Mao

Mao


12. Tigres de papel

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Una vez más, las apariencias fueron engañosas. Los entresijos de la negociación habían resultado dolorosamente difíciles. El intérprete de Stalin, Nikolai Fedorenko, recordaba la estancia en que se habían desarrollado como «un escenario en el que tenía lugar un espectáculo demoníaco». Mao presionó para que los soviéticos adquiriesen el compromiso firme de acudir en ayuda de China en el caso de producirse un ataque de Estados Unidos, consiguiendo sólo que Stalin añadiese maliciosamente como condición la declaración previa del estado de guerra. Aún estaba más furioso por las exigencias de Stalin de conceder privilegios especiales en Xinjiang y Manchuria. Stalin, por su parte, continuaba convencido de que Mao era un comunista artificial, una versión china de Pugachev, dirigente campesino ruso del siglo XIX.

«Stalin desconfiaba de nosotros», se lamentaba Mao tiempo después. «Creía que nuestra revolución era una impostura»[60].

A pesar de ello, se había alcanzado un modus vivendi. Cuando Mao comenzó su largo viaje en tren de regreso a casa, se pudo sentir satisfecho por el hecho de que la nueva posición de China en el mundo se apoyaba en unos sólidos cimientos. Concluida la guerra civil, el gobierno podía dirigir su atención a la reconstrucción de su derruida economía, y realizar los primeros e inexpertos pasos en el camino del socialismo.

Cuatro meses después, a las cuatro y cuarenta de la madrugada del 25 de junio de 1950, estallaba la guerra de Corea.[61]

Mao había sido avisado con anterioridad. El líder de Corea del Norte, Kim Il Sung, había acudido a Pekín para comunicarle que Moscú había aprobado una iniciativa militar para reunificar la península.[62] Stalin, tan astuto como siempre, había impuesto una condición: Kim debía obtener primero el visto bueno de Mao. «Si te pega una patada en el culo», le dijo el dirigente soviético, «no moveré ni un dedo». Ello implicaba que Mao tendría que hacer de valedor de los coreanos. Durante sus encuentros en China, Kim omitió esa parte de la conversación con Stalin.[63]

En Pekín, la guerra fue muy mal recibida.[64] No sólo existía incertidumbre sobre la reacción de Estados Unidos, sino que los chinos estaban en aquel momento preparándose para invadir Taiwan. Mao fue lo suficientemente suspicaz ante la historia de Kim como para enviar un mensaje a Stalin, pidiéndole que le confirmase que él había aprobado el ataque. Así lo hizo Stalin, pero puso cuidado en poner la pelota en el campo de Mao: la decisión final, dijo, la deben tomar «conjuntamente los camaradas chinos y coreanos». Si los chinos no estaban de acuerdo, la decisión debía ser pospuesta.[65] Aquello no dejaba opciones reales a Mao. Cien mil coreanos habían luchado junto a las tropas chinas en Manchuria.[66] ¿Cómo decirle a Kim que no debía intentar «liberar» su propia tierra? El norcoreano fue informado de que contaba con la conformidad de China.

Pero la desconfianza continuó anidando en ambos bandos. Kim decretó que debía ocultarse a los chinos la fecha del ataque y que debían ser excluidos de la planificación militar.[67]

Para Chiang Kai-shek, la guerra fue una bendición divina. Seis meses antes, Truman había dejado bien claro que, en el caso de un ataque a Taiwan, Estados Unidos no intervendría para proteger a los nacionalistas. En abril, las tropas chinas protagonizaron un ambicioso desembarco anfibio en la isla de Hainan, enfrente de la costa de Guangdong, aniquilando en dos semanas la resistencia nacionalista y matando o hiriendo a unos treinta y tres mil soldados del Guomindang. Parecía, como en realidad fue, un ensayo general de la invasión de Taiwan. El paso siguiente debía consistir en atacar Quemoy y las otras islas de la costa, seguido del asalto final, previsto para el año siguiente.[68]

Corea lo trastornó todo. Estados Unidos podía cerrar los ojos ante lo que desde todos los bandos se consideraba la continuación de la guerra civil china. Pero difícilmente podían hacer lo mismo cuando un Estado aliado de la Unión Soviética del norte de la península coreana llevaba a cabo una agresión armada contra lo que en realidad era un protectorado de Estados Unidos en el sur. El 27 de junio, Washington anunció que enviaría tropas para respaldar a Syngman Rhee de Corea del Sur y que la Séptima Flota estadounidense casi al completo haría del Estrecho de Formosa una zona neutral.

La reacción inicial de Mao fue muy prudente. Las unidades antiaéreas chinas se trasladaron hasta la zona norcoreana de la frontera para defender los puentes que cruzaban el río Yalu, y se enviaron refuerzos desde el sur de Manchuria, argumentando que, como indicó un comandante chino, «uno ha de procurarse un paraguas antes de que comience a llover». El plan de atacar Quemoy fue aplazado de forma indefinida.[69]

Sin embargo, a finales de julio, cuando las fuerzas norcoreanas comenzaron su marcha triunfante hacia el sur, Mao comenzó a alarmarse. Pudo comprobar, a diferencia de Kim Il Sung, que las líneas coreanas se habían extendido demasiado y que eran vulnerables en caso de contraataque norteamericano. En una reunión del Politburó del 4 de agosto, Mao sugirió por primera vez la posibilidad de que el ejército chino tuviese que intervenir directamente para ayudar a los norcoreanos, a riesgo incluso de un desquite nuclear de Estados Unidos. El problema, dijo a sus colegas, era que si los norteamericanos vencían, su apetito sería mayor después de probar la comida. China se tendría que enfrentar a la amenaza de ataques aéreos por parte de Estados Unidos contra las ciudades chinas de Manchuria y la costa del noreste; de ataques anfibios por parte de las unidades nacionalistas cruzando el Estrecho de Formosa; e incluso, quizá, de una operación combinada de las fuerzas francesas combatiendo los ejércitos de Ho Chi Minh en los territorios chinos de la frontera sur con Vietnam.

Dos semanas después, los temores de Mao aumentaron. Uno de los analistas militares de Zhou Enlai estaba convencido de que el comandante de Estados Unidos, el general Douglas MacArthur, iniciaría sus acciones en Inchon, en la cintura de Corea, justo al sur del paralelo treinta y ocho, la teórica línea divisoria entre el norte y el sur. Cuando Mao observó el mapa, el joven analista logró convencerle también a él. Ordenó al Ejército Popular de Liberación que dispusiese medio millón más de hombres a lo largo de la frontera de Manchuria, y comenzase a preparar una guerra de al menos un año de duración.

Al mismo tiempo, envió una advertencia urgente a Kim.

Estratégicamente hablando, dijo, Estados Unidos era en realidad un tigre de papel. Pero operativamente «Estados Unidos es un auténtico tigre, capaz de devorar carne humana». Los coreanos debían reagruparse y prepararse para lanzar un ataque anfibio: «Desde un punto de vista táctico, en algunas ocasiones la retirada es mejor que el ataque … El tuyo no es un enemigo sencillo. No lo olvides, estás luchando contra el principal poder imperialista. Hay que estar preparado para lo peor».

Kim le ignoró. Al igual que hizo Stalin. El 15 de septiembre comenzaron los desembarcos de Inchon, y el ejército norcoreano se desintegró. En Pyongyang cundió el pánico. Kim envió a dos de sus principales lugartenientes hasta Pekín para suplicar desesperadamente su ayuda. Stalin se unió a sus voces, ofreciendo cobertura aérea soviética en caso de que Mao enviase fuerzas de infantería para evitar el derrumbe coreano.

Las semanas que siguieron fueron las peores que Mao tuvo que afrontar desde los traumáticos meses posteriores a la rendición japonesa de 1945. Apenas conciliaba el sueño. Por un lado, dijo a Gao Gang, al que había concedido el mando de los preparativos de guerra en Manchuria, no parecía existir posibilidad alguna de evitar la intervención. Por otro, China necesitaba imperiosamente la paz para iniciar la reconstrucción económica. El país había quedado desolado por las guerras desde la caída de la dinastía Qing, hacía casi cuarenta años. A los comunistas todavía les quedaba reconquistar el Tíbet y Taiwan, y, ya propiamente en China, se estimaba que había cerca de un millón de bandidos rondando por las zonas rurales; la industria estaba en ruinas, el desempleo era absolutamente generalizado en las ciudades, al igual que el hambre en la planicie central.

Incluso en Pekín, la comida era un bien escaso. Los incidentes de sabotaje, atribuidos a los agentes del Guomindang, se multiplicaron. Las reservas de buena voluntad que el gobierno había acumulado al acabar con la corrupción nacionalista, estabilizando el valor de la moneda y restituyendo los servicios básicos, ya se habían agotado.

Pero a pesar de todo ello, a finales de septiembre, la suerte ya estaba echada.

Los planificadores militares de Mao calcularon que China sufriría sesenta mil bajas y ciento cuarenta mil heridos durante el primer año de campaña. Los norteamericanos disfrutaban de superioridad armamentística; pero el Ejército Popular de Liberación estaba más motivado, contaba con mayores reservas humanas, y era superior en el juego de la «guerra de rompecabezas» que tendría lugar cuando no hubiese un frente definido. Los ejércitos chinos debían adoptar la tradicional táctica maoísta de «concentrar las fuerzas superiores contra las más débiles» y llevar a cabo batallas de aniquilación, para aumentar al máximo las bajas norteamericanas y hacer tambalear el apoyo de la opinión pública estadounidense a la continuación de la guerra. El mejor momento para el inicio de la participación china, concluyeron, llegaría poco tiempo después de que las unidades de Estados Unidos cruzasen el paralelo treinta y ocho en dirección al norte, ya que en ese punto las líneas de aprovisionamiento norteamericanas se habrían estrechado al máximo, las fuerzas chinas estarían todavía cerca de su base de retaguardia, y la intervención china sería políticamente fácil de justificar.

El 30 de septiembre, las primeras unidades surcoreanas penetraron en Corea del Norte. Veinticuatro horas después, mientras los dirigentes chinos celebraban el primer aniversario de la República Popular, Kim envió un avión especial a Pekín con un mensaje, entregado en mano, que admitía que se encontraba al borde de la derrota. «Si continúan los ataques al norte del paralelo treinta y ocho», escribió pesaroso, «seremos incapaces de sobrevivir confiando únicamente en nuestras propias fuerzas».

Al día siguiente, Mao explicó en una reunión ampliada del Secretariado:[70]

La cuestión no es ahora si debemos enviar tropas a Corea, sino cuándo debemos enviarlas. Un día de diferencia puede ser crucial … Hoy discutiremos dos cuestiones apremiantes: cuándo deben penetrar nuestras tropas en Corea, y quién debe comandarlas.

No obstante, si bien la intervención era inevitable para Mao, ello no significaba que el resto de la cúpula dirigente se adhiriese inmediatamente a sus puntos de vista. Cuando se reunió el Politburó en pleno, el día 4 de octubre, la mayoría estaba en su contra, a causa de la misma comunión de condicionantes económicos y políticos que él mismo había sopesado en agosto.

Lin Biao se mostraba particularmente escéptico. Si Kim estaba cerca de la derrota, argumentaba, China haría mejor en disponer una línea de defensa a lo largo del río Yalu y permitir a los norcoreanos que organizasen acciones de guerrilla desde Manchuria para recuperar el territorio perdido. Pero no convenció a Mao. En tal caso, replicó, China perdería la iniciativa. «Tendríamos que esperar [ante el río Yalu] un año tras otro, sin saber nunca el momento en que atacará el enemigo». Lin había sido la primera opción de Mao para comandar la fuerza de intervención china, pero declinó excusándose en su mala salud. Mao entonces propuso en su lugar a Peng Dehuai para asumir el mando. Peng llegó tarde a la reunión, al desplazarse desde Xi’an. Pero estuvo de acuerdo con el análisis de Mao de que Estados Unidos no se detendría a cambio de concesiones, y cuando las discusiones se reanudaron, por la tarde, su apoyo contribuyó a asegurar un consenso a favor de la intervención militar.

Dos días después, las primeras tropas de Estados Unidos —la Primera División de Caballería Americana— cruzaron el paralelo treinta y ocho, y Washington persuadió a las Naciones Unidas para que ratificasen la unificación de Corea como su propósito último. El domingo 8 de octubre, Mao publicó el decreto oficial que disponía que una fuerza expedicionaria china acudiese en ayuda de Corea del Norte. Sería conocida como los Voluntarios del Pueblo Chino, para subrayar que su misión era por naturaleza una cruzada moral, basada en la solidaridad comunista y, lo que era más importante, para mantener la ficción de que la intervención de Pekín no era oficial, e impedir que las hipotéticas represalias norteamericanas contra ciudades chinas quedasen justificadas. La fuerza debía comenzar a cruzar el río Yalu el 15 de octubre.

Entonces, de improviso, tres días antes de que la expedición se pusiese en marcha, Mao ordenó que todos los movimientos de tropas se detuviesen y requirió que Peng volviese a Pekín «para reconsiderar la decisión [de intervenir]».

El problema, como siempre, era Moscú. Había estallado una crisis sobre la cuestión del apoyo militar soviético. El 1 de octubre Stalin había telegrafiado a Mao desde su residencia de Sochi, en el mar Muerto, donde estaba pasando sus vacaciones: «Por lo que veo, la situación de nuestros amigos coreanos es cada vez más desesperada … Creo que deberías movilizar inmediatamente al menos cinco o seis divisiones hasta el paralelo treinta y ocho». Aquello disparó la alarma en la mente de Mao. El problema no era la sugerencia de Stalin. Lo que le preocupaba era el silencio del líder soviético sobre las garantías de dar cobertura aérea y suministros militares a que los rusos, durante los días de pánico que siguieron a los sucesos de Inchon, se habían comprometido

Mao optó por preparar una celada. Respondió que la mayoría de los miembros del Politburó chino se oponían a la intervención, y que enviaba a Zhou Enlai para realizar consultas de urgencia.

Se reunieron el 10 de octubre en Sochi. Siguiendo las instrucciones de Mao, Zhou presentó lo que resultó ser un ultimátum. China, dijo a Stalin, respetaría los deseos de la Unión Soviética. Si los rusos deseaban proporcionar cobertura aérea y una cantidad importante de armamento, los chinos intervendrían. De lo contrario, Mao se sometería al juicio de Stalin y daría marcha atrás. Entonces Zhou se sentó en espera de la respuesta del viejo dictador.

Para horror de Zhou, Stalin se limitó a asentir con la cabeza.

Si los chinos creían que la intervención era demasiado arriesgada, dijeron en esencia sus palabras, debían abandonar Corea a su suerte. Kim Il Sung podía recurrir a una guerra partisana lanzada desde sus bases en Manchuria.

La jugada de Zhou había acabado en derrota. En las consiguientes diez horas de conversaciones, que finalizaron en un banquete de alcohol que se prolongó hasta las cinco de la madrugada, consiguió obtener algunas nuevas garantías, transmitidas a Mao en un telegrama que tanto él como Stalin firmaron, de que Rusia proporcionaría el armamento y la cobertura aérea necesarias para la defensa de las ciudades chinas. Pero no habría cobertura aérea para Corea, al menos durante los dos primeros meses. La excusa de Stalin era que las fuerzas aéreas soviéticas necesitaban algún tiempo para prepararse. Pero en realidad albergaba algunos temores. Incluso contando con apoyo chino, decidió, Corea del Norte sería probablemente derrotada. Si los pilotos soviéticos tomaban parte en la contienda, el riesgo de conflicto con los norteamericanos sería demasiado elevado.

Para Mao, la decisión de renegar de los compromisos de ayuda militar contraídos apenas unas semanas antes fue la más amarga de las traiciones de Stalin.

En Xi’an, en 1936, y en Manchuria, en 1945, lo que había estado en juego habían sido los intereses políticos de un partido chino en lucha todavía por el poder. Pero ahora China era un Estado soberano, y Rusia un aliado que había firmado un tratado. «Inclinándose hacia un lado» o no, concluyó Mao, la Unión Soviética nunca sería un compañero en el que China pudiese confiar.

Como venía siendo habitual, los dirigentes chinos finalmente tuvieron que doblegarse. La celada de Mao había quedado al descubierto.[71] China estaba demasiado implicada para tener posibilidades reales de cambiar su decisión. El Politburó estuvo de acuerdo. El viernes 13 de octubre, Mao telegrafió a Zhou comunicándole que, a pesar de todo, la intervención se desarrollaría según lo previsto. Stalin, muy a su pesar, quedó impresionado. «¡Así que los chinos son realmente unos buenos camaradas!», se rumoreaba que afirmó. Pero los problemas de Mao todavía no habían llegado a su fin. Los comandantes militares del noroeste se sentían terriblemente alarmados ante la perspectiva de exponer a sus hombres a los bombardeos norteamericanos sin ningún tipo de cobertura aérea. El día 17 enviaron un mensaje conjunto a Peng Dehuai en el que proponían que la entrada de China en la guerra se demorase hasta la primavera. Pero con los surcoreanos a las puertas ya de Pyongyang, aquélla era una posibilidad inviable. Al día siguiente, después de oír el informe de Peng, Mao dijo a sus colegas: «No importan las dificultades que existan, no podemos cambiar [nuestra] decisión … no podemos retrasarla». A sugerencia de Mao, se acordó que los Voluntarios comenzasen a penetrar en territorio coreano bajo la oscuridad de la noche del 19 de octubre. Treinta horas después, alrededor de la medianoche, el jefe del Estado Mayor, Nie Rongzhen, informaba que las tropas estaban cruzando el río Yalu, según lo planeado. Por primera vez en varias semanas, Mao pudo conciliar plácidamente el sueño.

Tomadas ya todas las decisiones, el desarrollo de la guerra fue de una simpleza brutal.

Después de algunas escaramuzas defensivas iniciales de finales de octubre y principios de noviembre, Peng ordenó la retirada general. MacArthur había iniciado una ofensiva total para llegar al río Yalu, con el eslogan: «¡Que los chicos vuelvan a casa por Navidad!». Como pronto descubrirían los norteamericanos, Mao estaba recreándose con el viejo juego de «seducir al enemigo». Al atardecer del 25 de noviembre, los chinos contraatacaron. Diez días después, con treinta y seis mil bajas enemigas (incluyendo veinticuatro mil norteamericanos), las fuerzas de Peng tomaban Pyongyang.

No resultó una campaña perfecta. El número de bajas chinas fue muy elevado, y los hombres sufrieron espantosamente los rigores del frío y la falta de comida. Pero, a pesar de ello, siete semanas después de entrar en la guerra, los Voluntarios de Peng habían virtualmente recuperado la totalidad de Corea del Norte.

En ese punto, Peng propuso un alto hasta la primavera siguiente. Pero Mao presionó para que continuase el avance. Los rusos habían comenzado a suministrar cobertura aérea limitada y, con la campaña alcanzando sus objetivos, Stalin había prometido mejoras en el reabastecimiento militar. Peng se resistió a cambiar de opinión, pero, ante la insistencia de Mao, ordenó a regañadientes que en la vigilia del Año Nuevo comenzase una nueva ofensiva, coincidiendo con la luna llena, lo que facilitaría las operaciones nocturnas, y las celebraciones del fin de año, que mantendrían ocupados a los norteamericanos. Cinco días después, las fuerzas conjuntas chinas y norcoreanas capturaron la capital de Corea del Sur, Seúl, entonces un esqueleto de edificios incendiados y calles llenas de escombros, y obligaron a los norteamericanos a retroceder ciento veinte kilómetros más hacia el sur. Pero, una vez más, Peng decidió detener su avance. Kim Il Sung estaba furioso y se lamentó de ello a Stalin. A pesar de ello, el líder soviético apoyó la decisión de Peng.

Un mes después, los norteamericanos contraatacaron. Peng propuso la retirada, trocando territorio a cambio de tiempo, y siguiendo el precepto santificado por Mao, que tan útil había sido a los comunistas en su lucha contra Chiang Kai-shek y Japón. Pero Mao no se lo permitió. Pretendía aferrarse a Seúl y al paralelo treinta y ocho, que, tras su captura, se habían convertido, tanto en casa como en el extranjero, en un vigoroso símbolo del recién conquistado poder de la China roja.

Telegrama tras telegrama, Peng intentó explicar la inviabilidad de semejante operación. «No se nos ha proporcionado calzado, comida ni municiones», le dijo a Mao. «Los hombres no pueden marchar con los pies desnudos sobre la nieve». Con temperaturas que caían hasta los treinta grados bajo cero, miles murieron a la intemperie.

Por primera vez en su larga carrera, Mao había permitido que las consideraciones políticas nublasen su sabiduría militar.

Al final, no sólo Seúl fue abandonada, sino también la parte este del paralelo treinta y ocho y una gran franja de territorio que se extendía más al norte. En poco menos de cuatro meses, el cuerpo de Voluntarios chinos perdió ciento cuarenta mil hombres. Los norteamericanos construyeron una línea de defensa fortificada a lo largo del paralelo treinta y ocho, y la guerra se convirtió en una serie de batallas fluctuantes que se desarrollaban en las inmediaciones de las posiciones de ambos contendientes. En julio de 1951 se iniciaron conversaciones para alcanzar una tregua, pero ninguno de los contrincantes estaba todavía dispuesto a admitir que ya había tenido suficiente. No fue hasta dos años después, tras la muerte de Stalin y la elección de Dwight D. Eisenhower, un republicano, como nuevo presidente de Estados Unidos, cuando norteamericanos y chinos estuvieron preparados, a pesar de las objeciones de sus respectivos clientes coreanos, para poner fin a la sangría y permitir que se firmase un armisticio.[72]

Peng y el resto de comandantes chinos, que habían experimentado en sus carnes los efectos de la tecnología militar moderna, volvieron de Corea convencidos de que la esencia de la guerra había cambiado.[73] Durante los cinco años siguientes, Peng se consagraría a su cargo de ministro de Defensa, intentando transformar el Ejército Popular de Liberación en un cuerpo moderno y profesional.

Pero no así Mao. Para él, el hecho de que unas tropas chinas pobremente armadas hubiesen luchado hasta el último momento contra la elite del ejército de Estados Unidos simplemente confirmaba su creencia en que el poder de la mente, no las armas, decidía el resultado de las guerras. «Hemos conseguido una gran victoria», dijo exultante aquel otoño:

Le hemos tomado la medida a las fuerzas armadas de Estados Unidos. Cuando no lo has hecho nunca, es normal sentirse asustado por éstas … [Ahora sabemos] que el imperialismo de Estados Unidos no es tan terrible, nada de lo que tengamos que preocuparnos … El pueblo chino está ahora organizado, no permitirá que jueguen con él. Cuando provoquen su ira, las cosas se pondrán muy difíciles.[74]

La impaciencia de Mao durante las primeras etapas del conflicto para alcanzar resultados rápidos y drásticos formaba parte de un esquema de acontecimientos más amplio. Ahora que China se había «alzado», Mao ansiaba renovar su antiguo esplendor. Corea, al igual que Vietnam, había sido durante siglos un Estado tributario. En otoño de 1950, China había entrado en la guerra no únicamente para impedir que un gobierno hostil y proamericano asumiese el poder al otro lado del río Yalu. La seguridad nacional, en un sentido amplio, exigía la restauración de esa relación de soberanía. Por la misma razón, Mao había enviado consejeros militares para colaborar con los ejércitos de Ho Chi Mihn. También Vietnam debía volver al abrigo de China.[75]

Después de la guerra de Corea, Estados Unidos dejó de ser un «tigre de papel» en los escritos de Mao. La actitud de China ante la Unión Soviética también experimentó un enorme cambio.[76] Al impedir la derrota norcoreana, China había acudido al rescate de Rusia. Los sucesores de Stalin contemplaron al régimen de Mao con mayor respeto, y con cierta aprensión. Si la débil China podía llevar a cabo acciones tan poderosas, ¿qué ocurriría con su asociación con Rusia una vez se convirtiese en poderosa? Por otro lado, para Mao, la cotización de Rusia había caído. Los rusos no sólo habían actuado erráticamente, comprometiendo a China en un conflicto que hubiese preferido evitar, sino que se habían mostrado traicioneros y, en último término, débiles.

En apariencia, nada había cambiado. China anhelaba desesperadamente la ayuda soviética para reconstruir su economía. En la guerra fría de los años cincuenta, no había ningún otro lugar al que acudir. Pero ya se habían sembrado las semillas del menosprecio.

Según el recuento final, China había sufrido en Corea cuatrocientas mil bajas, incluyendo ciento cuarenta y ocho mil cuatrocientos muertos.[77] Entre los últimos estaba el hijo mayor de Mao, Anying.[78]

Después de su vuelta de Moscú, Anying había trabajado entre los campesinos —renovando sus raíces chinas, como afirmó su padre— y después en una fábrica de Pekín, donde se convirtió en subsecretario de la delegación del partido. En otoño de 1950, con el consentimiento de Mao, se presentó voluntario para servir en Corea. Peng Dehuai desestimó su petición de alistarse en un regimiento de infantería, al considerarlo demasiado peligroso, y en su lugar lo designó miembro de su propio personal, como oficial de enlace capaz de hablar ruso. El 24 de noviembre de 1950, cuando aún no hacía cinco semanas desde que las unidades chinas habían cruzado la frontera, el cuartel general de Peng, situado en una mina de oro abandonada, fue atacado por los bombarderos de Estados Unidos. La mayor parte de su personal, junto al mismo Peng, se refugió en un túnel. Pero Anying y otro oficial quedaron atrapados en un edificio de madera situado en la superficie. Fue alcanzado por una bomba incendiaria.

Ambos murieron.

Aquella tarde, Peng envió un telegrama a Mao anunciándole la muerte del joven y proponiendo que su cuerpo fuese enterrado en el campo de batalla, como todos los soldados chinos fallecidos en Corea. Cuando el secretario de Mao, Ye Zilong, lo recibió, telefoneó a Zhou Enlai, quien contactó con los otros dirigentes. Ellos autorizaron el entierro, pero decidieron que con la guerra en una coyuntura tan crítica, no debían comunicárselo a Mao.

De este modo, tres meses después, cuando Peng volvió a verse con Mao en Pekín y confesó cuán avergonzado se sentía por no haber protegido mejor a Anying, Mao se enfrentó brutalmente con una noticia para la que no estaba en absoluto preparado; que su hijo mayor había muerto. Se desplomó, recordaba Peng, temblando de un modo tan violento que fue incapaz de encender un cigarrillo. Durante algunos minutos permanecieron sentados en silencio. Entonces Mao alzó su cabeza. «En la guerra revolucionaria», dijo, «siempre hay que pagar un precio. Anying fue sólo uno entre miles … No debes tomártelo como algo extraordinario sólo porque era mi hijo».

La revolución ya le había arrebatado a sus hermanos: su hermana adoptiva, Zejian, había sido ejecutada en 1930 junto a Yang Kaihui; el menor de sus hermanos, Zetan, había muerto en 1935 en Jiangxi, en un enfrentamiento con las tropas nacionalistas; el segundo de sus hermanos, Zemin, fue asesinado por un señor de la guerra de Xinjiang, Sheng Shicai, en 1942. Su otro hijo, Anqing, aún vivo, era mentalmente inestable. Sus hijas, Li Min y Li Na, estaban bajo la influencia de Jiang Qing, un vínculo que cada vez le disgustaba más.

La relación de Anying con su padre no había sido fácil.[79] Mao era un hombre exigente que insistía en que sus hijos se comportasen de manera irreprochable y recibiesen el mismo trato que cualquier otra persona. Su guardaespaldas, Li Yinqiao, le recordaba diciéndoles: «¡Sois los hijos de Mao Zedong, y esto es una auténtica mala suerte para vosotros!». Pero desde el retorno del joven a China, su relación se había estrechado. Cuando murió, a los veintiocho años, con él se deshizo el último lazo humano capaz de evocar en Mao una auténtica fidelidad personal.

La matanza que marcó el nacimiento de la nueva China no se limitó a la guerra de Corea. El número de civiles muertos en los movimientos políticos y económicos que la acompañaron fue varias veces más elevado.

En la primavera de 1950, Mao comenzó a movilizar al partido para realizar el ingente esfuerzo de imponer el dominio comunista en las amplias áreas del centro y el sur de China, que albergaban una población de más de trescientos millones, y que el Ejército Popular de Liberación había ocupado en el transcurso de los últimos doce meses. El primer paso, había decretado, consistía en «estabilizar el orden social». Ello requería «eliminar con determinación a los bandidos, los espías, los pendencieros y los déspotas», junto a los agentes secretos nacionalistas que, decía, difundían rumores anticomunistas, saboteaban las tareas de reconstrucción económica y asesinaban a los trabajadores del partido. Eran acusaciones que tenían algún fundamento. Aquel mismo año, unos tres mil funcionarios habían sido asesinados en las zonas rurales mientras intentaban recaudar los impuestos del grano.[80]

La intención original consistía en proceder cautelosamente. «Los principales culpables» debían ser castigados; con el resto podían mostrarse indulgentes.[81]

La guerra de Corea lo cambió todo.[82] Por toda China, cientos de miles de personas se congregaron para organizar manifestaciones antiamericanas.[83] Se erigió un cartel enorme en el centro de Pekín, mostrando a Truman y MacArthur, con el rostro verde y sin afeitar, mirando a China con las garras ensangrentadas, y repelidos por un fornido miembro de los Voluntarios chinos.[84] Se animó al pueblo para que enviase pequeños obsequios a los soldados del frente, acompañados de mensajes de ánimo, del estilo: «He guardado esta pastilla de jabón para ti, para que puedas limpiarte la sangre del enemigo, esparcida por tu ropa, y te prepares para otra batalla». Los obreros entregaban una parte de sus sueldos para contribuir a la guerra; los campesinos se esforzaron para aumentar la producción y donar los excedentes de la cosecha. Para fomentar el activismo, se les explicó que las armas adquiridas gracias a ese esfuerzo llevarían inscrito el nombre de los donantes.[85]

Los extranjeros también tomaron parte en esta fiebre, pero como ejemplos negativos. Un italiano, residente largo tiempo en China, fue acusado de conspirar para asesinar a Mao durante el desfile del primero de octubre. Lo encarcelaron por dirigir una red de espionaje norteamericana, ayudado por su vecino, un japonés. Después de un juicio sumario, ambos fueron conducidos por toda la ciudad, de pie sobre la parte trasera de un jeep descapotable, hasta un campo de ejecución situado junto al Templo del Cielo. Los fusilaron. Otros dos extranjeros, un obispo italiano y un francés propietario de una librería, fueron encarcelados como supuestos cómplices. Que el complot fuese una maquinación de los chinos es algo irrelevante. Divulgado a través de las páginas del periódico del partido, el Renmin ribao (Diario del Pueblo), contribuyó a justificar la imposición de controles sociales aún más estrictos.[86]

Las posteriores denuncias chinas de que Estados Unidos estaba utilizando armas químicas en Corea, y de que los militares norteamericanos embarcaban a los prisioneros de guerra chinos con destino a Nevada para experimentar sobre los efectos de las armas nucleares, añadieron leña al fuego.[87] En todos los rincones de la ciudad, los chinos protestaban indignados por las atrocidades imperialistas. Los que no actuaban de este modo eran sospechosos de deslealtad.

En medio de este ambiente enrarecido, la campaña para acabar con los contrarrevolucionarios ardió con más violencia.[88] En el transcurso de un período de seis meses, setecientos diez mil chinos, la mayoría de ellos vinculados, aunque tenuemente, con el desaparecido Guomindang, fueron ejecutados o inducidos al suicidio.

Al menos un millón y medio más desaparecieron en los recién creados campos de «reforma a través del trabajo», construidos ex profeso, para su reclusión.

El mismo Mao dirigió la operación, publicando entre el invierno de 1950 y el otoño siguiente un dilatado caudal de directrices.[89] De este modo, en enero de 1951, cuando parecía que la campaña estaba debilitándose, insistió en que se cumpliese con las sentencias de muerte, argumentando: «Si nos mostramos débiles e indecisos, y demasiado indulgentes … con la gente malvada, sobrevendrá el desastre». Dos meses después, tiró de los frenos. «Nuestro mayor peligro es la precipitación», advertía entonces. «No importa que un contrarrevolucionario sea ejecutado unos días antes o después. Pero … arrestar y ejecutar erróneamente puede acarrear consecuencias muy perniciosas». En mayo defendió la suspensión de las sentencias de muerte, ya que, de lo contrario, «nos privará de una gran cantidad de mano de obra [convicta]». Un mes más tarde, volvía a ser necesario darle un nuevo empujón a la campaña. «Las personas que … han de ser ejecutadas para apaciguar la rabia del pueblo», declaró Mao, «sólo por este propósito deben morir».

También la reforma de las tierras se tambaleaba violentamente hacia la izquierda.[90]

Mao instauró una política de «no corregir los excesos prematuramente». En casi cada pueblo, como mínimo uno, y en ocasiones varios terratenientes eran arrastrados ante congregaciones masivas, organizadas por los equipos de trabajo del partido, y cada uno de ellos era golpeado por los enfurecidos campesinos hasta morir allí mismo, o esperaban hasta ser después ejecutados públicamente. En el momento en que la reforma de la tierra quedó completada, a finales de 1952, hasta un millón de terratenientes y miembros de sus familias habían sido asesinados. De hecho, ésta es una cifra meramente estimativa. En realidad, el número de muertos pudo llegar a ser dos, y posiblemente incluso hasta tres, veces superior. Durante los tres años que habían transcurrido desde la fundación de la Nueva China, los terratenientes, en cuanto a clase cohesionada que había dominado la sociedad rural desde la dinastía Han, simplemente habían dejado de existir.

A diferencia de las prácticas soviéticas, Mao insistió en que estas acciones debían ser llevadas a cabo, no por los organismos de seguridad pública, sino por el vulgo. La lógica había sido la misma que la que se había impuesto en Hunan en 1927 y en las áreas base soviéticas en los años treinta: los campesinos que mataban con sus propias manos a los terratenientes que les habían oprimido, se unían al nuevo orden revolucionario de un modo que los espectadores pasivos nunca podrían igualar.

El partido tuvo que afrontar un desafío aún mayor al intentar llevar a cabo una transformación social comparable en las ciudades; «purificar nuestra sociedad», como Mao la definió, «de la suciedad y el veneno que queda del antiguo régimen».[91]

Con tal propósito, comenzando en otoño de 1951, Mao lanzó de manera sucesiva otras tres campañas políticas: los «tres antis» (anticorrupción, antidespilfarro y antiburocratismo), cuyo propósito era, según explicó, prevenir «la corrupción de los cuadros a manos de la burguesía»; los «cinco antis» (antisobornos, antievasión de impuestos, antifraude, antidesfalcos y antifiltraciones de los secretos de Estado), que apuntaba a las clases capitalistas, cuyas «balas cubiertas de azúcar» eran la primera causa de corrupción; y un movimiento de reforma del pensamiento, modelado según la campaña de rectificación de Yan’an, y diseñado para reformar a los intelectuales urbanos, especialmente los educados en Occidente, para imponer la obediencia y erradicar las ideas burguesas.[92]

Una vez más, los actores principales no eran el Estado o las delegaciones del partido, sino los hombres y las mujeres blanco de semejantes campañas, así como las «amplias masas» movilizadas que debían juzgarlos. Durante los «tres» y los «cinco antis», los trabajadores denunciaron a sus patrones, los cuadros se acusaron unos a otros, se animó a que los niños informasen sobre sus padres, y las mujeres se pusieron en contra de sus esposos. Los activistas formaron «equipos para la caza del tigre», para arrastrar a los culpables, reales o presuntos, ante reuniones masivas y ser humillados.

Se forjó un nuevo clima de terror. Los infractores menores, declaró Mao, debían ser criticados y reformados, o enviados a los campos de trabajo, mientras que «los peores de ellos debían ser fusilados». Para muchos, la presión psicológica fue insoportable. En conjunto, las dos campañas se llevaron varios cientos de miles de vidas más, la gran mayoría víctimas del suicidio, al tiempo que fueron recaudados unos dos mil millones de dólares estadounidenses, una cifra asombrosa para aquella época, en concepto de multas por actividades ilícitas a las compañías privadas. Los cuadros supervivientes, los hombres de negocios privados y la población urbana en general habían recibido una lección memorable sobre los límites de la bondad comunista.

La burguesía, explicó Mao durante el verano de 1952, no debía ser considerada por más tiempo como un aliado del proletariado. Se había convertido, ya entonces, en el principal objetivo de la lucha desarrollada por la clase obrera.[93]

Los intelectuales recibieron un trato diferente.[94] Debían ser purificados de ideología burguesa, especialmente de individualismo, proamericanismo, objetivismo (en el sentido de indiferencia ante la política) y «menosprecio de las masas obreras». Estas cuestiones eran discutidas en pequeños grupos en los que se realizaban continuas autocríticas, hasta que, capa a capa, se despojaban de todo lo que podía suponer un pensamiento independiente, incompatible con la ortodoxia maoísta.

Incluso si no hubiese estallado la guerra de Corea, Mao habría tenido, tarde o temprano, que asegurar el control del partido sobre la población urbana. El número de muertos no habría sido necesariamente menor si lo hubiese hecho en tiempos de paz. Al fin y al cabo, el poder de los terratenientes debía llegar a su fin; y se tenía que poner en su sitio a los funcionarios, los capitalistas y los intelectuales. Con o sin una guerra en el extranjero, se habría puesto en funcionamiento el mismo y penetrante sistema de registros policiales obligatorios, de residencias asignadas bajo la vigilancia de comités de vecindario, o de informes personales conservados en departamentos de seguridad adscritos a las unidades de trabajo de todos los ciudadanos.

A pesar de ello, para los comunistas chinos, el conflicto coreano tuvo una significación especial.[95]

Provocó un sentimiento de regeneración y de orgullo nacional que infundió un respeto forzado incluso entre los que de otro modo no habrían albergado ninguna simpatía por el régimen. La sensación de heroico sacrificio en el campo de batalla permitió explicar las duras medidas aplicadas en casa. La amenaza externa de Estados Unidos incentivó las transformaciones internas. Ante todo, permitió a Mao avanzar aún más rápido. En otoño de 1953, cuatro años y, por lo menos, dos millones de muertos después de la proclamación de la República Popular,[96] el Estado maoísta se había afianzado con mayor seguridad de la que cabía imaginar cuando Zhou Enlai partió de sus cuarteles provisionales en Shijiazhuang para entrar en la recién conquistada Pekín, sintiéndose, como anotó Mao, «como los estudiantes de los tiempos antiguos, cuando iban a la capital para enfrentarse a los exámenes [imperiales]».[97] Según su punto de vista, Mao había pasado la primera prueba con buena nota. Después de tantos años de revolución y guerra, el coste en sufrimiento humano era irrelevante.

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