiliar, comedor, gimnasio y su propia escuela. Alguna que no tiene escuela dispone de un espacio especial en una escuela cercana. La educación se imparte separada de la de los niños rusos, aunque sigue la currícula soviética de 10 cursos dividida en dos períodos. El tramo inicial, del primero al séptimo curso, equivale a la educación primaria. Aprobado el segundo, que es equivalente a la secundaria, se puede pasar a las escuelas técnicas, tecnikum, o a los estudios universitarios. Las Casas dependen del Comisariado del Pueblo para la Enseñanza —que designa al director de cada una—, son mantenidas por el gobierno de la URSS y por el padrinazgo de instituciones soviéticas. Las autoridades soviéticas y republicanas, con participación predominante del Partido Comunista Español, han organizado un programa que procura preservar el idioma, la cultura y la historia españoles. No buscan integrar a los niños a la sociedad soviética sino prepararlos para el regreso a España una vez terminada la guerra, con el triunfo de la República, que descuentan. A tal fin han viajado con los refugiados profesores españoles, algunos de probada experiencia docente y otros maestros jóvenes recién formados, la mayoría afiliados a algún sindicato y los menos sin militancia política. Completan el equipo educadores, auxiliares y cocineras españolas, también aportados por los partidos, sindicatos de izquierda y el Socorro Rojo en su mayor parte, un médico y una enfermera por Casa. A esta plantilla se agregan profesores, traductores, educadoras y auxiliares locales.

Marina está en el grupo con mayoría vasca que, tras unos días en Leningrado, parte en tren hacia Odesa. La despedida en la estación es tan multitudinaria como la recepción del puerto. El pueblo soviético considera a los pequeños ispanski como sus propios hijos, los llaman heroicos hijos del pueblo español. Los ramos de flores que se agitan desde el andén son respondidos con ramilletes de sonrisas desde las ventanillas de los vagones, embanderados con carteles en ruso. Los varones han recibido unos trajecitos y gorras de marinero que lucen con orgullo. Hasta la locomotora pareciera ajustar el ruido de sus pistones y sus ruedas a los acordes de La Internacional, que toca la banda de pioneros. Marina se contagia de fiesta. El corazón ruso es tan generoso y abierto como su geografía.

Atraviesan el mapa de la URSS del norte al sur, del Báltico al Mar Negro. En cada estación por la que pasan, el pueblo entero sale a saludarlos. Calor, polvo, fiesta, banderas. A los ojos de Marina, que nunca ha salido de Bilbao, se despliega un mundo de llanuras inmensas, campos de girasoles que se extienden hasta el horizonte, mares de trigo que ondulan infinitos y dorados. Las proporciones gigantescas del paisaje no caben en su asombro. Cada tanto, el traqueteo del tren hace transversal contrapunto con la correntada del río al cruzar un puente. La noche abre en abanico todas sus constelaciones; refresca un poco entonces y es posible descansar. Al otro día calor, polvo, fiesta, banderas. Y de nuevo calor y polvo hasta la próxima estación.

Odesa los acoge con la misma calidez con que los despidió Leningrado. Frente a la estación ferroviaria los espera una flota de transportes para llevarlos a su destino temporal en Simeiz, península de Crimea. Los ucranianos los aclaman, los infaltables pioneros agitan banderas soviéticas y de la República, la banda apenas puede terminar La Internacional cuando ya los vehículos se ponen en marcha y se encolumnan, dejando una estela de pañuelos y manos que saludan. Los edificios de estilo europeo, los monumentos, las avenidas de la gran ciudad portuaria, enmarcados por las ventanillas de los autobuses, son fotogramas de una película pasada en cámara rápida. El viaje es breve en comparación con los días de tren desde el Báltico, son poco menos de 600 km, pero la ansiedad por llegar vuelve los minutos horas y las horas, siglos. ¡Hace semanas que la vida se cuenta en millas marinas y en kilómetros, en puertos y estaciones! Por momentos, el camino deja ver el mar, luego serpentea entre montañas, cruza ríos, bordea pueblos. Hacen una breve parada en una pequeña ciudad para descansar y comer algo y la caravana enfila por fin hacia el sur, atravesando toda la península de Crimea. Llegan a Simeiz al atardecer. Los alojan en un palacio que había pertenecido a una familia aristocrática antes de la Revolución y ahora funciona como colonia infantil. Es el sanatorio Ai Panda, un conjunto de señoriales edificaciones de dos plantas con galerías y terrazas, construido sobre un peñón que domina la amplia bahía que se abre a sus pies. A ambos lados del edificio principal se alzan dos miradores coronados por cúpulas. El peñón destaca su desnudez de roca por sobre bosques de pinos, cedros, robles y cipreses que descienden al Mar Negro entre acantilados y playas de arena blanca. El aire allí cura toda destemplanza, el cielo encandila la mirada y evapora cualquier melancolía. La URSS reserva lo mejor para los hijos de España. Allí repondrán fuerzas durante las vacaciones estivales, antes de ser destinados a las dos Casas de Odesa.

Se abre para Marina un tiempo dentro de otro mundo en el que no existen los obuses ni falta la comida. Le falta la familia. Y eso lo lleva pegado a las tripas como hasta ayer llevaba adherido el hambre. Por momentos, el cariño de las educadoras rusas —siempre con una palabra que suena amable aunque no la entienda, la atención pronta para lo que necesite, una caricia dispuesta a toda hora— le hace olvidar ese latido de herida, repara, pero no alcanza para cicatrizar. Su niñez, forzada a una precoz maduración, se resiste a convivir con esa ausencia.

En la colonia de verano se arman grupos de unos treinta niños. Más parecidos a una pequeña familia que los miles que embarcaron en Santurce y que estuvieron unos días en Leningrado, y también más propicios para la confianza. La vida se va ordenando en rutinas cotidianas. Se levantan temprano, se asean, hacen ejercicios y luego desayunan pan con mantequilla, queso y una taza de chocolate. Bajan a la playa donde juegan y comen algo a media mañana. Al mediodía vuelven a la colonia, se duchan y almuerzan todos los días un menú diferente. Luego de la siesta, la merienda. Y después, a jugar y a hacer deportes nuevamente hasta la cena, que es variada y con postre. Cuatro comidas para quienes a duras penas tenían una se acerca bastante a la felicidad.

Hace tanto calor que a la noche duermen en la terraza. Acostada sobre la colchoneta, Marina mira entre la balaustrada de piedra el resplandor de la luna sobre el agua mientras el mar repite su canción para dormirla. Lo siente tan cerca que parece que las olas espuman suavemente brillitos de luna sobre la escalinata que lleva a la playa. A su lado, de espaldas, se mueve inquieta una niña de Bilbao, tan sola como ella, de enormes ojos negros, pelo crespo y una sonrisa siempre pronta, con quien ha intimado los últimos días.

—Luisa, ¿estás dormida?

—¡Qué va! Con este calor no puedo, Marina.

—Oye, has visto lo raro que hablan estos rusos. Parece que dijeran todo con k. No les entiendo nada, ¿y tú?

—Sólo cuando dicen tovarich. Me ha dicho la maestra que quiere decir compañero.

—Dicen que cuando comiencen las clases estudiaremos ruso…

Tania, una de las auxiliares rusas que hace días que está con ellos y ya conoce a algunos por sus nombres, las interrumpe con un discreto shhhh que, acompañado con el índice sobre los labios, se entiende en cualquier idioma. Y como Marina continúa hablando, Tania se acerca, inclina la cabeza, sus largas trenzas rubias anudadas hacia arriba en forma de tiara, y repite el gesto dirigido sólo a ella.

—Marinka, shhhh…

Las niñas obedecen, pero cuando Tania se va, Luisa se vuelve hacia Marina.

—Marinka… Marinka. ¡Qué lindo suena! ¿No te parece?, Marinka…

Asiente en silencio. Bajo las estrellas de Crimea recibe con una sonrisa el primero de los bautismos que Rusia tiene para ella.

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