Marina

Marina


20

Página 23 de 33

2

0

Seguí el rastro de Claret hasta una calle oculta tras la catedral. Una tienda de máscaras marcaba la esquina. Me acerqué al escaparate y sentí la mirada vacía de los rostros de papel. Me incliné a echar un vistazo. Claret se había detenido a una veintena de metros, junto a una trampilla de bajada a las alcantarillas. Forcejeaba con la pesada tapa de metal. Cuando consiguió que cediera, se internó en aquel agujero. Sólo entonces me acerqué. Escuché pasos en los escalones de metal, descendiendo, y vi el reflejo de un rayo de luz. Me deslicé hasta la boca de las alcantarillas y me asomé. Una corriente de aire viciado ascendía por aquel pozo. Permanecí allí hasta que los pasos de Claret se hicieron inaudibles y las tinieblas devoraron la luz que él llevaba.

Era el momento de telefonear al inspector Florián. Distinguí las luces de una bodega que cerraba muy tarde o abría muy pronto. El establecimiento era una celda que apestaba a vino y ocupaba el semisótano de un edificio que no tendría menos de trescientos años. El bodeguero era un hombre de tinte avinagrado y ojos diminutos que lucía lo que me pareció un birrete militar. Alzó las cejas y me miró con disgusto. A su espalda, la pared estaba decorada con banderines de la división azul, postales del Valle de los Caídos y un retrato de Mussolini.

—Largo —espetó—. No abrimos hasta las cinco.

—Sólo quiero llamar por teléfono. Es una emergencia.

—Vuelve a las cinco.

—Si pudiese volver a las cinco, no sería una emergencia… Por favor. Es para llamar a la policía.

El bodeguero me estudió cuidadosamente y por fin me señaló un teléfono en la pared.

—Espera que te ponga línea. ¿Tienes con qué pagar, no?

—Claro —mentí.

El auricular estaba sucio y grasiento. Junto al teléfono había un platillo de vidrio con cajetillas de cerillas impresas con el nombre del establecimiento y un águila imperial. Bodega Valor, ponía. Aproveché que el bodeguero estaba de espaldas conectando el contador y me llené los bolsillos con las cajetillas de fósforos. Cuando el bodeguero se volvió, le sonreí con bendita inocencia. Marqué el número que Florián me había dado y escuché la señal de llamada una y otra vez, sin respuesta. Empezaba a temer que el camarada insomne del inspector hubiese caído dormido bajo los boletines de la BBC cuando alguien levantó el aparato al otro lado de la línea.

—Buenas noches, disculpe que le moleste a estas horas —dije—. Necesito hablar urgentemente con el inspector Florián. Es una emergencia. Él me dio este número por si…

—¿Quién le llama?

—Óscar Drai.

—¿Óscar qué?

Tuve que deletrear mi apellido pacientemente.

—Un momento. No sé si Florián está en su casa. No veo luz. ¿Puede esperar?

Miré al dueño del bar, que secaba vasos a ritmo marcial bajo la gallarda mirada del

Duce.

—Sí —dije osadamente.

La espera se hizo interminable. El bodeguero no dejaba de mirarme como si fuese un criminal fugado. Probé a sonreírle. No se inmutó.

—¿Me podría servir un café con leché? —pregunté—. Estoy helado.

—No hasta la cinco.

—¿Me puede decir qué hora es, por favor? —indagué.

—Aún falta para las cinco —replicó—. ¿Seguro que has llamado a la policía?

—A la benemérita, para ser exactos —improvisé.

Al fin, oí la voz de Florián. Sonaba despierto y alerta.

—¿Óscar? ¿Dónde estás?

Le relaté tan rápido como pude lo esencial. Cuando le expliqué lo del túnel de la alcantarilla, noté que se ponía tenso.

—Escúchame bien, Óscar. Quiero que me esperes ahí y no te muevas hasta que yo llegue. Cojo un taxi en un segundo. Si pasa algo, echas a correr. No pares hasta llegar a la comisaría de Vía Layetana. Allí preguntas por Mendoza. Él me conoce y es de confianza. Pero pase lo que pase, ¿me entiendes?, pase lo que pase no bajes a esos túneles. ¿Está claro?

—Como el agua.

—Estoy ahí en un minuto.

La línea se cortó.

—Son sesenta pesetas —sentenció el bodeguero a mi espalda de inmediato—. Tarifa nocturna.

—Le pago a las cinco, mi general —le solté con flema.

Las bolsas que le colgaban bajo los ojos se le tiñeron de color Rioja.

—Mira, niñato, que te parto la cara, ¿eh? —amenazó, furioso.

Me largué a escape antes de que consiguiera salir de detrás de la barra con su porra reglamentaria anti disturbios. Esperaría a Florián junto a la tienda de máscaras. No podía tardar mucho, me dije.

Las campanas de la catedral dieron las cuatro de la madrugada. Los signos de la fatiga empezaban a rondarme como lobos hambrientos. Caminé en círculos para combatir el frío y el sueño. Al poco rato escuché unos pasos sobre el empedrado de la calle. Me giré para recibir a Florián, pero la silueta que vi no casaba con la del viejo policía. Era una mujer. Instintivamente me escondí, temiendo que la dama de negro hubiese venido a mi encuentro. La sombra se recortó en la calle y la mujer cruzó frente a mí sin verme. Era María, la hija del doctor Shelley.

Se aproximó hasta la boca del túnel y se inclinó a mirar al abismo. Llevaba en la mano un frasco de vidrio. Su rostro brillaba bajo la Luna, transfigurado. Sonreía. Supe al instante que algo estaba mal. Fuera de lugar. Hasta se me pasó por la cabeza que estaba bajo algún tipo de trance y que había caminado sonámbula hasta allí. Era la única explicación que se me ocurría. Prefería aquella absurda hipótesis que contemplar otras alternativas. Pensé en acercarme a ella, llamarla por su nombre, cualquier cosa. Me armé de valor y di un paso al frente. Apenas lo hice, María se volvió con una rapidez y una agilidad felinas, como si hubiese olido mi presencia en el aire. Sus ojos brillaron en el callejón y la mueca que se dibujó en su rostro me heló la sangre.

—Vete —murmuró con una voz desconocida.

—¿María? —articulé, desconcertado.

Un segundo después, saltó al interior del túnel. Corrí hasta el borde esperando ver el cuerpo de María Shelley destrozado. Un haz de luna cruzó fugazmente sobre el pozo. El rostro de María brilló en el fondo.

—María —grité—. ¡Espere!

Descendí tan rápido como pude las escaleras. Un hedor fétido y penetrante me asaltó tan pronto hube recorrido un par de metros. La esfera de claridad en la superficie fue disminuyendo de tamaño. Busqué una de las cajetillas de fósforos y prendí uno. La visión que me descubrió era fantasmal.

Un túnel circular se perdía en la negrura. Humedad y podredumbre. Chillidos de ratas. Y el eco infinito del laberinto de túneles bajo la ciudad. Una inscripción recubierta de mugre en la pared rezaba:

SGAB/1881

COLECTOR SECTOR IV/NIVEL 2 — TRAMO 66

Al otro lado del túnel, el muro estaba caído. El subsuelo había invadido parte del colector. Se podían apreciar diferentes estratos de antiguos niveles de la ciudad, apilados uno sobre otro.

Contemplé los cadáveres de viejas Barcelonas sobre las que se erguía la nueva ciudad. El escenario donde Sentís había encontrado la muerte. Encendí otra cerilla. Reprimí las náuseas que me ascendían por la garganta y avancé unos metros en la dirección de las pisadas.

—¿María?

Mi voz se transformó en un eco espectral cuyo efecto me heló la sangre; decidí cerrar la boca. Observé decenas de diminutos puntos rojos que se movían como insectos sobre un estanque. Ratas. La llama de las cerillas que no dejaba de encender las mantenía a una prudencial distancia.

Vacilaba si continuar adentrándome más o no, cuando oí una voz lejana. Miré por última vez hacia la entrada de la calle. Ni rastro de Florián. Escuché aquella voz de nuevo. Suspiré y puse rumbo a las tinieblas.

El túnel por el que avanzaba me hizo pensar en el tracto intestinal de una bestia. El suelo estaba recubierto por un arroyo de aguas fecales. Avancé sin más claridad que la que provenía de los fósforos. Empalmaba uno con otro, sin dejar que la oscuridad me rodease por completo. A medida que me adentraba en el laberinto mi olfato se fue acomodando al olor de las cloacas. Advertí también que la temperatura iba ascendiendo. Una humedad pegajosa se adhería a la piel, la ropa y el pelo.

Unos metros más allá, brillando sobre los muros, distinguí una cruz pintada burdamente en rojo. Otras cruces similares marcaban las paredes. Me pareció ver algo brillar en el suelo. Me arrodillé a examinarlo y comprobé que se trataba de una fotografía. Reconocí la imagen al instante. Era uno de los retratos del álbum que habíamos encontrado en el invernadero. Había más fotografías en el suelo. Todas ellas provenían del mismo lugar. Algunas estaban desgarradas. Veinte pasos más adelante encontré el álbum, prácticamente destrozado. Lo tomé y pasé las páginas vacías. Parecía como si alguien hubiese estado buscando algo en él y, al no encontrarlo, lo hubiera hecho trizas con rabia.

Me hallaba en una encrucijada, una especie de cámara de distribución o convergencia de conductos. Alcé la vista y vi que la boca de otro pasadizo se abría justo sobre el punto donde yo me encontraba. Creí identificar una rejilla. Alcé la cerilla hacia allí pero una bocanada de aire cenagoso que exhaló uno de los colectores extinguió la llama. En ese momento escuché algo desplazarse, lentamente, rozando los muros, gelatinoso. Sentí un escalofrío en la base de la nuca. Busqué otra cerilla en la oscuridad y traté de encenderla a ciegas, pero la llama no me prendía. Esta vez estaba seguro: algo se movía en los túneles, algo vivo que no eran ratas. Noté que me ahogaba. La pestilencia del lugar me golpeó brutalmente las fosas nasales. Un fósforo prendió en mis manos por fin. Al principio la llama me cegó. Luego vi algo reptando a mi encuentro. Desde todos los túneles. Unas figuras indefinidas se arrastraban como arañas por los conductos. La cerilla cayó de mis dedos temblorosos. Quise echar a correr, pero tenía los músculos clavados.

De repente, un rayo de luz rebanó las sombras, atrapando una visión fugaz de lo que me pareció un brazo extendiéndose hacia mí.

—¡Óscar!

El inspector Florián corría en mi dirección. En una mano sostenía una linterna. En la otra, un revólver. Florián me alcanzó y barrió todos los rincones con el haz de la linterna. Ambos escuchamos el sonido escalofriante de aquellas siluetas retirándose, huyendo de la luz. Florián sostenía la pistola en alto.

—¿Qué era eso?

Quise responder, pero me falló la voz.

—¿Y qué demonios haces aquí abajo?

—María… —articulé.

—¿Qué?

—Mientras le esperaba, vi a María Shelley lanzarse a las cloacas y…

—¿La hija de Shelley? —preguntó Florián, desconcertado—. ¿Aquí?

—Sí.

—¿Y Claret?

—No lo sé. He seguido el rastro de pisadas hasta aquí…

Florián inspeccionó los muros que nos rodeaban. Una compuerta de hierro cubierta de óxido quedaba en un extremo de la galería. Frunció el ceño y se aproximó lentamente hacia allí. Me pegué a él.

—¿Son éstos los túneles donde encontraron a Sentís?

Florián asintió en silencio, señalando hacia el otro extremo del túnel.

—Esta red de colectores se extiende hasta el antiguo mercado del Borne. Sentís fue encontrado allí, pero había signos de que el cuerpo había sido arrastrado.

—Es allí donde está la vieja fábrica de la Velo-Granell, ¿no?

Florián asintió de nuevo.

—¿Cree usted que alguien está utilizando estos pasadizos subterráneos para moverse bajo la ciudad, desde la fábrica a…?

—Toma, sostén la linterna —me cortó Florián—. Y esto.

«Esto» era su revólver. Se lo aguanté mientras él forzaba la compuerta de metal. El arma pesaba más de lo que había supuesto. Coloqué el dedo en el gatillo y la contemplé a la luz. Florián me lanzó una mirada asesina.

—No es un juguete, cuidado. Ve haciendo el tonto y una bala te reventará la cabeza como si fuese una sandía.

La compuerta cedió. El hedor que se escapó del interior era indescriptible. Dimos unos pasos atrás, combatiendo la náusea.

—¿Qué diablos hay ahí dentro? —exclamó Florián.

Sacó un pañuelo y se cubrió la boca y la nariz con él. Le tendí su arma y sostuve la linterna. Florián empujó la compuerta de una patada. Enfoqué hacia el interior. La atmósfera era tan espesa que apenas se distinguía nada. Florián tensó el percutor y avanzó hacia el umbral.

—Quédate ahí —me ordenó.

Ignoré sus palabras y avancé hasta la entrada de la cámara.

—¡Dios santo!… —escuché exclamar a Florián.

Sentí que me faltaba el aire. Era imposible aceptar la visión que se ofrecía a nuestros ojos. Atrapados en las tinieblas, colgando de garfios herrumbrosos, había docenas de cuerpos inertes, incompletos. Sobre dos grandes mesas yacían en un caos completo unas extrañas herramientas: piezas de metal, engranajes y mecanismos construidos en madera y acero. Una colección de frascos reposaba en una vitrina de cristal, un juego de jeringas hipodérmicas y un muro repleto de instrumentos quirúrgicos sucios, ennegrecidos.

—¿Qué es esto? —murmuró Florián, tenso.

Una figura de madera y piel, de metal y hueso yacía sobre una de las mesas como un macabro juguete inacabado. Representaba a un niño con ojos redondos de reptil; una lengua bífida asomaba entre sus labios negros. Sobre la frente, marcado a fuego, se podía ver claramente el símbolo de la mariposa.

—Es su taller… Aquí es donde los crea… —se me escapó en voz alta.

Y entonces los ojos de aquel muñeco infernal se movieron. Giró la cabeza. Sus entrañas producían el sonido de un reloj al ajustarse. Sentí sus pupilas de serpiente posarse sobre las mías. La lengua bífida se relamió los labios. Nos estaba sonriendo.

—Salgamos de aquí —dijo Florián—. ¡Ahora mismo!

Regresamos a la galería y cerramos la compuerta a nuestras espaldas. Florián respiraba entrecortadamente. Yo no podía ni hablar. Tomó la linterna de mis manos temblorosas e inspeccionó el túnel. Mientras lo hacía, pude ver una gota atravesar el haz de luz. Y otra. Y otra más. Gotas brillantes de color escarlata. Sangre. Nos miramos en silencio. Algo estaba goteando desde el techo. Florián me indicó que me retirase unos pasos con un gesto y dirigió el haz de luz hacia arriba. Vi cómo el rostro de Florián palidecía y su mano firme empezaba a temblar.

—Corre —fue lo único que me dijo—. ¡Vete de aquí!

Alzó el revólver después de lanzarme una última mirada. Leí en ella primero terror y después la rara certeza de la muerte. Despegó los labios para decir algo más, pero jamás llegó a brotar sonido alguno de su boca. Una figura oscura se precipitó sobre él y le golpeó antes de que pudiera mover un músculo. Sonó un disparo, un estallido ensordecedor rebotando contra la pared. La linterna fue a parar a una corriente de agua. El cuerpo de Florián salió despedido contra el muro con tal fuerza que abrió una brecha en forma de cruz en las baldosas ennegrecidas. Tuve la certeza de que estaba muerto antes de que se desprendiese de la pared y cayese al suelo, inerte.

Eché a correr buscando desesperadamente el camino de vuelta. Un aullido animal inundó los túneles. Me volví. Una docena de figuras reptaba desde todos los ángulos. Corrí como no lo había hecho en la vida, escuchando la jauría invisible aullar a mi espalda, tropezando. La imagen del cuerpo de Florián incrustado en la pared seguía clavada en mi mente.

Estaba cerca de la salida cuando una silueta saltó al frente, apenas unos metros más allá, impidiéndome alcanzar las escaleras de subida. Me detuve en seco. La luz que se filtraba me mostró el rostro de un arlequín. Dos rombos negros cubrían su mirada de cristal y unos labios de madera pulida mostraban colmillos de acero. Di un paso atrás. Dos manos se posaron sobre mis hombros. Unas uñas me rasgaron la ropa. Algo me rodeó el cuello. Era viscoso y frío. Sentí el nudo cerrarse, cortándome la respiración. Mi visión empezó a desvanecerse. Algo me agarró los tobillos. Frente a mí, el arlequín se arrodilló y extendió las manos hacia mi cara. Creí que iba a perder el conocimiento. Recé por que así fuese. Un segundo más tarde, aquella cabeza de madera, piel y metal estalló en pedazos.

El disparo provenía de mi derecha. El estruendo se me clavó en los tímpanos y el olor a pólvora impregnó el aire. El arlequín se desmoronó a mis pies. Hubo un segundo disparo. La presión sobre mi garganta desapareció y caí de bruces. Sólo percibía el olor intenso de la pólvora. Noté que alguien tiraba de mí. Abrí los ojos y atiné a ver cómo un hombre se inclinaba sobre mí y me alzaba.

Percibí de pronto la claridad del día y mis pulmones se llenaron de aire puro. Después perdí el conocimiento. Recuerdo haber soñado con cascos de caballos repicando mientras unas campanas resonaban sin cesar.

Ir a la siguiente página

Report Page