Marina

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En los días que siguieron al incendio del Gran Teatro Real, una oleada de frío se abatió sobre Barcelona. Por primera vez en muchos años, un manto de nieve cubrió la ciudad desde el puerto a la cima del Tibidabo. Marina y yo, en compañía de Germán, pasamos unas Navidades de silencios y miradas esquivas. Marina apenas mencionaba lo sucedido y empecé a advertir que rehuía mi compañía y que prefería retirarse a su habitación a escribir. Yo mataba las horas jugando con Germán interminables partidas de ajedrez en la gran sala al calor de la chimenea. Veía nevar y esperaba el momento de estar a solas con Marina. Un momento que nunca llegaba.

Germán fingía no advertir lo que pasaba y trataba de animarme dándome conversación.

—Marina dice que quiere ser usted arquitecto, Óscar.

Yo asentía, sin saber ya lo que realmente deseaba. Pasaba las noches en vela, recomponiendo las piezas de la historia que habíamos vivido. Intenté alejar de mi memoria el fantasma de Kolvenik y Eva Irinova. En más de una ocasión pensé en visitar al viejo doctor Shelley para relatarle lo sucedido. Me faltó valor para enfrentarme a él y explicarle cómo había visto morir a la mujer a la que había criado como su hija o cómo había visto arder a su mejor amigo.

El último día del año la fuente del jardín se heló. Temí que mis días con Marina estuviesen llegando a su fin. Pronto tendría que volver al internado. Pasamos la Nochevieja a la luz de las velas, escuchando las campanadas lejanas de la iglesia de la Plaza Sarriá. Afuera seguía nevando y me pareció que las estrellas se habían caído del cielo sin avisar. A medianoche brindamos entre susurros. Busqué los ojos de Marina, pero su rostro se retiró a la penumbra. Aquella noche traté de analizar qué es lo que había hecho o qué había dicho para merecer aquel tratamiento. Podía sentir la presencia de Marina en la habitación contigua. La imaginaba despierta, una isla que se alejaba en la corriente. Golpeé en la pared con los nudillos. Llamé en vano. No tuve respuesta.

Empaqueté mis cosas y escribí una nota. En ella me despedía de Germán y Marina y les agradecía su hospitalidad. Algo que no sabía explicar se había roto y sentía que allí sobraba. Al amanecer, dejé la nota sobre la mesa de la cocina y me encaminé de vuelta al internado. Al alejarme, tuve la certeza de que Marina me observaba desde su ventana. Dije adiós con la mano, esperando que me estuviese viendo. Mis pasos dejaron un rastro en la nieve en las calles desiertas.

Aún faltaban unos días para que regresaran los demás internos. Las habitaciones del cuarto piso eran lagunas de soledad. Mientras deshacía mi equipaje el padre Seguí me hizo una visita. Le saludé con una cortesía de compromiso y seguí ordenando mi ropa.

—Curiosa gente, los suizos —dijo—. Mientras los demás ocultan sus pecados, ellos los envuelven en papel de plata con licor, un lazo y los venden a precio de oro. El prefecto me ha enviado una caja inmensa de bombones de Zurich y no hay nadie aquí con quien compartirla. Alguien va a tener que echarme una mano antes de que doña Paula los descubra…

—Cuente conmigo —ofrecí sin convicción.

Seguí se acercó a la ventana y contempló la ciudad a nuestros pies, un espejismo. Se giró y me observó como si pudiese leer mis pensamientos.

—Un buen amigo me dijo una vez que los problemas son como las cucarachas —era el tono de broma que empleaba cuando quería hablar en serio—. Si se sacan a la luz, se asustan y se van.

—Debía de ser un amigo sabio —dije.

—No —repuso Seguí—. Pero era un buen hombre. Feliz año nuevo, Óscar.

—Feliz año nuevo, padre.

Pasé aquellos días hasta el inicio de las clases casi sin salir de mi habitación. Intentaba leer, pero las palabras volaban de las páginas. Se me consumían las horas en la ventana, contemplando el caserón de Germán y Marina a lo lejos. Mil veces pensé en volver y más de una me aventuré hasta la boca del callejón que conducía hasta su verja. Ya no se oía el gramófono de Germán entre los árboles, sólo el viento entre las ramas desnudas. Por las noches revivía una y otra vez los sucesos de las últimas semanas hasta caer exhausto en un sueño sin reposo, febril y asfixiante.

Las clases empezaron una semana más tarde. Eran días de plomo, de ventanas empañadas de vaho y de radiadores que goteaban en la penumbra. Mis antiguos compañeros y sus algarabías me resultaban ajenos. Charlas de regalos, fiestas y recuerdos que no podía ni quería compartir. Las voces de mis maestros me resbalaban. No conseguía descifrar qué importancia tenían las elucubraciones de Hume o qué podían hacer las ecuaciones derivadas para retrasar el reloj y cambiar la suerte de Mijail Kolvenik y de Eva Irinova. O mi propia suerte.

El recuerdo de Marina y de los escalofriantes hechos que habíamos compartido me impedía pensar, comer o mantener una conversación coherente. Ella era la única persona con quien podía compartir mi angustia y la necesidad de su presencia llegó a causarme un dolor físico. Me quemaba por dentro y nada ni nadie conseguía aliviarme. Me convertí en una figura gris en los pasillos. Mi sombra se confundía con las paredes. Los días caían como hojas muertas. Esperaba recibir una nota de Marina, una señal de que deseaba verme de nuevo. Una simple excusa para correr a su lado y quebrar aquella distancia que nos separaba y que parecía crecer día a día. Nunca llegó. Quemé las horas recorriendo los lugares en los que había estado con Marina. Me sentaba en los bancos de la Plaza Sarriá esperando verla pasar…

A finales de enero el padre Seguí me convocó en su despacho. Con el semblante sombrío y una mirada penetrante me preguntó qué me estaba sucediendo.

—No lo sé —respondí.

—Quizá si hablamos de ello, podamos averiguar de qué se trata —me ofreció Seguí.

—No lo creo —dije con una brusquedad de la que me arrepentí al instante.

—Pasaste una semana fuera del internado estas Navidades. ¿Puedo preguntar dónde?

—Con mi familia.

La mirada de mi tutor se tiñó de sombras.

—Si vas a mentirme, no tiene sentido que continuemos esta conversación, Óscar.

—Es la verdad —dije—, he estado con mi familia…

Febrero trajo consigo el sol. Las luces del invierno fundieron aquel manto de hielo y escarcha que había enmascarado la ciudad. Eso me animó y un sábado me presenté en casa de Marina. Una cadena aseguraba el cierre de la verja. Más allá de los árboles, la vieja mansión parecía más abandonada que nunca. Por un instante creí haber perdido la razón. ¿Lo había imaginado todo? Los habitantes de aquella residencia fantasmal, la historia de Kolvenik y la dama de negro, el inspector Florián, Luis Claret, las criaturas resucitadas…, personajes a los que la mano negra del destino había hecho desaparecer uno a uno… ¿Habría soñado a Marina y su playa encantada?

«Sólo recordamos aquello que nunca sucedió…»

Aquella noche desperté gritando, envuelto en sudor frío y sin saber dónde me encontraba. Había vuelto en sueños a los túneles de Kolvenik. Seguía a Marina sin poder alcanzarla hasta que la descubría cubierta por un manto de mariposas negras; sin embargo, al alzar éstas el vuelo, no dejaban tras de sí más que el vacío. Frío. Sin explicación. El demonio destructor que obsesionaba a Kolvenik. La nada tras la última oscuridad.

Cuando el padre Seguí y mi compañero JF acudieron a mi habitación alertados por mis gritos, tardé unos segundos en reconocerlos. Seguí me tomó el pulso mientras JF me observaba consternado, convencido de que su amigo había perdido la razón por completo. No se movieron de mi lado hasta que volví a dormirme.

Al día siguiente, después de dos meses sin ver a Marina, decidí volver al caserón de Sarriá. No me echaría atrás hasta haber obtenido una explicación.

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