Mao

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Epílogo

Cuando se emitió la noticia por Radio Pekín, ésta causó conmoción y temor, pero no aflicción. No hubo nada parecido al estallido emocional que había marcado la desaparición de Zhou Enlai. La extinción de un titán no conlleva sentimiento alguno de pérdida personal.

No obstante, la historia raramente cumple su trabajo con pulcritud. Mao había dejado algunos asuntos sin concluir.

En la noche del miércoles 6 de octubre, cuatro semanas después de su muerte, Hua Guofeng convocó a Wang Hongwen, Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan a una reunión del Politburó que se debía celebrar en el Gran Salón del Pueblo.[1]

Wang fue el primero en llegar, sólo para encontrarse a Hua y Ye Jianying esperando. Cuando entró, cuatro soldados de la Unidad Central de Guardias de Wang Dongxing corrieron una mampara por detrás suyo y lo capturaron. Hua leyó una pequeña declaración: «Has entrado a formar parte de una alianza antisocialista contra el partido … en un fútil intento de usurpar el liderazgo del partido y asumir el poder. Tu ofensa es muy grave. La Central ha decidido que debes ser confinado e interrogado escrupulosamente». Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan fueron detenidos después siguiendo el mismo procedimiento. Una hora más tarde, Jiang Qing fue arrestada en Zhongnanhai, hasta donde se había mudado con su séquito poco después de la muerte de Mao. Dice la leyenda popular que, mientras se la llevaban, uno de sus sirvientes le escupió.

Ninguno de los cuatro intentó resistirse. Ni se produjeron disturbios tras sus arrestos. Antes de que hubiese transcurrido un mes desde su fallecimiento, el gran experimento de Mao había llegado a su fin.

Era una posibilidad que ya le había asaltado a principios de los años sesenta, cuando comenzó a albergar dudas sobre Liu Shaoqi. Pero en aquel momento estaba todavía convencido de que, sin importar los reveses que aguardasen en el camino, el triunfo último del comunismo era ineludible. «Si la generación de nuestros hijos cae en el revisionismo», dijo al Comité Central, «de modo que sean socialistas sólo en el nombre y capitalistas de hecho, entonces nuestros nietos se alzarán inexorablemente en revolución y derrocarán a sus padres, porque [de lo contrario] las masas no se sentirán satisfechas»[2] Cuatro años después, en 1966, era menos visceral.[3]. Si los derechistas tomaban el poder después de su muerte, escribió entonces, su régimen «muy probablemente» será breve. «Los derechistas pueden prevalecer durante algún tiempo empleando mis palabras, pero los izquierdistas también pueden utilizar mis palabras para destronarles». Pero en sus años finales incluso esa convicción le abandonó.

En cierto aspecto, los vaticinios de Mao era prodigiosamente certeros. Durante los dos años que siguieron a su muerte se produjo realmente una «guerra de palabras», en la que los beneficiarios de la Revolución Cultural, dirigidos por Hua y Wang Dongxing, utilizaron los escritos de Mao para repeler los esfuerzos de las víctimas de la campaña —la vieja guardia— por conseguir el control sobre el legado ideológico del presidente. Deng, cuya rehabilitación Hua pospuso aunque era inevitable, estableció un régimen que, «nominalmente socialista», era capitalista en todos los demás aspectos. Mao había estado en lo cierto acerca de Deng Xiaoping: por improbable que pareciese en aquel momento, era realmente «un seguidor del camino capitalista», y en cuanto alcanzó una posición que le permitió hacerlo realidad, comenzó a desmantelar el sistema socialista que Mao había edificado y a instaurar en su lugar una dictadura de la burguesía. Existió realmente una clase burguesa dentro del Partido Comunista, y el país ciertamente «cambió de color político».

El único elemento sobre el que Mao no estuvo en lo cierto fue la reacción de las masas. Lejos de rebelarse contra el capitalismo, la inmensa mayoría del pueblo chino respondió a las nuevas políticas de Deng con evidente regocijo.

Despojado de su jerga peyorativa, el «camino capitalista» representó para China poner la prosperidad en primer lugar y la ideología en último. El resultado fue un incremento sin precedentes del desarrollo económico, que creó una elite profesional y comercial cuyas aspiraciones y modos de vida —desde los teléfonos móviles a los Porsches— fueron cada vez más difíciles de distinguir de los de sus correligionarios de Hong Kong, Singapur o Taiwan. La nueva riqueza se expandía gota a gota, creando desigualdades junto a nuevas oportunidades. La corrupción y el crimen aumentaron, al igual que el consumo de drogas, el sida y la prostitución. En un espacio de tiempo prodigiosamente breve, China conquistó los problemas, y muchas de las alegrías y libertades, de que gozan los países normales.

Quizá Deng Xiaoping ordenase la matanza de cientos de estudiantes en la plaza de Tiananmen, haciendo añicos las ilusiones de los liberales occidentales, pero los chinos que compararon su mandato con el terror desalmado que le había precedido no albergaron duda alguna sobre lo que preferían.

Los perdedores en las batallas políticas ya no desaparecerían en el olvido. Hua y Wang Dongxing, a pesar de haberse opuesto al retorno de Deng, gozaron de un retiro honroso. Jiang Qing se suicidó en la cárcel en 1995. Pero su aliado, Yao Wenyuan, fue liberado después de cumplir una sentencia de quince años y se le permitió volver a su antiguo hogar de Shanghai. Lo mismo ocurrió con Chen Boda y otros paladines de la Revolución Cultural, incluyendo los supuestos líderes del gupo ultraizquierdista del «Dieciséis de Mayo». China no era una democracia. Pero era un lugar más grato y más tolerante. La cortina de miedo que había acallado incluso las libertades más insignificantes en tiempos de Mao se había descorrido.

En esas circunstancias, cuando gran parte de lo que Mao había hecho estaba siendo subvertido e implícitamente condenado, no fue fácil para sus sucesores realizar una valoración sobre su papel histórico. Después de más de un año de discusiones, el Comité Central del Partido Comunista Chino aprobó en 1981 una resolución que afirmaba que, a pesar de los «graves errores» de la Revolución Cultural, «sus méritos son lo principal y sus equivocaciones algo secundario», en una proporción de siete a tres, la misma regla que Mao en persona había aplicado a Stalin.[4] Chen Yun lo describió con mayor perspicacia, dos años después, indicando a sus colegas: «Si Mao hubiese muerto en 1956, sus logros se habrían convertido en imperecederos. De haberlo hecho en 1966, todavía habría sido un gran personaje. Pero murió en 1976. Así que, ¿qué puede uno decir?».[5] A pesar de ello, la fórmula de «siete a tres» se ajustaba a las necesidades del partido. Permitió que Deng y la vieja guardia pudiesen repudiar cualquier política de Mao que no fuese de su agrado sin plantear un desafío a la legitimidad del liderazgo del Partido Comunista.

Desde entonces, China se ha aferrado a esa afirmación. Habiendo abandonado su ideología, el Partido Comunista Chino no se podía permitir el lujo de negar el mito de su fundador.

Compromisos políticos aparte, evaluar al devorador monstruo que arrancó a China de su letargia medieval y la obligó a adoptar el perfil de una nación moderna es una tarea formidable.

Los logros de los grandes contemporáneos de Mao —Roosevelt, Churchill y De Gaulle— se miden en contraste con los de sus semejantes. Incluso Stalin edificó sobre los éxitos de Lenin. Pero la vida de Mao se desarrolló en un lienzo mucho más extenso. Fue el líder indiscutible de casi la cuarta parte de la humanidad, en un territorio de la extensión de Europa. Acumuló un poder sólo igualado por los más autoritarios emperadores chinos, en una época en que la historia de China estuvo tan comprimida que se produjeron en una sola generación cambios que en Occidente habían necesitado siglos. En vida de Mao, China pasó de ser una semicolonia a convertirse en una gran potencia; desde la autarquía milenaria hasta el Estado socialista; de ser una arruinada víctima del saqueo imperialista a convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, provisto de bombas atómicas, satélites de reconocimiento e ICBM.[T23]

Mao poseía una combinación extraordinaria de talentos: era un visionario, un hombre de Estado, un político y estratega militar de genio, un filósofo y un poeta. Los extranjeros quizá lo menospreciaron. En una humillación memorable, Arthur Waley, distinguido traductor de poesía de la dinastía Tang, describió los poemas de Mao como «no tan malos como las pinturas de Hitler, pero no tan buenos como los de Churchill». Según el juicio de otro historiador del arte occidental, su caligrafía, a pesar de ser «sorprendentemente original, desenmascarando un egoísmo palmario, hasta el punto de la arrogancia, si no la extravagancia … [y] una falta total de atención a la disciplina formal del pincel», era «esencialmente desarticulada».[6] La mayoría de los intelectuales chinos no están de acuerdo. Los poemas de Mao, al igual que el trazo de su pincel, sintetizaron el espíritu tormentoso e inquieto de su época.

A estos dones, Mao añadió una mente sutil y atenta, un carisma capaz de inspirar temor y un talento cruel.

La filípica compuesta por el hijo de Lin Biao —«hoy emplea palabras dulces y un tono melifluo para hablar con los que quiere seducir, y mañana los envía a la muerte por crímenes que son maquinación suya»— se hacía eco inconscientemente de la opinión, hacía dos mil años, de un consejero sobre Qin Shihuangdi, el más grande de los emperadores fundadores de China: «El rey de los Qin es como un ave de rapiña … No hay benevolencia en él y posee el corazón de un tigre o un lobo. Cuando se topa con dificultades, fácilmente cae presa del desfallecimiento. Pero cuando ha alcanzado su objetivo, lo considera tan fácil como devorar a un ser humano … Si consigue hacer realidad todas sus ambiciones por el imperio, todos los hombres se convertirán en sus esclavos».[7]

Mao conocía de memoria las lecciones de las historias dinásticas. No fue la casualidad lo que le llevó a escoger, entre todos sus predecesores imperiales, al primer emperador de los Qin —quien a lo largo de la historia china había sido temido y ultrajado como epítome del gobierno inicuo— para convertirlo en el hombre con quien él pretendía competir. «Nos acusáis de actuar como Qin Shihuangdi», dijo en una ocasión a un grupo de intelectuales. «Os equivocáis. Le aventajamos hasta en un centenar de veces. Cuando nos reprendéis por imitar sus métodos despóticos, ¡nos sentimos felices de daros la razón! Vuestro error es que no lo habéis dicho con la suficiente insistencia»[8].

Para Mao, la muerte de los adversarios —o, simplemente, de los que no estaban de acuerdo con sus propósitos políticos— era un ingrediente inevitable, de hecho necesario, de las campañas políticas más ambiciosas.

Raramente dio instrucciones directas para la eliminación física de sus contrincantes.[9] Pero su régimen, más que el de cualquier otro líder de la historia, comportó el número más elevado de muertos entre sus propios ciudadanos.[10]

Las víctimas de la reforma agraria, de sus campañas políticas —el «movimiento para eliminar a los contrarrevolucionarios»; los «tres antis»; los «cinco antis»; la campaña antiderechista; el movimiento contra el «oportunismo derechista»; la campaña contra los elementos del Dieciséis de Mayo; y la «depuración de los rangos de clase», para mencionar las más importantes— y de las hambrunas provocadas por el Gran Salto Adelante, han sido superadas en una sola ocasión: por la cifra total de muertos de la segunda guerra mundial.

En términos comparativos, la exterminación de los gulags y la destrucción de la intelectualidad rusa en los campos de trabajo perpetradas por Stalin se supone que causó entre doce y quince millones de víctimas; el holocausto de Hitler, menos de la mitad de esa cifra.

Estos paralelismos, aunque contundentes, son, en cierto sentido, falsos. Stalin planeó deliberadamente la exterminación física de los que obstruyeron su paso. Durante la Gran Purga, Molotov y él firmaron personalmente listas de la NKVD que contenían los nombres de miles de altos cargos que debían ser arrestados y ejecutados. La «solución final» de Hitler estuvo diseñada para eliminar en las cámaras de gas un grupo racial al completo —los judíos— cuyo legado genético manchaba su nuevo orden mundial ario.

La inmensa mayoría de los que murieron sacrificados por las decisiones políticas de Mao fueron víctimas del hambre. El resto —tres o cuatro millones— fueron el residuo humano de su épica batalla para transformar China.

Fue un frío consuelo para sus víctimas; y tampoco disminuye en lo más mínimo la extraordinaria miseria que causó el colosal esfuerzo de ingeniería social perpetrado por Mao. Pero ello lo sitúa en una categoría diferente de la de los otros tiranos del siglo XX. Al igual que, legalmente, hay una distinción capital entre el asesinato, el homicidio y la muerte por negligencia, también en política existen grados de responsabilidad, en relación con la motivación y los propósitos, para los líderes que provocan un sufrimiento masivo en su pueblo.

Stalin se preocupaba por lo que hacían (o podían hacer) sus súbditos; Hitler, por lo que eran. Mao se preocupó por lo que pensaban.

Los terratenientes de China fueron eliminados como clase (y muchos de ellos murieron en el proceso), pero no fueron exterminados como pueblo, a diferencia de los judíos en Alemania. Incluso cuando sus ideas políticas causaban la muerte de millones de personas, Mao nunca perdió del todo su creencia en la eficacia de la reforma del pensamiento y la posibilidad de la redención. «Las cabezas no son como los cebollinos», dijo. «No vuelven a crecer»[11].

¿Qué se logró a cambio de tanta sangre y dolor?

La propia valoración de Mao, que explicaba que sus dos mayores logros eran su victoria ante Chiang Kai-shek y el lanzamiento de la Revolución Cultural, ofrecen una respuesta parcial a la pregunta, aunque no exactamente en el sentido que él le dio. Por lo que se refiere al primero, consiguió reunificar China después de un siglo de división, y restaurar su soberanía; en cuanto al segundo, concedió al pueblo chino una sobredosis tal de fervor ideológico que inmunizó a las generaciones venideras. La tragedia y la grandeza de Mao consistieron en que él permaneció hasta el final al servicio de sus sueños revolucionarios. Mientras Confucio había predicado sobre la armonía —la doctrina del medio—, Mao disertó sobre una interminable lucha de clases, hasta que se convirtió en una jaula de la que ni él ni el pueblo chino pudieron escapar. Liberó a China de la camisa de fuerza de su pasado confuciano. Pero el brillante futuro rojo que había prometido resultó ser un estéril purgatorio.

De este modo culminó un proceso de desilusión nacional que había comenzado en el período en que se produjo el nacimiento de Mao, cuando los reformadores del siglo XIX, respondiendo a la confrontación con Occidente, desafiaron por vez primera las creencias que habían mantenido al sistema chino entumecido en la inmovilidad durante dos mil años.

Después de Mao, no hubo un nuevo emperador; simplemente una sucesión de líderes falibles, ni mejores ni peores que los de cualquier otro país. La fe ciega y la ideología habían muerto. El pueblo comenzó a pensar por sí mismo. El viejo mundo había desaparecido; el nuevo resultaba imperfecto. Después de un siglo de caos, China estaba preparada para comenzar de nuevo.

La revolución tiene más que ver con la destrucción de lo viejo que con la dolorosa construcción de lo nuevo. El legado de Mao consistió en allanar el camino a unos hombres menos visionarios y más prácticos que construyesen el resplandeciente futuro que él nunca pudo alcanzar.

Anteriormente, ya en dos ocasiones a lo largo de la historia de China los despotismos radicales habían anunciado largos períodos de paz y prosperidad. El primer emperador Qin unificó los reinos feudales en el siglo III a. C., pero su dinastía sólo sobrevivió quince años. Cimentó el camino de los Han, la primera edad de oro de la antigüedad china, que se prolongó durante cuatro siglos. En el siglo VI y principios del siglo VII, los Sui, que reunificaron China después de un período de desunión e inestabilidad conocido como de las Seis Dinastías y los Tres Reinos, gobernaron durante treinta y nueve años. Fueron seguidos por los Tang, la segunda edad de oro, que duró tres siglos.

Mao gobernó durante veintisiete años. Si el pasado es, como él creía, el espejo del futuro, ¿será el siglo XXI el inicio de una tercera edad de oro, para la que la dictadura maoísta habrá abierto el camino?

¿O su destino será recordado como un coloso inacabado, que trajo cambios fundamentales de una escala que sólo unos pocos habían alcanzado a lo largo de la historia de China, pero que después no logró culminar hasta sus últimas consecuencias?

En diciembre de 1993, durante las celebraciones que conmemoraban el centenario del nacimiento de Mao, se celebró una reunión nocturna en Maxim’s, situado en el distrito de negocios del nuevo Pekín capitalista.[12] Es una copia del restaurante de la Rue Royale de París, con los mismos y cargantes revestimientos belle époque, la orfebrería rococó y las colgaduras de terciopelo, y precios muy similares. Los doscientos invitados eran una representación de la aristocracia adinerada de la ciudad: empresarios privados enfundados en trajes oscuros con ostentosas marcas extranjeras cosidas en los puños y gruesos relojes de oro en las muñecas; estrellas de la nueva industria cinematográfica de China; actrices de pelo rizado; esbeltas maniquíes del mundo de la moda. Entre ellos había un hombre muy parecido a Mao llamado Gu Yue, que había interpretado al insigne héroe en una serie de televisión hagiográfica que describía la lucha por el poder de los comunistas. La diversión oficial de aquella velada, para crear el ambiente idóneo de nostalgia e ironía, fue una de las aburridas óperas revolucionarias de Jiang Qing. Cuando hubo finalizado, Gu y media docena de amigos, bajo el influjo del champán y el coñac, se encaramaron a la tarima y comenzaron a entonar juntos el viejo lema de los guardias rojos, «el pensamiento de Mao Zedong ilumina el camino». Mientras lo hacían, se trastabillaban como si fuesen ciegos tropezando unos con otros en la oscuridad. La audiencia sucumbió. El líder que antaño habían reverenciado era ahora fuente de carcajadas.

Para otros, Mao se convirtió en un icono.[13] Los taxistas colgaban su retrato de sus parabrisas, pendiendo como una imagen de buda en una cadena de cuentas de rosario. Los adolescentes chinos, demasiado jóvenes para recordar cómo era realmente la vida con el presidente, intercambiaban insignias y recuerdos de Mao. Los cantantes de pop parodiaban sus poemas; los pintores reconfiguraban su imagen; los diseñadores la estampaban en cualquier lugar, en vestidos y edredones.

En el campo, el rostro barbilampiño e inescrutable de Mao continúa ocupando un lugar de honor en innumerables hogares. En Hunan, un templo con una estatua suya de casi siete metros de altura, flanqueado por efigies sedentes de Zhou Enlai y Zhu De, encargada por las asociaciones campesinas locales a un escultor del monasterio budista de Wutaishan, atraía a decenas de miles de visitantes cada año; hasta que el partido ordenó que fuese clausurado por incitar a la «superstición feudal».

La rueda ha completado la vuelta. Mao ha entrado en el panteón de los dioses y los héroes populares, proscritos y bandoleros, que habían poblado los sueños de su infancia en los inicios de su propia vida de rebelión, hace cien años.

La historia se dicta lentamente en China. Queda todavía un largo camino por recorrer hasta llegar al veredicto final sobre el lugar que debe ocupar Mao en los anales de la historia de su país.

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