Mao

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12. Tigres de papel

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12. Tigres de papel

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Tigres de papel

El conflicto que, consumiendo a China por entero, se extendió entre el verano de 1946 y la primavera de 1950 fue radicalmente distinto de cualquier otra guerra anterior en la que Mao hubiese participado. En Jinggangshan, en Jiangxi y en el noroeste el objetivo del Ejército Rojo había sido asegurar y defender las zonas rurales. Durante el período de Yan’an, éste había consistido «en un 70 por 100 en expandir nuestras propias fuerzas, en un 20 por 100 en resistir ante el Guomindang, y en un 10 por 100 en luchar contra Japón». Ahora, por vez primera, el objetivo de Mao no era dominar el campo, sino tomar el control de las ciudades de China, los centros proletarios de los que los comunistas habían sido brutalmente excluidos veinte años antes.

Durante los nueve primeros meses, el Ejército Rojo —ahora bautizado con el nombre de Ejército Popular de Liberación— estuvo en constante retirada. En Manchuria, donde Chiang había destinado la elite de sus tropas, los comunistas perdieron casi todas sus ganancias anteriores, reteniendo únicamente Harbin, cerca de la frontera soviética. En la China oriental fueron expulsados del norte de Jiangsu. Las áreas base dolorosamente reconstruidas en los distritos de E-Yu-Wan, en el norte de Wuhan, fueron invadidas, y las fuerzas nacionalistas se hicieron con el control de algunas partes de la región fronteriza situada entre Shanxi, Hebei, Shandong y Henan. En diciembre de 1946, Chiang se sentía lo suficientemente confiado como para asegurarle a Marshall que la amenaza militar de los comunistas sería neutralizada durante el otoño siguiente, una aseveración que repitió públicamente, con gran alharaca, tras la caída de Yan’an. Las advertencias del enviado norteamericano de que las fuerzas de Mao, aunque en retirada, no mostraban signo de inminente rendición, cayeron en oídos sordos.

La estrategia de Chiang consistía en recuperar las principales ciudades y líneas de ferrocarril al norte del Yangzi, y sólo después de que éstas hubiesen quedado aseguradas, avanzar hacia las zonas rurales y ocupar las sedes de distrito, utilizando finalmente las milicias de los terratenientes para retomar el control en los pueblos.[1] Mao ordenó que sus fuerzas evitasen la batalla a menos que estuviesen seguros de vencer, y después procurasen la rápida aniquilación de las fuerzas que habían atacado.

Cuando hemos conseguido rodear … a uno de los destacamentos enemigos (una brigada o un regimiento), debemos abstenernos de eliminar todos a un mismo tiempo al enemigo cercado … y así dividirnos nosotros mismos … haciendo difícil la consecución de los objetivos. En lugar de ello, debemos reunir una fuerza seis, cinco, cuatro o, como mínimo, tres veces [mayor que] la del enemigo, concentrando toda o la mayor parte de nuestra artillería, seleccionando uno (y no dos) de los flancos débiles de las posiciones enemigas, atacándolo fieramente y estando seguros de la victoria … Cuando aniquilemos un regimiento, [el enemigo] poseerá un regimiento menos. Cuando acabemos con una brigada, contará con una brigada menos … Con este método alcanzaremos la victoria. Ignorándolo, perderemos.[2]

En febrero de 1947, más de cincuenta brigadas nacionalistas (de las doscientas dieciocho que participaban en la campaña) habían quedado inutilizadas siguiendo este procedimiento.[3] Al igual que en Jiangxi, quince años antes, la mayoría de las tropas del Guomindang que se rendían eran asimiladas por las unidades comunistas, convirtiéndose en la principal fuente de fuerza humana de refresco del Ejército Popular de Liberación.

Como precaución de seguridad, los dirigentes del partido se dividieron en dos grupos después de abandonar Yan’an.[4] Mao encabezaba el llamado Comité de la Línea del Frente, que permaneció en el norte de Shaanxi. Liu Shaoqi asumió el cargo de una Comisión de Trabajo del Comité Central de la base de Jin-Cha-Ji, en el actual Hebei, a poco menos de cuatrocientos kilómetros al este. Sydney Rittemberg, que avanzaba con la columna de Mao, quedó fascinado por las tácticas del presidente, aunque las consideraba terroríficas:

Mao [jugaba] … a un macabro juego del gato y el ratón con su adversario. Telegrafiaba deliberadamente sus movimientos, y … los ponía en práctica en un lugar que nunca se hallaba a más de un día de marcha de las posiciones del Guomindang. Sabía que [el comandante nacionalista] Hu Zongnan se convertiría en el héroe de Chiang si era capaz de capturar a Mao en persona, y Mao apostaba a esa carta siempre que podía serle de algún provecho. Esperaba en cada campamento a que sus espías le trajesen noticias de que el enemigo se encontraba a sólo una hora de marcha antes de que metódicamente se enfundase su abrigo, montase en su caballo y dirigiese su pequeña columna, con su cuartel general, hacia el camino … [Entonces], cuando las tropas del Guomindang habían quedado exhaustas … y enfermas por toda la campaña, Peng Dehuai escogía el flanco más vulnerable … y lanzaba [a sus hombres] sobre él.[5]

La sabiduría de Ju, el Viejo Sordo, que Mao había aprendido en Jinggangshan, y que tan buenos resultados le había dado durante la Larga Marcha, seguía mostrándose útil. En un telegrama enviado a Peng en abril, lo describió como «la táctica del desgaste y el desgarre», diseñada para fatigar al enemigo y esquilmar sus provisiones de alimentos.[6]

Por aquel entonces, la ofensiva nacionalista ya había comenzado a estancarse. Mao (y, por separado, los norteamericanos) así lo habían predicho el otoño anterior.[7] Las fuerzas de Chiang se habían expandido con demasiada ligereza, y las líneas de comunicación se habían dispersado demasiado. El Generalísimo reconoció posteriormente que el envío de sus mejores tropas al noreste, sin asegurar primero las provincias intermedias del norte y centro de China, había resultado un error estratégico fundamental.[8] Su falta de confianza en los nativos manchúes no contribuyó a mejorar la situación. Cuando los nacionalistas impusieron forasteros en la administración de la región perdieron el apoyo de la elite local.[9] Pero el factor crucial para el cambio de corriente fue la facilidad con que el Ejército Popular de Liberación se adaptó, después de las tácticas de guerrilla, al uso de grandes formaciones movibles. La experiencia adquirida en la guerra contra Japón, y la mejorada disciplina y la «unidad de propósito» impuesta durante la campaña de rectificación resultaban ser ahora muy valiosas.

Aquel verano finalizó la retirada comunista y comenzó el contraataque.

Lin Biao lanzó una ofensiva triple que atacó con intensidad los enlaces por ferrocarril entre las principales ciudades de Manchuria e hizo retroceder el frente nacionalista hasta doscientos veinticinco kilómetros más al sur. Liu Bocheng, el «Dragón de un Ojo», atacó cruzando el río Amarillo hasta penetrar en Hebei, mientras Chen Yi hacía lo propio en Shandong. Más al norte, Nie Rongzhen tomaba Shijiazhuang, la primera gran ciudad nacionalista en caer en territorio propiamente chino, concediendo a los comunistas el control del principal ferrocarril entre Pekín, en el norte, y Wuhan, en el sur.[10] En diciembre de 1947, Mao pudo anunciar que seiscientos cuarenta mil soldados nacionalistas habían sido heridos o muertos, y más de un millón se había rendido.

La guerra, dijo exultante, había llegado a su punto de inflexión. «[Un año antes] nuestros enemigos se mostraban jubilosos … [y] también los imperialistas americanos bailaban de alegría … [Ahora] están dominados por el pesimismo. Exhalan grandes suspiros [y] se lamentan de la crisis»[11].

A lo largo de la primavera y el verano de 1948 los comunistas lograron imponer su ventaja.[12] A finales de marzo, la mayor parte de Manchuria, además de Changchun y Shenyang, estaba en manos de Lin Biao, y consiguieron cortar tanto las posibilidades de reclutamiento nacionalista como su retirada. Más al sur, los comandantes del Ejército Popular de Liberación recuperaron buena parte de las provincias de Henan y Anhui. En una victoria de importancia simbólica, Yan’an fue reconquistada por las fuerzas comunistas el 25 de abril. Mao comenzó a calcular el número de brigadas nacionalistas que debían ser eliminadas para alcanzar la victoria final. En marzo de 1948 vaticinó que el gobierno nacionalista sería derrocado a mediados de 1951.[13] Ocho meses después avanzaba su previsión hasta el otoño de 1949.[14]

La velocidad con que se resquebrajaba la resistencia nacionalista sorprendió al propio Mao.[15]

Un elemento decisivo fue el deterioro de la calidad de los ejércitos del Guomindang, que se inició tras la entrada de Estados Unidos en la guerra del Pacífico.[16] Los generales nacionalistas perdieron su interés en expulsar a los japoneses, creyendo que, tarde o temprano, sus aliados lo harían por ellos. En palabras de uno de los comandantes de Chiang: «Nuestras tropas … se volvieron débiles y sólo preocupadas por el placer … Carecían de espíritu de lucha y no estaban dispuestas a sacrificarse». La incompetencia del liderazgo hacía las cosas aún más difíciles. El comandante de Estados Unidos en China, el general Wademeyer, calificó al cuerpo de oficiales de Chiang de «incapaz, inepto, falto de práctica, insignificante [y] … absolutamente ineficaz». El propio Generalísimo admitió: «Tengo que pasar las noches en vela preguntándome qué locuras van a hacer … Son tan estúpidos … que debes imaginarte todas las equivocaciones que pueden llegar a cometer y advertirles de ello». Pero las constantes intervenciones de Chiang únicamente arrebataban a sus comandantes las pocas iniciativas que pudiesen tener.

La ineptitud de los servicios de información complicaba las dificultades nacionalistas. Las campañas de Kang Sheng contra los agentes especiales del Guomindang, a pesar de su carácter grotesco, impidieron que los hombres de Chiang pudiesen introducirse, incluso a niveles inferiores, en las unidades comunistas. Contrariamente, el comando nacionalista estaba infiltrado en todos los niveles de simpatizantes comunistas. El adjunto a Chiang, el general Liu Fei, a todas luces un típico soldado de carrera del Guomindang, pomposo y burócrata, era un topo comunista. Al igual que el jefe de la Oficina de Planificación de Guerra del Guomindang, Guo Rugui. En las principales batallas de finales de la guerra civil, los comandantes del Ejército Popular de Liberación conocían por anticipado todos los movimientos nacionalistas.

La moral —o la falta de ella— fue un factor igualmente importante. El de Chiang era un ejército reclutado. Grupos de presión se desplazaban a los pueblos y se llevaban a los hombres de los campos, dejando morir de hambre a sus familias. En los centros de recepción, donde se suponía debían recibir una instrucción básica, eran mantenidos bajo estrecha vigilancia. En algunos lugares, incluso en lo más crudo del invierno, eran despojados de sus vestidos durante la noche para intentar prevenir su huida. «Los pobres desgraciados dormían desnudos», explicaba un observador norteamericano, «unos treinta o cuarenta hacinados en un reducto de aproximadamente tres metros por cinco. El sargento nos explicó que cuanto más juntos … se mantenían más calientes y dormían mejor». Después de ser alistados, se los hacía marchar, atados unos a otros como prisioneros, hasta sus unidades, a menudo a centenares de kilómetros, en el frente. Frecuentemente no disponían de comida o agua, ya que sus raciones habían sido «esquilmadas» por oficiales corruptos. En una marcha que se desarrolló entre Fujian y Guizhou, sólo un centenar del millar de reclutas que partió llegó a su destino; en otro caso, sólo sobrevivieron diecisiete de setecientos. No se puede decir que éstos fuesen casos atípicos. Hubo un año en que casi la mitad del millón seiscientos setenta mil nuevos reclutas falleció o desertó antes de llegar a sus unidades. Cuando los supervivientes llegaban al frente, muchos aprovechaban la más mínima oportunidad para escapar. No era infrecuente que una unidad nacionalista perdiese el 6 por 100 de sus hombres mensualmente a causa de las deserciones. Los que se quedaban sufrían de malnutrición crónica, sin la posibilidad de disponer de tratamiento médico alguno. El coronel Barrett, de la misión Dixie, informó que había visto soldados nacionalistas que «se desplomaban y morían después de avanzar poco más de un kilómetro».[17]

Habiendo sido tratados como bestias salvajes, las tropas se comportaban de la misma manera. Otro oficial norteamericano informó:

He visitado pueblos [en las áreas procomunistas] que los soldados de Chiang han ocupado y saqueado. Todo lo que no pueden llevarse en carretas de bueyes y animales de carga robados lo inutilizan … Mezclan el maíz, el trigo y el mijo con la intención de impedir que el grano sea comestible. Los pozos de agua subterránea … fueron cegados con tierra … Los soldados nacionalistas defecaron en una escuela del pueblo, al igual que habían hecho en todas partes, y restregaron los excrementos humanos por las paredes. Una joven … me explicó que había sido arrastrada de un búnker a otro y violada durante varios días. En un pueblo evacuado por los nacionalistas justo antes de que nosotros llegásemos, la única que quedaba con vida era una anciana que pasaba de los setenta y cinco años. Estaba sentada, incapaz de pronunciar palabra, después de que también ella hubiese sido violada repetidamente.[18]

En algunos distritos, la incapacidad comunista de proteger a la población de represalias de este tipo volvió a los campesinos en su contra. Los nacionalistas habían empleado las mismas tácticas en Jiangxi, con efectos similares, a principios de los años treinta.

Mao respondió poniendo en práctica la reforma de las tierras, aplazada mientras el frente unido se había mantenido vigente.[19] «Los tiranos locales y la malvada burguesía» eran expuestos ante congregaciones de masas para someterlos a un juicio sumario y ejecutarlos. Las relaciones entre clases en el campo resultaron deliberadamente polarizadas, concediendo a los elementos más pobres del campesinado un incentivo para comprometerse con la causa comunista.

En las ciudades la situación no era mejor: la tiranía del unipartidismo, apoyado por la policía secreta; la represión de los disidentes liberales; una inflación galopante y salarios recortados como consecuencia de que el gobierno estaba imprimiendo dinero para financiar la guerra civil; y una corrupción que lo permeaba todo y hacía de los negocios legales un imposible, todo ello tornó en contra del Guomindang a los muchos colectivos que anteriormente habían sido sus seguidores más fervientes.[20]

Éstos eran los síntomas de la enfermedad nacionalista. Pero la incurable raíz de toda dolencia residía en la naturaleza del sistema de gobierno que Chiang Kai-shek había creado. Era demasiado débil y dominado por las facciones para poder imponer su voluntad por la fuerza, demasiado corrupto y poco preocupado por el bienestar público para conseguir una amplia base de apoyo.

Todo ello provocaba que la situación fuese muy compleja. Además de las hambrientas y desafectas tropas regulares, Chiang contaba con unidades de elite bien entrenadas y equipadas que sirvieron con ardor contra los japoneses, al igual que contra los comunistas. Estados Unidos las abasteció con armas y equipamiento valorados, según los cálculos del Departamento de Estado, en unos trescientos mil millones de dólares, una cifra que pudo ser superior según los informes comunistas. El propio Chiang declaró en junio de 1947 que sus fuerzas tenían una «superioridad absoluta» sobre el Ejército Popular de Liberación en técnicas y experiencia de combate, y eran «diez veces más ricas … en términos de abastecimiento militar».

Mao, frente a todo ello, sólo confiaba en la «voluntad colectiva de las masas». Pero resultó más que suficiente.

Dos años antes, en el Séptimo Congreso, había relatado el antiguo cuento popular del anciano loco de la montaña del norte, cuya casa carecía de vistas al exterior en el sur a causa de dos grandes montes.[21] Sus hijos y él tomaron sus azadones y comenzaron a excavarlos. Cuando otro aldeano se mofó de él, el anciano loco contestó: «Cuando me muera, mis hijos continuarán el trabajo; y cuando mueran, estarán mis nietos, y sus hijos y nietos … Por muy altas que sean, las montañas no pueden crecer aún más, y cada porción que cavamos son una porción más bajas. ¿Por qué no podríamos acabar con ellas?». Mientras continuaba excavando, dijo Mao, Dios se sintió conmovido por su fe, y envió a dos ángeles, que cargaron los dos montes sobre sus espaldas.

Ahora, esos dos montes descansan, como un peso muerto, sobre el pueblo chino. Uno es el imperialismo, el otro es el feudalismo. El Partido Comunista Chino ha estado largo tiempo excavándolos. Debemos perseverar y trabajar sin descanso, y así también nosotros alcanzaremos el corazón de Dios. Nuestro Dios no es otro que el pueblo chino. Si éste cava junto a nosotros con determinación, ¿por qué no podríamos acabar con esos dos montes?

Durante el resto de su vida, la historia del anciano loco le serviría como metáfora de sus esfuerzos para transformar China. La abrupta caída de Japón en agosto de 1945, al igual que el derrumbe nacionalista, tres años y medio después, simplemente reforzó su convicción de que, ante el poder de la voluntad humana, todo lo demás era secundario. No fue la bomba atómica lo que derrotó a los japoneses, insistía Mao, sino la lucha encabezada por las masas.[22]

La bomba atómica es un tigre de papel que los reaccionarios de Estados Unidos utilizan para atemorizar al pueblo. Parece terrible, pero en realidad no lo es. Es evidente que la bomba atómica es un arma de exterminación masiva, pero el resultado de una guerra lo decide el pueblo, no una o dos armas modernas.

Todos los reaccionarios son como tigres de papel … Hitler … fue un tigre de papel. Al igual que Mussolini, o el imperialismo japonés … Chiang Kaishek y sus seguidores … todos son tigres de papel … Nosotros sólo disponemos de mijo y rifles en los que confiar, pero la historia demostrará que éstos son más poderosos que los aeroplanos y los tanques de Chiang Kai-shek … La razón es muy simple: los reaccionarios representan la reacción, nosotros representamos el progreso.[23]

Con esta invencible convicción en la justicia de su causa, los ejércitos comunistas comenzaron a preparar, durante el otoño de 1948, las tres críticas batallas que marcarían el destino de la China moderna.[24]

El plan general de campaña fue elaborado por Mao a principios de septiembre.[25] Lin Biao fue el primero en atacar, en Jinzhou, un enclave fuertemente fortificado de la línea férrea que unía Manchuria y Pekín, con una fuerza de setecientos mil hombres. Después de una dura batalla que duró treinta y una horas, el 15 de octubre la ciudad fue tomada. Pero los acontecimientos evolucionaron de un modo que Mao no había previsto. Una columna nacionalista de refresco, unos cien mil hombres, partió de Shenyang. Fingiendo avanzar hacia el sur, Lin envió su fuerza principal hacia el norte. La columna nacionalista resultó completamente aniquilada. Changchun, a la que las fuerzas de Lin también asediaban, se rindió al mismo tiempo. Shenyang aguardaba sólo con la mitad de su guarnición, y fue la siguiente en caer, el 2 de noviembre. No en vano Lin era considerado el más grande comandante comunista. En el espacio de siete semanas, Chiang había perdido toda Manchuria y medio millón de sus mejores tropas. De la noche a la mañana, la coyuntura militar se había transformado. No sólo los nacionalistas estaban en franca retirada, sino que, por vez primera desde que había comenzado la guerra, los comunistas les sobrepasaban en número.

Zhu De ordenó entonces a Lin que emprendiese una marcha forzada de novecientos kilómetros hacia el sur, para asediar Tianjin y Pekín. Allí, su Ejército del Noreste se unió al Ejército de Campaña del Norte de China de Nie Rongzhen, resultando una fuerza combinada de casi un millón de hombres, la más amplia que jamás habían conseguido reunir los comunistas. Los nacionalistas contaban con seiscientos mil.

Una vez más, Mao diseñó el plan de operaciones.[26] Se indicó a Lin que la principal tarea consistía en cortar la huida del enemigo. Los nacionalistas, advirtió Mao, eran «como pájaros confundidos por la vibración de la cuerda de un arco». Sólo cuando se hubiese completado el cerco se podía dar inicio al ataque, y el objetivo entonces sería Tianjin, no Pekín, como esperaría Chiang.

Mientras tanto, los Ejércitos de la Planicie Central y del Este de China, comandados por Liu Bocheng y Chen Yi, habían iniciado la tercera gran batalla, seiscientos kilómetros más al sur.

La campaña de Huaihai, como se la denominó, se desarrolló a lo largo de cuatro provincias diferentes —Anhui, Henan, Jiangsu y Shandong— en un área limitada al este por el Gran Canal y por el río Huai en el sur. Duró cerca de dos meses. Cada uno de los contrincantes disponía aproximadamente de medio millón de tropas, pero los comunistas contaban con la ayuda de dos millones de campesinos que les auxiliaban, dirigidos por un Comité del Frente ad hoc, comandado por Deng Xiaoping, para proporcionar apoyo logístico. Al igual que en Manchuria, la batalla comenzó con la destrucción de una de las unidades más débiles de Chiang. Las columnas de refresco quedaron bloqueadas por las acciones de la guerrilla comunista, y cuando partieron los refuerzos de mayores dimensiones, avanzaron hacia una celada inmensa que Liu Bocheng desplegó cerca de Xuzhou. El 10 de enero, cuando la campaña de Huaihai llegó a su fin, unos doscientos mil soldados nacionalistas habían caído heridos o muertos, y otros trescientos mil se habían rendido.

Cuando Chiang todavía estaba intentando digerir aquella derrota, Lin Biao estrechó el cerco en las dos ciudades del norte. Tianjin cayó el 15 de enero. Una semana después, el comandante nacionalista de Pekín, el general Fu Zuoyi, negoció la rendición de la capital, evidentemente para salvarla del bombardeo comunista. Sus doscientos mil hombres se integraron en el Ejército Popular de Liberación, y a él se le concedería más tarde una sinecura en el nuevo gobierno comunista.

Al día siguiente de la rendición de Pekín, Chiang Kai-shek dimitió de la presidencia (aunque continuó como líder de su partido).[27]

Había perdido un millón y medio de hombres en sólo cuatro meses. Los comunistas, que dos años y medio antes habían estado dispuestos a aceptar un papel menor en una administración de coalición, exigían ahora que Chiang fuese castigado como criminal de guerra, que el gobierno dimitiese, la constitución fuese abrogada y los restos del ejército nacionalista quedasen absorbidos por el Ejército Popular de Liberación. Las conversaciones de paz se iniciaron con el sucesor de Chiang, Li Zongren, como interlocutor, pero pronto se vinieron abajo. El 21 de abril, el ejército de Li Bocheng inició el cruce del Yangzi. Nanjing fue conquistada tres días después; Hangzhou el 3 de mayo; Shanghai el 27. Para entonces, Chiang ya había decidido que abandonaría el continente y trasladaría su cuartel general a Taiwan. Allí aguardaría la llegada de la guerra que, estaba seguro, estallaría algún día entre Estados Unidos y Rusia, momento en que él y su ejército proamericano retornarían triunfantes a China para reconquistar sus tierras perdidas.

Junto con el Generalísimo se fueron la armada y las fuerzas aéreas nacionalistas, algunas de las mejores divisiones del ejército y trescientos millones de dólares en reservas de oro, plata y divisas extranjeras. Privado de fondos y de municiones, la resistencia nacionalista se desvaneció. En todos los sentidos, la batalla por China había finalizado.

El derrumbe nacionalista representó para Mao, y para el partido en su conjunto, el desafío de asumir la administración no sólo de una región fronteriza o una zona base, sino de un país tres veces mayor que Europa occidental, devastado por décadas de guerra, y que albergaba una cuarta parte de la población de la humanidad. Y, sobresaliendo entre sus preocupaciones, estaba la de cómo gestionar las ciudades recién conquistadas.

Las inquietudes de Mao ante la vida urbana tenían sus raíces en las experiencias de su juventud en Pekín o Shanghai. Nunca se despojó completamente del sentimiento de ser un patán de campo, el hijo de un campesino entre embaucadores.[28] Había estudiado en una gran metrópoli, Changsha, y había vivido y trabajado, aparentemente feliz, en otras dos, Cantón y Wuhan. Pero siempre consideraría la ciudad como un lugar más bien ajeno a él. A lo largo de la guerra civil la estrategia de Mao había consistido en obtener el control en el campo; el avance hacia las ciudades llegaría después. Exceptuando un momento de pánico, en agosto de 1945, cuando, durante una reacción descontrolada en las últimas etapas de la guerra, Mao ordenó la preparación de apresurados alzamientos urbanos en ciudades como Shanghai o Pekín, ocupadas por los japoneses (de los cuales, por fortuna para él, se desdijo antes de que se hubiese producido daño alguno), este enfoque gradualista se mantuvo hasta finales de 1948.[29] Se ordenó al Ejército Popular de Liberación la «ocupación primero de las ciudades pequeñas y medianas, y las grandes zonas rurales; después la de las grandes ciudades».[30]

No obstante, en marzo del año siguiente la cuestión de «cambiar el centro de gravedad de las zonas rurales a las ciudades» ya no podía ser aplazada.[31]

Aquel mes Mao se enfrascó en una serie de discursos que determinaron, ante la jerarquía del partido, el programa económico y político que seguiría el nuevo régimen.[32] Se debía mejorar el nivel de vida en las ciudades, dijo, para ganarse la lealtad de la población urbana. Las grandes industrias y las empresas de propiedad extranjera serían nacionalizadas, pero las restantes formas de capitalismo continuarían activas. China sería dirigida por un gobierno de coalición que, aunque encabezado por el Partido Comunista, incluiría cierto número de pequeños partidos progresistas, la mayoría vástagos nacidos de los antiguos izquierdistas del Guomindang, para representar a los simpatizantes no comunistas de la burguesía y la intelectualidad liberal.[33] El nuevo sistema sería conocido como «dictadura democrática del pueblo», lo que significaba que, al igual que en la República Soviética China de hacía veinte años, no todos compartirían los frutos de la democracia.

[Los reaccionarios dicen:] «Sois unos dictadores». Estimados caballeros, ustedes tienen razón, eso es exactamente lo que somos … Sólo el pueblo puede disfrutar del privilegio de decir sus opiniones. ¿Quién es «el pueblo»? En la China actual, es la clase obrera, la clase de los campesinos, la pequeña burguesía y la burguesía nacional. Bajo el liderazgo del … Partido Comunista, estas clases se unen para … poner en práctica una dictadura por encima de los lacayos del imperialismo —la clase terrateniente, la clase burocrática capitalista, y los reaccionarios del Guomindang y sus secuaces— para acabar con ellos y [asegurarse] de que actúan con decoro … El sistema democrático debe aplicarse a las filas del pueblo … El derecho a voto se concede sólo al pueblo, y no a los reaccionarios. Estos dos elementos, es decir, la democracia para el pueblo y la dictadura para los reaccionarios, se combinan para formar la dictadura democrática del pueblo.[34]

Estas palabras no entusiasmaron a quienes estaban en el bando equivocado de esta división de clases.[35] Mao insistió en que el pueblo sólo sería castigado si infringía la ley. Pero también describió la administración de la justicia como un instrumento de la violencia de clases.

A pesar de ello, en 1949, la mayoría de los ciudadanos de China, así como no pocos residentes extranjeros, no percibieron el advenimiento de la administración comunista como algo represivo, sino más bien como una liberación de la corrupción y la malversación que habían marcado las últimas etapas del gobierno nacionalista.

Alan Winnington, un periodista británico que entró en la ciudad junto con el primer destacamento del Ejército Popular de Liberación que penetró en Pekín, encontró las calles tomadas por una multitud de «personas gritando, riendo y vitoreándoles».[36] Derk Bodde, investigando entonces en la Universidad de Qinghua, escribió en su diario sobre «un nuevo sentimiento de liberación» que inundaba la ciudad.[37] «No albergo duda alguna», añadió, «de que los comunistas llegan aquí con la gran mayoría de la población de su lado». El capitán extranjero de un vapor de alquiler de Hong Kong, uno de los primeros barcos en amarrar en Tianjin después de la llegada de los comunistas al poder, quedó estupefacto al encontrarse con un puerto sin «restricciones».[38] No sólo se rechazaron los sobornos, informó, nadie hubiese aceptado ni siquiera un cigarrillo.

El mantenimiento de este clima de probidad, arduo trabajo y vida marcada por la sencillez, en un país en el que, a lo largo de toda la historia, los funcionarios habían sido sinónimo de corrupción, era de importancia vital para Mao. El partido, advirtió, se estaba dirigiendo hacia un territorio inhóspito en el que afrontaría nuevos y desconocidos peligros:[39]

Con la victoria, pueden surgir algunos vicios en el seno del partido: arrogancia, dárselas de héroe, anhelo de dormirse en los laureles en lugar de esforzarse para progresar aún más, búsqueda de placer y aborrecimiento de las dificultades … quizá existan algunos comunistas que nunca fueron conquistados por las armas enemigas, y que bien se merecen el nombre de héroes por su resistencia, pero que no pueden superar las balas azucaradas [de la burguesía] … Debemos guardarnos de ello. La consecución de la victoria nacional es sólo el primer paso de una Larga Marcha de cinco mil kilómetros. Es estúpido enorgullecernos de este único paso. Lo que realmente sería digno de nuestro orgullo todavía queda lejos … La revolución china es una gran revolución, pero el camino que se extiende más allá es extenso, y el trabajo que nos aguarda es aún mayor y más dificultoso … Deberíamos ser capaces no sólo de destruir el viejo mundo. Debemos también ser capaces de construir el nuevo.[40]

Con ese objetivo, dijo Mao, los dirigentes deberían dejar a un lado aquellos asuntos que conociesen a la perfección, y aprender los que no comprendiesen. Los rusos, les dijo, también lo ignoraban todo sobre la construcción económica cuando triunfó su revolución, pero ello no les impidió construir «un gran y brillante Estado socialista». Y lo que Rusia había conseguido, también China lo podía alcanzar.

En la tarde del 1 de octubre de 1949, Mao ascendió a la Puerta de la Paz Celestial y, avistando la plaza de Tiananmen de Pekín, rodeado por la cúpula del partido y sus aliados progresistas, anunció formalmente la fundación de la República Popular de China.[41]

Diez días antes —en una reunión convocada para aprobar la nueva constitución, que designaba Pekín, capital de las dinastías Ming y Qing, como nueva sede del gobierno (sustituyendo a Nanjing), y a Mao como jefe del Estado—, había proclamado:

El pueblo chino, que representa una cuarta parte de la humanidad, acaba de alzarse. China siempre ha sido una gran nación, valerosa y trabajadora; sólo en los tiempos modernos ha decaído … [Hoy] nos hemos unido y hemos derrotado a los agresores, tanto internos como extranjeros … Nuestra nación no estará nunca más sujeta al insulto y a la humillación.[42]

Diez días después, bajo el cálido sol de finales de otoño, con los enormes faroles de seda roja meciéndose en la brisa, frente a los rojizos muros de la Ciudad Prohibida, Mao repitió, con su fuerte acento hunanés, y ante la multitud de cien mil personas que abarrotaba la angosta plaza amurallada que se extendía abajo: «Nosotros, los cuatrocientos setenta y cinco millones de chinos, nos hemos alzado, y nuestro futuro resplandece sin límites».[43]

Los nuevos administradores comunistas de Pekín habían dedicado meses a la preparación de este momento, en el que, como anotaron los lugareños, el nuevo gobierno de Mao «se ponía ropa nueva». La plaza había sido ampliada. Se habían talado unas arboledas de viejas moreras, se había cubierto de hormigón y se habían instalado reflectores sobre torretas de acero. Se sustituyó un descolorido retrato de dos plantas de altura de Chiang Kai-shek, pintado sobre una plancha de acero formada por barriles de petróleo prensados y soldados, que había adornado la Puerta durante el período nacionalista, por un retrato de Mao de las mismas dimensiones, colgado de los baluartes hacia uno de los lados. Los discursos dejaron paso a un desfile militar, encabezado por la caballería del Ejército Popular de Liberación y largas hileras de camiones y tanques norteamericanos que habían sido capturados. Después llegaron los civiles, entonando: «¡Larga vida al presidente Mao! ¡Una muy larga vida al presidente Mao!», mientras la voz de Mao, respondiéndoles, lo inundaba todo desde los altavoces: «Larga vida a la República Popular». Cuando se cernió la noche, hubo un extraordinario espectáculo de fuegos artificiales que pudo ser contemplado en toda la ciudad. Unos bailarines, que portaban faroles marcados con la hoz y el martillo y la estrella roja, formaron un friso en la plaza, dibujando lo que un alma poética describió como «un enorme barco de fuego, el barco del Estado chino, meciéndose sobre brillantes olas esmeraldas», mientras el sonido de los címbalos, las trompetas y los tambores, entremezclado con el cántico del nombre de Mao, reverberaba en los tejados amarillentos de la vieja ciudad imperial.[44]

Al día siguiente, la Unión Soviética se convirtió en el primer país en reconocer el nuevo Estado.[45] Un abigarrado número de partidos comunistas menores y estrellas de la extrema izquierda, que abarcaba desde el Comité Obrero del Partido Comunista de Tailandia, hasta la parlamentaria del Partido Laborista Británico, Connie Zilliacus, enviaron mensajes de felicitación. Mao comenzó a preparar su primera visita al extranjero: Moscú.[46]

Su disposición a abandonar China, incluso antes de la finalización de la guerra civil, da testimonio tanto de su confianza en sus compañeros, como de la importancia primordial que concedía a ese viaje. Cuando el año 1949 se acercaba a su fin, la mayor parte del suroeste de China continuaba todavía en manos de los nacionalistas, y el intento fallido del Ejército Popular de Liberación de tomar la isla de Jinmen (Quemoy), frente a la costa de Fujian, se saldó con nueve mil bajas comunistas. A mediados de noviembre, Chiang Kai-shek regresó a Sichuan desde Taiwan, donde el Guomindang había establecido su capital temporal.[47] Cuando Mao subió a un tren especial con destino a Rusia, el 6 de diciembre, Chiang continuaba allí.[48]

También deja muy claro cuáles eran las prioridades de Mao en materia de política exterior.[49]

Para el nuevo gobierno comunista, no era cuestión simplemente de heredar las relaciones diplomáticas legadas por los nacionalistas. Mao perseguía una ruptura, un corte evidente con las potencias occidentales, para acabar con los últimos residuos de un siglo de humillación. Aquel mismo año había explicado a Anastas Mikoyan, un veterano miembro del Politburó soviético al que Stalin había enviado a China en una misión a la espera de los acontecimientos, que la política de «inclinarse hacia un lado» que el gobierno pretendía adoptar implicaba un cierto grado de aislamiento diplomático.[50] El apoyo ruso sería bienvenido, dijo. Pero hasta que China no hubiese «puesto su casa en orden», los otros se deberían mantener a una distancia prudencial. Sólo cuando China decidiese que había llegado el momento se autorizaría a los países imperialistas a establecer misiones diplomáticas. Hasta entonces se presionaría a sus antiguos representantes y sus ciudadanos para que abandonasen el país.

La nueva China, el nuevo «Reino del Centro», haría esperar a los bárbaros en la entrada, como la vieja China de antaño.

En un discurso pronunciado aquel verano, Mao detalló las consecuencias de estas decisiones:

[Los reaccionarios afirman:] «Os inclináis hacia un lado». Exacto … Sentarse en el cercado es imposible … En el mundo, sin excepción alguna, sólo es posible inclinarse hacia el lado del imperialismo o hacia el del socialismo. La neutralidad es un simple disfraz, y no existe una tercera vía … Pertenecemos al frente antiimperialista que encabeza la URSS, y sólo podemos esperar una ayuda realmente amistosa de ese frente, no del imperialista.[51]

Pero había un matiz importante. Mao hablaba de inclinarse, no de convertirse en una pieza de un bloque monolítico. China podría pasar a formar parte del «frente antiimperialista» dirigido por la Unión Soviética (al igual que el Partido Comunista Chino anteriormente había pertenecido al «frente unido» del Guomindang), pero aquello en ningún caso significaba que sus políticas fuesen idénticas. Para Mao, la pertenencia a un frente implicaba tanto unidad como lucha.

Las traiciones de Stalin al Partido Comunista Chino no habían quedado en el olvido.

El líder soviético en persona se aseguró de que así fuese: aquella misma primavera había reclamado a Mao que no enviase sus fuerzas más allá del Yangzi, sino que se contentase con controlar la mitad norte de China.[52] Era lo más prudente, explicó, para evitar provocar a Estados Unidos. Pero Mao sabía, al igual que Stalin, que una China dividida entraba en los planes de Rusia, no en los de China. «Existen amigos auténticos y falsos amigos», dijo lleno de intención a Mikoyan. «Los falsos amigos sólo son amigos en apariencia, pero dicen una cosa y pretenden otra muy distinta. Te toman el pelo … Debemos defendernos de ellos»[53].

Cinco meses después, cuando el Ejército Popular de Liberación avanzaba triunfalmente hacia el sur en medio de la huida en desbandada de los nacionalistas, Stalin ofreció lo que se consideró una disculpa. Dijo a Liu Shaoqi, entonces de visita en Moscú para debatir futuras ayudas soviéticas: «Los vencedores siempre tienen la razón. Creemos que quizá en el pasado os hemos podido ofender … No sabemos demasiado acerca de vosotros, y por ello es posible que hayamos cometido equivocaciones».[54]

Cuando sonaban las doce del mediodía en el reloj de la Torre Spassky, en el amargo frío del 16 de diciembre de 1949, el tren de Mao penetró en la estación de Yaroslav, cerca del muro del Kremlin, con su fachada estucada como panes dorados y punteada de pintura blanca y ocre, en medio de un fuego de banderas rojas.

La ansiedad le corroía las entrañas. Unos días antes, en Sverdlovsk, mientras paseaba por el andén de la estación, se tambaleó repentinamente, con el rostro blanquecino como la ceniza y sudoroso. Después de que le ayudasen a volver a su compartimento, se informó a los rusos de que estaba afectado por un resfriado. Pero en realidad fue un ataque de neurastenia.[55] Stalin, a pesar de todas sus equivocaciones, representaba todavía para Mao el máximo pontífice comunista. La relación que se forjase durante las siguientes semanas entre ellos determinaría si el «inclinarse hacia un lado» se acabaría traduciendo o no en alguna política de tipo práctico.

Para los dirigentes soviéticos, Mao era un enigma: el segundo líder comunista más poderoso del mundo, y uno de los pocos que había alcanzado el poder sin contar con ayuda rusa destacable. ¿Sería simplemente un comunista auténtico (que, en tal caso, no encajaría fácilmente en el orden soviético)? ¿O sería quizá un nuevo Tito, cuyo desafío había provocado, un año antes, su excomulgación del mundo comunista?[56] También Stalin deseaba que la relación entre ambos se desarrollase por cauces correctos.

Aquel anochecer, a las seis de la tarde, se abrieron las puertas del Salón de Santa Catalina, en el Kremlin, y Mao encontró a Stalin y todo el Politburó en pie para recibirle. Era, tal como se pretendía, un gesto excepcional para un invitado de excepción.[57]

El líder ruso lo recibió efusivamente como al «buen hijo del pueblo chino». Pero las tensiones latentes afloraron a la superficie instantes después, cuando el líder soviético, creyendo que Mao se disponía a hacer alusión a sus diferencias,[58] le interrumpió con las mismas palabras que había dirigido a Liu Shaoqi: «Ahora eres un vencedor, y los vencedores siempre tienen la razón. Ésta es la regla».[59] A ello siguió una conversación afectada, en la que Stalin preguntó a Mao qué pretendía conseguir con su visita. «Algo que no [sólo] parece bueno, sino que además sabe bien», replicó Mao. El jefe del KGB, Lavrentii Beri rió tontamente cuando tradujeron aquellas palabras. Stalin insistió en saber su significado. Pero Mao declinó ser más explícito y, cuando la reunión de dos horas de duración finalizó, el dirigente soviético se limitó a preguntar si China contaba con servicio meteorológico, y si Mao estaría de acuerdo con que sus obras fuesen traducidas al ruso.

De hecho, Stalin sabía perfectamente lo que Mao deseaba. China esperaba que Rusia abrogase el tratado de amistad chino-soviético firmado con Chiang Kai-shek y negociase una nueva alianza, más apropiada para una relación fraternal entre potencias comunistas.

Y esto era precisamente a lo que Stalin se resistía. El pretexto era que el convenio con Chiang emanaba de los acuerdos conjuntos de Yalta con la Gran Bretaña y Estados Unidos. Por ello, dijo a Mao, «un cambio, aunque fuese en un punto, podría proporcionar a Inglaterra y Norteamérica la base legal para cuestionar [otros puntos]», como los derechos soviéticos en los antiguos territorios japoneses de los Kuriles y el sur de Sakhalin. Era un farol, y con mucha intención. Era la manera que empleaba Stalin de decirle a Mao que si quería una relación nueva con Moscú, debería regirse por los términos que impusiese Rusia. El tratado ya existente continuaría formalmente teniendo efecto y, al aceptarlo, Mao estaría reconociendo la supremacía de Stalin. Todo lo que concedería el líder soviético, añadiendo simplemente azúcar a la medicina, era que no había nada que pudiese frenar a los dos gobiernos a modificar informalmente sus contenidos.

Mao conocía perfectamente aquel juego.

En 1938, cuando Stalin apoyó su liderazgo, el quid pro quo simbólico había consistido en que Mao reconociese públicamente que Stalin había estado en lo cierto al considerar el incidente de Xi’an como una conspiración de inspiración japonesa. Mao pagó con los elogios requeridos. Con Stalin, dijo posteriormente, mantenía «una relación como la existente entre un padre y un hijo, o entre un gato y un ratón».

Pero en esta ocasión los obstáculos eran mucho mayores. Las relaciones con Rusia eran la piedra de toque de la política de Mao hacia el resto del mundo. Si continuaban basadas en el servilismo chino, ¿qué se había conseguido con la revolución? Si Rusia insistía en perpetuar tratados anticuados, ¿por qué deberían estar de acuerdo los países occidentales en situar sus relaciones con China en un nuevo orden?

Mao no estaba dispuesto a ceder. En su estilo elíptico habitual, evitó enfrentarse directamente con Stalin, centrándose en su lugar en una cuestión en apariencia menor: si Zhou Enlai debía o no reunirse con él en Moscú. (Si Zhou acudía, significaría que los rusos aceptaban negociar un nuevo tratado; si no, el viejo tratado continuaría vigente).

Durante las dos siguientes semanas, se suspendieron las conversaciones.

Se dejó que Mao, a medio camino entre un prisionero y un invitado agasajado, se inquietase en la fastuosa elegancia de la dacha personal de Stalin, en medio de un bosque de abedules situado a pocos kilómetros al oeste de Moscú. El 21 de diciembre asistió a las ceremonias del septuagésimo aniversario del líder soviético, y realizó el discurso adulador que requería la ocasión. Pero fue un acto meramente formal; y el ruso canceló de improviso las conversaciones que se habían programado provisionalmente para el día 23. Mao explotó de indignación. «Aquí sólo tengo tres cometidos», vociferó a sus asistentes soviéticos, golpeando la mesa. «El primero es comer, el segundo es dormir, y el tercero es defecar». Así, cuando Stalin le telefoneó dos días después, Mao se mostró evasivo y rechazó abordar cuestiones políticas. Cuando, a su vez, él llamaba a Stalin, se le informaba de que el dirigente soviético no estaba.

Esta bizantina batalla de voluntades, cada uno a la espera de que el otro vacilase primero, podría haber continuado indefinidamente si los periodistas occidentales, desconcertados por la aparente desaparición de Mao, no hubiesen comenzado a especular sobre su posible arresto domiciliario. Aquello provocó que Stalin enviase un corresponsal de Tass para que le entrevistase. Mao entonces declaró que él estaba dispuesto a permanecer en Moscú tanto tiempo como fuese necesario para alcanzar un acuerdo. Poco después, Stalin cedía. El 2 de enero de 1950 se enviaba a Molotov para comunicarle que Zhou podía trasladarse a Moscú: acabarían con el viejo tratado y en su lugar se firmaría uno nuevo. «¿Y qué pasa con Yalta?», preguntó maliciosamente Mao cuando volvió a reunirse con Stalin. «¡Al infierno!», replicó el líder soviético.

No están claros los motivos de su cambio de opinión. Mao creía que la decisión británica del reconocimiento inminente de la legitimidad del gobierno de Pekín jugó un papel determinante, al avivar la paranoia de Stalin sobre la posibilidad de que China se decantase a favor de Occidente. Pero, quizá, simplemente reconoció que Mao nunca se echaría atrás en lo referente a aquella cuestión.

Fueran cuales fuesen sus razones, seis semanas después, el 14 de febrero, los dos ministros de Asuntos Exteriores, Zhou y Vyshinsky, firmaron el nuevo tratado de amistad, alianza y asistencia mutua, con el beneplácito de Stalin y de Mao. Aquella noche, en un nuevo gesto sin precedentes, el líder soviético asistió a una recepción que Mao ofreció en el salón de bailes del Hotel Metropol. Era tan inusual que abandonase el Kremlin que los oficiales de seguridad rusos insistieron en instalar un cristal antibalas entre los dirigentes y sus invitados, de modo que nadie pudo oír los brindis hasta que Mao no pidió que el muro de cristal fuese retirado.

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