Marina

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La llovizna había vestido las calles de plata cuando salimos de allí. Era la una de la tarde. Hicimos el camino de regreso sin cruzar palabra. En casa de Marina, Germán nos esperaba para comer.

—A Germán no le menciones nada de todo esto, por favor —me pidió Marina.

—No te preocupes.

Comprendí que tampoco hubiera sabido explicar lo que había sucedido. A medida que nos alejábamos del lugar, el recuerdo de aquellas imágenes y de aquel siniestro invernadero se fue desvaneciendo. Al llegar a la Plaza Sarriá, advertí que Marina estaba pálida y respiraba con dificultad.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.

Marina me dijo que sí con poca convicción. Nos sentamos en un banco de la plaza. Ella respiró profundamente varias veces, con los ojos cerrados. Una bandada de palomas correteaba a nuestros pies. Por un instante temí que Marina fuera a desmayarse. Entonces abrió los ojos y me sonrió.

—No te asustes. Es sólo un pequeño mareo. Debe de haber sido ese olor.

—Seguramente. Probablemente era un animal muerto. Una rata o…

Marina apoyó mi hipótesis. Al poco rato el color le volvió a las mejillas.

—Lo que me hace falta es comer algo. Anda, vamos. Germán estará harto de esperarnos.

Nos incorporamos y nos encaminamos hacia su casa. Kafka aguardaba en la verja. A mí me miró con desdén y corrió a frotar su lomo sobre los tobillos de Marina. Andaba yo sopesando las ventajas de ser un gato, cuando reconocí el sonido de aquella voz celestial en el gramófono de Germán. La música se filtraba por el jardín como una marea alta.

—¿Qué es esa música?

—Leo Delibes —respondió Marina.

—Ni idea.

—Delibes. Un compositor francés —aclaró Marina, adivinando mi desconocimiento—. ¿Qué os enseñan en el colegio?

Me encogí de hombros.

—Es un fragmento de una de sus óperas.

Lakmé.

—¿Y esa voz?

—Mi madre.

La miré atónito.

—¿Tu madre es cantante de ópera?

Marina me devolvió una mirada impenetrable.

—Era —respondió—. Murió.

Germán nos esperaba en el salón principal, una gran habitación ovalada. Una lámpara de lágrimas de cristal pendía del techo. El padre de Marina iba casi de etiqueta. Vestía traje y chaleco, y su cabellera plateada aparecía pulcramente peinada hacia atrás. Me pareció estar viendo a un caballero de fin de siglo. Nos sentamos a la mesa, ataviada con manteles de hilo y cubiertos de plata.

—Es un placer tenerle entre nosotros, Óscar —dijo Germán—. No todos los domingos tenemos la fortuna de contar con tan grata compañía.

La vajilla era de porcelana, genuino artículo de anticuario. El menú parecía consistir en una sopa de aroma delicioso y pan. Nada más. Mientras Germán me servía a mí primero, comprendí que todo aquel despliegue se debía a mi presencia. A pesar de la cubertería de plata, la vajilla de museo y las galas de domingo, en aquella casa no había dinero para un segundo plato. Por no haber, no había ni luz. La casa estaba perpetuamente iluminada con velas. Germán debió de leerme el pensamiento.

—Habrá advertido que no tenemos electricidad, Óscar. Lo cierto es que no creemos demasiado en los adelantos de la ciencia moderna. Al fin y al cabo, ¿qué clase de ciencia es ésa, capaz de poner un hombre en la Luna pero incapaz de poner un pedazo de pan en la mesa de cada ser humano?

—A lo mejor el problema no está en la ciencia, sino en quienes deciden cómo emplearla —sugerí.

Germán consideró mi idea y asintió con solemnidad, no sé si por cortesía o por convencimiento.

—Intuyo que es usted un tanto filósofo, Óscar. ¿Ha leído a Schopenhauer?

Advertí los ojos de Marina sobre mí, sugiriéndome que le siguiese la corriente a su padre.

—Sólo por encima —improvisé.

Saboreamos la sopa sin hablar. Germán me sonreía amablemente de vez en cuando y observaba con cariño a su hija. Algo me decía que Marina no tenía muchos amigos y que Germán veía con buenos ojos mi presencia allí, a pesar de no ser capaz de distinguir entre Schopenhauer y una marca de artículos ortopédicos.

—Y dígame usted, Óscar, ¿qué se cuenta en el mundo estos días?

Formuló esta pregunta de tal modo que sospeché que, si le anunciaba el final de la Segunda Guerra Mundial, iba a causar un revuelo.

—No mucho, la verdad —dije, bajo la atenta vigilancia de Marina—. Vienen elecciones…

Esto despertó el interés de Germán, que detuvo la danza de su cuchara y sopesó el tema.

—¿Y usted qué es, Óscar? ¿De derechas o de izquierdas?

—Óscar es ácrata, papá —cortó Marina.

El pedazo de pan se me atragantó. No sabía lo que significaba aquella palabra, pero sonaba a anarquista en bicicleta. Germán me observó detenidamente, intrigado.

—El idealismo de la juventud… —murmuró—. Lo comprendo, lo comprendo. A su edad, yo también leí a Bakunin. Es como el sarampión; hasta que no se pasa…

Lancé una mirada asesina a Marina, que se relamía los labios como un gato. Me guiñó el ojo y desvió la vista. Germán me observó con curiosidad benevolente. Le devolví su amabilidad con una inclinación de cabeza y me llevé la cuchara a los labios. Al menos así no tendría que hablar y no metería la pata. Comimos en silencio. No tardé en advertir que, al otro lado de la mesa, Germán se estaba quedando dormido. Cuando finalmente la cuchara resbaló entre sus dedos, Marina se levantó y, sin mediar palabra, le aflojó el corbatín de seda plateada. Germán suspiró. Una de sus manos temblaba ligeramente. Marina tomó a su padre del brazo y le ayudó a incorporarse. Germán asintió, abatido, y me sonrió débilmente, casi avergonzado. Me pareció que había envejecido quince años en un soplo.

—Me disculpará usted, Óscar… —dijo con un hilo de voz—. Las cosas de la edad…

Me incorporé a mi vez, ofreciendo ayuda a Marina con una mirada. Ella la rechazó y me pidió que permaneciese en la sala. Su padre se apoyó en ella y así los vi abandonar el salón.

—Ha sido un placer, Óscar… —murmuró la voz cansina de Germán, perdiéndose en el corredor de sombras—. Vuelva a visitarnos, vuelva a visitarnos…

Escuché los pasos desvanecerse en el interior de la vivienda y esperé el regreso de Marina a la luz de las velas por espacio de casi media hora. La atmósfera de la casa fue calando en mí. Cuando tuve la certeza de que Marina no iba a volver, empecé a preocuparme. Dudé en ir a buscarla, pero no me pareció correcto husmear en las habitaciones sin invitación. Pensé en dejar una nota, pero no tenía nada con qué hacerlo. Estaba anocheciendo, así que lo mejor era marcharme. Ya me acercaría al día siguiente, después de clase, para ver si todo andaba bien. Me sorprendió comprobar que apenas hacía media hora que no veía a Marina y mi mente ya estaba buscando excusas para regresar. Me dirigí hasta la puerta trasera de la cocina y recorrí el jardín hasta la verja. El cielo se apagaba sobre la ciudad con nubes en tránsito.

Mientras paseaba hacia el internado, lentamente, los acontecimientos de la jornada desfilaron por mi mente. Al ascender las escaleras de mi habitación en el cuarto piso estaba convencido de que aquél había sido el día más extraño de mi vida. Pero si se pudiese comprar un billete para repetirlo, lo habría hecho sin pensarlo dos veces.

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