Marina

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Tras el rastro de Claret me convertí en una sombra entre las sombras. La pobreza y la miseria de aquel barrio podían olerse en el aire. Claret caminaba con largas zancadas por calles en las que yo no había estado jamás. No me situé hasta que le vi doblar una esquina y reconocí la calle Conde del Asalto. Al llegar a las Ramblas, Claret torció a la izquierda, rumbo a la Plaza Cataluña.

Unos pocos noctámbulos transitaban por el paseo. Los quioscos iluminados parecían buques varados. Al llegar al Liceo, Claret cruzó de acera. Se detuvo frente al portal del edificio donde vivían el doctor Shelley y su hija María. Antes de entrar, le vi extraer un objeto brillante del interior de la capa. El revólver.

La fachada del edificio era una máscara de relieves y gárgolas que escupían ríos de agua harapienta. Una espada de luz dorada emergía de una ventana en el vértice del edificio. El estudio de Shelley. Imaginé al viejo doctor en su butaca de inválido, incapaz de conciliar el sueño. Corrí hacia el portal. La puerta estaba trabada por dentro. Claret la había cerrado. Inspeccioné la fachada en busca de otra entrada. Rodeé el edificio. En la parte trasera, una pequeña escalinata de incendios ascendía hasta una cornisa que rodeaba el bloque. La cornisa tendía una pasarela de piedra hasta los balcones de la fachada principal. De allí a la glorieta donde estaba el estudio de Shelley había sólo unos metros. Trepé por la escalera hasta la cornisa. Una vez allí, estudié de nuevo la ruta. Comprobé que la cornisa apenas tenía un par de palmos de ancho. A mis pies, la caída hasta la calle se me antojó un abismo. Respiré hondo y di el primer paso hacia la cornisa.

Me pegué a la pared y avancé centímetro a centímetro. La superficie era resbaladiza. Algunos de los bloques se movían bajo mis pies. Tuve la sensación de que la cornisa se estrechaba a cada paso. El muro a mi espalda parecía inclinarse hacia adelante. Estaba sembrado de efigies de faunos. Introduje los dedos en la mueca demoníaca de uno de aquellos rostros esculpidos, con miedo a que las fauces se cerrasen y segaran mis dedos. Utilizándolos como agarraderas, conseguí alcanzar la barandilla de hierro forjado que rodeaba la galería del estudio de Shelley.

Logré alcanzar la plataforma de rejilla frente a los ventanales. Los cristales estaban empañados. Pegué el rostro al vidrio y pude vislumbrar el interior. La ventana no estaba cerrada por dentro. Empujé delicadamente hasta conseguir entreabrirla. Una bocanada de aire caliente, impregnado del olor a leña quemada del hogar, me sopló en la cara. El doctor ocupaba su butaca frente al fuego, como si nunca se hubiera movido de allí. A su espalda, las puertas del estudio se abrieron. Claret. Había llegado demasiado tarde.

—Has traicionado tu juramento —le escuché decir a Claret.

Era la primera vez que oía su voz con claridad. Grave, rota. Igual que la de un jardinero del internado, Daniel, a quien una bala le había destrozado la laringe durante la guerra. Los médicos le habían reconstruido la garganta, pero el pobre hombre tardó diez años en volver a hablar. Cuando lo hacía, el sonido que brotaba de sus labios era como la voz de Claret.

—Dijiste que habías destruido el último frasco… —dijo Claret, aproximándose a Shelley.

El otro no se molestó en volverse. Vi el revólver de Claret alzarse y apuntar al médico.

—Te equivocas conmigo —dijo Shelley.

Claret rodeó al anciano y se detuvo frente a él. Shelley alzó la vista. Si tenía miedo, no lo demostraba. Claret le apuntó a la cabeza.

—Mientes. Debería matarte ahora mismo… —dijo Claret, arrastrando cada sílaba como si le doliese.

Posó el cañón de la pistola entre los ojos de Shelley.

—Adelante. Me harás un favor —dijo Shelley, sereno.

Tragué saliva. Claret trabó el percutor.

—¿Dónde está?

—Aquí no.

—¿Dónde entonces?

—Tú sabes dónde —replicó Shelley.

Escuché suspirar a Claret. Retiró la pistola y dejó caer el brazo, abatido.

—Todos estamos condenados —dijo Shelley—. Es sólo cuestión de tiempo… Nunca le entendiste y ahora le entiendes menos que nunca.

—Es a ti a quien no entiendo —dijo Claret—. Yo iré a mi muerte con la conciencia limpia.

Shelley rió amargamente.

—A la muerte poco le importan las conciencias, Claret.

—A mí sí.

De pronto María Shelley apareció en la puerta.

—Padre…, ¿está usted bien?

—Sí, María. Vuelve a la cama. Es sólo el amigo Claret, que ya se iba.

María dudó. Claret la observaba fijamente y, por un instante, me pareció que había algo indefinido en el juego de sus miradas.

—Haz lo que te digo. Ve.

—Sí, padre.

María se retiró. Shelley fijó de nuevo la mirada en el fuego.

—Tú vela por tu conciencia. Yo tengo una hija por quien velar. Vete a casa. No puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada. Ya viste cómo acabó Sentís.

—Sentís acabó como se merecía —sentenció Claret.

—¿No pensarás ir a su encuentro?

—Yo no abandono a los amigos.

—Pero ellos te han abandonado a ti —dijo Shelley.

Claret se dirigió hacia la salida, pero se detuvo al oír el ruego de Shelley.

—Espera…

Se acercó hasta un armario que había junto a su escritorio. Buscó una cadena en su garganta de la que pendía una pequeña llave. Con ella abrió el armario. Tomó algo del interior y se lo tendió a Claret.

—Cógelas —ordenó—. Yo no tengo el valor para usarlas. Ni la fe.

Forcé la vista, tratando de dilucidar qué era lo que estaba ofreciendo a Claret. Era un estuche; me pareció que contenía unas cápsulas plateadas. Balas.

Claret las aceptó y las examinó cuidadosamente. Sus ojos se encontraron con los de Shelley.

—Gracias —murmuró Claret.

Shelley negó en silencio, como si no quisiera agradecimiento alguno. Vi cómo Claret vaciaba la recámara de su arma y la rellenaba con las balas que Shelley le había proporcionado. Mientras lo hacía, Shelley le observaba nerviosamente, frotándose las manos.

—No vayas… —imploró Shelley.

El otro cerró la cámara e hizo girar el tambor.

—No tengo elección —replicó, ya en su camino hacia la salida.

Tan pronto le vi desaparecer, me deslicé de nuevo hasta la cornisa. La lluvia había remitido. Me apresuré para no perder el rastro de Claret. Rehíce mis pasos hasta la escalera de incendios, bajé y rodeé el edificio a toda prisa, justo a tiempo de ver a Claret descendiendo Ramblas abajo. Apreté el paso y acorté la distancia. No giró hasta la calle Fernando, en dirección a la Plaza de San Jaime. Vislumbré un teléfono público entre los pórticos de la Plaza Real. Sabía que tenía que llamar al inspector Florián cuanto antes y explicarle lo que estaba sucediendo, pero detenerme hubiera significado perder a Claret.

Cuando se internó en el Barrio Gótico, yo fui detrás. Pronto, su silueta se perdió bajo puentes tendidos entre palacios. Arcos imposibles proyectaban sombras danzantes sobre los muros. Habíamos llegado a la Barcelona encantada, el laberinto de los espíritus, donde las calles tenían nombre de leyenda y los duendes del tiempo caminaban a nuestras espaldas.

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