Mao

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16. El desmoronamiento

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Pero el personaje central de la obra estaba ausente.[52] La condición física de Mao se estaba deteriorando, y todavía se negaba a que sus médicos le tratasen. El primero de febrero —tres semanas antes de la teórica llegada de Nixon— empeoró, sólo para desmoronarse, inconsciente, después de que la mucosidad obstruyese sus infectados pulmones. La combinación de los antibióticos y la perspectiva de reunirse con el «enemigo más respetado» de China lo sacó del limbo. Sin embargo, su garganta continuaba inflamada, dificultándole el habla, y su cuerpo estaba tan hinchado por la retención de líquidos que tuvieron que confeccionarle un nuevo traje y un par de zapatos. Durante la semana precedente a la llegada de Nixon, su personal le ayudó a practicar el acto de sentarse, alzarse y pasear por su habitación, para ejercitar sus músculos después de los meses que había pasado postrado en cama.

Cuando llegó el gran día, Mao estaba muy inquieto.

Se sentó junto al teléfono escuchando los informes, minuto a minuto, del avance del presidente desde el aeropuerto, donde fue recibido por Zhou Enlai, a través de las vacías calles de Pekín, cuyo tráfico se había cortado para la ocasión, y hasta la casa de invitados de Diaoyutai. No había prevista en el programa ninguna reunión con Mao. Pero entonces envió recado de que quería ver al presidente inmediatamente. Con la insistencia de Zhou, se permitió a Nixon que descansase y comiese. Pero después él y Kissinger fueron transportados en una cabalgata de limusinas «bandera roja» hasta Zhongnanhai, donde Mao esperaba con impaciencia. En sus memorias, Kissinger ofreció una descripción sobrecogedora de la escena que les esperaba:

[En] el estudio de Mao … los manuscritos se apilaban en los anaqueles por todas las paredes; los libros cubrían la mesa y el suelo; parecía más el retiro de un intelectual que la sala de audiencias del todopoderoso líder de la ciudad más populosa del mundo … Aparte de lo repentino de la convocatoria, no hubo ceremonial alguno. Mao simplemente estaba allí de pie … No me había tropezado con nadie, con la posible excepción de Charles de Gaulle, que destilase de aquella manera una voluntad tan obstinada y concentrada. Estaba allí plantado con una asistente femenina junto a él para ayudarle a sostenerse … Dominaba la estancia, no por la pompa que en la mayoría de estados confiere un grado de majestad a los líderes, sino exudando de una forma casi tangible un arrollador impulso de triunfo.

La descripción de Nixon fue mucho más realista. Pero también él quedó impresionado por lo que Kissinger llamó, en términos casi idénticos a los usados por Sydney Rittenberg en Yan’an treinta años antes, «nuestro encuentro con la historia».

Mao tomó con sus dos manos la de Nixon y la apretó durante casi un minuto.

Uno de ellos presidía la ciudadela del capitalismo internacional, respaldado por la economía y las fuerzas militares más poderosas del mundo; el otro era el patriarca indiscutible de un Estado comunista revolucionario de ochocientos millones de personas, cuya ideología impulsaba la destrucción del capitalismo allí donde éste pudiese surgir.

La fotografía del Diario del Pueblo del día siguiente indicó a China, y al mundo entero, que el equilibrio global de poder había quedado transformado.

Sus conversaciones se prolongaron durante una hora, mucho más de lo que preveía el breve encuentro de cortesía que estaba programado. Mao sorprendió a Nixon al decirle que prefería tratar con dirigentes del ala derecha, ya que eran más predecibles. Nixon enfatizó que la mayor amenaza a que ambos tenían que enfrentarse no venía de ellos mismos, sino de Rusia. Kissinger, siempre diplomático, quedó asombrado por la conversación falazmente azarosa de Mao, engastando sus pensamientos en expresiones tangenciales que «transmitían un significado al tiempo que eludían todo compromiso … [como] sombras que pasan sobre un muro». Zhou se preocupó por la posibilidad de que Mao se agotase. Se le había indicado a Nixon que Mao se estaba recuperando de una bronquitis, y después de que Zhou mirase en diversas ocasiones su reloj, el presidente puso fin a la reunión.

Después de aquello, todo lo demás fue mucho menos alentador. Nixon y Zhou trabajaron sobre los aspectos prácticos de las relaciones chino-americanas. Pero el tono del encuentro ya se había definido.

Para Mao, la visita de Nixon fue un triunfo. Pronto le seguirían otros, cuyas naciones también tenían en China un papel histórico: Kakuei Tanaka, para establecer relaciones diplomáticas con Japón; el primer ministro británico, Edward Heath. Pero nada igualaría en la vida de Mao el momento en que el líder del mundo occidental llegó a la Ciudad Prohibida trayendo como tributo una preocupación compartida por un enemigo común. En 1949 Mao había defendido que China no debía apresurarse a entablar relaciones con las potencias occidentales; primero debía completar su «limpieza doméstica», y después decidir, cuando le conviniese, a qué países deseaba admitir. Durante años, cuando los dirigentes occidentales procuraron aislar la China roja, aquello parecía una excusa vacía. Pero ahora el mejor situado de ellos había llegado a Pekín, en busca de cooperación en base de igualdad. China se había erguido. Era el momento de disfrutarlo.

Pero también marcó un retroceso importante.

Nixon puso el dedo en la llaga en un artículo que había escrito un año antes de su elección.[53] Estados Unidos, dijo, necesitaba entablar relaciones con China, «pero como una nación grande y en desarrollo, no como el epicentro de la revolución mundial». Y eso era realmente lo que había ocurrido. Al abrir la puerta a Estados Unidos, Mao había respondido a unas necesidades geopolíticas; el imperativo de un frente unido para contener los impulsos expansionistas de Rusia. El precio consistía en el abandono de su visión de un nuevo «reino del centro» rojo, fuente de esperanza e inspiración para los revolucionarios del mundo entero. En lugar de ello, llegó una fría política de equilibrio de poderes que no pretendía garantizar la revolución, sino la pervivencia.

En su encuentro con Nixon, Mao así lo reconoció.[54] «La gente como yo suena como un montón de cañones», afirmó. «Por ejemplo, [decimos] cosas como “el mundo entero se debería unir y derrotar al imperialismo…”». Y en ese momento él y Zhou rieron bulliciosamente.

Mao era capaz de dar lógica a semejantes afirmaciones con su habitual argumento de que todo progreso derivaba de las contradicciones. A pesar de ello, representaba un retroceso. Otro de sus temas favoritos durante la década de 1960 —la noción de que China, con la fuerza de su ejemplo, incitaría una revolución mundial— había quedado irremisiblemente comprometido.

El derrumbe de los planes de Mao para su sucesión y el eclipse de las preocupaciones revolucionarias ante las geopolíticas no fueron las únicas grietas que abrieron la Revolución Cultural y su política.

En otoño de 1971, cuando Mao viajó por China central para procurarse el respaldo de los comandantes militares provinciales, se lamentó de que los cuadros veteranos que habían sido injustamente purgados no hubiesen sido todavía rehabilitados.[55] En noviembre, dos meses después de la muerte de Lin Biao, afirmó que las acusaciones contra los mariscales y los otros implicados en la «contracorriente de febrero» eran erróneas; ellos simplemente se habían «opuesto a Lin Biao y Chen Boda».[56] En el funeral de Chen Yi, en enero de 1972, dio nuevas muestras de haberse distanciado de los ataques a la vieja guardia.

Alentado por el desarrollo de los acontecimientos, Zhou Enlai inició un intento a gran escala de reconstruir la administración y restaurar la producción económica.

Ocupaba una posición de una fortaleza mayor que la que había disfrutado desde hacía muchos años. De los cinco miembros del Comité Permanente, Lin había muerto, Chen Boda estaba en la cárcel, y Kang Sheng tenía cáncer. Esto significaba que sólo quedaban él y Mao. Incluso sin tener en cuenta el angustiado arranque de Mao en su cama de enfermo pidiéndole que asumiese el poder, todo se inclinaba enérgicamente a favor del primer ministro. La caída de Lin Biao había puesto a Jiang Qing y sus compañeros radicales a la defensiva. La admisión de China en las Naciones Unidas y la visita de Nixon habían puesto de relieve que una política pragmática podía tener resultados. El descubrimiento de Zhou, en una revisión médica rutinaria realizada en mayo, de que también él estaba enfermo de cáncer, le hizo ser simplemente más decidido.[57] Sabía que ésa era la única oportunidad que tendría para dejar marcado su sello en el progreso de China: encaminar al país hacia un camino de desarrollo ordenado y equilibrado que asegurase a su pueblo un futuro mejor y más dichoso.

La estrategia del primer ministro consistió en servirse del movimiento contra Lin Biao —oficialmente conocido como la «campaña para criticar el revisionismo y rectificar el estilo de trabajo»— para iniciar una ofensiva total contra las políticas y las ideas de extrema izquierda. En abril, el Diario del Pueblo lanzó la salva inicial, al describir a los cuadros veteranos como «el tesoro más valioso del partido» y exigir que fuesen rehabilitados y se les concediesen cargos apropiados.[58] Chen Yun, el decano entre los economistas de la vieja guardia, reapareció en público (aunque, prudentemente, argumentó que su mermada salud no le permitiría retomar el trabajo).[59] Se volvió a poner el énfasis en el conocimiento especializado.[60] Una emisora de radio de Pekín comenzó a emitir lecciones de inglés. Por vez primera desde 1966, China envió estudiantes al extranjero. Zhou criticó al ministro de Asuntos Exteriores por ser incapaz de cambiar sus formas ultraizquierdistas, empleando el ingenioso argumento de que a menos que se denunciase la extrema izquierda, sin duda reaparecería el derechismo.[61]

Pero unas briznas de paja en el viento no podían ocultar el hecho de que Mao se había cuidado notoriamente de apoyar públicamente a Zhou. Una cosa era el pragmatismo en materia de política exterior. Pero destruir la política de la Revolución Cultural era otra muy distinta. En noviembre de 1972, el presidente decidió que el péndulo había llegado demasiado lejos.

El desencadenante fue una página de artículos publicada por el Diario del Pueblo condenando el anarquismo. Los temas a los que aludía eran familiares: la persecución de los cuadros veteranos, la destrucción de las funciones del partido, la pérdida y la ruina del «gran caos»; de todo ello se responsabilizaba a la extrema izquierda. Pero, en su conjunto, los artículos ponían en cuestión todo lo que había impulsado la Revolución Cultural. El 17 de diciembre, Mao anunció que los errores de Lin, aunque «de apariencia izquierdista», debían ser considerados a partir de entonces «de esencia derechista», y que el propio Lin había sido un ultraderechista que había urdido conspiraciones, distensiones y traiciones. Criticar el ultraizquierdismo «no era una buena idea».

Dos días después Zhou Enlai mostró de qué materia estaba hecho.

Se retractó de sus afirmaciones anteriores, se hizo eco de las revisadas ideas de Mao sobre Lin, y echó a los leones a sus desafortunados aliados del Diario del Pueblo.[62]

A partir de entonces, la campaña experimentó un cambio de escenario. A diferencia de Zhou, que la había intentado utilizar como un mecanismo para desactivar las políticas de la Revolución Cultural, los radicales convirtieron a Lin en una cabeza de turco sobre el que recayeron todos los excesos del movimiento. La nueva línea quedó delimitada en un editorial del día de Año Nuevo, que alabó la Revolución Cultural en términos de «muy necesaria y oportuna para consolidar la dictadura del proletariado, prevenir la restauración del capitalismo y edificar el socialismo».[63]

No obstante, el presidente no pretendía volver al punto de inicio.

Quizá el péndulo había oscilado hasta un punto demasiado lejano. Pero existía un límite en la amplitud de su retroceso. Los últimos cuatro años de la vida de Mao estarían dedicados al intento, tan intrínsecamente contradictorio que resultaba casi esquizofrénico, de mantener un equilibrio inestable entre sus anhelos radicales y las necesidades demasiado evidentes de un futuro más predecible y menos tortuoso para el país.

Este conflicto se puso dramáticamente de manifiesto en la cuestión de la sucesión.

En 1972, cuando Mao contempló las ruinas resultantes de la traición de Lin Biao, le quedaban ya muy pocas opciones. Zhou Enlai —dejando de lado sus excesos de pánico— era un anciano, demasiado moderado y, en un análisis final, demasiado débil para ser considerado su posible heredero. Jiang Qing era una radical leal, pero como sabía perfectamente Mao, era casi universalmente odiada; ávida de poder, altanera, ineficaz e incompetente. Yao Wenyuan era un propagandista, no más capacitado para la administración que un hombre como Chen Boda. Entre los miembros más jóvenes del Politburó, el único posible candidato era Zhang Chunqiao. Tenía cincuenta y cinco años. Su lealtad a la Revolución Cultural era incuestionable. Había dado muestras de su capacidad de liderazgo. Mao incluso le había mencionado en una ocasión como potencial sucesor de Lin.

Pero Mao no escogió a Zhang Chunqiao.

En lugar de ello, en septiembre de 1972 convocó desde Shanghai a uno de los lugartenientes de Zhang, Wang Hongwen, cuyo Cuartel General de los Obreros había sido el artífice, seis años antes, de la primera «toma de poder» de la Revolución Cultural.

Wang, miembro ahora del Comité Central, era un hombre alto y proporcionado que, a los treinta y nueve años, conservaba parte del ardor de la juventud. Provenía de una humilde familia campesina, había luchado en la guerra de Corea, y después había sido destinado a una fábrica textil. Para Mao, aquello significaba que él aunaba los tres entornos sociales más deseables: campesino, obrero y soldado. No se le indicó el motivo de su traslado a la capital, y quedó desconcertado cuando el presidente en persona le recibió y le acosó con preguntas sobre su vida y sus ideas. Parece ser que pasó el examen con nota, ya que Mao lo envió a estudiar las obras completas de Marx, Engels y Lenin; una tarea que iba más allá de sus escasas virtudes intelectuales y que él halló angustiosamente aburrida.[64] También encontró problemas al tener que adaptarse a los hábitos de trabajo nocturno de Mao, realizando nostálgicas llamadas telefónicas a sus amigos de Shanghai, lamentándose del tedio que había invadido su vida. A pesar de ello, a finales de diciembre, dos días después del septuagésimo noveno aniversario de Mao, Zhou Enlai y Ye Jiangying lo presentaron en una conferencia del Comité del Partido de la Región Militar de Pekín como «un joven en quien el presidente se ha fijado», añadiendo que Mao pretendía promover a miembros de su generación hasta las vicepresidencias del Comité Central y de la Comisión Militar.[65]

No se trataba de un simple antojo de Mao. Liu Shaoqi y Lin Biao habían contado con la fuerza suficiente para cargar con el partido a sus espaldas. Pero no así Zhang Chunqiao. Estaba demasiado implicado en el faccionalismo radical (y demasiado cerca de Jiang Qing) como para aglutinar la lealtad de la mayoría del partido, y era demasiado sectario en su actitud como para colaborar con los dirigentes moderados que sí eran capaces de ello.

Wang era un desconocido, un corcel negro que, como se había mantenido lejos de la capital, no estaba manchado por el hollín del faccionalismo.

En marzo de 1973, inició una nueva etapa de aprendizaje en el poder cuando, siguiendo las instrucciones de Mao, comenzó a asistir a las reuniones del Politburó.[66] Así lo hicieron también otros dos neófitos: Hua Guofeng y Wu De. Hua había llamado la atención de Mao durante los años cincuenta, cuando era secretario del partido de Xiangtan, distrito natal de Mao. Tras la Revolución Cultural, fue nombrado primer secretario del comité provincial del partido en Hunan, antes de trasladarse a Pekín para convertirse, cuando Xie Fuzhi murió de cáncer, en ministro de Seguridad en funciones. We De había sucedido a Xie como primer secretario del comité del partido en Pekín. Ambos eran mayores que Wang: Hua tenía cincuenta y un años, Wu sesenta. Al igual que él, poseían unas impecables credenciales de radicalismo y estaban lo suficientemente alejados de los extremos como para crearse una base de apoyo más allá de los movimientos faccionales. Ellos representaban una segunda posibilidad, en el caso de que la estrategia principal de Mao se viese frustrada.

Sólo faltaba colocar una pieza más en el rompecabezas del presidente.

El 12 de abril, un hombre bajo y fornido con la cabeza en forma de bala y el pelo entrecano asistió a un banquete celebrado en honor del jefe de Estado de Camboya, el príncipe Sihanouk, en el Gran Salón del Pueblo, como si nunca se hubiese alejado de allí.[67] Deng Xiaoping, la «segunda persona con autoridad en el partido en tomar el camino capitalista», había sido silenciosamente rehabilitado un mes antes para retomar su trabajo como viceprimer ministro.

A Deng le faltaba entonces muy poco para cumplir sesenta y nueve años, casi el doble que Wang Hongwen. Su vuelta había estado en parte motivada por el cáncer de Zhou, que había hecho necesaria la búsqueda de un suplente, y en parte por una sagaz petición que él mismo había enviado el agosto anterior a Mao, elogiando la Revolución Cultural como «un inmenso espejo que muestra a los monstruos» que había desenmascarado a estafadores como Lin Biao y Chen Boda (mencionando, de paso, que desearía retornar para poder trabajar).[68] Pero la razón fundamental del retorno de Deng fue que Mao comprendió que Wang no sería capaz de asumir la sucesión sin ayuda. El gran plan del presidente preveía que ambos trabajasen juntos, dirigiendo Wang el partido y Deng el gobierno, hasta que el más joven adquiriese suficiente experiencia y conocimiento, tras diez o quince años de formación, para dirigir personalmente China. Deng poseía el prestigio necesario para mantener al ejército en orden; Wang, como sabía perfectamente Mao, no. Deng tenía la capacidad de mantener en funcionamiento la maquinaria de la administración; Wang, una vez más, no. Pero si se podía situar a Wang, antes de que Mao muriese, como heredero al trono del partido, su juventud y su compromiso con los valores de la Revolución Cultural hacían de él la mayor esperanza que albergaba el presidente de asegurarse de que su legado ideológico le sobreviviría.

Con este propósito, se concedió a Wang un papel estelar en el Décimo Congreso del partido, una reunión inusualmente abreviada y ritual celebrada con el más absoluto secreto entre el 23 y el 27 de agosto de 1973 en el Gran Salón del Pueblo.[69] Presidió el Comité de Elección, con Zhou Enlai y Jiang Qing actuando como diputados suyos; presentó la nueva constitución revisada del partido (que eliminaba la referencia a Lin Biao como sucesor de Mao); y, en el nuevo Politburó, para asombro de los miembros y los no miembros del partido por igual, pasó a ocupar el tercer lugar en la jerarquía, por detrás del propio Mao y de Zhou Enlai, con el rango de vicepresidente.

Deng fue restituido en el Comité Central, aunque no, en esa etapa, en el Politburó, según parece para evitar menoscabar el esplendor de la consagración de Wang. Su momento llegaría más tarde.

El Congreso además dio forma a la nueva fórmula ideada por Mao de que, tras su muerte, China debía estar gobernada por una combinación de cuadros radicales y veteranos. En el Comité Permanente del Politburó se llegó aproximadamente a un equilibrio entre el grupo de Jiang Qing, por un lado, y la vieja guardia, encabezada por Zhou Enlai y Ye Jianying, por otro. Al igual que Deng, un buen número de otros veteranos eminentes fueron reelegidos miembros del Comité Central, incluyendo a Tan Zhenlin, atacado por Jiang Qing en la época de la «contracorriente de febrero»; al líder de Mongolia Interior, Ulanfu, que había sobrevivido a una purga regional en la que decenas de miles de sus seguidores resultaron muertos o heridos; y Wang Jiaxiang, seguidor inicial de Mao en Zunyi que había reñido con el presidente al abogar, a principios de los años sesenta, por una modernización que apuntaba hacia Estados Unidos y Rusia.

Aquel otoño Mao envió a Deng y Wang Hongwen a un periplo por las provincias para comprobar si podían trabajar conjuntamente.[70] A su vuelta, Deng le dijo, con su característica aspereza, que se había topado con la amenaza de la aparición de algunos señores de la guerra. Veintidós de los veintinueve comités provinciales del partido estaban encabezados por oficiales del ejército en servicio.

Mao había llegado a la misma conclusión. En diciembre de 1973 ordenó que fuesen redestinados los comandantes de ocho regiones militares de China. Explicó al Politburó y a la Comisión Militar que en el futuro se debía trazar una distinción más clara entre las responsabilidades políticas y militares, y que Deng, a quien describió como «un hombre de talento inusual»,[71] debía participar a partir de entonces en las reuniones de ambos organismos, además de asumir los deberes de jefe de organización general.[72]

Más tarde, en abril, Deng fue el hombre designado por Mao para liderar la delegación china en las Naciones Unidas, donde desveló las últimas tesis de Mao en materia de política internacional, la llamada teoría de los «tres mundos», según la cual las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, eran considerados el «primer mundo»; las otras naciones industrializadas, comunistas y capitalistas por igual, el «segundo mundo»; y los países en vías de desarrollo el «tercer mundo».[73]

Dos meses después, cuando un Zhou Enlai muy enfermo ingresó en el hospital para un lento tratamiento de cáncer, Mao señaló a Wang Hongwen para asumir el trabajo cotidiano del Politburó y a Deng para dirigir las tareas de gobierno.

De este modo, en junio de 1974, Mao había situado en su lugar correspondiente al círculo político que deseaba que continuase con su trabajo después de él. Pero se trataba de algo todavía muy provisional. Deng ni siquiera era miembro del Politburó. Y Wang existía políticamente sólo porque Mao lo había creado. Pero parecía que finalmente se había alcanzado un consenso, aunque frágil, para la sucesión ordenada que en el pasado había esquivado ya en dos ocasiones a Mao.

Una vez más, acabaría convirtiéndose en un castillo de naipes.

La grieta fatal en la lógica de los preparativos de Mao se originó con una tensión generada por sus contradictorias tendencias hacia el radicalismo y la razón. Mientras Mao sostuviese con su mano el látigo —como había hecho en 1973 y 1974—, los corpúsculos rivales de la cúpula que encarnaban ese conflicto ideológico podrían trabajar juntos en una embarazosa coalición. Pero su fortaleza se iba desvaneciendo, y su debilidad física le obligó a estar cada vez menos presente para imponer su autoridad, con lo que ambos grupos paulatinamente se convirtieron en facciones irreconciliables.

En lugar de dominar esta lucha, como era la esperanza de Mao, Wang y Deng quedaron absorbidos por ella.

Como ocurría tan a menudo, fue Mao quien eligió el escenario. En mayo de 1973, en una conferencia de trabajo del Comité Central, propuso una campaña para criticar a Confucio (que, por supuesto, había muerto dos mil quinientos años antes). El pretexto era que Lin Liguo había comparado a Mao con Qin Shihuang, el primer emperador de la dinastía Qin, que había «quemado los libros [confucianos] y enterrado vivos a los intelectuales». Mao normalmente recibía con gratitud la comparación. Pero en esta ocasión decidió interpretarla como si significase que Lin Biao y sus partidarios —porque se habían opuesto a Qin Shihuang— eran seguidores de Confucio, y por tanto del sistema feudal de terratenientes que el Sabio había elogiado en sus escritos. No obstante, las cosas no eran lo que parecían. Al asociar a Confucio con Lin Biao, Mao estaba jugando al viejo juego de «señalar el algarrobo para denostar la morera». El verdadero objetivo del nuevo movimiento no eran ni Confucio ni Lin Biao, sino Zhou Enlai.

Esta conexión con Zhou nunca fue abiertamente reconocida. Sin embargo, Mao ofreció indicios muy claros en un encuentro con Wang Hongwen y Zhang Chunqiao celebrado aquel mismo verano, en el que reiteró la necesidad de criticar a Confucio al tiempo que, casi en el mismo instante, se quejaba de que el ministro de Asuntos Exteriores no tratase de «asuntos importantes con él», y advertía que si continuaba así, «volverá a brotar el revisionismo». El ministro era responsabilidad de Zhou. Hacía un año que el primer ministro había hablado públicamente en contra del ultraizquierdismo. Mao no lo había olvidado. La campaña contra Confucio era en este sentido una advertencia ante cualquier nuevo intento de poner en cuestión los logros de la Revolución Cultural.[74]

Los ataques, llegados cuando la enfermedad del primer ministro acometía con mayor fuerza, minaron su fortaleza.

Cuando Kissinger llegó a Pekín en su sexta visita a China, en noviembre de 1973, halló a Zhou «insólitamente vacilante».[75] Su antigua agudeza y su brillo se estaban apagando. Durante sus discusiones sobre Taiwan, escribió posteriormente Kissinger, percibió, por vez primera, la voluntad de ver normalizadas las relaciones chino-americanas sin una ruptura formal entre Washington y Taipei (una impresión que Mao, según parece, ratificó al día siguiente). Sin embargo, algo en sus negociaciones —las transcripciones chinas de la conversación no dejan claro exactamente qué—[76] llevaron a los dos oficiales del ministro de Asuntos Exteriores que asistieron a las conversaciones (la allegada de Mao, viceministra de Asuntos Exteriores, Wang Hairong, y Nancy Tang, directora del Departamento Americano y Oceánico del ministro) a informar al presidente que el primer ministro había realizado «manifestaciones no autorizadas».[77] En diciembre, Mao dispuso que Zhou fuese sacrificado, para lo cual se convocó una reunión del Politburó en la que Jiang Qing le acusó de traición y de «ser demasiado impaciente para esperar el momento de sustituir al presidente Mao», una imputación singularmente absurda ante un hombre aquejado de un avanzado cáncer. Ella reclamó entonces una campaña de lucha a gran escala en su contra, similar a las de Liu Shaoqi y Lin Biao.

En aquel punto, Mao intervino indicando a Zhou y Wang Hongwen que la única persona ávida de reemplazarle era la misma Jiang Qing. Zhou había cometido errores, indicó, pero su posición estaba asegurada.[78]

A pesar de ello, el primer ministro abandonó sus responsabilidades en Asuntos Exteriores (que fueron asumidos por Deng Xiaoping)[79] y la campaña de «criticar a Lin Biao y Confucio», que hasta entonces se había mantenido relativamente restringida, se convirtió en un movimiento a escala nacional.[80]

Para Mao, los objetivos continuaban inalterados: combatir el revisionismo y proteger los logros de la Revolución Cultural. Pero para Jiang Qing y sus aliados, se trataba de un medio para debilitar al primer ministro; y de este modo bloquear el ascenso de Deng Xiaoping, a quien los radicales consideraban el principal impedimento para que ellos pudiesen asumir el poder tras la muerte de Mao.

El resultado fue una mezcla confusa de rebuscadas insinuaciones históricas, acompañado de ataques menores a la política de Zhou; basados en incidentes simbólicos, como por ejemplo el de un estudiante que entregó un examen en blanco en protesta contra el nuevo énfasis concedido a los criterios académicos, con la rúbrica: «Luchando contra la corriente». El objetivo era fomentar un nuevo brote de conflictividad, del mismo modo que la afirmación de Mao «es correcto rebelarse» había movilizado hacía siete años a los guardias rojos;[81] y se convirtió en lo suficientemente amenazador, con informes de enfrentamientos armados en diversas regiones, como para que el presidente juzgase necesario distribuir una directriz que concedía a los comités provinciales del partido plena responsabilidad ante el movimiento y prohibía la fundación de organizaciones de masas.[82]

Mao estaba disgustado por estos intentos de apropiarse de la campaña con fines faccionales, y el 20 de marzo de 1974 escribió recriminando a Jiang Qing, a la que identificaba, certeramente, con el afanoso espíritu que se escondía tras las acciones de los radicales:

Durante años te he advertido sobre muy diversas cuestiones, pero tú las has ignorado en su mayoría. Por tanto, ¿qué sentido tiene que nos veamos? … Tengo ochenta años y estoy seriamente enfermo, pero no muestras preocupación alguna. Gozas ahora de muchos privilegios, pero tras mi muerte, ¿qué vas a hacer? … Piensa en ello.[83]

La referencia de Mao a su débil salud era una admisión poco característica de la decadencia que le afectaba desde la visita de Nixon, dos años antes. Había perdido más de quince kilos; sus ropas colgaban de sus enflaquecidos hombros y todo su cuerpo flaqueaba. El menor esfuerzo físico le agotaba. Cuando asistió al Décimo Congreso, se instalaron bombonas de oxígeno en el coche que lo transportó en el trayecto de tres minutos hasta el Gran Salón del Pueblo; las había en sus aposentos, e incluso en la tribuna desde la que habló. Babeaba incontroladamente. Su voz se había vuelto baja y gutural, y su intervención resultó casi ininteligible incluso para aquellos que le conocían bien.[84]

Kissinger recordaba el esfuerzo que le costaba expresar sus pensamientos: «Parecía que las palabras abandonaban su cuerpo de mala gana; emergían de sus cuerdas vocales a través de espasmos, cada uno de los cuales parecía requerir un nuevo acopio de fuerzas físicas, hasta que reunía la suficiente fortaleza como para acometer un nuevo asalto de pungentes declaraciones».[85]

La vista de Mao comenzó a fallar.[86] Se le diagnosticaron cataratas. En el verano de 1974 estaba casi ciego, apenas capaz de distinguir un dedo frente a su rostro hasta que, un año después, una operación en su ojo derecho restableció parcialmente la visión.

Sus dolencias le hicieron cada vez más retraído. Tres años antes había tomado como compañera a una joven inteligente y algo altanera llamada Zhang Yufeng, a la que había conocido cuando ella trabajaba como asistente en su tren particular antes de la Revolución Cultural.[87] Ella comenzó a actuar como su secretaria confidencial (y después asumió el cargo de manera permanente), acumulando en el proceso una influencia considerable. Después de que la vista de Mao comenzase a fallar, le leía los documentos del Politburó en voz alta. Como nadie más era capaz de entender lo que él decía, transmitía sus instrucciones. Cuando él no pudo continuar tomando alimentos sólidos, ella lo alimentaba. Le ayudaba a lavarse y a bañarse.

Pero, incluso en su decadencia física, Mao ejercía un poder ilimitado, como mostró dramáticamente durante los meses siguientes en su trato a Deng Xiaoping y Wang Hongwen.

Suscitando la repugnancia y la desesperación de Mao, su joven protegido de Shanghai, en lugar de establecerse como una fuerza independiente en el liderazgo, se alineó neciamente (aunque, dada su procedencia, de manera previsible) con Jiang Qing y el resto del grupo de los radicales.

En una reunión del Politburó del 17 de julio de 1974, el presidente reiteró su insatisfacción con su esposa, de la que afirmó que «no me representa, se representa únicamente a ella misma», y por vez primera reprendió a Wang y al resto de radicales por formar una «pequeña facción de cuatro personas», denominación que posteriormente se conocería como la «banda de los cuatro».[88]

Inmediatamente después abandonó Pekín para dirigirse a Wuhan y Changsha, donde pasó el otoño y el invierno. En aquellas circunstancias, sus médicos descubrieron que, además de todas sus otras dolencias —que incluían úlceras, una infección pulmonar, un corazón enfermo y anoxia (insuficiencia de oxígeno en la sangre)—, Mao sufría también la enfermedad de Lou Gehrig, un raro e incurable trastorno nervioso que causa parálisis en la garganta y el sistema nervioso. El equipo médico estimó que, como mucho, le quedaban dos años de vida.[89]

A Mao no se le comunicó el diagnóstico. Pero su creciente debilitamiento le debió dejar claro que si pretendía hacer nuevos preparativos para su sucesión, sería conveniente hacerlos cuanto antes mejor.

Una vez tomada la decisión, los acontecimientos se desarrollaron rápidamente.

El 4 de octubre, Mao otorgó a Deng Xiaoping el cargo de primer viceprimer ministro, convirtiéndole en el sucesor inmediato de Zhou Enlai.[90] Jiang Qing se sintió ultrajada, y en una reunión del Politburó celebrada dos semanas más tarde, ella y los otros radicales lanzaron un ataque concertado contra la política exterior de Deng que sólo terminó cuando él se levantó y abandonó el lugar. Al día siguiente Wang Hongwen voló a Changsha, donde informó a Mao de que, sin notificar de ello al resto del Politburó, había acudido secretamente a él en representación de Jiang Qing, Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan, movidos por la inquietud que les suscitaban las actividades de Deng y Zhou Enlai. Zhang Chunqiao, creían, estaba mejor cualificado que Deng para dirigir el gobierno; y Zhou, aunque afirmaba estar enfermo, conspiraba secretamente con otros veteranos dirigentes, creando un ambiente de usurpación similar al de Lushan en 1970.

Si Mao necesitaba pruebas de que el sucesor que había designado era un necio, Wang no lo podría haber hecho mejor. Fue despachado con una severa reprimenda y una advertencia de que no dejase que en el futuro Jiang Qing le desorientase.

Durante los dos meses y medio siguientes, la esposa de Mao intentó en otras tres ocasiones persuadirle de que Deng representaba un riesgo y que, en lugar suyo, debía promover a sus incondicionales. El resultado fue que el presidente se mostró aún más categórico. Además de nombrar a Deng primer viceprimer ministro, decidió que además debía ocupar los cargos de vicepresidente del partido y de la comisión militar, y ser confirmado como jefe de organización. Jiang Qing, apuntó, era ambiciosa y deseaba convertirse ella misma en presidenta del partido. «No organices un gabinete en la sombra», le dijo. «Has suscitado demasiadas hostilidades». En cambio, elogió a Deng como «una persona de habilidad extraordinaria y de firmes convicciones ideológicas»[91].

A principios de enero de 1975, las decisiones de Mao quedaron ratificadas en un pleno del Comité Central, presidido, por última vez, por Zhou Enlai.[92] Representó un punto de inflexión. A partir de entonces, las reuniones de la cúpula no iban a ser presididas por Zhou o Wang Hongwen, sino por Deng.[93]

En todos los sentidos y para toda perspectiva de futuro, Mao había dejado de lado a Wang.

Sin embargo, no había abandonado completamente la idea de un liderazgo compartido. Aun así, el joven radical de Shanghai no tendría ningún papel en él; había demostrado que era demasiado ignorante. Jiang Qing tampoco estaba entre las posibilidades. En una autocrítica que envió en noviembre al presidente, ella escribió: «Soy una estúpida, incapaz de manejar correctamente y de un modo objetivo las situaciones reales».[94] Mao estuvo de acuerdo. Era leal a él, pero brutalmente ambiciosa, incompetente y desesperante. En una ocasión le contó a un perplejo Henry Kissinger que China era un país pobre, pero «lo que tenemos en exceso son mujeres».[95] Si Norteamérica deseaba importar algunas, estaría encantado; así podría provocar algunos desastres en aquel país y dejar a China en paz. En enero de 1975, Mao no se hacia ilusión alguna de que Jiang Qing pudiese convertirse en el beso de la muerte de ningún proceso de sucesión en el que pudiese tomar parte.[96]

Sólo quedaba Zhang Chunqiao.[97] Precisamente, sus dudas sobre Zhang habían llevado a Mao a encumbrar a Wang Hongwen. Sin embargo había que encontrar a alguien para actuar como contrapeso de Deng. De modo que Zhang fue nombrado segundo viceprimer ministro y jefe del Departamento Político del Ejército Popular de Liberación.

La formación de un nuevo gobierno y la renovación de los cargos del Estado,[98] cinco años después de que la Revolución Cultural hubiese llegado formalmente a su fin, dirigieron los pensamientos de Mao hacia la economía. En el proceso insistió una vez más en los peligros del revisionismo, citando el aforismo de Lenin de que «la producción a pequeña escala engendra el capitalismo … de manera continuada, día a día, hora tras hora».[99] Aquello desencadenó nuevas acciones correctivas en los campos privados de los campesinos y los mercados rurales. De todos modos, Mao insistió en que la prioridad eran «la unidad, la estabilidad y el desarrollo». Con su apoyo, Zhou Enlai presentó ante el Congreso Nacional del Pueblo un programa de «modernización de la agricultura, la industria, la defensa, y la ciencia y la tecnología antes del fin de siglo, para que nuestra economía nacional esté … entre las primeras del mundo».[100] Deng, respaldado por Li Xiannian y Ye Jiangying, dedicó los diez meses siguientes a trabajar infatigablemente para ponerlo en práctica. Jiang Qing y sus aliados obstruyeron sus esfuerzos, pero Mao se mostró muy poco receptivo a sus intereses.

La campaña para criticar a Confucio y Lin Biao se debilitó. Zhou estaba demasiado enfermo para seguir siendo el objetivo de los radicales.

En lugar de ello, Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan iniciaron un nuevo movimiento en contra del «empirismo», palabra clave para designar el énfasis de Deng en la resolución de los problemas prácticos, por delante de la política y la ideología.[101] Pero Mao atacó su «nula comprensión del marxismo-leninismo», declarando que el dogmatismo era tan peligroso como el empirismo, y que el auténtico problema, el revisionismo, los incluía a ambos.[102]

Así lo reiteró ante el Politburó el 3 de mayo de 1975, poco después de su regreso de Changsha, que él presidió por última vez.[103] Reprendió nuevamente a los radicales, en presencia de sus colegas, por formar la «banda de los cuatro», y señaló el paralelismo existente entre su conducta y la de su antiguo adversario, Wang Ming. Repitió fatídico la advertencia que había realizado en Lushan justo antes de la purga de Chen Boda: «Practicad el marxismo, no el revisionismo; unidos, no os separéis; sed abiertos y honestos, no intriguéis ni conspiréis».

Aquel verano representó el nadir del destino de los radicales.

A finales de mayo y en junio, Jiang Qing y sus tres aliados, siguiendo las órdenes de Mao, realizaron autocríticas ante el Politburó. Alrededor de esas fechas, Mao supo que Roxane Witke, feminista y sinóloga norteamericana, estaba preparando un libro sobre Jiang Qing, basado en las entrevistas que había concedido, sin su autorización, hacía tres años.[104] Aquello desató en él otro ataque de furia. «Es una ignorante desinformada», la injurió. «¡Sacadla inmediatamente del Politburó! Nos vamos a separar y seguiremos caminos distintos». Kang Sheng, en su lecho de muerte afectado de cáncer, tomó a Mao al pie de la letra, y escribió una carta al presidente en la que pretendía haber descubierto pruebas de que tanto Jiang como Zhang Chunqiao habían sido en los años treinta agentes del Guomindang en Shanghai. Pero nadie se atrevió a entregársela; Kang murió poco después, y Mao nunca se enteró.[105]

Pero si una cosa caracterizaba a Jiang Qing era su tenacidad. Sabía, al igual que Mao, que ella y sus seguidores radicales eran los únicos en los que el presidente podía confiar para mantener viva la llama de la Revolución Cultural después de su muerte. Por mucho que la pudiese maldecir, la necesitaba.

En septiembre, los radicales lanzaron un nuevo intento para mostrar que el esfuerzo de modernización de Deng avanzaba en dirección contraria a la «línea proletaria» de Mao. Aquel verano el presidente había dedicado algunas semanas a escuchar la lectura de una de sus novelas favoritas, A la orilla del agua.[106] La historia relata las hazañas de un grupo de bandidos, los «ciento ocho héroes de Liangshanpo», cuyo líder, Song Jiang, traicionó en una ocasión a su cabecilla, Chao Gai, y aceptó una amnistía del emperador. Mao comentó que Song Jiang era un revisionista, y que el valor del libro residía en la descripción del sometimiento.

Aquello sirvió de excusa para una marea de abstrusos artículos, supuestamente eruditos, que dejaban entrever que los impulsos de Deng por restaurar el orden económico representaban una capitulación ante el capitalismo y una traición a la Revolución Cultural. El apogeo llegó cuando Jiang Qing pronunció un mes después una conferencia: «Song Jiang hizo de Chao Gai una figura decorativa. ¿Hay quienes quieren hacer del presidente Mao una figura de paja? ¡Yo creo que sí!».[107]

El presidente garabateó sobre el texto escrito de su discurso: «¡Una mierda! ¡Está totalmente desorientado!», y prohibió su distribución.[108]

Pero la situación estaba cambiando lentamente. A pesar del manifiesto desdén que albergaba hacia las retorcidas intrigas urdidas por los radicales, Mao comenzaba a preocuparse por la posibilidad de que Deng estuviese yendo demasiado lejos.[109] Insistía demasiado en la mejora de las condiciones de vida y demasiado poco en la lucha de clases. El sobrino del presidente, Mao Yuanxin, que actuó a partir de finales de septiembre como su oficial de enlace con el Politburó, en sustitución de Wang Hairong, se aprovechó de esos temores, insinuando que Deng planeaba abandonar la Revolución Cultural y sus valores en cuanto el presidente muriese y no pudiese defenderlos.[110]

Deng percibió el cambio de escena.[111] En octubre de 1975 le dijo a un grupo de cuadros veteranos: «Hay quien dice que [representamos] … el viejo orden … Que digan lo que quieran … Lo peor que puede pasar es que nos derroten por segunda vez. No hay de qué temer. Si cumplís con vuestro deber, ¡no habrá ninguna situación en que os vuelvan a derrotar!». También el personal de Mao percibió los cambios. Durante aquel mes, Mao se mostró intranquilo e irritable.[112]

Fue un incidente menor lo que finalmente desató la crisis. Mao pidió a Deng que presidiese una discusión en el Politburó para evaluar la Revolución Cultural. Según él estimaba, empleando su regla habitual del ojeo, aquélla había tenido un 70 por 100 de aciertos y un 30 por 100 de errores.[113] Deng educadamente declinó la propuesta, aparentemente porque había estado «ausente» durante la mayor parte del tiempo, pero en realidad, como comprendió de inmediato Mao, porque no deseaba estar asociado con ninguna valoración que encumbrase positivamente la Revolución Cultural. Mao nunca hizo alusión a este incidente. Pero posteriormente explicó a su sobrino: «[Entre] algunos camaradas veteranos … observo dos diferentes actitudes ante la Revolución Cultural: una es el descontento; la otra es … el rechazo».[114]

Llegado a este punto, a Mao sólo le faltaba dar un pequeño paso para declarar que «los que seguían el camino capitalista continúan avanzando por él».[115]

Una disputa similar en la Universidad de Qinghua, donde el secretario del partido era un aliado de Jiang Qing, llevó al presidente a acusar a Deng de apoyar a los que, con el pretexto de atacar las políticas educativas radicales, estaban de hecho «dirigiendo la punta de la lanza contra mí».[116] A finales de noviembre, sus ideas fueron comunicadas al Politburó y la comisión militar en una reunión presidida por uno de los pocos miembros de la cúpula que no pertenecía ni a la facción de los radicales ni a la de la vieja guardia, el ministro de Seguridad, Hua Guofeng.[117] Siguiendo las instrucciones de Mao, en la reunión se indicó que «hay personas que no están satisfechas con la Revolución Cultural [y que] … quieren ajustar las cuentas con ésta y revocar la sentencia». Era la señal para una nueva campaña contra la «tendencia del desviacionismo derechista a revocar las sentencias correctas», con Deng como blanco principal.

A finales de año comenzaron a aparecer en la prensa los primeros asomos de la nueva campaña,[118] y en términos prácticos Deng quedó apartado del ejercicio de sus responsabilidades.[119] Una vez más, la estrategia de sucesión ideada por Mao había fracasado. Wang Hongwen era una caña vacía, y Deng, dejado a su propio criterio, se había mostrado poco digno de confianza.

En medio de estas circunstancias murió Zhou Enlai.[120]

Al igual que muchos acontecimientos largamente esperados, cuando ésta se produjo tuvo graves e inmediatas repercusiones. En términos políticos, no se podía posponer por más tiempo la elección de un nuevo primer ministro. Por lo que se refiere a las emociones, la efusión de desconsuelo masivo que la noticia de su muerte provocó —como si abruptamente hubiesen cedido los diques de contención del cinismo que con la Revolución Cultural habían reprimido el auténtico sentimiento popular— mostró la adhesión a la personalidad de Zhou, a los valores que se creía que representaba y a las políticas que había promovido; demostraciones que el régimen ignoraría con riesgo propio. Desde el 9 de enero de 1976, cuando se anunció su muerte por radio y televisión, los ciudadanos de Pekín portaron coronas y flores de papel blanco hasta el Monumento de los Héroes del Pueblo, en la plaza de Tiananmen, en un gesto espontáneo de respeto. Dos días después, cuando un séquito trasladó su cuerpo para ser incinerado, un millón de personas se alinearon en las calles para dedicarle un último adiós.

Mao nunca sintió afección personal por Zhou, y tampoco la mostró a su muerte. Se prohibió a los miembros del personal de Zhongnanhai llevasen brazaletes negros de luto. No existió duelo oficial. La cobertura del caso en la prensa se mantuvo bajo mínimos, y se disuadió a las fábricas y las células de trabajo de celebrar actos en su memoria.

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