Mao

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15. Cataclismo

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Miles de víctimas de menor importancia encontraron destinos similares.[54] Apenas quedó un bloque de casas en Pekín donde los guardias rojos no golpeasen hasta la muerte al menos a una persona. En el plazo de cuatro días, a finales de agosto, en una pequeña área suburbana, trescientas veinticinco personas fueron asesinadas, desde un niño de seis semanas de vida (el hijo de una «familia reaccionaria») hasta un anciano de más de ochenta.

El ritmo al que los pacíficos e idealistas jóvenes estudiantes se transformaron en furias vengadoras sorprendió a los de más edad. Para Mao, fue un signo del «espíritu luchador» del pueblo chino.[55] ¿Cuántas veces, desde el movimiento del 4 de mayo de 1919 hasta, cuarenta años después, las «cien flores», habían estallado los aparentemente tranquilos campus universitarios para convertirse, en cuestión de horas, en calderos hirvientes de agitación política? En esta ocasión, el hombre más poderoso de la tierra, el presidente, había mostrado personalmente el camino, recordando (en los «Dieciséis puntos») que la revolución era «un acto de violencia con el que una clase arrebata el poder a otra».[56] Lin Biao les había reclamado «acabar con los cuatro viejos»: «el viejo pensamiento, la vieja cultura, las viejas costumbres y las viejas prácticas».[57] El ministro de Seguridad, Xie Fuzhi, había indicado a la policía que concediese total libertad a los guardias rojos:

¿Deben ser castigados los guardias rojos que matan a la gente? Mi opinión es que si la gente muere, muere; no es asunto nuestro … Si las masas odian a la gente malvada hasta el punto de que no les podemos detener, pues no insistamos … La policía del pueblo se debe mantener del lado de los guardias rojos, comunicarse con ellos, simpatizar con ellos y proporcionarles información, especialmente sobre las cinco categorías negras —los terratenientes, los campesinos adinerados, los contrarrevolucionarios, los malos elementos y los derechistas.[58]

Era poco habitual utilizar un lenguaje tan transparente. Pero las palabras de Xie simplemente se hacían eco de las de Mao cuando, en 1949, al explicar la naturaleza de la «dictadura democrática del pueblo», había declarado: «El aparato estatal, incluyendo la policía y los tribunales … es el instrumento con que una clase oprime a otra. Es un instrumento … [de] violencia».[59]

La violencia, la revolución y el poder formaban la trinidad por la que Mao había luchado durante su larga carrera para hacer realidad sus ideas políticas.

Durante los años sesenta, la violencia estaba al servicio del mismo propósito que había orientado el movimiento campesino de Hunan de 1926, el «movimiento de investigación de la tierra» de los años treinta, o la reforma de la tierra de los años cuarenta y cincuenta. Los guardias rojos que torturaban y asesinaban en nombre del presidente —como los campesinos que habían golpeado hasta la muerte a sus terratenientes— estaban irrevocablemente entregados a la causa comunista. Ken Ling, un guardia rojo de Fujian, describió sus comienzos cuando era un estudiante en la escuela secundaria a los dieciséis años:

El profesor Chen, de unos sesenta años y aquejado de hipertensión, fue … arrastrado hasta el segundo piso de un aulario y … golpeado con los puños y con palos de escoba … Se desvaneció en varias ocasiones, pero fue reanimado hasta recuperar la conciencia … con agua fría derramada sobre su rostro. Apenas podía moverse; habían cortado sus pies con cristales y pinchos. Gritó: «¿Por qué no me matáis? ¡Matadme!». Así aguantó seis horas, hasta que perdió el control sobre sus excrementos. Intentaron introducirle forzadamente un palo por el recto. Se desmayó por última vez. Volvieron a echarle agua fría por encima. Era demasiado tarde … Los presentes comenzaron a marcharse, uno tras otro. Los asesinos estaban un poco asustados. Intimaron con el médico de la escuela, [quien] … finalmente redactó un certificado de defunción: «Muerte a causa de un repentino ataque de hipertensión…». Cuando [su esposa] acudió a la escena, fue obligada a ratificar la causa de su muerte antes de permitirle que se llevase el cuerpo…

Tras una noche de terroríficas pesadillas, hice acopio de suficiente valor para ir al día siguiente a la escuela y ver más de lo mismo … Después de unos diez días, me acostumbré a ello; un cuerpo embadurnado de sangre o un alarido ya no me hacían sentir incómodo.[60]

Los profesores con vinculaciones burguesas, los miembros de los «partidos democráticos», y los que pertenecían a las «cinco categorías negras» (después ampliadas a siete para incluir a los traidores y a los espías, y finalmente a nueve, añadiendo los capitalistas y los «apestosos intelectuales») —en resumen, los «sospechosos habituales»— fueron los primeros objetivos, a menudo con el aliento tácito de los comités del partido, que de este modo pretendían mantener el fuego de los guardias rojos lejos de ellos mismos. Muy pronto, con el apoyo de la policía y los simpatizantes del ejército, los asesinatos se convirtieron en sistemáticos. Después de la Revolución Cultural, otro profesor, lisiado por las agresiones de sus estudiantes, describió lo que todo eso significó:

Cada pocos días, varios profesores eran conducidos al campo de atletismo y azotados en público … Algunos maestros fueron enterrados en vida. En el tejado de aquel edificio de allá, se obligó a cuatro profesores a que se sentaran sobre un fardo de explosivos y [los forzaron] a encenderlos ellos mismos. [Se produjo] un ruido extraordinario, y no se veía a ninguno de ellos —sólo piernas y brazos en los árboles y [esparcidos] sobre el tejado … [En total] murieron unos cien [funcionarios de escuela].[61]

Para aquellos adolescentes, no podía existir símbolo más poderoso del derrocamiento del viejo orden que la destrucción física de quienes representaban la autoridad que se erguía por encima de ellos. «Rebelarse es correcto», había escrito Mao en diciembre de 1939.[62] El Diario del Pueblo resucitó la sentencia, y los guardias rojos la hicieron suya. Humillando públicamente a sus víctimas, en los casos en que de hecho no las asesinaran, se aseguraban de que nadie permaneciese indiferente ante los extraordinarios cambios que Mao estaba proyectando. Al igual que las «reuniones de apaleamiento» organizadas en ciertos teatros de Pekín, el terror de los guardias rojos tenía una función educativa, además de punitiva.[63]

Antes de que transcurriese demasiado tiempo, la revolución comenzó a devorar a sus propios vástagos.

Los rebeldes, siguiendo inicialmente divisiones de clase, se fraccionaron entre los hijos de los obreros, los campesinos y los soldados, y aquellos de un entorno menos deseable; después, siguiendo escisiones faccionales, en grupos rivales manipulados por fuerzas políticas y militares en competencia directa a nivel provincial y nacional. La violencia pasó a dirigirse hacia el interior. A mediados de otoño, muchas unidades de guardias rojos habían fundado «reformatorios» y «centros de detención», donde los miembros poco dóciles eran disciplinados y los enemigos castigados. Gao Yuan, que entonces tenía quince años, recordaba haber encontrado a algunos de sus amigos después de que sus compañeros de escuela les hubiesen torturado:

Algunos yacían sobre el suelo atados con cuerdas. Otros estaban amarrados en las vigas … El descubrimiento de Songying [una joven de diecisiete años] representó el mayor trauma. Descansaba inconsciente sobre el suelo en medio de un charco de sangre. Le habían arrancado los pantalones. Su blusa estaba rasgada, dejando sus pechos al descubierto. La habían golpeado tan insistentemente que todo su cuerpo era de color púrpura … Sus torturadores le habían introducido calcetines sucios y ramas por la vagina, haciéndola sangrar gravemente.

Otro joven, Zhongwei, estaba sobre una cama. Gao se apresuró a buscar a la doctora de la escuela:

Cuando cortó las perneras del pantalón con unas tijeras, se echó atrás. En el momento en que vi las piernas desnudas de Zhongwei comprendí la razón. Estaban acribilladas de agujeros del diámetro de un lápiz, rodeadas de sartas de carne flácida, de la misma consistencia que la carne de cerdo desmenuzada. Las heridas supuraban sangre y pus. «Qué demonios han usado para hacerle esto», murmuró la doctora Yang. Mirando alrededor de la habitación encontré la respuesta: los atizadores para avivar el fuego de la estufa.[64]

Entre los varios millares que murieron aquel otoño estaba el joven que había descrito presa del éxtasis su percepción de Mao en la plaza de Tiananmen. Antes de que hubiesen transcurrido tres semanas, fue apaleado y se suicidó.[65]

El Grupo Central de la Revolución Cultural realizó tímidos intentos para detener las sanguinarias matanzas de los guardias rojos. Mao no mostró la más mínima preocupación; los excesos eran inevitables.

Los dirigentes de los guardias rojos no hacían más que actuar del mismo modo que él cuando ordenó la purga de la AB-tuan y la «supresión de los contrarrevolucionarios» en Futian. No era la mejor manera de enfrentarse a los rivales o a los renegados, pero era quizá una parte necesaria e incluso, hasta cierto punto, deseable, de la «gran tormenta revolucionaria» con la que los «jóvenes generales» debían ser templados para convertirse en sus sucesores, al igual que lo había sido, treinta años antes, la generación de Mao.

Los paralelismos con los estadios iniciales de la revolución china eran deliberados. Tanto para Mao como para sus jóvenes seguidores, la Revolución Cultural era en parte un intento de recrear los días de gloria de su propia lucha por el poder.

A finales de agosto, el presidente ratificó un «movimiento en red» de alcance nacional, inspirado en la Larga Marcha, en virtud del cual los guardias rojos obtuvieron pases de tren para viajar por todo el país, difundiendo el evangelio de la Revolución Cultural, al tiempo que los jóvenes de provincias llegaban a la capital para exaltarse en las congregaciones de guardias rojos que Mao presidía.[66] En el proceso, millones de jóvenes chinos visitaron su tierra natal en Shaoshan, la primera área base roja de Jinggangshan, y otros enclaves revolucionarios, realizando a menudo el viaje a pie para revivir las experiencias de sus predecesores.[67]

De manera similar, la campaña contra los «cuatro viejos» emuló la iconoclasta de la década que había llegado a su fin con el movimiento del 4 de mayo.[68]

Al igual que Mao y sus compañeros se habían cortado la trenza manchú, los guardias rojos declaraban la guerra a «los peinados estilo Hong Kong, las ropas estilo Hong Kong, los pantalones vaqueros, los botines en punta y los zapatos de tacón alto», para, como señaló un grupo, «taponar cualquier orificio que apuntase al capitalismo y acabar con todo lo que pudiese incubar el revisionismo». Se crearon puestos de corrección para rasurar las cabezas ofensivas. Allí donde, medio siglo antes, el «movimiento de la nueva cultura» había introducido un cambio en el lenguaje, desde la lengua clásica a la vernácula, ahora se imponía un «movimiento» para transformar los nombres: los viejos letreros «feudales» de las tiendas fueron abandonados en favor de otros términos como Weidong (Defender a Mao Zedong), Hanbiao (Defender a Lin Biao), Yongge (Revolución Eterna), etc. Los niños cambiaron sus nombres de pila por los de Hongrong (Gloria Roja) o Xiangdong (Contemplando el Este). La calle de la parte exterior de la embajada soviética pasó a ser la «calle del antirrevisionismo»; el Hospital de la Unión de Pekín, fundado en 1921 por la Fundación Rockefeller, se convirtió en el «Hospital Antiimperialismo». Los guardias rojos cambiaron incluso las luces de los semáforos, de modo que el rojo se convirtió en la señal de «paso libre», hasta que Zhou Enlai les explicó que el rojo llamaba más la atención y que, por tanto, debía continuar siendo la indicación de «detenerse». Fue también Zhou quien envió tropas para proteger la Ciudad Prohibida cuando los guardias rojos llegaron con picos para destruir las antiguas esculturas. Pero otros enclaves históricos fueron menos afortunados. Por toda China se demolieron las puertas de entrada a las ciudades y los templos, se profanaron tumbas, se fundieron estatuas y artefactos de bronce, las mezquitas y los monasterios fueron presa del vandalismo, las pinturas y los sutras quedaron destruidos, y a los monjes y las monjas se los despojó del hábito.

Pero allí donde la generación de Mao se había contentado con saquear los lugares públicos de culto (y de hecho el mismo Mao se había opuesto incluso a ello, argumentando que el pueblo entraría por sí mismo en acción cuando creyese que era el momento adecuado), los guardias rojos asaltaron las casas privadas.[69] Durante los meses de otoño de 1966, entre un cuarto y una tercera parte de las viviendas de Pekín fueron objeto de las pesquisas de los guardias rojos.[70] Antigüedades, caligrafías, divisas extranjeras, oro y plata, joyas, instrumentos musicales, pinturas, porcelanas, fotografías antiguas, manuscritos de escritores famosos, libros de notas científicos, todo era sospechoso, estaba expuesto a ser confiscado, robado o destruido en el acto. En Shanghai, tales pesquisas dieron como resultado treinta y dos toneladas de oro, ciento cincuenta de perlas y jade, cuatrocientas cincuenta de joyas de oro y plata, y más de seis millones de dólares norteamericanos en divisas. Los ofensores más serios, normalmente miembros de una de las «clases negras», eran apartados de sus hogares y enviados lejos de la ciudad; los culpables de delitos menores perdían simplemente sus posesiones. Incluso entretenimientos como el cultivo de plantas en macetas, la cría de pájaros enjaulados o de perros y gatos domésticos, objeto de las críticas de Mao, eran condenados como legado del feudalismo.

Los libros eran un objetivo predilecto. En su época de estudiante, Mao había propuesto que «todas las antologías de prosa y poesía publicadas desde la dinastía Tang y Song [debían] ser quemadas» (incluyendo, presumiblemente, sus favoritas, como el Sueño del Pabellón Rojo o A la orilla del agua), basándose en la idea de que «el pasado oprime al presente», y de que la esencia de la revolución consistía en «sustituir lo viejo por lo nuevo».[71]

Pero, en 1917, Mao únicamente había formulado una propuesta. En 1966, los guardias rojos la cumplieron.

En las ciudades de toda China, el botín acumulado con el saqueo de templos y bibliotecas, librerías y hogares privados, era apilado en las principales plazas. Ken Ling recordaba la escena acontecida en Amoy a principios de septiembre:

Los montones contenían objetos de muy diverso tipo: tablas de madera para el culto a los antepasados, viejos billetes del Guomindang, policromos vestidos de estilo chino, piezas de mahjong,[T22] naipes, cigarrillos extranjeros … Pero, por encima de todo, ídolos y libros. Allí estaban todos los libros extraídos de las bibliotecas de la ciudad … los libros amarillos, los negros, los ponzoñosos. La mayoría eran viejos volúmenes cosidos a mano. El loto dorado … El romance de los Tres Reinos, Cuentos extraños de un estudio chino, a todos les esperaban las llamas. Poco después de las seis de la tarde derramaron sobre los montones cincuenta kilos de queroseno, y después los prendieron. Las llamas se encaramaban hasta una altura de tres pisos … Ardieron durante tres días y tres noches.[72]

Con posterioridad, los libros antiguos pasaron a ser enviados para convertirlos en pasta. De este modo se perdieron para siempre muchas copias únicas de textos de las dinastías Song y Ming.

No obstante, la gran diferencia entre la iconoclasia de la juventud de Mao y la de sus sucesores, los guardias rojos, medio siglo después, consistía en que su generación se había rebelado para liberarse de la camisa de fuerza impuesta por la ortodoxia confuciana, desatando una explosión de libertad de pensamiento en la que cada nueva idea, cada moda, cada doctrina social era permitida.

Los guardias rojos recortaron incluso los vestigios de libertad entonces existentes para imponer una nueva ortodoxia maoísta más rígida que ninguna otra vigente hasta entonces. Su objetivo era aniquilar lo viejo, «quemar los libros y enterrar vivos a los intelectuales», como había hecho dos mil años antes el emperador Qing Shihuang, para que China se convirtiese, según el adagio de Mao, en «un papel en blanco», preparado para ser rubricado con la sagrada escritura del pensamiento marxista-leninista de Mao Zedong.

Para llenar el vacío dejado por los «cuatro viejos», se idearon los «cuatro nuevos»: «nueva ideología, nueva cultura, nuevas costumbres y nuevos hábitos».[73] En términos prácticos, esto significó la exaltación de Mao y sus ideas para excluir cualquier otra cosa. Había dejado de ser venerado; era idolatrado.

Cada mañana, en los lugares de trabajo, la gente permanecía en formación y se postraba tres veces ante el retrato de Mao, «pidiendo instrucciones» silenciosamente sobre las tareas del día que tenían por delante.[74] Repetían el mismo ritual cada tarde, para informar de todo lo que habían realizado. Los guardias rojos explicaban a sus víctimas que debían rezar a Mao para alcanzar el perdón. En las estaciones de ferrocarril de las ciudades, los pasajeros debían realizar una «danza de lealtad» en el andén antes de que se les permitiese subir al tren. En los distritos rurales existían «cerdos de la lealtad», marcados con el carácter zhong (fidelidad) para mostrar que incluso las bestias más inmundas eran capaces de reconocer el genio de Mao. Las obras de Mao eran referidas como los «libros tesoro», y se celebraban ceremonias cuando se ponía a la venta una nueva remesa. Los activistas aprendían de memoria los ensayos de Mao, y se engalanaban con insignias de Mao Zedong en las solapas. Las operadoras de teléfono saludaban a los usuarios con las palabras «Mao Zhuxi wansui» («larga vida al presidente Mao»). Las cartas comerciales estaban encabezadas con citas de los escritos de Mao, impresas en negrita. Al Pequeño Libro Rojo de sus aforismos se le atribuyó el poder de obrar milagros. Los periódicos chinos informaban de cómo los obreros médicos, provistos de aquél, habían curado a los ciegos y a los sordos; cómo un paralítico, confiando en el pensamiento de Mao Zedong, había recuperado la funcionalidad de sus miembros; cómo, en otra ocasión, el pensamiento de Mao Zedong había resucitado a un hombre de la muerte.

Nada de esto era completamente nuevo en China. El propio Mao, cuando era un escolar, se había postrado cada mañana ante el retrato de Confucio. En los años veinte, los miembros del Guomindang comenzaban sus reuniones postrándose ante el retrato de Sun Yat-sen. Chiang Kai-shek había intentado, sin éxito, imponer un culto similar a su persona. Las danzas de lealtad se habían representado ya en la corte de los Tang, mil doscientos años antes. Como muestra de reverencia, las palabras del emperador siempre se situaban más alto, y en caracteres de mayores dimensiones, que las de cualquier otra persona (causa, en el siglo XIX, de interminables disputas diplomáticas con las grandes potencias).

Pero la ironía residía en que, para dar a luz su nuevo mundo, el presidente había retrocedido hasta sus raíces, hasta la raíz de su pensamiento, hasta los días en que China estaba gobernada por el Hijo del Cielo —el «rojo sol de nuestros corazones»—, para poder forjar un sistema imperial de poder ilimitado con el que, una vez enjaezado de propósitos revolucionarios, conseguiría edificar la utopía roja a la que había amarrado sus sueños.

Cuando el año 1966 se acercaba a su fin China entera parecía marchar al paso marcado por Mao.

Su estatus imperial, su deificación y el fanatismo de los guardias rojos generaron un clima de militancia y amenaza tan abrumador que nadie podía oponerse a él. El presidente estaba triunfante. En la celebración de su septuagésimo tercer aniversario, propuso un brindis por «el despliegue de una guerra civil en toda la nación».[75] Zhou Enlai resumió el nuevo principio rector en virtud del cual debían actuar los dirigentes del partido: «Todo lo que se ajuste al pensamiento de Mao Zedong es correcto, y todo lo que no se ajuste al pensamiento de Mao Zedong es erróneo».[76]

En el seno del Comité Central, al igual que en el partido en general, los radicales eran una minoría. La mayoría de los funcionarios estaban aterrados ante la perspectiva de otro trastorno que pusiese en peligro su posición. El presidente no albergaba ilusiones a este respecto. «Si se os dice que encendáis una hoguera en la que vais a arder vosotros mismos, ¿obedeceréis?», preguntó escépticamente en julio. «Porque, de hecho, todos vosotros acabaréis en las llamas»[77]. De ahí su decisión de reclutar a los jóvenes para actuar como su nueva vanguardia revolucionaria.

En octubre de 1966 las tácticas del terror de los guardias rojos —cuyo objetivo se había desplazado desde sus profesores hasta los funcionarios de educación de mayor rango y después hasta los comités provinciales del partido— comenzaron a presionar a algunos de los seguidores clave de Liu Shaoqi. Aquel mes, Liu y Deng Xiaoping realizaron autocríticas en una conferencia de trabajo del Comité Central, donde fueron acusados por vez primera de intentar restaurar una «dictadura capitalista».[78] Poco después, el Departamento de Organización del partido distribuyó secretamente carteles, dispuestos en lugares señalados del centro de Pekín, que denunciaban a ambos por su nombre. De manera oficial, mantuvieron sus cargos. Pero en el Día Nacional, mientras Liu, como jefe de Estado, permanecía en pie junto a Mao, saludando a la multitud, Sydney Rittenberg, que estaba junto a ellos en el estrado, observaba sus ojos «empequeñecidos de temor».[79]

A pesar de ello, Mao se vio obligado a reconocer que los guardias rojos carecían, por sí mismos, de la fuerza necesaria para propiciar un cambio decisivo en el equilibrio de fuerzas políticas, como él anhelaba. En agosto había hablado confidencialmente de que serían suficientes «unos pocos meses de desorden» para culminar la caída de casi todos los dirigentes provinciales del partido.[80] Ahora estaba claro que le llevaría mucho más tiempo.

Mao respondió suavizando su hostilidad hacia los cuadros veteranos, pidiendo disculpas, en un discurso memorable, por los perjuicios que había ocasionado:

No me sorprende que [vosotros], viejos camaradas, no lo hayáis comprendido demasiado. El tiempo ha sido muy breve y los acontecimientos demasiado violentos. Ni yo mismo había previsto que el país entero pudiera acabar sumido en el caos … Ya que soy el causante de todos estos estragos, es comprensible que queráis dirigirme palabras amargas… [Pero] lo que ha sucedido, ha sucedido … Indudablemente habéis cometido algunos errores … pero se pueden enmendar, y ¡así se hará! ¿Quién quiere derrocaros? Yo no, y creo que tampoco los guardias rojos … Creéis que es difícil salirse de este paso, y yo no creo que sea fácil. Estáis ansiosos, al igual que yo. No os puedo culpar, camaradas.[81]

En esa misma ocasión, insistió en que Liu y Deng no estaban en la misma categoría que Peng Zhen.[82] Ellos habían actuado abiertamente, dijo. «Si han cometido equivocaciones, pueden cambiar … Una vez hayan rectificado, todo estará en orden».

Al mismo tiempo, tomó una serie de medidas para apoyar a los radicales.

Se ordenó a los guardias rojos que ampliasen sus bases. El eslogan inicial de los guardias rojos, «Si el padre es un héroe, el hijo tiene coraje; si el padre es un reaccionario, el hijo es un bastardo», fue denunciado por encarnar un «idealismo histórico», en nada mejor al feudalismo.[83] Millones de jóvenes que habían sido previamente excluidos del movimiento y que sentían escasa afección por las «clases rojas» tradicionales de la jerarquía del partido se unían ahora a la causa de los radicales.

Varios líderes cuyo celo en la persecución de los que seguían «el camino capitalista» se juzgaba insuficiente fueron purgados como aviso para que el resto mostrase un mayor entusiasmo.[84]

Wang Renzhong, jefe del ala izquierda del partido de Hubei, a quien Mao había designado como uno de los subdirectores del Grupo para la Revolución Cultural, fue el primero —acusado de eliminar «los intercambios de experiencias» entre los guardias rojos. Después Tao Zhu, que ocupaba el cuarto lugar de la jerarquía —por detrás de Mao, Lin Biao y Zhou Enlai— fue acusado de ser un «fiel seguidor de la línea Deng-Liu». Había adoptado una visión de la Revolución Cultural que Mao consideraba demasiado restringida, y había intentado defender a los cuadros veteranos. Para los guardias rojos, ello lo convirtió en un «intransigente protector de emperadores» y un «bribón hipócrita de rango». El mariscal He Long, también miembro del Politburó, fue acusado de estar en coalición con Peng Zhen. Incluso Zhu De, que tenía entonces ochenta años, fue denunciado en los carteles como «un viejo cerdo» y un «comandante negro» que se había opuesto a la política proletaria de Mao. A un nivel algo inferior, un gran número de miembros del Comité Central que trabajaban en la capital fueron conducidos a las sesiones de lucha de los guardias rojos, donde se les obligó a ponerse caperuzas y a resistir abusos verbales y físicos.

Finalmente, en diciembre, Mao accedió a que el Grupo para la Revolución Cultural trajese a Peng Dehuai desde Sichuan. Había permanecido confinado en un barracón militar para ser interrogado sobre sus vínculos con Liu Shaoqi y Deng Xiaoping.

La elección de las víctimas venía determinada en parte por factores personales (Chen Boda albergaba un rencor inveterado por Tao Zhu; Wang Renzhong había ofendido a Jiang Qing; la mujer de He Long y la de Lin Biao se odiaban mutuamente desde Yan’an) y en parte por egoísmo político; Lin consideraba a los veteranos como He y Zhu De un impedimento para alcanzar el control pleno del Ejército Popular de Liberación. Pero, para todos ellos, existía una única causa primordial. Así lo explicó un radical de Shanghai, Zhang Chunqiao:

Esta Revolución Cultural precisamente debe derribar a todos esos viejos camaradas, sin excepción alguna. Zhu De, Chen Yi, He Long ¡no hay un solo tipo sano entre ellos! … Zhu De es un gran señor de la guerra; Chen Yi es un viejo arribista … He Long es un bandido … ¿Cuál de ellos vale la pena salvar? No deberíamos proteger a ninguno de ellos.[85]

Todos ellos representaban el «viejo pensamiento» que la Revolución Cultural pretendía destruir. Unos pocos, como Zhu De, se libraron de los maltratos físicos, a causa de que Mao lo prohibió personalmente. Pero para la mayoría de ellos, el presidente obedecía el precepto que él mismo había impuesto a sus seguidores: «Confiad en las masas, creed en ellas y respetad sus iniciativas». Raramente proponía él mismo los arrestos (lo que le permitía, si lo deseaba, desautorizarlos posteriormente), sino que dejaba que los radicales actuasen según juzgasen más conveniente.

A medida que la presión sobre los veteranos del partido aumentaba, Mao ordenó al Grupo para la Revolución Cultural que intensificase la campaña contra Liu y Deng.

En una reunión mantenida el 18 de diciembre con el líder de los guardias rojos de la Universidad de Qinghua, Kuai Dafu, Zhang Chunqiao le comunicó a éste la posición de Mao. «Aquellos dos de la central del partido … por ahora no se rendirán», explicó. «¡Persígueles! ¡Incórdiales! No te quedes a medias tintas». El fin de semana siguiente miles de estudiantes, precedidos por camiones dotados de megáfonos, marcharon por las áreas comerciales de Pekín, donde empapelaron las paredes con eslóganes que reclamaban la dimisión de ambos. Jiang Qing persuadió a Liu Tao, hija del jefe de Estado, fruto de un matrimonio anterior y estudiante también de Qinghua, para que se uniese a la campaña, advirtiéndole que si se negaba a ello estaría mostrando su falta de «sinceridad revolucionaria». El 3 de febrero de 1967, un cartel firmado por la joven y su hermano, titulado «Contemplad la despreciable alma de Liu Shaoqi», fue instalado en el interior de los muros de Zhongnanhai. Las organizaciones de guardias rojos realizaron copias y las distribuyeron por todo el país. Aquel mismo día, unos treinta miembros de un grupo rebelde llamado los «Insurrectos de Zhongnanhai», creado, con el estímulo de Mao, por los miembros jóvenes del personal y los guardaespaldas de las oficinas del Comité Central, asaltaron la casa del jefe de Estado, donde le reprendieron durante tres cuartos de hora y le obligaron a recitar citas del Pequeño Libro Rojo.

Tres días después, los guardias rojos volvieron a golpear. En esta ocasión una llamada espuria envió apresuradamente a la esposa de Liu, Wang Guangmei, a un hospital de Pekín, donde, según se le había comunicado, otra hija, Pingping, esperaba ser intervenida después de un accidente de tráfico. Al llegar no encontró a ninguna hija herida sino, en su lugar, a una multitud de rebeldes de Qinghua que la trasladaron hasta el campus y organizaron una sesión de lucha en su contra.

Mientras tanto, con la autorización de Mao, el Grupo para la Investigación de Casos Centrales, creado siete meses antes para investigar a Peng Zhen y sus compañeros, formó un equipo especial para investigar el pasado de Wang Guangmei. Ésta provenía de una familia poderosa y había sido educada en la escuela de una misión norteamericana. Para Kang Sheng, a quien Mao había pedido que reasumiese la responsabilidad en cuestiones de seguridad política, aquello ofreció inmediatamente la posibilidad de presentarla como una espía norteamericana. Posteriormente se formó otro Grupo de Casos Especiales para intentar demostrar que Liu había traicionado la causa comunista mientras actuaba durante los años veinte de líder clandestino en las áreas blancas.

Una semana después del incidente del hospital, Mao invitó por última vez a Liu al Estudio de la Fragancia de Crisantemo.

Mao disfrutaba de sus triunfos; gozaba saboreándolos.

Se interesó solícitamente por la salud de Pingping (sabiendo perfectamente que el «accidente» había sido una maquinación), y recordó los viejos tiempos. Liu pidió a Mao que le permitiese dimitir de todos sus cargos oficiales y volver a Yan’an con su familia, o a su pueblo natal de Hunan, para trabajar como campesino en una comuna. El presidente no dio respuesta alguna. Permaneció sentado en silencio, fumando sin parar, y cuando Liu se levantó para marcharse, escuetamente añadió: «Estudia mucho. Cuida de ti mismo». Cinco días después, el 18 de enero, cortaron la línea telefónica especial que unía a Liu con los otros miembros del Politburó, incluyendo a Mao y al primer ministro Zhou. Su aislamiento era completo.[86]

Aquel invierno, Mao añadió una nueva y crucial arma al arsenal de los radicales.

Además de los guardias rojos, los trabajadores militantes de fábricas y oficinas, en muchos casos impulsados por ofensas personales contra los comités del partido de sus unidades de trabajo, comenzaron a formar sus propios grupos rebeldes. A principios de noviembre, un joven trabajador del sector textil de Shanghai, Wang Hongwen, de treinta y tres años, fundó el Cuartel General Revolucionario de los Trabajadores para coordinar los grupos de obreros radicales de la ciudad. Cuando las autoridades municipales rechazaron extender su reconocimiento a la nueva formación, Wang envió una delegación a Pekín. El comité del partido de Shanghai detuvo el tren en que viajaba antes de que lograse abandonar la ciudad, después de lo cual los obreros se tendieron sobre las vías, bloqueando el movimiento ferroviario durante más de treinta horas. Zhang Chunqiao, que fue enviado para solventar el problema, ratificó inmediatamente las demandas del Cuartel General y ordenó al primer secretario de Shanghai, Cao Diqiu, que pronunciase una autocrítica pública. Dos días después, Mao aprobó la acción de Zhang, y proclamó que los trabajadores de todo tipo de empleo comercial, industrial o gubernamental tenían el legítimo derecho de crear organizaciones de masas.

No obstante, los grupos de trabajadores, al igual que había sucedido con los guardias rojos estudiantiles antes que ellos, pronto se escindieron en facciones rivales: los «rebeldes revolucionarios», que pretendían derrocar todas las estructuras de poder existentes, y los «revolucionarios proletarios», que querían preservar el liderazgo del partido, aunque dotándolo de una apariencia más radical.

Desde finales de noviembre, el Cuartel General de Shanghai, respaldado por el Grupo para la Revolución Cultural de Pekín, se implicó en una lucha de poder cada vez más violenta con su rival conservador, el Destacamento Rojo de Shanghai, apoyado tácitamente por el comité del partido de la ciudad. El 30 de diciembre, decenas de miles de trabajadores lucharon organizando batallas callejeras en el exterior de las oficinas del comité del partido. Comenzaron las huelgas. El puerto quedó paralizado, con más de cien buques extranjeros esperando para la descarga. El transporte ferroviario se detuvo. Los trabajadores que habían sido enviados al campo durante la hambruna que siguió al Gran Salto Adelante comenzaron a reclamar el derecho a retornar. Comenzando el 3 de enero de 1967 —el día que la campaña contra Liu Shaoqi y su mujer alcanzó su cenit en Pekín— los rebeldes de Wang Hongwen tomaron el control de los principales periódicos de Shanghai, primero el Wenhuibao, y dos días después, el periódico del partido, el Jiefang ribao (Diario de la Liberación).

En aquel punto, Mao intervino, enviando a Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan a la ciudad con una directriz que afirmaba que el comité del partido de Shanghai caería irremediablemente, y que «una nueva autoridad política» se establecería en su lugar —con lo que la balanza se inclinaría definitivamente en favor de los rebeldes. Dos días después, varios centenares de miles de personas se congregaron en la plaza central, en un encuentro en el que el Cuartel General anunció que no seguiría reconociendo la autoridad del comité del partido y que los «rebeldes revolucionarios» del gobierno de la ciudad asumirían la responsabilidad de los asuntos cotidianos.

La «toma de poder» de Shanghai se convirtió en un modelo para el resto del país.[87] Mao la definió como una «gran revolución» de «una clase derrotando a otra». Citó un viejo proverbio: «No pienses que porque muera el carnicero Zhang tendremos que comer la carne del cerdo llena de pelos».[88] Lo que quería decir era que el país podía continuar avanzando incluso si los comités provinciales caían. Durante las tres semanas posteriores, grupos rebeldes tomaron el poder en otras siete provincias y ciudades, incluyendo Anhui, Guangdong, Heilonjiang y a la misma Pekín.

No obstante, había un problema. Una cosa era echar abajo los comités del partido; y otra muy distinta era qué poner en su lugar.

Ni Mao, ni los mismos grupos rebeldes habían pensado realmente en la cuestión. Zhang Chunqiao estaba inicialmente preocupado por protegerse de la amenaza de los grupos rivales de guardias rojos y facciones revolucionarias, y no fue hasta el 5 de febrero de 1967 cuando, con el apoyo de las unidades locales del Ejército Popular de Liberación, se sintió lo suficientemente al control de la situación como para atreverse a proclamar el establecimiento de la Comuna Popular de Shanghai.[89]

Al dar este paso, Zhang estaba convencido de que contaba con el total respaldo de Mao. Unos días antes, Chen Boda le había telefoneado para explicarle que el presidente estaba cerca de aprobar el establecimiento de una comuna en Pekín, y que Shanghai debía hacer lo mismo.[90] Los «dieciséis puntos» habían reclamado insistentemente «un sistema de elecciones generales, como el de la Comuna de París», para establecer órganos locales de poder que sirviesen como puente entre el partido y las masas.[91] Siendo el más importante de los «nacimientos recientes» del Gran Salto Adelante, las comunas simbolizaron la originalidad de la revolución china. El mismo Mao, en 1958, había vislumbrado un día en que «todo será considerado una comuna … [incluyendo] las ciudades y los pueblos».[92]

Sin embargo, el presidente cambió inesperadamente de opinión. Se ordenó a otras ciudades y provincias que no siguiesen el ejemplo de Shanghai, y Zhang y Yao Wenyuan fueron convocados para escuchar la explicación de Mao:

Ha surgido una serie de problemas, y me pregunto si habéis pensado en ello [dijo]. Si China entera funda comunas populares, ¿debería la República Popular de China cambiar su nombre por el de Comuna Popular de China? ¿Extenderán sobre ella su reconocimiento los demás países? Es posible que la Unión Soviética no nos reconozca, mientras Gran Bretaña y Francia sí lo hagan. ¿Y qué haremos con nuestros embajadores en algunos países? Y podríamos continuar.[93]

El razonamiento era espurio, y Mao lo sabía. Un cambio de nombre no representaría ningún cambio en las relaciones internacionales de China. Aun así, esto fue lo que se comunicó a los guardias rojos, y pronto se aceptó universalmente como la razón de que se «rechazase» la forma de organización basada en la «comuna». Suponía una force majeure: fuesen cuales fuesen las inclinaciones de Mao, los impedimentos externos así lo recomendaban.

La realidad era muy diferente. La acción de los dirigentes de Shanghai había obligado a Mao a mirar al abismo, y no le gustó lo que vio.

Un sistema basado en la Comuna de París, con elecciones libres y actividad política sin restricciones, significaba permitir a las masas que se gobernasen a sí mismas. Era la lógica de su requerimiento «confiad en las masas y creed en ellas», la lógica, de hecho, en que estaba basada toda la Revolución Cultural. Pero ¿en qué posición quedaba el partido? Como señaló Zhang Chunqiao: «¡De algún modo tiene que existir un partido! Tiene que haber un núcleo, no importa cómo lo llamemos».[94] Las elecciones libres eran un sueño utópico.[95] Prescindir de los dirigentes y «derrocarlo todo» quizá parecía progresista, pero era de hecho reaccionario y podía desembocar en el «anarquismo extremo».

En cierto aspecto, Mao perdió los nervios, al igual que había ocurrido, diez años antes, cuando puso freno a la campaña de las cien flores, sólo para reconocer con posterioridad que se había dejado «engañar por las falsas apariencias» y que quizá había actuado prematuramente.[96]

Desde otro punto de vista, Mao demostró, una vez más, sus habilidades como político consumado. La edad no había embotado la agudeza de las antenas políticas del presidente. La Revolución Cultural podía mostrarse como un descenso hasta la locura, pero Mao había avanzado en sus diferentes etapas con gran prudencia. Había dejado claro desde el principio que a la reconstrucción seguiría la destrucción, que «el gran desorden», como lo había calificado en julio de 1966, engendraría con el tiempo la «gran paz».[97] Por ese motivo se había mantenido en un segundo plano, cediendo a los demás el trabajo sucio, mientras él continuaba con las manos limpias, dispuesto a congregar y rehabilitar a los supervivientes cuando llegase el momento de reconstruir el nuevo partido a partir de las cenizas del viejo. Se trataba de una presunción a la que incluso sus víctimas, como He Long o Peng Dehuai, se suscribieron, ya que sabían que sólo Mao tenía, si así lo deseaba, el poder de redimirles; era parte de sus intereses, al igual que del suyo propio, creer que él era inocente ante los horrores perpetrados en su nombre.

Ya fuese por prudencia o por temor, o por una juiciosa mezcla de ambos, el resultado fue que la visionaria ideología de la Comuna de Shanghai quedó abandonada.

La Revolución Cultural había llegado a su Rubicón, al momento en que perdió su compás, cuando los ideales que había inspirado, sin importar lo espurios que fuesen, quedaron irremediablemente corrompidos. Enfrentado a una elección, Mao prefirió poseer un instrumento defectuoso de gobierno a no tener ninguno. A iniciativa suya, Zhang Chunqiao anunció el establecimiento de un nuevo órgano de poder, conocido como el Comité Revolucionario de Shanghai, formado por una «alianza tripartita» de rebeldes revolucionarios, representantes del Ejército Popular de Liberación y cuadros veteranos. Cuarenta años antes, después de la sublevación de la cosecha de otoño, se había utilizado la misma designación en las administraciones comunistas provisionales establecidas en las ciudades y aldeas.

A pesar del juego de manos de Mao cuando atribuyó el cambio de curso a las presiones diplomáticas, no todo el mundo se dejó engañar. Al tiempo que se multiplicaban los comités revolucionarios, entre los guardias rojos los ultraizquierdistas hablaban oscuramente de «restauración capitalista».[98] Para la mayoría de chinos no era así. Sin embargo, a partir de febrero de 1967, el presidente comenzó una retirada ideológica, y la lucha contra los «seguidores del camino capitalista» pasó a estar cada vez más centrada en cuestiones de poder bruto.

A pesar de las consecuencias a largo plazo que tuvo el sueño de Mao de un «reino de virtud roja», los efectos inmediatos y visibles de la toma de poder de Shanghai consistieron en otorgar a la espiral de violencia revolucionaria un nuevo y potente ímpetu.

En las provincias, los guardias rojos y los obreros revolucionarios redoblaron sus esfuerzos para derrocar a los comités provinciales. Los primeros secretarios de Shanxi y Yunnan se suicidaron, y el líder de Anhui, Li Baohua, fue conducido por todo el centro de Pekín en un camión sin capota, como un criminal que se dirige a su ejecución.[99] Se publicó una nueva directriz del presidente, exigiendo a los «grupos de revolución proletaria que tomasen el poder». En la puerta occidental de Zhongnanhai se congregó una multitud reclamando que Liu, Deng Xiaoping y otros dirigentes de la central fuesen arrastrados hasta el exterior y conducidos a una sesión de lucha. El ministro del Carbón, Zhang Lingzhi, fue obligado por los guardias rojos a llevar un sombrero de hierro de sesenta kilos de peso, siendo después golpeado hasta la muerte.[100]

Al mismo tiempo, el Ejército Popular de Liberación, que hasta entonces se había mantenido claramente alejado de los desórdenes, comenzó a ser tragado por el cenagal. En enero, Mao había aprobado la destitución de Liu Zhijian, jefe del Grupo para la Revolución Cultural del Ejército Popular de Liberación, señalando el inicio del efímero intento de localizar a los seguidores entre los militares de la «línea reaccionaria burguesa» de Liu Shaoqi. Su caso ilustra un dilema con el que Mao forcejearía durante los ocho siguientes meses. ¿Se debía permitir que el ejército se implicase en la Revolución Cultural siguiendo los mismos principios que los grupos civiles? ¿O existía alguna constricción superior, por razones de seguridad nacional, que obligase a mantener la alerta ante la guerra y la disciplina militar?

El delito de Liu, por el que pagó siete años de cárcel, consistía en haber intentado disuadir a los cadetes de los institutos de instrucción militar de todo el país para que no hostigasen a los comandantes regionales del ejército. Al hacerlo, había contado con el apoyo de Ye Jiangying, que estaba al cargo de los quehaceres diarios de la Comisión Militar, y de otros tres mariscales del Ejército Popular de Liberación: Chen Yi, Nie Rongzhen y Xu Xiangqian. Para Jiang Qing y Chen Boda, Liu y, en consecuencia, también los mariscales, estaban «entorpeciendo la Revolución Cultural».

Mao se equivocó. Tres días después de la destitución de Liu, aprobó una directriz de la central prohibiendo a «toda persona u organización atacar los órganos del Ejército Popular de Liberación». Pero, ante la falta de un claro respaldo por parte de la central, tuvo un seguimiento nulo. Los cadetes del ejército capturaron a los dirigentes de la región militar de Nanjing y escenificaron una reunión de lucha contra ellos, motivando la advertencia de su comandante, el general Xu Shiyou, de que si volvía a ocurrir, ordenaría a sus hombres que abriesen fuego. En Fuzhou y Shenyang ocurrieron incidentes similares. Entonces, para ayudar a los radicales de Shanghai, Mao distribuyó la orden de que el Ejército Popular de Liberación debía «respaldar a la izquierda». Aquello incrementó aún más la posibilidad de que el ejército acabase implicado en la política de facciones opuestas de los guardias rojos, lo último que deseaban los oficiales veteranos.

En resumen, a finales de enero de 1967 los veteranos que dirigían el Ejército Popular de Liberación en las regiones militares, muchos de los cuales habían estado junto a Mao desde los días de la Larga Marcha, se sentían profundamente molestos.[101]

Los problemas estallaron en Xinjiang, donde un comandante de regimiento del Ejército Popular de Liberación envió tropas para someter a los radicales de la ciudad de Shihezi, dejando a su paso varios centenares de heridos. En Sichuan, una fuerza de guardias rojos radicales y obreros rebeldes que atacó un barracón del ejército fue desarmada y sus líderes arrestados. En la remota provincia de Qinghai, en la frontera con el Tíbet, el comandante de aquel distrito militar envió soldados para cercar las oficinas del periódico local del partido, donde los radicales habían «tomado el poder» y habían golpeado hasta la muerte a un número nada despreciable de periodistas. Cuando se negaron a rendirse, ordenó un asalto en el que resultaron muertas más de ciento setenta personas y hubo un número similar de heridos. En Wuhan, después de otra disputa en relación con la «toma» de un periódico del partido, un millar de radicales fue detenido, algunos de los cuales fueron encarcelados, y otros liberados después de realizar confesiones públicas. En otras siete provincias ocurrieron incidentes similares.[102]

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