Marinka

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El domingo amanece nublado, un gris eléctrico y plomizo enturbia el aire. Mala señal. Luego del desayuno, toda la colonia forma en la cancha de fútbol. Con voz grave, el director Kriviski les comunica la noticia que nadie pensaba escuchar.

—Esta madrugada, el sagrado suelo de la patria fue invadido por las tropas nazis que han roto el pacto con la Unión Soviética. Estamos en guerra.

No es necesario traducir, los niños ya hablan ruso perfectamente. Pese a que ha comenzado el verano, una helada silenciosa y cortante desciende sobre las filas de pioneros y un rozar de espectros les estremece el cuerpo. Aquí y allá, entre puños que se crispan y maldiciones a los fascistas, brotan llantos mudos.

—Desde este momento, todo el esfuerzo del pueblo soviético se encolumna detrás de la conducción del camarada Stalin para expulsar al invasor —continúa—. Es tiempo de sacrificio y de lucha.

En agosto de 1939, nueve días antes de atacar Polonia, la Alemania nazi se asegura la no intervención soviética en la guerra que está por comenzar. En Moscú, su ministro de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop, firma con Molotov, su par soviético, un pacto de no agresión mutua. Dos semanas después de que las tropas alemanas invaden territorio polaco por el oeste, lo hace el ejército soviético por el este, se reparten el país según lo acordado secretamente en el pacto. Polonia sucumbe en poco más de un mes y Hitler, con la espalda cubierta para concentrar su ofensiva sobre Europa occidental, fagocita un país tras otro. Entre abril y junio de 1940 ocupa Dinamarca, Noruega, Luxemburgo, Holanda, Bélgica y Francia. Debe posponer su plan de invadir Gran Bretaña, pero desata una campaña de bombardeo de sus ciudades. Con sus aliados italianos se lanza sobre los Balcanes. Caen Albania, Yugoslavia y Grecia. Ataca Creta y lleva la guerra al norte de África y Medio Oriente para controlar la cuenca mediterránea. En 1941, cuando la esvástica domina toda la Europa occidental —entre países aliados y ocupados—, desde el Mar del Norte al Mediterráneo, los tanques y los aviones alemanes quiebran el pacto de no agresión y vuelven sus cañones hacia los Urales para hacerse de los codiciados recursos agrícolas, carboníferos y petroleros rusos. Hitler se abalanza sobre la Unión Soviética en nombre de una gran cruzada contra el bolchevismo, la Operación Barbarroja. Además de las tropas alemanas, italianas, rumanas, húngaras y eslovacas que participan de la invasión, bajo el uniforme de la Wehrmacht se encuadran voluntarios fascistas croatas, bosnios, belgas, holandeses, franceses, noruegos, de decenas de países ocupados y hasta rusos blancos, cosacos y ucranianos. Franco aporta 50 000 soldados españoles, la División Azul. Tres grupos de ejércitos, con cuatro millones y medio de soldados, atacan simultáneamente en dirección al Báltico, al centro y al sur de la URSS. El Ejército Rojo, diezmados sus mandos por las purgas stalinistas, es tomado por sorpresa y rebasado en todos los frentes. Gran parte de la fuerza aérea es destruida sin haber despegado. Los soldados soviéticos caen prisioneros de a millares. En una ofensiva relámpago, los invasores ocupan Ucrania cerrando pinzas sobre Kiev, asedian Leningrado y llegan a pocos kilómetros de Moscú.

Ese domingo 22 de junio de 1941, cuando el director les comunica la fatal noticia, se cumplen exactamente cuatro años de aquel 22 de junio de 1937, día en que llegaban a Leningrado huyendo de la muerte. Cuatro años vividos en una paz que presumían para siempre. Su infancia en Odesa ha crecido lejos de las bombas, de las privaciones, alimentada por el cariño de sus maestros que procuran suplantar a la familia ausente. La URSS les ha brindado una educación que España, atravesada por la guerra civil, no hubiera podido ofrecerles. Se han sentido a salvo en suelo soviético de la tormenta de fuego que incendia Europa. Pero ahora la sombra tenebrosa del fascismo se extiende hacia el este y arrasa todo a su paso. Lobos hambrientos que parecen olfatear el rastro de los huérfanos de la derrotada República. Vienen a terminar la faena.

La rutina de la Casa de Semasco se modifica drásticamente. El primer cambio es en la comida. Las provisiones se reducen a lo mínimo; los campos cerealeros de Ucrania, si no han sido quemados para que no sirvan al invasor, caen en poder de los nazis; la prioridad de la producción agrícola que aún resta es alimentar a los combatientes. Al principio pueden compensar las carencias porque parte de lo que consumen lo producen en la huerta de la Casa, pero el menú diario no consigue disimular la creciente escasez.

Las prácticas de tiro, que siempre fueron un complemento de los Círculos de Interés Deportivo, se intensifican y se completan con simulacros de evacuación e instrucciones para usar la máscara antigás. Los jardines, verdes de verano y de flores, son surcados por trincheras que cavan los adultos y los mayores de doce años, tan estrechas que apenas caben los hombros de un niño. Las trazan en zig zag para evitar el efecto expansivo de las bombas. Las ventanas se cubren con mantas y los vidrios se cruzan con papel engomado. A la noche sólo se encienden unas pocas luces azules que confieren a quienes caminan por los pasillos la apariencia de fantasmas.

Todos los rusos, hombres y mujeres jóvenes aptos para el combate, son incorporados al Ejército Rojo. Los muchachos y muchachas del personal soviético de Semasco parten al frente. Aloysha, el primero. Olga, que es tanquista de reserva, marcha con él. Irina, otra de las educadoras, también se alista como enfermera. El propio director es movilizado y nombran a otro natural de Odesa, Biespalsev. En la Casa sólo quedan los trabajadores más viejos y algunas mujeres rusas.

Los pioneros españoles de las Casas de Niños que tienen 16 o 17 años reclaman su lugar en las filas del ejército. Siguen el camino de los jóvenes y los combatientes republicanos llegados luego de la derrota de la República, quienes concurren masivamente a alistarse. Tienen una deuda de gratitud con la URSS y encuentran una oportunidad de reivindicar la lucha perdida contra el fascismo en su patria ibérica. Los mayores de una Casa de Moscú, estudiantes de la Escuela de Aviación, son incorporados a la Fuerza Aérea soviética; algunos de Leningrado también consiguen que los acepten aunque sea en puestos sanitarios o de retaguardia. Pero la mayoría de los adolescentes son rechazados una y otra vez en los centros de reclutamiento. «Les agradecemos su gesto, pero están aquí para formarse y regresar a España», les dicen. Muchos de ellos terminarán integrando las formaciones de partisanos que pelean tras las líneas enemigas. Otros serán incorporados finalmente al Ejército Rojo que, urgido por las pérdidas de hombres —que se cuentan por millones entre caídos, heridos y prisioneros— flexibiliza controles y reglamentos. Tras mucho insistir, Pedro y Julián logran que los acepten como voluntarios falseando su edad y también parten de Semasco.

Marinka, que hace poco ha cumplido los catorce, siente el aleteo de los pájaros negros desperezándose de su letargo en lo hondo de las pesadillas. Los han seguido desde España y no parecen dispuestos a dejarlos tranquilos ahora que los han descubierto en ese rincón de la Unión Soviética. El fervor patriótico que aúna voluntades contra el invasor compensa en parte ese desasosiego, le da un poco de confianza y un cierto aire de esperanza entre tanto preparativo bélico.

Queridos Emilia, padre y hermano:

Les escribo esta breve nota para decirles que no se preocupen por mí. Estoy bien. No tengo noticias de ustedesdesde que salí de Bilbao pero igual les escribo en la ilusion de que alguna carta llegue a sus manos. Los odiados fascistas nos persiguen donde quiera. Ahora han traído la guerra a la patria que nos recibió y nos adoptó pero el pueblo soviético está decidido a expulsarlos. En Semasco nos preparamos para cuando lleguen los ataques aéreos. Nos han dao una mascarilla antigás y emos cavado trincheras en el jardín. Ansío con todo mi corazón volver a verlos. Los quiero y los extraño

Marinka

Pronto la ofensiva nazi y de sus aliados rumanos lleva la guerra a las puertas de Odesa. La primera vez que suena la triboga, tres toques cortos como las alarmas antiaéreas de Bilbao, todos los niños saltan de la cama y se colocan la máscara que cuelga de la cabecera. Como le han enseñado, Marinka toma la máscara con los pulgares e índices de ambas manos abiertos en L, primero se la calza por debajo de la barbilla asegurándola con los pulgares y luego la estira hacia atrás con los índices y la ajusta. Se hace difícil respirar con aquella capucha de goma empañada por el miedo. Descienden en orden al parque echándose al piso en intervalos hasta que todos salen del edificio. En la angosta trinchera sólo pueden escuchar los motores de los bombarderos que se acercan y ver por la franja libre de cielo que deja el pozo los reflectores de los defensores buscando enlazar con la luz a un avión fascista para que los cañones antiaéreos puedan derribarlo. Entonces empiezan las explosiones, lejanas al principio pero cada vez más próximas a Semasco. Algunos de los auxiliares, de los maestros y de los niños más grandes han subido a los techos con largos palos para neutralizar las bombas incendiarias que puedan caer sobre la Casa. Deben evitar que enciendan y arrojarlas hacia abajo, donde otro equipo las cubrirá con arena.

A Marinka le parece que ha entrado al refugio de Bilbao de la mano de Emilia hace un instante; que una gigantesca tenaza comprime entre paréntesis de acero los cuatro años leves y luminosos que vivió en la colonia y los aleja al territorio neblinoso del recuerdo; que, por el contrario, en un violento enroque, el presente se retrotrae al día que embarcó en Santurce bajo las bombas y que su infancia rusa acaso es sólo un sueño, el frágil temblor de una vela entre dos tempestades de furia y de muerte. El tronar de los aviones —los mismos Heinkel y Junkers que martirizaban Bilbao—, las explosiones, los olores, todos los registros del terror reptan desde el olvido a la piel como serpientes frías, súbitamente redivivas.

—¡Arriba, Marinka! —la saca de sus absortos pensamientos Luisa.

Tarda en reaccionar. Aturdida, alcanza a escuchar la voz de su amiga desde muy lejos. Y en realidad es ella la que ha estado lejos. En lo más intenso del ataque ha entrado en un limbo de luz y de sonidos. Inmóvil en la trinchera como en una sepultura vertical, con la máscara limitando la visión y la respiración, pegada a la tierra húmeda de las paredes, su cuerpo instintivamente pliega rodillas y codos y busca la posición fetal para proteger la cabeza. Ha dejado de escuchar las explosiones bastante antes de que cesen, por eso le cuesta entender que el bombardeo ha terminado y deben ayudarla a salir del estrecho refugio, como las comadronas ayudan a traer al mundo a los bebés que vienen de nalgas o con el cordón enrollado.

A partir de ese primer ataque, muchos más se suceden apretando el asedio sobre la ciudad-puerto estratégica, llave del Mar Negro y entrada al río Dniéper, que junto al gran río Volga, con desembocadura en el Mar Caspio, son verdaderas autopistas fluviales arriba de cuyos cursos se escalonan industrias y refinerías. Los aviones nazis son tan puntuales que los responsables de la Casa pueden prever la hora del ataque y ordenar a los niños refugiarse en las trincheras antes de que empiece a sonar la triboga. En pleno otoño, con el ejército invasor a tiro de cañón, la Casa Semasco y la Casa Kirov, la otra colonia que funciona en Odesa, reciben del Comité Provincial del Partido la orden de evacuación hacia el interior del territorio ucraniano. Deben hacerlo juntas por mar porque las líneas férreas están cortadas por el invasor. En el castigado puerto, embarcan de noche en el único navío disponible pues toda la flota del Mar Negro está empeñada en trasladar fábricas y recursos fuera del alcance de la aviación fascista y en contener el avance de las tropas alemanas y rumanas.

Con su pequeña valija en la mano, su uniforme de pionera, el birrete blanco con la borla colgando hacia el costado, Marinka reconoce la enorme escalinata que desciende hacia el muelle, es la de la escena del cochecito de bebé cayendo sin control por las gradas en la película El acorazado Potemkin que ha visto tantas veces en el cine. La sensación de abandonar tierra firme y flotar en el desamparo de la noche le revive la partida de Bilbao. La araña oscura que a golpes de sonrisa creía haber matado, le camina de nuevo sobre el pecho. Pero ahora no está sola. Luisa, sus amigos, sus maestros, están allí con ella mirando cómo la ciudad que los acogió y que aún resiste cubriéndoles la retirada se empequeñece salpicada de incendios. Nadie duerme esa noche. La guerra civil de la que huyeron hace cuatro años viaja con ellos como una intrusa indeseable arrastrando por la cubierta sus hediondos vestidos de barro y de sangre.

El barco deja el Mar Negro y se interna en el estuario del Dniéper. A poco de navegar llega a Jerson. Hacen una breve escala en esa ciudad y son alojados en otra Casa de Niños, donde comen y reponen fuerzas. Dos días después, prosiguen viaje río arriba, ya bastante lejos de los combates. El barco se desplaza plácido y moroso, parece no querer irrumpir en el paisaje; es el paisaje el que navega, el que transcurre como correntada. Las márgenes del Dniéper inclinan hacia el agua la curva perezosa de las colinas. Toda la paleta del otoño se duplica en espejo en el ancho azul del río y dibuja en la orilla un encaje de amarillos, de ocres, de naranjas, de empecinados verdes, de un castaño o un rojo sobresaliendo en la calma cóncava de un remanso. A babor y estribor, alguna aldea los saluda con labores de campesinos y chimeneas espiralando humos de cocinas y fogones. Una tierra virgen de guerra que los conforta y les hace olvidar por un instante los últimos meses de una Odesa sitiada y bombardeada.

El río se abre distanciando las orillas y el paisaje se eriza de chimeneas fabriles. Anochece cuando llegan a Zaporozhie, una de las mayores ciudades del país. Rica en yacimientos de carbón y de hierro, cuenta con una importante represa hidroeléctrica y concentra acerías e industrias metalúrgicas que trabajan sin pausa para alimentar a la industria bélica. Gran parte de los aviones, cañones y tanques que producen de a miles las fábricas soviéticas están hechos con el acero de Zaporozhie. El viaje fluvial termina en este puerto, ahora continuarán en tren. El contingente de niños y maestros no encuentra lugar para descansar bajo techo y debe esperar toda la noche a la intemperie, en el patio de maniobras de la estación ferroviaria, el tren que los llevará hacia el Cáucaso del Norte. La luz pulsante de una fábrica cercana dibuja las siluetas de los refugiados, agrupados aquí y allá alrededor de su equipaje. Marinka y Luisa se acomodan una contra otra para abrigarse y, rendidas al cansancio, se quedan dormidas.

Los despierta una tenaz llovizna. El tren que emerge de la cortina neblinosa de esa mañana no se parece en nada al que los llevó desde Leningrado hasta Odesa. Los cómodos vagones de madera, con camarotes y hasta coche comedor, se han evaporado junto al tiempo tranquilo de la colonia de Semasco, las vacaciones de verano en las playas de Crimea, la mesa abundante, las sábanas blancas, las risas y los juegos. Resoplando sus vapores grises, una locomotora negra con la estrella roja como mascarón de proa arrastra una formación de vagones de carga con un gran portón corredizo a cada lado. Se ayudan unos a otros para subir, no hay escalerillas y el piso del vagón da por encima de las cabezas de los niños. Comparten el viaje con evacuados ucranianos de las zonas ocupadas por el invasor y con soldados heridos trasladados del frente. Cuando cierran los portones, la luz de la mañana sólo es un haz que entra por la pequeña ventanilla a lo alto y se filtra aquí y allá como la lluvia por las rendijas que dejan los tablones de las paredes. La oscuridad de piedra del refugio, la oscuridad de hierro de la bodega, la oscuridad de tierra de la trinchera, la oscuridad de madera del vagón; pareciera que para protegerse hay que esconderse en lo oscuro, invisibilizarse en la sombra. El sol, como el tren de pasajeros, es un lujo en tiempos de guerra.

El viaje es largo y es lento. Los convoyes militares tienen prioridad de paso por la red ferroviaria que no ha caído todavía en poder de los nazis. El tren se detiene constantemente en vías muertas de pequeños pueblos, a veces desenganchan la locomotora para transportar trenes de tropas y deben esperar largos días la llegada de una de reemplazo. Lejos del aseo diario y de las ropas limpias de Semasco, proliferan unos compañeros de viaje irritantes e indeseables. Organizan sus líneas de defensa en las trincheras de las costuras de camisas, camisetas, abrigos y gorros. Se hacen inexpugnables allí y saltan al ataque durante la noche o cuando baja la defensa de uñas y peines. Los niños se rascan todo el tiempo la cabeza, muchos tienen el cuerpo lleno de ronchas. Aunque hasta las cuestiones más urticantes emergen luego tras el tamiz de la infancia. Se organizan apasionantes carreras de piojos con los engordados y molestos bichitos, sacrificados después del espectáculo como gladiadores en el Coliseo de las cajitas de fósforos.

Algunas aldeas los ayudan con algo de comida y de agua, que los maestros canjean con los lugareños por abrigos, gorros, algún reloj. Pero a medida que pasan las semanas y ya no quedan muchos objetos permutables, el hambre se les adhiere al estómago, a los pensamientos, a los sueños y tiene más importancia que la amenaza de un ataque aéreo. En Libinskaya, pueblo cabecera de partido rodeado de koljoses, las cooperativas campesinas, y de sovjoses, las explotaciones agrícolas del Estado, deben aguardar indefinidamente. Con la complicidad de los educadores, que hacen la vista gorda, los niños se organizan para ir a la pesca de lo que fuera. Papas, verduras, huevos, leche. En los charcos a la vera de las calles descubren ranas y con horror de los aldeanos, desconocedores de las costumbres españolas, las cazan y comen las sabrosas ancas. Entre los puestos de la feria, arrastrándose por las plantaciones, entrando a escondidas en algún gallinero, los más audaces desarrollan la habilidad de procurar el alimento. Marinka y Luisa, que han adquirido experiencia a la hora de la siesta en el huerto de Semasco, esta vez no están jugando. El botín, siempre magro, se comparte entre todos los refugiados.

Cuando reanudan el viaje, las nevadas tempranas cubren los campos y suman una nueva penuria. El frío de un invierno impaciente que quiere robarle el último mes al otoño se asocia con el hambre para recordarles que la guerra, aunque ya no haga llover fuego desde el cielo, viaja con ellos en las entrañas y en la piel hecha una cicatriz indeleble. Cada vez que el tren se detiene, Marinka salta del vagón como todos los niños y toma puñados de nieve, los aprieta contra su cuerpo para derretirlos y los vuelca a la cantimplora que lleva consigo. El agua que resulta no es muy limpia, el suelo alrededor del tren está manchado por el hollín de la locomotora, pero es el único recurso que tienen para beber algo. Es así que muchos están con dolores intestinales y diarreas. A varias de sus compañeras se les ha retirado la menstruación. Ella las envidia; debe aprovechar las paradas, quitarse las prendas ocultándose entre las ruedas y frotarlas con nieve para quitarle las manchas.

Mijailobka es otra aldea en medio de koljoses. Está enclavada en la República de los Alemanes del Volga, fértil y antigua región colonizada por inmigrantes germanos a mediados del siglo XVIII, impulsados por Catalina II, quien les permitió conservar su idioma, religión y cultura, además de otorgarles autonomía administrativa. Cuando llegan, parece un pueblo fantasma; gansos, gallinas, cabras, chanchos, se pasean libremente por las calles. En los establos, las vacas mugen con las ubres llenas, los graneros almacenan la última cosecha, algún caballo está sujeto aún al arnés del carro. A ambos lados de la calle por la que entran se alinean prolijas y alegres isbas, las tradicionales viviendas rurales de paredes de troncos encastrados como dedos cruzados en los vértices, techos a dos o cuatro aguas cubiertos de musgo y un vestíbulo doble para mantener la entrada caliente y libre de nieve. Las casas están con las puertas abiertas y es asomarse para encontrar una mesa tendida, un caldero sobre el fogón que duerme sus cenizas tibias, un gato maullando la ausencia de sus dueños, un perro echado al rescoldo. Pero no hay nadie; como si una fuerza invisible, una peste misteriosa, un huracán violento y repentino se hubiera llevado a las personas dejando sólo los registros, la impronta fresca de sus rutinas cotidianas. Los soldados que requisan las viviendas les explican. Temeroso de que los pobladores alemanes terminen colaborando con el invasor desde la retaguardia, Stalin los ha evacuado de un día para otro hacia Siberia con lo que pudieran cargar en sus manos. Desde lo alto de los maizales, las mazorcas pasadas de maduras ondean sus penachos apremiando a los cosechadores. Algunas granjas y casas ya están siendo ocupadas por los koljosianos desplazados de Ucrania por el avance alemán. Al contingente español le asignan una escuela vacía que puede funcionar perfectamente como colonia. Disponen de comedor y salas donde armar los dormitorios. Los maestros se acomodan en una de las isbas desocupadas. Aquí se quedarán todo el invierno.

Luego de un viaje tan sacrificado, viviendo en vagones congelados y oscuros, aquello es casi un oasis. Pueden organizar una rutina, dormir bajo techo, conseguir comida e incluso disponen de un terreno para huerta. Recogen maíz, papas, cebollas, remolachas, todo lo que dejaron los aldeanos alemanes sin cosechar en su precipitado éxodo y que aún no han quemado las heladas. Se retoma el calendario escolar. No hay guerra, ni frío, ni hambre que impida a los tenaces educadores españoles y soviéticos la continuidad de su oficio y el objetivo de su misión. Aquellos niños son la España del mañana y ellos son los encargados de proteger esos brotes tiernos, de hambrunas, de inviernos y de bombas. Primero comienzan los cursos los pequeños, los mayores un poco después porque están abocados a una tarea más importante. Hay que acaparar toda la leña posible porque el invierno ruso no perdona que las ventanas no tengan doble vidrio, ni que falten leños o estén húmedos para prender el fuego en la estufa, el corazón de la casa rusa que nunca debe parar de latir. Ocupa el medio de la isba y se mantiene toda la temporada encendida para cocinar en su horno y hornallas, calefaccionar y suministrar agua caliente a toda hora.

Un brote de tuberculosis, contagiado por uno de los evacuados que ya embarcó enfermo en Odesa, provoca la muerte de tres niños a poco de llegar a Mijailobka. No hay ataúdes de su talle, sólo consiguen unos muy pequeños y hay que doblarle las rodillas para meterlos y enterrarlos en el cementerio del pueblo. Ese día deben resignar su ración de pan, el sepulturero duplica su paga en alimentos porque necesita trabajar el doble para abrir una tumba en el suelo congelado. Otros catorce niños que enferman durante el viaje se han puesto peor. Son llevados para su atención al sanatorio de la ciudad más cercana. Más tarde se enteran con pesar que cuatro de ellos no pueden resistir el traslado y fallecen en el camino. Los otros lo harán en el hospital.

Marinka, que dejó su niñez bilbaína tras la popa del Habana y pudo recobrarla bajo el cielo de Odesa, siente que esta nueva guerra está queriendo arrebatarle su recién nacida adolescencia. Para animarse, mientras carga el atado de leña en el trineo tirado por un alazán de largas crines y peludas polainas blancas, tararea la canción con aires de pasodoble compuesta por las educadoras durante el viaje y que fue ganando estrofas en cada pueblo que dejaban atrás. El caballo vuelve la cabeza al escucharla cantar.

El 22 de junio el director nos reunió

y nos dijo que la guerra estalló.

De Odesa a Jerson, Zaporozhie,

Libinskaya, Bugano, Mijailobka.

¡Ay qué mal que se está aquí!

El frío que hace en esta aldea

no lo cubren las botas ni las medias.

No podemos salir.

Un cacho de pan con membrillo

es toda nuestra ración.

Porque está dicho: esta aldea

no nos quiere dar mejor.

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