Mao

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Agradecimientos

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Agradecimientos

Agradecimientos

Un libro como este representa la culminación de los buenos deseos de muchas personas. A algunas se lo agradezco públicamente aquí, incluyendo a Zhang Yufeng, compañera de Mao durante sus últimos años, Li Rui, ex secretario de Mao, y Wang Ruoshui, antiguo y valiente editor del Diario del Pueblo.

Hay muchos a los que no puedo nombrar. China es actualmente un país mucho más tolerante y liberal que en la época en que construí allí mi hogar, hace veinte años, y su pueblo asume como libertades garantizadas lo que en tiempos de Mao era impensable. Pero todavía ha de llegar el día en que sus ciudadanos puedan ser citados abiertamente sobre cuestiones políticas delicadas sin temer la cólera de sus superiores o los interrogatorios de la policía.

Nadie ostenta el monopolio del conocimiento sobre Mao. Los oficiales del Partido Comunista Chino, los historiadores del partido, los académicos chinos y los antiguos miembros de la casa del presidente que compartieron conmigo sus opiniones divergieron en muchos puntos clave. En algunas ocasiones sus ideas me parecieron poco convincentes (como a ellos las mías). Pero, en conjunto, contribuyeron a iluminar áreas de la vida de Mao que, hasta ahora, se han mantenido hábilmente entre visillos, derribando de paso muchos elementos de la mitología convencional. A todos ellos les expreso mi gratitud.

El proceso de escritura de este libro se vio beneficiado por la inestimable ayuda de Karen Chappell y Judy Polumbaum, que me permitieron pasar un año lleno de bendiciones en un retiro intelectual en Iowa; de Yelena Osinsky; y de Dozpoly Ivan, de la Universidad Sophia de Tokio. Debo un especial agradecimiento a mi amiga y compañera, Mary Price, cuyo lápiz azul intentó valientemente (aunque a veces sin éxito) imponer en mis borradores un corsé de brevedad y rigor intelectual. Mis editores, Roland Philipps desde Londres y Jack Macrae desde Nueva York, merecen el reconocimiento de apoyar un proyecto del que, en ocasiones, ni ellos ni yo veíamos el final. Y Jacqueline Korn, que nunca perdió su fe, resultó un salvavidas vivificador.

Mi mujer, Renquan, no sólo ha vivido con este libro durante siete años —lo que de por sí es bastante duro—, sino que ha pasado buena parte de ese tiempo enfrascada con los textos chinos de los discursos de Mao y los documentos del Comité Central, ayudándome a descifrar sus ambigüedades. Para ella, más que nadie, y para nuestro hijo de seis años, Benedict, que se privó de días en la playa y cuentos al pie de la cama para permitirme luchar con «las hojas de papel en blanco», mi más profunda estimación.

Pekín-La Garde-Freinet, junio de 1999

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