Mao

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14. Reflexionando sobre la inmortalidad

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Cuando Mao tomó conciencia de esta divergencia, recordó el comportamiento de Liu durante la primera mitad de 1962, y comenzó nuevamente a reflexionar sobre algunas de las cosas que su heredero había dicho en aquel momento, incluyendo una observación a la «gran conferencia de los siete mil cuadros» sobre los «tres estandartes rojos» de Mao: la política general del partido, el Gran Salto Adelante y las comunas.[53] «Seguiremos luchando para defender estas tres enseñas», había afirmado Liu, «aunque hay algunas cuestiones que no están todavía claras. Acumularemos experiencias durante cinco o diez años más. Entonces seremos capaces de resolverlas»[54] En una época en que Mao estaba profundamente implicado en la polémica del partido chino con Moscú, sólo había que dar un pequeño paso para cuestionarse si las palabras de Liu escondían la amenaza implícita de que la política china daría marcha atrás después de su muerte, como había ocurrido con Khruschev tras la desaparición de Stalin.

Y Mao recordó además otro hecho. En 1959, Kang Sheng había dicho que Stalin se había equivocado, no por reprimir con demasiada dureza a los «contrarrevolucionarios», sino por no haberlo hecho con la suficiente dureza.[55]. Fue precisamente su error de «desenterrar» a hombres como Khruschev lo que les concedió la oportunidad de desacreditarle. Una vez más, la cuestión era: ¿cometería Mao el mismo error?

En julio de 1964, estas ideas habían cristalizado hasta el punto de que Mao aprobó un pasaje, en la novena y última de las «cartas abiertas» de China al partido soviético, que se refería específicamente a la cuestión de la sucesión:

En último término, la cuestión de preparar a los sucesores de la causa revolucionaria del proletariado consiste en si … el liderazgo de nuestro partido y nuestro Estado continuará o no en manos de los revolucionarios proletarios, si nuestros descendientes continuarán o no marchando por el camino correcto establecido por el marxismo-leninismo, o, en otras palabras, si podremos evitar o no eficazmente la emergencia del revisionismo de Khruschev en China … Se trata de un cuestión extremadamente importante, un asunto de vida o muerte para nuestro partido y nuestro país.[56]

Retrospectivamente, estas líneas ofrecen una sorprendente imagen de los mecanismos con que actuaba la mente de Mao. En aquel momento, sin embargo, ninguno de sus colegas percibió amenaza alguna. Ni, según parece, prestaron atención al parágrafo siguiente, que hablaba de la formación de los sucesores a través de la lucha de masas y la necesidad de ser templados en «las grandes tormentas revolucionarias».

Entonces, en octubre, se produjo la caída de Khruschev, acusado por sus sucesores de gobernar rigiéndose por sus antojos personales e imponiendo «medidas irreflexivas» al sufrido pueblo ruso. Si Mao trazó conscientemente un paralelo entre la ascensión de su antiguo adversario y los cargos que se le podían imputar atendiendo a su propio estilo de gobierno es algo incierto. Pero, dadas las diferencias que percibía ahora entre sus propósitos y los de Liu Shaoqi, aquello como mínimo le debió de hacer sentir vulnerable. Un mes después, los sucesores de Khruschev rechazaron un intento chino de renovar el diálogo entre ambas partes, lo que se convirtió en la ratificación final de que el cisma chino-soviético era irrevocable, y el movimiento comunista mundial quedó escindido en dos mitades desiguales e irreconciliables.

La pretensión de Mao de alcanzar la inmortalidad revolucionaria residía entonces, más que nunca, en la forja de un camino chino distintivo, en el que los revolucionarios de todos los lugares podrían inspirarse. Esto estaba implícito en las nueve «cartas abiertas», escritas partiendo de la base de que la fuente de sabiduría revolucionaria —«Mekka», como Sneevliet la había designado cuarenta años antes— se había trasladado de Moscú a Pekín. Cuando 1964 se acercaba a su conclusión, para Mao se trataba de una cuestión explícita, el fin último al que consagraría los últimos años de su vida.

Su propósito ya no era hacer de China un país opulento. Esto pertenecía a la lógica de Liu Shaoqi.

El celo revolucionario era inversamente proporcional a la riqueza. «Asia es políticamente más progresista que Gran Bretaña o Estados Unidos, ya que el nivel de vida de Asia es mucho más bajo», había escrito algunos años antes. «Los que son pobres anhelan la revolución … [En el futuro] los países orientales seremos ricos. Cuando el nivel de vida [de los países occidentales] decaiga, su pueblo empezará a ser progresista»[57]. El corolario, no explicitado, era que, según comprendía ahora Mao, si China se convertía en un país próspero, dejaría de ser revolucionario. No habría sido políticamente posible decirlo de un modo tan claro —ya que muy pocos chinos estarían dispuestos a abrazarse a las constantes penurias para perseguir unos objetivos ideológicos abstractos—, pero, en términos prácticos, ante la disyuntiva entre la prosperidad y la revolución, Mao se inclinaba por la revolución.

Para convertir a China en un reino de la «virtud roja», en el que la lucha de clases transmutaría la conciencia humana, generando un continuo revolucionario que iluminaría los pueblos de todo el mundo como un faro, Liu, y los que pensaban como él, junto a la ortodoxia que ellos representaban, debían ser barridos a un lado.

En esta disposición mental, la de un iluminado, Mao asistió a finales de noviembre y en diciembre a una serie de reuniones de dirigentes, durante las cuales su comportamiento fue más excéntrico y taciturno de lo normal.

El 26 de noviembre, mientras discutían sobre un plan de defensa a largo plazo, explotó repentinamente: «Tú [Liu] eres el primer vicepresidente, pero siempre puede ocurrir algo inesperado. De modo que, cuado yo muera, podría ser que no me sucedieses. Mejor es que lo cambiemos ahora mismo. Eres el presidente. Eres el primer emperador».[58] Liu declinó cautamente, sin dejarse alterar por los lamentos de Mao de que ya no le quedaban fuerzas para desempeñar su trabajo y que nadie le escuchaba. Dos semanas después, el presidente habló oscuramente de una clase capitalista que emergía en el seno del partido y bebía «de la sangre de los obreros». En aquella ocasión se usó por primera vez la expresión «líderes que siguen el camino capitalista».[59] Después, el 20 de diciembre, habló nuevamente de Liu, en lugar de sí mismo, asumiendo el mando. En esta ocasión argumentó que el Movimiento de Educación Socialista debía ser reconducido; no dirigido contra los cuadros corruptos y los campesinos malversadores, sino hacia la extirpación, mediante el fuego purificador de la lucha de masas, de todo rastro de pensamiento revisionista en la jerarquía del partido. Los «lobos», los «que detentan el poder», debían ser tratados en primer lugar, advirtió amenazador Mao; los zorros —los pequeños ofensores— podían ser dejados para más tarde.[60]

A diferencia de lo que solía ser habitual, Liu se adhirió a la propuesta. Coincidió con Mao en que algunos comités provinciales del partido se habían «podrido» y que se tenía que apuntar como objetivo prioritario a las «pústulas escondidas [de oficiales corruptos] del partido». Pero dejó bien claro que pensaba que ello se debía realizar en el contexto de un movimiento cuyo foco principal continuaba siendo la eliminación de los hábitos corruptos, más que un asalto ideológico al «revisionismo».

Mao expresó su disconformidad durante un banquete celebrado en el Gran Salón del Pueblo para conmemorar su septuagésimo primer aniversario, el 26 de diciembre, cuando, sin mencionar nombres, acusó a Liu de poseer unas opiniones no marxistas, y a Deng de dirigir el Secretariado del partido como si fuese un «reino independiente». Dos días después, en un estallido de ira aún más extraordinario —reminiscencia de su amenaza, cinco años antes, de lanzarse a los montes y fundar un nuevo Ejército Rojo si sus colegas se ponían de parte de Peng Dehuai—, agarró una copia de la constitución del partido y, después de aseverar fríamente que tenía tanto derecho a expresar su opinión como cualquier otro miembro del partido, dio a entender que Deng pretendía impedir que acudiese a las reuniones de la cúpula y que Liu intentaba evitar que hablase. No menos siniestro, evocó la disputa que había mantenido en 1962 con Liu y el resto del Comité Permanente sobre los «sistemas de responsabilidad». Había sido «una especie de lucha de clases», declaró Mao. Ahora se vislumbraba una nueva lucha cuya principal tarea debía ser «rectificar a los que detentan el poder y, dentro del partido, siguen el camino capitalista».

Aquella incendiaria locución estaba incluida en las nuevas directrices del movimiento distribuidas a mediados de enero. Sólo había un pequeño cambio en el fraseo: en lugar de «los que detentan el poder» se empleaba el término «las personas que tienen la autoridad». En el borrador original se especificaba explícitamente que semejantes renegados comunistas debían ser localizados en el seno del Comité Central. Pero Zhou Enlai, que según parece albergaba sagaces sospechas de lo que se estaba gestando en la mente de Mao, se las ingenió para modificarlo, de modo que dijese «departamentos del Comité Central».[61]

Liu Shaoqi —y la mayoría de los otros dirigentes— hizo caso omiso de sus observaciones, considerando que eran monsergas de un anciano quisquilloso, un megalito envejecido, capaz todavía de soltar chispazos, pero cada vez más recluido en los sueños revolucionarios del pasado. Parecía que la crisis amainaba. Pero el destino de Liu estaba irrevocablemente decidido.[62] Lo único que faltaba era que Mao encontrase el medio adecuado para deshacerse de él.

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