Marina

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Estaba contemplando al trasluz el frasco de suero cuando lo escuché. Marina también lo había oído. Algo se arrastraba sobre la cúpula del teatro.

—Están aquí —dijo Luis Claret desde la puerta, con la voz sombría.

Eva Irinova, sin mostrar sorpresa, guardó de nuevo el suero. Vi cómo Luis Claret sacaba su revólver y comprobaba el cargador. Las balas de plata que le había dado Shelley brillaban en el interior.

—Ahora debéis marcharos —nos ordenó Eva Irinova—. Ya sabéis la verdad. Aprended a olvidarla.

Su rostro estaba oculto tras el velo y su voz mecánica carecía de expresión. Se me hizo imposible deducir la intención de sus palabras.

—Su secreto está a salvo con nosotros —dije de todas formas.

—La verdad siempre está a salvo de la gente —replicó Eva Irinova—. Marchaos ya.

Claret nos indicó que le siguiéramos y abandonamos el camerino. La Luna proyectaba un rectángulo de luz plateada sobre el escenario a través de la cúpula cristalina. Sobre él, recortadas como sombras danzantes, se apreciaban las siluetas de Mijail Kolvenik y sus criaturas. Alcé la vista y me pareció distinguir casi una docena de ellos.

—Dios mío… —murmuró Marina junto a mí.

Claret estaba mirando en la misma dirección. Vi miedo en su mirada. Una de las siluetas descargó un golpe brutal sobre el techo. Claret tensó el percutor de su revólver y apuntó. La criatura seguía golpeando y en cuestión de segundos el vidrio cedería.

—Hay un túnel bajo el foso de la orquesta que cruza la platea hasta el vestíbulo —nos informó Claret sin apartar los ojos de la cúpula—. Encontraréis una trampilla bajo la escalinata principal que da a un pasadizo. Seguidlo hasta una salida de incendios…

—¿No sería más fácil volver por donde hemos venido? —pregunté—. A través de su piso…

—No. Ya han estado allí…

Marina me agarró y tiró de mí.

—Hagamos lo que dice, Óscar.

Miré a Claret. En sus ojos se podía leer la fría serenidad de quien va al encuentro de la muerte con el rostro descubierto. Un segundo más tarde, la lámina de cristal de la cúpula estalló en mil pedazos y una criatura lobuna se abalanzó sobre el escenario, aullando. Claret le disparó al cráneo y acertó de pleno, pero arriba se recortaban ya las siluetas de los demás engendros. Reconocí a Kolvenik al instante, en el centro. A una señal suya, todos se deslizaron reptando hacia el teatro.

Marina y yo saltamos al foso de la orquesta y seguimos las indicaciones de Claret mientras éste nos cubría las espaldas. Escuché otro disparo, ensordecedor. Me volví por última vez antes de entrar en el estrecho pasadizo. Un cuerpo envuelto en harapos sanguinolentos se precipitó de un salto sobre el escenario y se lanzó contra Claret. El impacto de la bala le abrió un orificio humeante en el pecho del tamaño de un puño. El cuerpo seguía avanzando cuando cerré la trampilla y empujé a Marina hacia el interior.

—¿Qué va a ser de Claret?

—No sé —mentí—. Corre.

Nos lanzamos a través del túnel. No debía de tener más de un metro de ancho por metro y medio de alto. Era necesario agacharse para avanzar y palpar los muros para no perder el equilibrio. Apenas nos habíamos adentrado unos metros cuando notamos pasos sobre nosotros. Nos estaban siguiendo sobre la platea, rastreándonos. El eco de los disparos se hizo más y más intenso. Me pregunté cuánto tiempo y cuántas balas le quedarían a Claret antes de ser despedazado por aquella jauría.

De golpe alguien levantó una lámina de madera podrida sobre nuestras cabezas. La luz penetró como una cuchilla, cegándonos, y algo cayó a nuestros pies, un peso muerto. Claret. Sus ojos estaban vacíos, sin vida. El cañón de su pistola en sus manos aún humeaba. No había marcas ni heridas aparentes en su cuerpo, pero algo estaba fuera de lugar. Marina miró por encima de mí y gimió. Le habían quebrado el cuello con una fuerza brutal y su rostro daba a la espalda. Una sombra nos cubrió y observé cómo una mariposa negra se posaba sobre el fiel amigo de Kolvenik. Distraído, no me percaté de la presencia de Mijail hasta que éste atravesó la madera reblandecida y rodeó con su garra la garganta de Marina. La alzó a peso y se la llevó de mi lado antes de que pudiera sujetarla. Grité su nombre. Y entonces me habló. No olvidaré jamás su voz.

—Si quieres volver a ver a tu amiga en un solo pedazo, tráeme el frasco.

No conseguí articular un solo pensamiento durante varios segundos. Luego la angustia me devolvió a la realidad. Me incliné sobre el cuerpo de Claret y forcejeé para apoderarme del arma. Los músculos de su mano estaban agarrotados en el espasmo final. El dedo índice estaba clavado en el gatillo. Retirando dedo a dedo, conseguí finalmente mi objetivo. Abrí el tambor y comprobé que no quedaba munición. Palpé los bolsillos de Claret en busca de más balas. Encontré la segunda carga de munición, seis balas de plata con la punta horadada, en el interior de la chaqueta. El pobre hombre no había tenido tiempo de recargar la pistola. La sombra del amigo a quien había dedicado su existencia le había arrancado la vida con un golpe seco y brutal antes de que pudiera hacerlo. Tal vez, después de tantos años temiendo aquel encuentro, Claret había sido incapaz de disparar sobre Mijail Kolvenik, o lo que quedaba de él. Poco importaba ya.

Temblando, trepé por los muros del túnel hasta la platea y partí en busca de Marina.

Las balas del doctor Shelley habían dejado un rastro de cuerpos sobre el escenario. Otros habían quedado ensartados en las lámparas suspendidas, sobre los palcos… Luis Claret se había llevado por delante la jauría de bestias que acompañaban a Kolvenik. Viendo los cadáveres abatidos, engendros monstruosos, no pude evitar pensar que aquél era el mejor destino al que podían aspirar. Desprovistos de vida, la artificialidad de los injertos y las piezas que los formaban se hacía más evidente. Uno de los cuerpos estaba tendido sobre el pasillo central de la platea, boca arriba, con las mandíbulas desencajadas. Crucé sobre él. El vacío en sus ojos opacos me infundió una profunda sensación de frío. No había nada en ellos. Nada.

Me aproximé al escenario y trepé hasta las tablas. La luz en el camerino de Eva Irinova seguía encendida, pero no había nadie allí. El aire olía a carroña. Un rastro de dedos ensangrentados se distinguía sobre las viejas fotografías en las paredes. Kolvenik. Escuché un crujido a mi espalda y me volví con el revólver en alto. Distinguí pasos alejándose.

—¿Eva? —llamé.

Volví al escenario y vislumbré un círculo de luz ámbar en el anfiteatro. Al acercarme percibí la silueta de Eva Irinova. Sostenía un candelabro en las manos y contemplaba las ruinas del Gran Teatro Real. Las ruinas de su vida. Se volvió y, lentamente, alzó las llamas hasta las lenguas raídas de terciopelo que pendían de los palcos. La tela reseca prendió en seguida. Así, fue sembrando el rastro de un fuego que rápidamente se extendió sobre las paredes de los palcos, los esmaltes dorados de los muros y las butacas.

—¡No! —grité.

Ella ignoró mi llamada y desapareció por la puerta que conducía a las galerías tras los palcos. En cuestión de segundos las llamas se extendieron en una plaga rabiosa que reptaba y absorbía cuanto encontraba a su paso. El brillo de las llamas desveló un nuevo rostro del Gran Teatro. Sentí una oleada de calor y el olor a madera y pintura quemadas me mareó.

Seguí con la vista el ascenso de las llamas. Distinguí en lo alto la maquinaria de la tramoya, un complejo sistema de cuerdas, telones, poleas, decorados suspendidos y pasarelas. Dos ojos encendidos me observaban desde las alturas. Kolvenik. Sujetaba a Marina con una sola mano como a un juguete. Le vi desplazarse entre los andamios con agilidad felina. Me volví y comprobé que las llamas se habían extendido a lo largo de todo el primer piso y que empezaban a escalar a los palcos del segundo. El orificio en la cúpula alimentaba el fuego, creando una inmensa chimenea.

Me apresuré hacia las escalinatas de madera. Los escalones ascendían en zigzag y temblaban a mi paso. Me detuve a la altura del tercer piso y alcé la vista. Había perdido a Kolvenik. Justo entonces sentí unas garras clavándose sobre mi espalda. Me revolví para escapar de su abrazo mortal y vi a una de las criaturas de Kolvenik. Los disparos de Claret habían segado uno de sus brazos, pero seguía viva. Tenía una larga cabellera y su rostro había sido alguna vez el de una mujer. La apunté con el revólver, pero no se detuvo. Súbitamente, me asaltó la certidumbre de que había visto aquel rostro. El brillo de las llamas desveló lo que quedaba de su mirada. Sentí que la garganta se me secaba.

—¿María? —balbuceé.

La hija de Kolvenik, o la criatura que habitaba en su carcasa, se detuvo un instante, dudando.

—¿María? —llamé de nuevo.

Nada quedaba del aura angelical que recordaba en ella. Su belleza había sido mancillada. Una alimaña patética y escalofriante ocupaba su lugar. Su piel estaba todavía fresca. Kolvenik había trabajado rápido. Bajé el revólver y traté de alargar una mano hacia aquella pobre mujer. Quizás aún había una esperanza para ella.

—¿María? ¿Me reconoce? Soy Óscar. Óscar Drai. ¿Me recuerda?

María Shelley me miró intensamente. Por un instante, un destello de vida asomó a su mirada. La vi derramar lágrimas y alzar sus manos. Contempló las grotescas garras de metal que brotaban de sus brazos y la oí gemir. Le tendí mi mano. María Shelley dio un paso atrás, temblando.

Una bocanada de fuego estalló sobre una de las barras que sostenían el telón principal. La lámina de tela raída se desprendió en un manto de fuego. Las cuerdas que lo habían sostenido salieron despedidas en látigos de llamas y la pasarela sobre la que nos sosteníamos fue alcanzada de pleno. Una línea de fuego se dibujó entre nosotros. Tendí de nuevo mi mano a la hija de Kolvenik.

—Por favor, tome mi mano.

Se retiró, rehuyéndome. Su rostro estaba cubierto de lágrimas. La plataforma a nuestros pies crujió.

—María, por favor…

La criatura observó las llamas, como si viera algo en ellas. Me dirigió una última mirada que no supe comprender y aferró la cuerda ardiente que había quedado tendida sobre la plataforma. El fuego se extendió por su brazo, al torso, a sus cabellos, sus ropas y su rostro. La vi arder como si fuera una figura de cera hasta que las tablas cedieron a sus pies y su cuerpo se precipitó al abismo.

Corrí hacia una de las salidas del tercer piso. Tenía que encontrar a Eva Irinova y salvar a Marina.

—¡Eva! —grité cuando por fin la localicé.

Ignoró mi llamada y siguió avanzando. La alcancé en la escalinata central de mármol. La agarré del brazo con fuerza y la detuve. Ella forcejeó para librarse de mí.

—Tiene a Marina. Si no le entrego el suero, la matará.

—Tu amiga ya está muerta. Sal de aquí mientras puedas.

—¡No!

Eva Irinova miró a nuestro alrededor. Espirales de humo se deslizaban por las escalinatas. No quedaba mucho tiempo.

—No puedo irme sin ella…

—No lo entiendes —replicó—. Si te entrego el suero, él os matará a los dos y nadie podrá detenerle.

—Él no quiere matar a nadie. Sólo quiere vivir.

—Sigues sin entenderlo, Óscar —dijo Eva—. No puedo hacer nada. Todo está en manos de Dios.

Con estas palabras se volvió y se alejó de mí.

—Nadie puede hacer el trabajo de Dios. Ni siquiera usted —dije, recordándole sus propias palabras.

Se detuvo. Alcé el revólver y apunté. El chasquido del percutor al tensarse se perdió en el eco de la galería. Eso hizo que se diese la vuelta.

—Sólo estoy tratando de salvar el alma de Mijail —dijo.

—No sé si podrá salvar el alma de Kolvenik, pero la suya sí.

La dama me miró en silencio, enfrentándose a la amenaza del revólver en mis manos temblorosas.

—¿Serías capaz de dispararme a sangre fría? —me preguntó.

No respondí. No sabía la respuesta. Lo único que ocupaba mi mente era la imagen de Marina en las garras de Kolvenik y los escasos minutos que quedaban antes de que las llamas abriesen definitivamente las puertas del infierno sobre el Gran Teatro Real.

—Tu amiga debe de significar mucho para ti.

Asentí y me pareció que aquella mujer esbozaba la sonrisa más triste de su vida.

—¿Lo sabe ella? —preguntó.

—No lo sé —dije sin pensar.

Asintió lentamente y vi que sacaba el frasco esmeralda.

—Tú y yo somos iguales, Óscar. Estamos solos y condenados a querer a alguien sin salvación…

Me tendió el frasco y yo bajé el arma. La dejé en el suelo y tomé el frasco en mis manos. Mientras lo examinaba sentí que me había quitado un peso de encima. Iba a darle las gracias, pero Eva Irinova ya no estaba allí. El revólver tampoco.

Cuando llegué al último piso todo el edificio agonizaba a mis pies. Corrí hacia el extremo de la galería en busca de una entrada a la bóveda de la tramoya. Súbitamente una de las puertas salió proyectada del marco envuelta en llamas. Un río de fuego inundó la galería. Estaba atrapado. Miré desesperadamente a mi alrededor y sólo vi una salida. Las ventanas que daban al exterior. Me acerqué a los cristales empañados por el humo y distinguí una estrecha cornisa al otro lado. El fuego se abría paso hacia mí. Los cristales de la ventana se astillaron como tocados por un aliento infernal. Mis ropas humeaban. Podía sentir las llamas en la piel. Me ahogaba. Salté a la cornisa. El aire frío de la noche me golpeó y vi que las calles de Barcelona se extendían muchos metros bajo mis pies. La visión era sobrecogedora. El fuego había envuelto completamente el Gran Teatro Real. El andamiaje se había desplomado, convertido en cenizas. La antigua fachada se alzaba igual que un majestuoso palacio barroco, una catedral de llamas en el centro del Raval. Las sirenas de los bomberos aullaban como si se lamentaran de su impotencia. Junto a la aguja de metal en la que convergía la red de nervios de acero de la cúpula, Kolvenik sujetaba a Marina.

—¡Marina! —chillé.

Di un paso hacia el frente y me aferré a un arco de metal instintivamente para no caer. Estaba ardiendo. Aullé de dolor y retiré la mano. La palma ennegrecida humeaba. En aquel instante, una nueva sacudida recorrió la estructura y adiviné lo que iba a suceder. Con un estruendo ensordecedor, el teatro se desplomó y sólo el esqueleto de metal permaneció intacto, desnudo. Una telaraña de aluminio tendida sobre un infierno. En su centro, se alzaba Kolvenik. Pude ver el rostro de Marina. Estaba viva. Así que hice lo único que podía salvarla.

Tomé el frasco y lo alcé a la vista de Kolvenik. Separó a Marina de su cuerpo y la acercó al precipicio. La oí gritar. Luego tendió su garra abierta al vacío. El mensaje estaba claro. Frente a mí se extendía una viga como un puente. Avancé hacia ella.

—¡Óscar, no! —suplicó Marina.

Clavé los ojos sobre la estrecha pasarela y me aventuré. Sentí cómo la suela de mis zapatos se deshacía a cada paso. El viento asfixiante que ascendía del fuego rugía a mi alrededor. Paso a paso, sin separar los ojos de la pasarela, como un equilibrista. Miré al frente y descubrí a una Marina aterrada. ¡Estaba sola! Al ir a abrazarla, Kolvenik se alzó tras ella. La aferró de nuevo y la sostuvo sobre el vacío. Extraje el frasco e hice lo propio, dándole a entender que lo lanzaría a las llamas si no la soltaba. Recordé las palabras de Eva Irinova: «Os matará a los dos…». Así que abrí el frasco y vertí un par de gotas en el abismo. Kolvenik lanzó a Marina contra una estatua de bronce y se abalanzó sobre mí. Salté para esquivarle y el frasco se me resbaló entre los dedos.

El suero se evaporaba al contacto con el metal ardiente. La garra de Kolvenik lo detuvo cuando apenas quedaban ya unas gotas en su interior. Kolvenik cerró su puño de metal sobre el frasco y lo hizo añicos. Unas gotas esmeralda se desprendieron de sus dedos. Las llamas iluminaron su rostro, un pozo de odio y rabia incontenibles. Entonces empezó a avanzar hacia nosotros. Marina aferró mis manos y las apretó con fuerza. Cerró sus ojos y yo hice lo mismo. Sentí el hedor putrefacto de Kolvenik a unos centímetros y me preparé para sentir el impacto.

El primer disparó atravesó silbando entre las llamas. Abrí los ojos y vi la silueta de Eva Irinova avanzando como lo había hecho yo. Sostenía el revólver en alto. Una rosa de sangre negra se abrió en el pecho de Kolvenik. El segundo disparo, más cercano, destrozó una de sus manos. El tercero le alcanzó en el hombro. Retiré a Marina de allí. Kolvenik se volvió hacia Eva, tambaleándose. La dama de negro avanzaba lentamente. Su arma le apuntaba sin piedad. Oí gemir a Kolvenik. El cuarto disparo le abrió un agujero en el vientre. El quinto y último le dibujó un orificio negro entre los ojos. Un segundo más tarde, Kolvenik se desplomó de rodillas. Eva Irinova dejó caer la pistola y corrió a su lado.

Le rodeó con sus brazos y le acunó. Los ojos de ambos volvieron a encontrarse y pude ver que ella acariciaba aquel rostro monstruoso. Lloraba.

—Llévate a tu amiga de aquí —dijo sin mirarme.

Asentí. Guié a Marina a través de la pasarela hasta la cornisa del edificio. Desde allí conseguimos llegar hasta los tejados del anexo y ponernos a salvo del fuego. Antes de perderla de vista, nos volvimos. La dama negra envolvía en su abrazo a Mijail Kolvenik. Sus siluetas se recortaron entre las llamas hasta que el fuego las envolvió por completo. Creí ver el rastro de sus cenizas esparciéndose al viento, flotando sobre Barcelona hasta que el amanecer se las llevó para siempre.

Al día siguiente los diarios hablaron del mayor incendio en la historia de la ciudad, de la vieja historia del Gran Teatro Real y de cómo su desaparición borraba los últimos ecos de una Barcelona perdida. Las cenizas habían tendido un manto sobre las aguas del puerto. Seguirían cayendo sobre la ciudad hasta el crepúsculo. Fotografías tomadas desde Montjuïc ofrecían la visión dantesca de una pira infernal que ascendía al cielo. La tragedia adquirió un nuevo rostro cuando la policía desveló que sospechaba que el edificio había sido ocupado por indigentes y que varios de ellos habían quedado atrapados en los escombros. Nada se sabía acerca de la identidad de los dos cuerpos carbonizados que se encontraron abrazados en lo alto de la cúpula. La verdad, como había predicho Eva Irinova, estaba a salvo de la gente.

Ningún diario mencionó la vieja historia de Eva Irinova y de Mijail Kolvenik. A nadie le interesaba ya. Recuerdo aquella mañana con Marina frente a uno de los quioscos de las Ramblas. La primera página de

La Vanguardia abría a cinco columnas:

¡ARDE BARCELONA!

Curiosos y madrugadores se apresuraban a comprar la primera edición, preguntándose quién había esmaltado el cielo de plata. Lentamente nos alejamos hacia la Plaza Cataluña mientras las cenizas seguían lloviendo a nuestro alrededor como copos de nieve muerta.

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