Mao

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13. El aprendiz de brujo

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Cuando el año 1958 se acercaba a su fin, Mao volvió su vista con satisfacción para contemplar lo que se había conseguido. «Durante este [pasado] año han ocurrido muchas cosas positivas», reflexionó. «Se han superado las pruebas. Se han alcanzado muchas metas, metas en las que antes ni siquiera nos atrevíamos a soñar»[242] Comenzaba a hacerse realidad su visión de una China avanzando como pionera en su propio camino hacia el comunismo. Los rusos se habían quedado atrás.[243].

Dos años antes, al inicio del «pequeño salto», Mao había calificado al pueblo chino de «pobre y en blanco». Esto era una ventaja, defendía, ya que «una vez se ha escrito en una hoja de papel, ya no se puede hacer nada con ella». A lo largo del Gran Salto Adelante, la pobreza y la «blancura» fueron temas constantes.[244] Tal como anotó en un artículo del mes de abril:

Los seiscientos millones de chinos tienen dos peculiaridades destacables: son, ante todo, pobres, y, en segundo lugar, están en blanco. Puede parecer algo malo, pero en realidad es algo muy positivo. La gente pobre quiere cambiar, quiere hacer cosas, quiere la revolución. En una hoja de papel en blanco no hay borrones, de modo que se pueden escribir las palabras más nuevas y bellas, se pueden dibujar los más novedosos y hermosos dibujos.[245]

Esta aseveración, con su pasmosa arrogancia, su megalómana ambición de moldear, como el barro, la vida y los pensamientos de casi un cuarto de la humanidad, ofrece una alarmante visión de las elucubraciones de Mao en un momento en que éste se aproximaba a su vejez. Una insolencia de semejante desmesura presagiaba la catástrofe. No tardaría en llegar.

Los rusos observaban estos acontecimientos con creciente desasosiego. Ya en noviembre de 1957, la visita de Mao a Moscú durante la Conferencia Mundial de Partidos Comunistas había dejado residuos de inquietud. A su llegada, Khruschev le había recibido con una oferta demasiado buena para rechazarla: un acuerdo secreto para proporcionar a China tecnología para el desarrollo de armas nucleares, incluyendo una muestra de bomba atómica, a cambio del apoyo personalista de Mao al líder soviético y a la continuada primacía de Rusia en el movimiento comunista internacional.[246] Mao se sintió feliz por cumplir ambas condiciones. El «nuevo» Khruschev que pretendía superar a Estados Unidos era más de su agrado que el autor del discurso secreto; y Mao nunca había puesto en duda que el comunismo internacional necesitase un núcleo dirigente (aunque él podría haber añadido que no tenía por qué ser siempre Rusia).

Pero el acuerdo nuclear estaba destinado a hacer avanzar las vacilantes relaciones chino-soviéticas hasta un punto demasiado cercano del abismo.

Henchido por su convicción de que «el viento del este prevalecerá sobre el del oeste», Mao ofreció a los líderes del mundo comunista una visión apocalíptica de su futuro triunfo. Si se podía mantener la paz, dijo, la esfera socialista sería invencible. Pero había otra posibilidad:

Permitidnos especular. Si estalla una guerra, ¿cuánta gente morirá? Hay dos mil setecientos millones de personas en el mundo, y un tercio puede fallecer … Si ocurre lo peor, quizás morirá la mitad. Pero todavía quedará la mitad; el imperialismo acabará completamente arrasado y el mundo entero será socialista. Pasados algunos años, la población mundial alcanzará de nuevo los dos mil setecientos millones, y sin duda sobrepasará esa cifra.[247]

No había nada particularmente nuevo en sus palabras: Mao ya había expresado las mismas ideas a Nehru, en 1954, cuando las tensiones por Taiwan llevaron a Estados Unidos a insinuar el posible uso de armas atómicas, y unos pocos meses después lo repitió, en términos aún más catastrofistas, a un diplomático finlandés. «Si Estados Unidos tuviese bombas tan poderosas que … pudiesen agujerear la tierra de un extremo a otro», dijo al boquiabierto enviado, «eso apenas significaría nada para el universo en su conjunto, a pesar de que sería un importante acontecimiento para el sistema solar»[248]. Sin embargo, una cosa era embarcarse en especulaciones vacías en una conversación privada, y otra hacerlo en una reunión a la que habían acudido funcionarios comunistas de más de sesenta países. A ellos, las palabras de Mao les produjeron escalofríos. Los dirigentes soviéticos comenzaron a preguntarse si realmente se le podía confiar un arsenal atómico a un hombre que hablaba del armamento nuclear con tanta ligereza. En aquel momento, sin embargo, el acuerdo sobre tecnología ya había sido firmado.

Durante la primavera siguiente, Mao se sumergió en el Gran Salto Adelante, seguro en su conocimiento de que una alianza nuclear con la URSS le ahorraría a China la necesidad de un ejército convencional de costosa construcción.

Mientras tanto, Khruschev comenzó a buscar los medios para consolidar el liderazgo soviético ante la política de armas atómicas de Pekín. Con este objetivo propuso una intensificación aún más amplia de la cooperación militar, incluyendo un acuerdo para el establecimiento de una estación de radio de onda ultralarga de propiedad compartida que comunicase con la flota de submarinos soviéticos del Pacífico (con el 70 por 100 de los costes debiendo ser satisfechos por Rusia y el resto a cargo de China), y otro para la construcción de una flotilla chino-soviética de submarinos nucleares.

Para su sorpresa, Mao reaccionó muy negativamente. En un encuentro con el embajador ruso, Pavel Yudin, el presidente expulsó con ponzoñosos términos todo el sentimiento que había acumulado ante lo que él consideraba era el despotismo de Moscú:

¡Nunca confiáis en los chinos! Sólo os fiáis de los rusos. Para vosotros, los rusos son ciudadanos de primera clase, y los chinos son uno de aquellos pueblos inferiores, estúpidos y descuidados. Ésta es la razón por la que me venís con la cuestión de la posesión y las decisiones compartidas. Muy bien, si es eso lo que queréis, no obtendréis nada en absoluto; ¡tengamos nosotros posesión y capacidad compartida para decidir sobre vuestro ejército, vuestra armada, vuestra fuerza aérea, la industria, la agricultura, la cultura y la educación! ¿Os parecería bien así? ¿O es que vosotros podéis poseer los diez mil kilómetros de costa de China, y nosotros conformarnos con una fuerza guerrillera? Sólo porque vosotros tenéis unas pocas bombas atómicas os creéis que estáis en posición de controlarnos procurándoos arriendos. ¿De qué otro modo podríais justificar vuestro comportamiento? … Quizá mis palabras no os suenen demasiado bien … [Pero] habéis desplegado el nacionalismo ruso hasta la misma costa de China.[249]

Para Mao, la «posesión compartida» olía a los tratados desiguales impuestos durante la humillación de China a manos de las potencias occidentales, y a las pretensiones de privilegios especiales de la Unión Soviética en Manchuria y Xinjiang. Khruschev, dijo Mao a Yudin, había tenido el buen criterio de anular los acuerdos impuestos por Stalin, pero ahora estaba actuando exactamente del mismo modo que éste.

Khruschev recordó en sus memorias que el informe de Yudin sobre su reunión con Mao cayó «como un relámpago en un cielo claro y azul», y no hay ninguna razón para no creerle.[250] Antes de que hubiesen transcurrido diez días, voló secretamente a Pekín, acompañado del ministro de Defensa, Rodion Malinovsky, para intentar aclarar la confusión.

Fracasó. Mao no sólo se mostró intransigente, rechazando la aprobación de convenios incluso sobre la licencia de desembarque de los submarinos soviéticos, sino que, en un desaire de simbolismo malicioso, las conversaciones sobre las cuestiones navales se celebraron junto a una piscina descubierta que Mao se había hecho construir en Zhongnanhai, donde se broncearon, según recordaba Khruschev, «como focas sobre la arena caliente», y el líder ruso, que no sabía nadar, se vio obligado a sufrir la humillación de revolcarse en el agua con la ayuda de un flotador de goma.[251]

Tres días después estalló otro importante conflicto, esta vez referido a Taiwan.

En enero de 1958, el Ejército Popular de Liberación había comenzado a prepararse para un renovado intento de ocupar las islas de Quemoy y Matsu. Aquel verano, un golpe de Estado izquierdista en Irak, que motivó el envío de tropas norteamericanas y británicas a Oriente Medio, concedió a Mao la oportunidad que llevaba tiempo esperando. El 17 de julio explicó al Politburó que un ataque sobre los fortines nacionalistas distraería la atención norteamericana de la cuestión iraquí y mostraría al mundo que China apoyaba seriamente los movimientos de liberación nacional. El plan inicial consistía en un bombardeo de Quemoy y Matsu, y debía comenzar nueve días después —poco antes de la llegada de Khruschev—; pero, con su visita, se pospuso hasta finales de agosto. Por aquel entonces, el líder soviético había propuesto una cumbre de las cuatro grandes potencias, junto a los representantes norteamericanos, británicos y franceses, para aplacar la tensión en Oriente Medio, lo que llevó al Diario del Pueblo a realizar cáusticos comentarios «sobre la incoherente creencia de que se puede alcanzar la paz simplemente adulando y comprometiéndose con los agresores».

Tal como quedó demostrado, Mao juzgó mal la firmeza de propósitos de los norteamericanos. Después de diez angustiosos días, durante los cuales Estados Unidos dio claras muestras de estar dispuesto a emplear armas nucleares, los chinos se vieron obligados a retroceder. Khruschev, una vez se hubo asegurado de que Rusia no se arriesgaba implicándose, prometió a China toda su colaboración. Dos meses después, la crisis llegó a su fin cuando el Ejército Popular de Liberación anunció, como si se tratase de la mejor tradición de ópera de Pekín, que continuaría bombardeando la isla, pero sólo en los días impares.[252]

A corto plazo, el efecto de estas disputas fue el de recordar a China y la Unión Soviética que el mantenimiento de una relación normal de cooperación formaba parte de los intereses nacionales de ambos. China permitió que se enfriase su retórica sobre el inminente salto hacia el comunismo, que había llevado a los rusos a la desesperación; y Khruschev aprobó un préstamo de cinco mil millones de rublos destinado a los proyectos chinos de desarrollo industrial.

Pero, más allá de esta fachada de renovada amistad, la desconfianza mutua se agudizó aún más. Para Khruschev, el rechazo de Mao a aceptar una mayor cooperación militar, a pesar del acuerdo de Moscú de ayudar a China en la construcción de armas atómicas, su altiva actitud hacia la destrucción nuclear y sus alocados brotes de heterodoxia doctrinal, hacían de él un socio errático, ingrato e impredecible. Para Mao, la prioridad de Khruschev de mejorar las relaciones con Estados Unidos era una traición al movimiento comunista internacional y a la causa revolucionaria que éste se había comprometido a propagar. La conversación que el líder ruso mantuvo aquel mismo invierno con un eminente político norteamericano, el senador Hubert Humphrey, durante la cual habló con menosprecio sobre las comunas chinas, no fue más que un ejemplo, a los ojos de Mao, de la traición moscovita a la más básica solidaridad socialista.[253]

A lo largo de la primavera de 1959, la campaña de consolidación del Gran Salto, que Mao había lanzado en Wuhan durante el mes de diciembre, avanzó firmemente. El movimiento de los hornos de patio quedó abandonado al reconocerse que buena parte de lo que en ellos se fundía era inservible —dejando el paisaje rural señalado por la pústula que representaban los herrumbrosos esqueletos de metal refundido, monumentos románticos a la locura nacional. A principios del verano, Mao reconoció que el objetivo de producción de acero para 1959 debía volver a rebajarse, de los veinte a los trece millones de toneladas, y se comenzaba a ser consciente de que la producción de grano del año anterior, aunque buena, había sido inflada con exagerada desmesurada.[254] «Al igual que un niño juega con el fuego … y sólo conoce el dolor cuando se quema», reconoció afligido, «del mismo modo, con la construcción económica, hemos declarado la guerra a la naturaleza, como un niño inexperto, desconocedor de la estrategia y la táctica»[255] Se ordenó a los dirigentes provinciales que no presionasen demasiado a los campesinos. De lo contrario, advirtió con frialdad, el Partido Comunista Chino podría acabar igual que las antiguas dinastías Qin y Sui, que consiguieron unificar China sólo para perder el poder unas décadas después a causa de la crueldad de su gobierno.[256].

Era, además, una cuestión de ajustes, no de cambios en los principios básicos; el comunismo no llegaría al día siguiente, dijo Mao, pero era posible alcanzarlo en el plazo de quince años, «o quizá un poco después».[257] A pesar de todo lo ocurrido, parecía que, finalmente, comenzaban a tener de nuevo los pies en el suelo.

Con este estado de ánimo relativamente sobrio, el Comité Central se reunió en julio en el complejo montañoso de Lushan, justo al sur del Yangzi. En el camino, Mao visitó su antiguo hogar de Shaoshan por primera vez desde 1927.[258] Lo que allí pudo ver reforzó su convicción de que el Gran Salto estaba teniendo éxito, pero también la de que las aventureras ideas de los izquierdistas utópicos de las provincias debían ser mitigadas; y poco después de llegar a Lushan comenzó a entregarse a ese propósito.

Mao no era, sin embargo, el único dirigente chino que aquel año retornó a sus raíces.[259] El ministro de Defensa, Peng Dehuai, había viajado unos meses antes, también por vez primera desde los años veinte, hasta su pueblo natal, Niaoshi, no lejos del lugar de nacimiento de Mao, en el mismo distrito de Xiangtan, pero había vuelto de allí con unas impresiones muy distintas.

Lo que había alterado la mente de Peng fueron los detritus de la campaña del acero: fragmentos de lingotes de hierro oxidándose inútiles en los campos; el armazón de las casas desiertas, despojadas de toda madera para poder alimentar los hornos; árboles frutales talados con el mismo propósito. En las llamadas «casas de la felicidad» para la gente mayor, encontró a ancianos enflaquecidos, subsistiendo de raciones mínimas sin ni siquiera mantas para luchar contra el frío. «Los viejos pueden hacer rechinar sus dientes», dijo uno de los ancianos, «pero a los bebés sólo les queda llorar». Los campesinos estaban dispuestos a amotinarse, concluyó Peng. Odiaban la militarización de la vida diaria, las obligadas comidas comunales en los comedores públicos, la destrucción de la vida familiar. Los cuadros locales estaban bajo la constante presión de superar las comunas rivales, lo que les obligaba a exagerar sistemáticamente las cifras de producción agrícola, a menudo hasta diez o veinte veces. La alternativa, se les había dicho, consistía en ser estigmatizados como derechistas.

Peng no era el compañero preferido de Mao. Se habían enfrentado en demasiadas ocasiones en el pasado, remontándose todo al invierno de 1928, cuando Peng y su pequeño ejército de compatriotas de Hunan fueron abandonados en la retaguardia de Jinggangshan, y Mao no consiguió llevar a cabo una maniobra de distracción que les permitiese escapar. La lealtad del ministro de Defensa estaba consagrada al partido, no a la figura individual de Mao.

En Shaoshan, el presidente se había sentido impulsado a escribir un poema, elogiando el «ondeante arroz y las legumbres en crecimiento, y los héroes retornando desde todos los lugares a sus casas en el humeante ocaso». También Peng, en su última noche en Hunan, había puesto sus pensamientos en verso. Pero él había visto «mijo esparcido y mustias patateras», y había realizado una promesa solemne de «hablar en nombre del pueblo».

No obstante, Peng finalmente no hizo nada de eso. Durante el primer semestre de 1950 no pronunció una sola palabra sobre el Gran Salto. Esto se debió quizá en parte a que su atención se centró en la rebelión del Tíbet, iniciada en marzo; y en parte a que el mismo Mao, ya en aquel momento, había comenzado a predicar sobre las virtudes de la moderación de un modo que prometía solucionar los errores más clamorosos. Pero la razón principal fue la enorme dificultad existente, incluso para un hombre de la categoría de Peng, que había estado junto a Mao durante tres décadas, en el hecho de poner en cuestión unas decisiones políticas en las que el presidente estaba tan implicado.

Cinco años antes, Gao Gang había traspasado los límites establecidos por Mao y ello le costó la vida. En 1955, Deng Zihui se había enfrentado a Mao —en términos técnicos, más que políticos— sobre el ritmo de la colectivización; Deng había sobrevivido pero había perdido gran parte de su poder. Al año siguiente, Zhou Enlai había cuestionado el pequeño salto, sólo para verse obligado a realizar, dieciocho meses después, una humillante autocrítica. Y el destino de los que se habían atrevido a hablar durante las «cien flores» estaba muy lejos de ser una invitación a la franqueza.

En 1959 era obvio que la única persona que podía criticar con impunidad a Mao y su política era el mismo Mao; para los demás suponía un riesgo. Cuando volvió a Pekín, las ansias de Peng de «hablar claramente» se habían desvanecido. Como los otros dirigentes que albergaban dudas, las guardó en su interior.

En estas circunstancias, un nuevo factor entró en juego.

Había comenzado a hacerse patente la escasez de alimentos. Inicialmente se limitaba a las ciudades. Se redujeron las raciones de arroz. Los vegetales y el aceite para cocinar desaparecieron. Después, cuando el gobierno favoreció el abastecimiento de comida para la mano de obra industrial, engrosada por el Gran Salto, la carestía llegó al campo. La cosecha de 1958 no había sido de trescientos setenta y cinco millones de toneladas, ni siquiera de doscientos sesenta, que era la nueva y más precisa estimación del gobierno, sino de hecho (aunque no se admitiría hasta después de la muerte de Mao) de sólo doscientos millones de toneladas.[260] Aun así, era todavía un récord. Pero las grandilocuentes pretensiones de la cúpula de que China había entrado en una era de abundancia en la que el pueblo podría comer tanto como le apeteciera había impulsado a los campesinos a hacer justamente aquello: habían literalmente devorado sus casas y sus hogares. En muchas zonas de China habían comenzado las penurias.

Peng estaba mejor informado que la mayoría sobre la situación real de la cosecha. Se utilizaba el transporte militar para hacer llegar grano a las regiones en peores condiciones, y cuando los reclutas, predominantemente campesinos, recibían noticias de sus hogares sobre la hambruna por la que pasaban sus familias, se extendían por el Ejército Popular de Liberación rumores ominosos.

Mientras tanto, como parte del esfuerzo por poner al Gran Salto dentro de unos parámetros más racionales y combatir las pretensiones exageradas de producción, Mao comenzó a reclamar a los oficiales que expresasen con franqueza su opinión. «En ocasiones, un individuo vence a la mayoría», había dicho en abril al Comité Central.[261] «La verdad a veces está en las manos de una sola persona … Hablar abiertamente no puede implicar castigo alguno. Según las normas del partido, el pueblo está autorizado a expresar su propia opinión». Había citado el ejemplo de Hai Rui, paradigma de burócrata confuciano, de la dinastía Ming, modelo de probidad que había sido destituido de su cargo por censurar a un emperador del siglo XVI. China, declaró Mao, necesitaba de más hombres como Hai Rui. A partir de junio, los propagandistas del partido comenzaron a difundir antologías, artículos y obras de teatro elogiando las virtudes del funcionario Ming. El 2 de julio, el día en que quedó inaugurada la conferencia de Lushan, Mao ratificó sus garantías de que nadie sería castigado por «realizar críticas y ofrecer sus opiniones».

Inicialmente, Peng intentó no asistir a la reunión. Acababa de volver de un viaje de seis semanas por Europa oriental, y se sentía exhausto. Pero, a instancias de Mao, acudió y, una vez allí, decidió que era el lugar correcto para cumplir el compromiso adquirido el invierno anterior y «habló abiertamente».

El ministro de Defensa, como era habitual en él, se expresó sin rodeos. En un grupo de discusión con varios oficiales del noroeste de China, declaró que «todos somos responsables de los errores cometidos durante el [Gran Salto] … incluido el camarada Mao Zedong». Una semana después decidió expresar sus preocupaciones al propio Mao. Pero cuando apareció en las estancias de Mao, la mañana del lunes 13 de julio, se le comunicó que el presidente estaba durmiendo. Aquella noche, por consiguiente, expresó sus ideas en una «carta de opinión», pidió a su asistente que la transcribiese y, a la mañana siguiente, la despachó para que Mao la leyera.

La misiva de Peng mezclaba elogios considerables por los logros del Salto —en especial un índice de crecimiento sin precedentes que, escribió, probaba que la línea estratégica de Mao era «correcta … en lo principal»— con críticas sobre errores específicos. Individualmente, éstas eran irreprochables. A Mao podía no gustarle oír que «el fanatismo pequeñoburgués» había generado errores izquierdistas; que en la campaña de los hornos de patio se habían producido tanto «pérdidas como ganancias» (implicando que las primeras predominaban); que «no hemos comprendido suficientemente las leyes socialistas del desarrollo proporcional y planificado»; y que la construcción económica se había organizado con menor eficacia que el bombardeo de Quemoy o el fin de la revuelta del Tíbet. Sin embargo, eran todas ellas cuestiones que él mismo podría haber planteado. El problema era que, en conjunto, tenían un efecto devastador. Para Mao, el tema del mensaje de Peng era que el Gran Salto, a pesar de estar teóricamente justificado, había desembocado en un desastre. Entretejidos en el texto, había pasajes que vinculaban personalmente al presidente con los errores que se habían cometido, incluido uno relacionado con las pretensiones de Mao de que «la política es la que manda»:

Según el punto de vista de algunos camaradas, al situar la política al mando, ésta ocupa el lugar de todo lo demás. Han olvidado [que] su objetivo es … dar rienda suelta al entusiasmo y a la creatividad de las masas para poder acelerar la construcción económica. [La política] no puede ocupar el lugar de los principios económicos, y aún menos puede sustituir las medidas concretas del trabajo económico.[262]

Pero mucho más irritante que cualquier cosa que escribiera Peng fue la manera en que se arrogó a sí mismo el derecho a ejercer de juez. A pesar de los elogios que Mao había dedicado a Hai Rui, para él criticar puntualmente los errores políticos era una cosa, y «censurar» al emperador otra muy distinta.

Tres días después, el 17 de julio, el secretariado de la reunión, siguiendo las instrucciones de Mao, distribuyó el texto de la carta de Peng a todos los delegados. Esto fue interpretado entonces como un símbolo, si no de la aprobación de Mao, sí al menos de que las opiniones de Peng eran una base admisible para iniciar la discusión. Durante los días posteriores, algunos otros miembros del comité —entre ellos Zhang Wentian, aliado de Mao a mediados de los años treinta, que había permanecido en el Politburó como suplente— realizaron intervenciones apoyando sus ideas. Otros dos miembros del Politburó, Li Xiannian y Chen Yi, mostraron su acuerdo, mientras un número importante se mostraba dubitativo.

En este punto intervino Mao, y la vida de Peng se convirtió en un pozo sin fondo.

Como la mayoría de los discursos del presidente de años posteriores, fue una declaración divagadora e inconexa, repleta de pensamientos a medio terminar tangenciales al tema principal. Pero delimitó dos aciagas cuestiones. La carta de Peng Dehuai, dijo, representaba un error de línea política, similar a los cometidos tiempo atrás por Li Lisan, Wang Ming y Gao Gang. Peng y los que le respaldaban eran derechistas. Y los otros estaban, también, «en el filo de la navaja». Los que vacilaban, advirtió, debían decidir inmediatamente de qué lado deseaban estar. En segundo lugar, añadió Mao, si no había más que críticas, el poder comunista se derrumbaría. Y si eso ocurría, él se «iría hasta el campo, para liderar a los campesinos y derrocar al gobierno» nuevamente, y así restablecer el régimen. Añadió amenazadoramente, en un desafío directo a los mariscales del Ejército Popular de Liberación, que eran de hecho los aliados naturales de Peng: «Si vosotros, los dirigentes del Ejército Popular de Liberación, no me seguís, iré a buscar un nuevo Ejército Rojo. [Pero] creo que el Ejército Popular de Liberación me seguirá».

Cuando Mao acabó su intervención, Peng regresó a su casa, tal como describiría tiempo después, «con el corazón encogido». Perdió el apetito y se hundió en su cama durante horas, observando el vacío. Su guarda personal llamó a un médico, que llegó a la conclusión de que Peng debía de estar enfermo. El ministro de Defensa le sacó del error: «Si estoy enfermo», dijo, «por ahora no hay nada que se pueda curar».

La conferencia finalizó el 30 de junio. Al día siguiente, Mao convocó una reunión plenaria del Comité Permanente del Politburó para decidir el destino de Peng.[263]

Una vez más, Khruschev había simplificado su tarea.[264] Seis semanas antes, en vísperas del planeado embarque de la muestra de bomba atómica que el líder soviético había prometido a Mao, los rusos habían informado a Pekín que cancelaban el acuerdo sobre tecnología nuclear. Ahora, en la misma semana que Peng entregó su «carta de opinión», Khruschev condenó públicamente las comunas. A Mao le faltó tiempo para distribuir un informe de las observaciones del líder ruso publicado por la Agencia Central de Noticias de Taiwan. ¿Qué mejor prueba podía existir de que Peng y los suyos estaban ayudando «objetivamente» a los enemigos de China, si es que, de hecho, no estaban confabulados con ellos? Al fin y al cabo, Peng y Zhang Wentian habían visitado Moscú muy recientemente.

Ante este escenario de insinuaciones, Mao no tuvo dificultad alguna para convencer a sus compañeros de que se estaban enfrentando a una conspiración contra el partido, y de que Peng y su «camarilla militar» debían ser expulsados hasta las tinieblas.[265]

El tema en cuestión ya no era si el presidente tenía razón, sino si alguien tenía el suficiente coraje para decirle que se equivocaba. Ciertamente, no sería el maleable Zhou Enlai, para el cual la premisa más básica para la supervivencia política consistía en evitar cualquier enfrentamiento con Mao. Ni tampoco Liu Shaoqi: no había perdonado a Peng por haber concedido a Gao Gang una audiencia favorable en 1953. Chen Yun estaba ausente con un permiso médico, y Deng Xiaoping, oportunamente, se había roto la pierna jugando al ping-pong. Lin Biao detestaba a Peng, y estaba dispuesto a hacer todo lo que Mao le pidiese. En el círculo más interno, sólo el venerable almirante Zhu De, que entonces tenía setenta años, fue lo suficientemente directo —u honesto— como para hablar en defensa de Peng, aconsejando moderación, y posteriormente se le requirió que realizase una autocrítica como castigo. El resto formó un pelotón de linchamiento político. El registro textual de la reunión del Comité Permanente, tomado por uno de los secretarios personales de Mao, Li Rui, poco después también purgado, ofrece una mirada reveladora del nido de serpientes en que se había convertido la vida entre la elite de la China de Mao:[266]

MAO: Cuando hablas de «fanatismo pequeñoburgués», estás dirigiendo la punta de la lanza sobre todo hacia los órganos centrales de liderazgo. No es hacia los líderes provinciales ni a las masas. Es lo que creo … De hecho, apuntas la lanza de tu ataque hacia el centro. Quizá lo admitas, aunque lo más probable es que no lo hagas. Pero creemos que te estás enfrentando al centro. Estabas dispuesto a publicar tu carta para convencer al pueblo y organizarlo [en contra nuestra] … PENG: Cuando escribí sobre el fanatismo pequeñoburgués … debería haber reconocido que se trataba de un problema político. No lo comprendí demasiado bien.

MAO (interrumpiéndole): Ahora que la carta ha sido hecha pública, todos los revolucionarios han de venir y aplaudirte.

PENG: Fue una carta que te envié personalmente … Escribí en ella: «Por favor, revísala y mira si estoy en lo cierto, y dedícame tus comentarios». Mi única intención con esta carta consistía en que yo quizás tenía algunas consideraciones valiosas, y quería que las tomases en cuenta.

MAO: Esto no es cierto … Cuando ha surgido algún problema, nunca te has mostrado directo … La gente [que no te conoce] cree que eres sencillo, franco y abierto. Cuando te conocí por primera vez, fue todo lo que vi. [Pero después] se dan cuenta de que … eres mucho más tortuoso. Nadie sabe lo que hay en el fondo de tu corazón. Dicen que eres un hipócrita … Eres un oportunista derechista. [Decías en tu carta que] la dirección del partido no es buena. Quieres usurpar el estandarte del proletariado.

PENG: Te envié la carta sólo a ti. No he promovido ninguna actividad [faccional].

MAO: Sí lo has hecho.

PENG ZHEN: En los grupos de discusión dijiste que todo el mundo era responsable por lo ocurrido, incluido el camarada Mao Zedong … ¿A quién atacabas entonces?…

HE LONG: Albergas profundos prejuicios en contra del presidente. En tu carta muestras que estás lleno de ideas preconcebidas…

ZHOU ENLAI: Has adoptado una posición oportunista derechista. El blanco de tu carta era la política general del partido…

MAO: Querías provocar la desmembración del partido. Tienes un plan, y tienes una organización, has realizado preparativos, has atacado la línea correcta desde un posicionamiento derechista … [Dices que] en [Yan’an] estuve cuarenta días dándote por el culo. De modo que ahora te faltan todavía veinte días. Como venganza, esta vez quieres darme por el culo durante cuarenta días. Pues te lo advierto, ya has jodido lo suficiente…[267]

PENG: Si todos pensáis así, es muy difícil que yo pueda decir nada … [Pero] no os preocupéis, no me suicidaré; nunca seré un contrarrevolucionario; todavía puedo salir de aquí y trabajar en los campos.

El 2 de agosto, el Comité Central se reunió para confirmar el veredicto del Comité Permanente. Algunos de los militares más jóvenes compañeros de Peng hablaron en su defensa (y fueron pronto purgados en consecuencia). El ministro de Defensa se humilló en un discurso de autodegradación en el que denunció su carta a Mao como «una serie de absurdos», y confesó que, motivado por «prejuicios personales que iban totalmente desencaminados», había dañado el «sublime prestigio» de Mao.[268] Su intervención fue un gesto insustancial del que posteriormente se arrepentiría.

El Comité Central, en su resolución, le acusó de encabezar una «banda derechista oportunista contra el partido»; de dirigir «ataques viciosos» contra Mao; de haber concentrado su atención en «carencias transitorias y parciales» para poder «dibujar una pintura negruzca de la situación actual»; de haber formado una «alianza contra el partido» con Gao Gang; y de implicarse en «actividades contra el partido vigentes desde hace largo tiempo».[269] Por si no era suficiente, él, Zhang Wentian y los otros miembros de la supuesta banda, fueron descritos como «representantes de la burguesía» que se habían introducido en el partido durante el período de la guerra civil.

Pero entonces surgió una contradicción. Tras detallar un listado de ofensas que justificaban sobradamente la expulsión del partido (y que, en el caso de los oficiales de menor rango, significaban un largo período en campos de trabajo, o incluso la ejecución), el Comité Central decretó que los «conspiradores» no sólo podían mantener su militancia en el partido, sino que Peng y Zhang Wentian, a pesar de perder sus responsabilidades gubernamentales, conservaban sus cargos en el Politburó.

Esto fue presentado como una muestra de la política de Mao, vigente desde hacía mucho tiempo, de «curar la enfermedad para salvar al paciente».[270] Aunque, en realidad, tenía más que ver con el alto estatus de Peng en el seno del Ejército Popular de Liberación y entre los rangos del partido. Incluso para Mao no era fácil desacreditar a uno de los grandes héroes de la guerra revolucionaria, el comandante de los Voluntarios en Corea; un hombre que gozaba de una reputación de incorruptibilidad, que había vivido como un asceta y era moralmente inexpugnable. De cara al exterior, el presidente no tenía otra posibilidad que aparecer magnánimo, incluso cuando, en privado, continuase echando pestes sobre el «ataque por sorpresa» de Peng.

Un mes después, Lin Biao, a quien Mao había estado mimando desde 1956 como eventual sucesor de Peng, fue nombrado ministro de Defensa en su lugar. Lin tenía una salud quebradiza y desde 1949 había interpretado un papel público menor. Pero era leal a Mao, y se aplicó al trabajo con la voluntad de extirpar la influencia de Peng en el ejército, durante los años cincuenta y sesenta, no menos que durante la guerra civil, todavía el fundamento sobre el que se apoyaba el poder político de Mao. Peng abandonó su casa de Zhongnanhai, y durante seis años llevó a cabo una hermética existencia bajo arresto domiciliario virtual en un edificio del viejo Palacio de Verano, en las afueras del norte de Pekín. A pesar de que había conservado formalmente su rango, no volvió a asistir a ninguna reunión del Politburó, ni desempeñó ninguna otra función oficial. Su carrera había finalizado.

No fue simplemente la cobardía personal y el egoísmo político la causa de que los compañeros de Peng se alineasen para atacarle con denuedo. Si el Politburó actuaba de ese modo era porque Mao lo orquestó así.

Criticar al presidente no tenía por qué ser sinónimo de derrocar al gobierno del partido. Desde 1949 no siempre había sido así. Pero ahora, después de meses de reclamar a todos que hablasen abiertamente, garantizando que no se tomarían represalias, cuando por fin alguien actuaba según sus requerimientos, Mao no conseguía digerirlo. Zhang Wentian se había lamentado en Lushan, en un pasaje que había irritado especialmente a Mao, de que todos los problemas del Gran Salto tenían una causa básica: la falta de democracia interna en el partido, lo que significaba que una sola persona tomaba todas las decisiones. «Si alguien realiza observaciones diferentes, es calificado de escéptico, de alarmista, o de “bandera blanca” a la que hay que derribar», había dicho en la conferencia. «¿Por qué? ¿Por qué no se toleran opiniones negativas? … ¿Qué es lo que debemos temer?»[271].

Y, de hecho, ¿por qué? ¿Por qué Mao no aceptaba las críticas que él mismo había reclamado?

En el caso de Peng, había algunos factores específicos en juego. Dentro de la olla a presión que era el círculo interno, el presidente estaba abierto a las influencias de aquellos cuyas ideas ratificaban las suyas. En los dos cruciales días en que decidió la manera en que se debía responder la carta de Peng, Ke Qingshi, izquierdista y primer secretario de Shanghai, y Kang Sheng, quienes habían estado al frente del Gran Salto y eran por tanto vulnerables a cualquier cambio de política, alimentaron hábilmente las sospechas de Mao de que el ministro de Defensa estaba orquestando una meditada campaña de oposición. Más aún, el hecho de que fuese el terco e independiente Peng, con quien Mao había forcejeado durante décadas, en lugar de cualquier otra figura más afín, el que se atrevió a criticar su política, provocó que su reacción fuese aún más furibunda.

El mismo día en que la carta fue distribuida dijo a su personal: «Por lo que se refiere a Peng Dehuai, yo siempre he mantenido una máxima. Si ataca, yo contraataco … [Con él] hay un 30 por 100 de cooperación y un 70 por 100 de conflicto —y ha sido así durante treinta y un años».[272]

Pero incluso sin estos agravantes, Mao también habría actuado del mismo modo. A medida que la década de los cincuenta se acercaba a su conclusión, el término «desacuerdo» se convirtió en su mente en sinónimo de «oposición», fuese el desacuerdo de los intelectuales, durante el movimiento de las cien flores, o el del partido.

Después de las «cien flores», Mao había advertido que la lucha de clases entre el proletariado y la burguesía continuaría presente en la sociedad china durante algunos años más. Ahora, aseguraba que esto también era cierto en el seno del partido:

La lucha en Lushan era una lucha de clases, una continuación de la lucha a vida o muerte entre dos grandes clases antagónicas, el proletariado y la burguesía. Este tipo de lucha se prolongará … en nuestro partido durante al menos veinte años más, y es posible que durante medio siglo … Las contradicciones y la lucha permanecerán por siempre, de lo contrario no valdrá la pena que el mundo siga existiendo. Los políticos burgueses dicen que la filosofía del Partido Comunista es una filosofía de la lucha. Es cierto, sólo el estilo, y no la lucha, cambia con los tiempos.[273]

De este modo quedaron establecidos los fundamentos de la idea —dominadora de los últimos años de la vida de Mao— de que existía una «burguesía» dentro del partido que debía ser desenmascarada, costase lo que costase, si se quería preservar la pureza revolucionaria.

Al igual que con las «cien flores», y a través de la campaña antiderechista, se silenció a los intelectuales de China, también la conferencia de Lushan, mediante la purga de Peng Dehuai, amordazó a los compañeros de partido de Mao. Zhu De había preguntado al Comité Permanente: «Si personas como nosotros no hablamos claramente, ¿quién se atreverá a hacerlo?». Ahora ya tenía la respuesta del presidente. Nunca más en vida de Mao un miembro del Politburó desafiaría abiertamente su política.

Existía aún otro paralelismo deprimente. La campaña antiderechista se había arrogado medio millón de víctimas. La campaña contra el «oportunismo derechista», tal como fue conocido el movimiento contra las críticas al Gran Salto, desató una sangría política diez veces mayor: seis millones de personas, la mayoría de ellas miembros del partido u oficiales de bajo rango, fueron purgadas y combatidas por supuestamente oponerse a las decisiones de Mao.[274] En Sichuan, el 80 por 100 de los cuadros de rango más bajo fueron depuestos. Al igual que en 1957, los secretarios locales del partido asignaron cuotas de víctimas que cumplir. En algunas áreas, más que a individuos, se acusó a grupos enteros. Una vez más se produjeron numerosos suicidios. «Todo el mundo estaba en peligro», recordaba un primer secretario provincial, «madres y padres, maridos y mujeres, no se atrevían a hablar entre ellos»[275].

Pero lo que aguardaba en el futuro iba a ser mucho peor.

El ataque a los supuestos «derechistas» produjo, como había ocurrido dos años antes, un nuevo resurgimiento del izquierdismo. Los esfuerzos de Mao por moderar el Gran Salto tomaron repentinamente la dirección contraria. Para probar que Peng estaba equivocado, la política que éste había condenado fue alentada con redoblado vigor. Una vez más, Mao soñaba en voz alta con fabulosas cifras de producción: seiscientos cincuenta millones de toneladas de acero anuales a finales de siglo, y quizá mil millones de toneladas de grano.[276]

Esta renovada visión de abundancia coincidió con un deterioro aún más dramático de los suministros de comida. Las inundaciones en el sur, acompañadas de sequías en el norte, hicieron de la cosecha de 1959 la peor de los últimos años. El gobierno anunció que se habían recogido doscientos setenta millones de toneladas; pero la cifra real, nunca revelada hasta después de la muerte de Mao, fue de ciento setenta millones.[277] El hambre en China no había finalizado en 1949. Muchos inviernos se habían producido bolsas de miseria en una u otra provincia.[278] En 1959, mientras se llevaban a acabo las celebraciones que marcaban el décimo aniversario de la fundación de la China roja, cientos de millones de personas pasaban hambre. Por vez primera desde la victoria comunista, apareció la amenaza de una hambruna colectiva.

Las relaciones con la Unión Soviética —todavía, a pesar de las tensiones mutuas, el principal aliado de China— empeoraron en aquellas circunstancias de forma abrupta. La revuelta tibetana de la primavera, y la consiguiente huida del Dalai Lama, originaron fricciones con la India; y en agosto, cuando aún no habían transcurrido diez días desde el pleno de Lushan, se produjo un enfrentamiento fronterizo en el que resultó herido un soldado indio. Khruschev tomó una posición de neutralidad, desatando la furia de Mao. Un mes más tarde, tras su retorno de la triunfal visita a Estados Unidos, que consagró la política de coexistencia pacífica que Mao tanto detestaba, voló hasta Pekín, en apariencia para asistir a las celebraciones del décimo aniversario, pero en realidad para realizar un último intento de reubicar las relaciones con China en una base más sólida. Sin embargo, la iniciativa estaba condenada desde el principio. La decisión del líder ruso de revocar el acuerdo de cooperación nuclear; sus cortejos con el imperialismo norteamericano; su insistencia, durante los últimos meses, en que la isla de Taiwan fuese recuperada por medios pacíficos; por no mencionar su actitud ante la disputa con India; todo esto, desde el punto de vista de Mao, eran demasiados actos deliberados de traición.

Durante tres días, ambos bandos dialogaron. Pero no se alcanzó ninguna solución.

La sospecha que en 1956 se había comenzado a fraguar en la mente de Mao de que la cúpula soviética estaba abandonando «la espada del leninismo» quedó entonces cristalizada en certeza. Al igual que en los días de Stalin, concluyó, Rusia pondría siempre sus propios intereses en primer lugar, y los de China en segundo. También para Khruschev la visita significó el alejamiento definitivo de sus caminos. Llegó a la conclusión de que Mao era belicoso, hipócrita y nacionalista. Ya no existía base alguna para una relación fraternal simple.

En febrero de 1960, en una reunión en Moscú del pacto de Varsovia, ambos contendientes airearon sus diferencias sobre la coexistencia pacífica ante los miembros del bloque de la Europa oriental. En abril, en un artículo para conmemorar el noventa aniversario del nacimiento de Lenin, el Diario del Pueblo fijó la base ideológica de la actitud de China. En tanto que existiese el imperialismo, decía, habría guerras; la competencia pacífica era un fraude, perpetrado por «los viejos revisionistas y sus modernos imitadores». Ambos bandos comenzaron a procurarse el apoyo de otros partidos comunistas. Era inevitable la llegada de un enfrentamiento abierto. En el Congreso del Partido Rumano del mes de junio, Khruschev denunció a Mao, por primera vez mencionando su nombre, por ser «un ultraizquierdista, un ultradogmático y un izquierdista revisionista» que, al igual que Stalin, se había vuelto «negligente ante todo excepto lo que era de su propio interés, ideando teorías totalmente alejadas de la realidad del mundo moderno». Peng Zhen, representante de China, respondió con la misma moneda. Khruschev, dijo, se comportaba de un modo «patriarcal, arbitrario y tiránico» para imponer ideas no marxistas.

Tres días después, la cúpula soviética informó oficialmente a China que, en breve, todos los expertos rusos abandonarían su territorio y que la ayuda rusa había llegado a su fin. Las fábricas quedaron a medio edificar; se rompieron las cianotipias, se abandonaron los proyectos de investigación. Alrededor de mil cuatrocientos especialistas soviéticos y sus familias se embarcaron en trenes especiales con destino a Moscú.

Si la intención de Khruschev había sido obligar a Mao a recapitular, como aseguraban sus asistentes, cometió un grave error de cálculo. Incluso aquellos dirigentes chinos que en privado albergaban dudas sobre las comunas y la estrategia de Mao en el Gran Salto Adelante se unieron en su defensa. La traición de Rusia había demostrado que la insistencia de Mao en la necesidad de que China encontrase su propio camino independiente hacia el comunismo estaba totalmente justificada. Nunca más se permitirían volver a confiar en una potencia extranjera.[279]

No obstante, la acción soviética infligió un enorme daño económico a China en el momento en que era menos capaz de soportarlo.

En el mes de julio era ya evidente que la cosecha de 1960 sería aún peor que la del año anterior.[280] Era en parte atribuible a las inclemencias del clima. Cuarenta millones de hectáreas, más de un tercio de la tierra cultivable, estaban bajo los efectos de la peor sequía del siglo. En Shandong, ocho de los doce ríos principales quedaron secos. Incluso el río Amarillo llegó a un punto en que los hombres podían caminar a través del agua y cruzar sus tramos más bajos, algo nunca visto en lo que alcanzaba la memoria. Después llegaron las inundaciones. Otros veinte millones de hectáreas quedaron devastadas. Después de un invierno de hambre, el campesinado no tenía ni la fuerza para reponerse ni —lo que era más importante— los medios con que lograrlo, a causa del desequilibrio provocado por el delirio del Gran Salto. «El pueblo está demasiado hambriento para trabajar, y los cerdos están demasiado famélicos para ponerse en pie», se quejó un joven soldado. «Los miembros de la comuna se preguntan: “¿Nos dejará morir el presidente Mao?”». Aquel año, China agonizaba de hambre. El grano que pudo ser recogido totalizó unos insignificantes ciento cuarenta y tres millones de toneladas. Incluso en las afueras de Pekín, la gente comía las cortezas de los árboles y las malas hierbas. El índice de mortalidad anual de la capital, la ciudad mejor aprovisionada de China, se multiplicó por dos y medio. En algunas zonas de Anhui, Henan y Sichuan, donde los secretarios provinciales izquierdistas habían aplicado con mayor intensidad el Gran Salto, una cuarta parte de la población murió de inanición. Los hombres vendían a sus esposas, en caso de que existiesen compradores; y las mujeres se sentían afortunadas de ser compradas, ya que su adquisición significaba su supervivencia. Reapareció el bandidaje. El canibalismo era endémico, como lo había sido durante las hambrunas acaecidas durante la juventud de Mao. Los campesinos se comían a los hijos de los demás para evitar comerse a los propios.

Las cifras exactas, que mostraban la extensión de la catástrofe a nivel nacional, fueron negadas a los miembros del Politburó; sólo se informó de ellas al Comité Permanente.

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