Marina

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Durante el resto del otoño mis visitas a casa de Germán y Marina se transformaron en un ritual diario. Pasaba los días soñando despierto en clase, esperando el momento de escapar rumbo a aquel callejón secreto. Allí me esperaban mis nuevos amigos, a excepción de los lunes, en que Marina acompañaba a Germán al hospital para su tratamiento. Tomábamos café y charlábamos en las salas en penumbra. Germán se avino a enseñarme los rudimentos del ajedrez. Pese a las lecciones, Marina me llevaba a jaque mate en unos cinco o seis minutos, pero yo no perdía la esperanza.

Poco a poco, casi sin darme cuenta, el mundo de Germán y Marina pasó a ser el mío. Su casa, los recuerdos que parecían flotar en el aire… pasaron a ser los míos. Descubrí así que Marina no acudía al colegio para no dejar solo a su padre y poder cuidar de él. Me explicó que Germán le había enseñado a leer, a escribir y a pensar.

—De nada sirve toda la geografía, trigonometría y aritmética del mundo si no aprendes a pensar por ti mismo —se justificaba Marina—. Y en ningún colegio te enseñan eso. No está en el programa.

Germán había abierto su mente al mundo del arte, de la historia, de la ciencia. La biblioteca alejandrina de la casa se había convertido en su universo. Cada uno de sus libros era una puerta a nuevos mundos y a nuevas ideas. Una tarde a finales de octubre nos sentamos en el alféizar de una ventana del segundo piso a contemplar las luces lejanas del Tibidabo. Marina me confesó que su sueño era llegar a ser escritora. Tenía un baúl repleto de historias y cuentos que llevaba escribiendo desde los nueve años. Cuando le pedí que me mostrase alguno, me miró como si estuviese bebido y me dijo que ni hablar. «Esto es como el ajedrez», pensé. Tiempo al tiempo.

A menudo me detenía a observar a Germán y Marina cuando ellos no reparaban en mí. Jugueteando, leyendo o enfrentados en silencio ante el tablero de ajedrez. El lazo invisible que los unía, aquel mundo aparte que se habían construido lejos de todo y de todos, constituía un hechizo maravilloso. Un espejismo que a veces temía quebrar con mi presencia. Había días en que, caminando de vuelta al internado, me sentía la persona más feliz del mundo sólo por poder compartirlo.

Sin reparar en un porqué, hice de aquella amistad un secreto. No le había explicado nada acerca de ellos a nadie, ni siquiera a mi compañero JF. En apenas unas semanas, Germán y Marina se habían convertido en mi vida secreta y, en honor a la verdad, en la única vida que deseaba vivir. Recuerdo una ocasión en que Germán se retiró a descansar temprano, disculpándose como siempre con sus exquisitos modales de caballero decimonónico. Yo me quedé a solas con Marina en la sala de los retratos. Me sonrió enigmáticamente y me dijo que estaba escribiendo sobre mí. La idea me dejó aterrado.

—¿Sobre mí? ¿Qué quieres decir con escribir sobre mí?

—Quiero decir acerca de ti, no encima de ti, usándote como escritorio.

—Hasta ahí ya llego.

Marina disfrutaba con mi súbito nerviosismo.

—¿Entonces? —preguntó—. ¿O es que tienes tan bajo concepto de ti mismo que no crees que valga la pena escribir sobre ti?

No tenía respuesta para aquella pregunta. Opté por cambiar de estrategia y tomar la ofensiva. Eso me lo había enseñado Germán en sus lecciones de ajedrez. Estrategia básica: cuando te pillen con los calzones bajados, echa a gritar y ataca.

—Bueno, si es así, no tendrás más remedio que dejarme leerlo —apunté.

Marina enarcó una ceja, indecisa.

—Estoy en mi derecho de saber lo que se escribe sobre mí —añadí.

—A lo mejor no te gusta.

—A lo mejor. O a lo mejor sí.

—Lo pensaré.

—Estaré esperando.

El frío llegó a Barcelona al estilo habitual: como un meteorito. En apenas un día los termómetros empezaron a mirarse el ombligo. Ejércitos de abrigos salieron de la reserva sustituyendo a las ligeras gabardinas otoñales. Cielos de acero y vendavales que mordían las orejas se apoderaron de las calles. Germán y Marina me sorprendieron al regalarme una gorra de lana que debía de haber costado una fortuna.

—Es para proteger las ideas, amigo Óscar —explicó Germán—. No se le vaya a enfriar el cerebro.

A mediados de noviembre Marina me anunció que Germán y ella debían ir a Madrid por espacio de una semana. Un médico de La Paz, toda una eminencia, había aceptado someter a Germán a un tratamiento que todavía estaba en fase experimental y que sólo se había utilizado un par de veces en toda Europa.

—Dicen que ese médico hace milagros, no sé… —dijo Marina.

La idea de pasar una semana sin ellos me cayó encima como una losa. Mis esfuerzos por ocultarlo fueron en vano. Marina leía en mi interior como si fuera transparente. Me palmeó la mano.

—Es sólo una semana, ¿eh? Luego volveremos a vernos.

Asentí, sin encontrar palabras de consuelo.

—Hablé ayer con Germán acerca de la posibilidad de que cuidases de Kafka y de la casa durante estos días… —aventuró Marina.

—Por supuesto. Lo que haga falta.

Su rostro se iluminó.

—Ojalá ese doctor sea tan bueno como dicen —dije.

Marina me miró durante un largo instante. Tras su sonrisa, aquellos ojos de ceniza desprendían una luz de tristeza que me desarmó.

—Ojalá.

El tren para Madrid partía de la estación de Francia a las nueve de la mañana. Yo me había escabullido al amanecer. Con los ahorros que guardaba reservé un taxi para ir a recoger a Germán y Marina y llevarlos a la estación. Aquella mañana de domingo estaba sumida en brumas azules que se desvanecían bajo el ámbar de un alba tímida. Hicimos buena parte del trayecto callados. El taxímetro del viejo Seat 1500 repiqueteaba como un metrónomo.

—No debería usted haberse molestado, amigo Óscar —decía Germán.

—No es molestia —repliqué—. Que hace un frío que pela y no es cuestión de que se nos enfríe el ánimo, ¿eh?

Al llegar a la estación, Germán se acomodó en un café mientras Marina y yo íbamos a comprar los billetes reservados en la taquilla. A la hora de partir Germán me abrazó con tal intensidad que estuve a punto de echarme a llorar. Con ayuda de un mozo subió al vagón y me dejó a solas para que me despidiese de Marina. El eco de mil voces y silbatos se perdía en la enorme bóveda de la estación. Nos miramos en silencio, casi de refilón.

—Bueno… —dije.

—No te olvides de calentar la leche porque…

—Kafka odia la leche fría, especialmente después de un crimen, ya lo sé. El gato señorito.

El jefe de estación se disponía a dar la salida con su banderín rojo. Marina suspiró.

—Germán está orgulloso de ti —dijo.

—No tiene por qué.

—Te vamos a echar de menos.

—Eso es lo que tú te crees. Anda, vete ya.

Súbitamente, Marina se inclinó y dejó que sus labios rozasen los míos. Antes de que pudiese pestañear subió al tren. Me quedé allí, viendo cómo el tren se alejaba hacia la boca de niebla. Cuando el rumor de la máquina se perdió, eché a andar hacia la salida. Mientras lo hacía pensé que nunca había llegado a contarle a Marina la extraña visión que había presenciado aquella noche de tormenta en su casa. Con el tiempo, yo mismo había preferido olvidarlo y había acabado por convencerme de que lo había imaginado todo. Estaba ya en el gran vestíbulo de la estación cuando un mozo se me acercó algo atropelladamente.

—Esto… Ten, esto me lo han dado para ti.

Me tendió un sobre de color ocre.

—Creo que se equivoca —dije.

—No, no. Esa señora me ha dicho que te lo diese —insistió el mozo.

—¿Qué señora?

El mozo se volvió a señalar el pórtico que daba al Paseo Colón. Hilos de bruma barrían los peldaños de entrada. No había nadie allí. El mozo se encogió de hombros y se alejó.

Perplejo, me acerqué hasta el pórtico y salí a la calle justo a tiempo de identificarla. La dama de negro que habíamos visto en el cementerio de Sarriá subía a un anacrónico carruaje de caballos. Se volvió para mirarme durante un instante. Su rostro quedaba oculto bajo un velo oscuro, una telaraña de acero. Un segundo después la portezuela del carruaje se cerró y el cochero, envuelto en un abrigo gris que le cubría completamente, azotó los caballos. El carruaje se alejó a toda velocidad entre el tráfico del Paseo Colón, en dirección a las Ramblas, hasta perderse.

Estaba desconcertado, sin darme cuenta de que sostenía el sobre que el mozo me había entregado. Cuando reparé en él, lo abrí. Contenía una tarjeta envejecida. En ella podía leerse una dirección:

Mijail Kolvenik

Calle Princesa, 33, 4.º -2.ª

Di la vuelta a la tarjeta. Al dorso, el impresor había reproducido el símbolo que marcaba la tumba sin nombre del cementerio y el invernadero abandonado. Una mariposa negra con las alas desplegadas.

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