Mao

Mao


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Prólogo

Hoy en día pocos han oído hablar, ni siquiera en China, de la pequeña ciudad comercial de Tongdao. Ésta se extiende algo más de un kilómetro a lo largo de la orilla izquierda del Shuangjiang, encajada en una estrecha franja de terreno entre el anchuroso río de aguas marrones y una cadena de montes en forma de terrazas. Tongdao es el centro de una pequeña área de minoría no Han en la que se funden las provincias de Guangxi, Guizhou y Hunan. Es un lugar descuidado y decadente, con una calle principal larga y embarrada, pocas tiendas y aún menos edificios modernos; los lugareños afirman con resignación que nunca ocurre nada de interés. Pero en una ocasión allí tuvo lugar un suceso digno de mención. El 12 de diciembre de 1934 los líderes del Ejército Rojo se reunieron en Tongdao en un cónclave que había de marcar el inicio de la ascensión de Mao Zedong al poder supremo.[1]

Fue uno de los episodios más oscuros de la historia del Partido Comunista Chino. El único trazo escrito del paso del Ejército Rojo es la vieja fotografía de un descolorido eslogan garabateado por las tropas sobre un muro: «¡Todo el mundo debe tomar las armas y luchar contra los japoneses!».[2] Los participantes, sin excepción alguna, ya han muerto. Nadie sabe exactamente quién estuvo presente o incluso dónde tuvo lugar la reunión. El primer ministro Zhou Enlai recordaba, años después, que había sido en una granja, en algún punto de las afueras de la ciudad, donde se estaba celebrando una boda.[3] Mao, a dos semanas de su cuadragésimo primer aniversario, era un hombre delgado y larguirucho, de mejillas hundidas por el sueño y la falta de alimento, y cuya desmedida chaqueta de algodón gris parecía querer escaparse de sus hombros. Todavía estaba recuperándose de un severo ataque de malaria y, en ocasiones, requería ser llevado en litera. Más alto que la mayoría de los líderes, su rostro era suave, sin marcas, con una mata ingobernable de negros cabellos y la raya en medio.

Agnes Smedley, escritora norteamericana de izquierdas que poco tiempo después coincidió con Mao, lo describió como una figura formidable, de voz aflautada y unas largas y delicadas manos de mujer:

Su oscuro e inescrutable rostro era alargado, la frente amplia y elevada, su boca, femenina. Por encima de cualquier otra cosa que pudiese ser, era un esteta … [Pero] a pesar de esa cualidad femenina que había en él, era terco como una mula, y una determinación y un orgullo férreos impregnaban su temperamento. Tuve la impresión de que él esperaría escrutador años y años, hasta que finalmente tomaría su camino … Su humor era a menudo sardónico y macabro, como si emergiese desde las profundas cavernas de una reclusión espiritual. Tenía la sensación de que existía una puerta a su ser que no había sido abierta a nadie.[4]

Aun para sus camaradas más incondicionales, Mao era difícilmente penetrable. Su espíritu, en palabras de Smedley, «habitaba en sí mismo, aislándole». Su personalidad inspiraba lealtad, no afecto. Combinaba un temperamento agresivo con una paciencia infinita; el discernimiento con una fijación casi pedante por los detalles; una voluntad inflexible con la extrema sutileza; el carisma público con las intrigas privadas.

Los nacionalistas, que habían puesto precio a su cabeza, ejecutado a su esposa y profanado la tumba de sus padres, consideraron que Mao era, a principios de la década de 1930, el jefe político dominante del Ejército Rojo. Pero como tan a menudo ocurría, estaban equivocados.

El poder estaba en manos del llamado «grupo de los tres» o «troika». Bo Gu, líder del partido en funciones (o, como era conocido formalmente, «el camarada con plena responsabilidad para el trabajo de la central del partido»), de veintisiete años, se había licenciado en la Universidad de los Trabajadores del Este, en Moscú. Poseía el rostro de un colegial precoz, ojos saltones y gafas de montura negra, de las que un diplomático británico afirmó, sin tacto pero con tino, que le recordaban un títere grotesco. El Comintern[5] le había lanzado al liderazgo para asegurar la lealtad a la línea soviética. El segundo miembro, Zhou Enlai, comisario político general del Ejército Rojo y poder real tras el trono de Bo Gu, contaba también con la confianza de Moscú. El tercero, Otto Braun, un alemán alto y delgado de nariz prominente, dentadura caballuna y gafas redondas que le hacían destacar, era el consejero militar del Comintern.

Durante los doce meses anteriores, estos tres hombres habían presidido una serie ruinosa de reveses militares para los comunistas. El líder nacionalista, Chiang Kai-shek, había consolidado su dominio sobre la mayor parte de China y estaba decidido a extirpar lo que con razón consideraba un desafío potencial y a largo plazo a su dominio. Con la ayuda de consejeros militares alemanes, comenzó por construir líneas de búnkeres fortificados alrededor de la región controlada por los comunistas. Con irritante lentitud, las líneas avanzaron, el lazo en torno a la zona se estrechó y las fuerzas comunistas fueron cercadas. Muy gradualmente, el Ejército Rojo estaba quedando estrangulado. Era una estrategia para la cual la troika no tenía una respuesta adecuada.

Probablemente Mao no habría tenido más éxito que ellos. Pero Bo Gu le había marginado hacía más de dos años. Mao no estaba en el poder.

En octubre de 1934, tras meses de discusiones agónicas entre la cúpula del partido, los rojos abandonaron su base en una apuesta desesperada por evitar una derrota definitiva, con las fuerzas de Chiang al acecho para la matanza. Su marcha de diez mil kilómetros a través de China sería posteriormente encumbrada como la Larga Marcha, un símbolo épico de coraje ante la adversidad, la disciplina más desinteresada y una voluntad indómita. En aquel momento se la llamó, de manera más prosaica, el «desplazamiento estratégico» y, algo más tarde, la Marcha al Oeste. El plan, en el caso de que existiese alguno, era avanzar hacia el noroeste de Hunan, donde los caciques militares locales se mantenían cautelosos ante las ambiciones de Chiang y reacios a hacer causa común con él, y allí fundirse con otras fuerzas comunistas para crear una nueva base central roja que reemplazase la que acababan de perder.

Todo comenzó bastante bien. El Ejército Rojo se escabulló por entre la primera línea de búnkeres, sin encontrar apenas resistencia. Las dos líneas siguientes también cayeron. Pasaron más de tres semanas hasta que los servicios de información nacionalista fueron conscientes de que su presa había escapado.[6] Pero la cuarta línea de Chiang, en el río Xiang, era distinta.

La batalla duró más de una semana, del 25 de noviembre al 3 de diciembre.[7] A su fin, el Ejército Rojo había perdido entre quince y veinte mil combatientes. Unos cuarenta mil reservistas y porteadores habían desertado. De los ochenta y seis mil hombres y mujeres que habían partido en octubre, poco más de treinta mil perseveraban. La caravana formada por el rastro de los equipajes —que se extendía a lo largo de ochenta kilómetros como un leviatán serpentino que, diría Mao tiempo después, se asemejaba más a la mudanza de una casa que a un ejército en marcha—[8] veía rota su columna al llegar al río Xiang. Esparcidos por el fango y dispersos por las colinas quedaban los muebles de oficina, las prensas de imprimir, los archivos del partido, los generadores —toda la parafernalia que los comunistas habían acumulado en tres años de dominio sobre una región mayor que Bélgica— que habían sido arrastrados dolorosamente sobre los hombros de los porteadores por pasos de montaña y arrozales durante cientos de desoladores kilómetros. Piezas de artillería, pesados morteros, una máquina radiográfica que poseían los comunistas, todo había sido abandonado. Pero no antes de que todo ello hubiese ralentizado tanto el avance del ejército que, abotagado y débil, éste se arrastró hasta caer en la trampa que Chiang Kaishek había urdido.

Fue un desastre para el que ni los más flemáticos líderes del Ejército Rojo estaban preparados. En octubre, la base a la que habían dedicado tantos años en levantar había sido abandonada; ahora, dos tercios de su ejército también se habían perdido.

Una semana más tarde, habiéndose librado de sus perseguidores, los restos de las fuerzas comunistas avanzaron hasta el sur de Hunan. Se habían reagrupado y estaban organizados. No obstante, entre los líderes veteranos, el motín estaba en el aire. Se aproximaba velozmente la hora en que la troika sería llamada a rendir cuentas.

Pero no todavía. Los ocho o nueve hombres que se reunieron abatidos aquella tarde en Tongdao se enfrentaron a una pregunta más apremiante: ¿hacia dónde dirigirse? Bo Gu y Otto Braun insistían en mantener el plan original y partir hacia el noroeste de Hunan. Los dirigentes militares se opusieron. Chiang Kai-shek bloqueaba la ruta norte con trescientos mil hombres. Intentar forzar un paso era una sentencia de muerte. Debían tomar una decisión rápida. Llegaban noticias de que las tropas de los señores de la guerra de Hunan se acercaban desde el este.

Tras un tenso y apresurado debate se acordó, como medida de urgencia, que el ejército avanzase hacia el oeste, hasta las espesuras de las montañas de Guizhou.[9] Una vez allí se convocaría una reunión plenaria del Politburó para discutir la estrategia futura. La propuesta de compromiso llegó de Mao. Era la primera ocasión desde su destitución de la dirección militar en 1932 en que su opinión era escuchada y aceptada en los círculos internos de poder. Su presencia se debía a la gravedad de la derrota del río Xiang. De hecho, un viaje de diez mil kilómetros, según dicen los chinos, comienza por un único primer paso. Para Mao, Tongdao era aquel paso.

Guizhou es, al igual que hace siglos, una de las provincias más pobres de China. En la década de 1930 las aldeas estaban saturadas de opio, el pueblo era analfabeto y tan pobre que las familias apenas contaban entre sus posesiones con unos simples pantalones. Las niñas eran frecuentemente asesinadas al nacer; los niños se vendían a traficantes de esclavos para revenderlos en las ricas zonas del litoral. Pero era un lugar de exquisita grandiosidad natural: el espectáculo que se abría delante del Ejército Rojo, en su marcha al oeste, parecía inspirarse en los fantásticos paisajes de los rollos de pintura de la dinastía Ming.

Más allá de Tongdao las colinas se alzan abruptamente y las montañas son más vastas y recortadas: grandes montículos cónicos de piedra caliza, de miles de metros de altura; montes como jorobas de camello, como hormigueros gigantes; montañas de pastel de ciruela como túmulos a los ancestros. De los despeñaderos cuelgan los poblados Miao, racimos de techos de paja y paredes ocre, con aleros salientes y ventanas de papel con celosías, oscuros en contraste con la alfombra verde amarillenta de las hierbas marchitas del invierno y los tempranos brotes de la primavera. Los halcones vuelan en círculo a lo alto; abajo, la blanca escarcha descansa sobre el rastrojo del trigo. La gente de Guizhou dice: «No hay tres días sin lluvia, no hay tres li[T3] sin montes». En esta parte de la provincia sólo hay montañas, y en diciembre y enero, lloviznas y nieblas perpetuas. Las laderas más altas, envueltas en bruma, se elevan tupidas de bosques de pinos, bambúes dorados y abetos verde oscuro, mientras que abajo, a lo lejos, el fondo de los valles está poblado por brillantes lagos de nubes blancas. Puentes colgantes penden sobre los ríos, y junto a los torrentes que se abalanzan en cascadas se observan terrenos cultivados como pañuelos, donde un campesino labora sobre una cuesta de cincuenta grados para, penosamente, extraer unas escasas y pobres hortalizas del oscuro suelo rojizo.

Los soldados recordaban únicamente los rigores del viaje. «Subíamos una montaña tan escarpada que podía observar las suelas del hombre que había por delante mío», rememoraba un soldado.[10] «Por la línea circulaban las noticias de que nuestras columnas de vanguardia afrontaban un escarpado acantilado, y … que tendríamos que dormir donde estábamos y continuar escalando al alba … Las estrellas parecían piedras de jade sobre una cortina negra. Los oscuros picos se alzaban a nuestro alrededor como gigantes amenazadores. Parecía que estábamos en el fondo de un pozo». El acantilado, conocido en la zona como la Roca del Dios del Trueno, tenía escalones labrados en su superficie de un pie de profundidad. Era demasiado escarpado para usar las camillas: los heridos tenían que ser cargados a cuestas. Muchos caballos encontraron la muerte en las rocas del fondo.[11]

El comandante del Ejército Rojo, Zhu De, recordaba la miseria del lugar.[12] «Los campesinos se llaman a sí mismos “hombres secos”», indicó. «Se les sorbe absolutamente todo hasta secarlos … La gente escarba el arroz podrido de debajo de lo que había sido el antiguo granero de un terrateniente. Los monjes lo llaman “arroz sagrado”, el regalo del Cielo para los pobres».

Mao vio este mismo escenario. Pero él, en cambio, escribió sobre el poder y la belleza de los campos por los que pasaban:

[véase mapa lámina 5].

[véase mapa lámina 6].

¡Montañas!

Olas que surgen en un mar tumultuoso,

como diez mil sementales

galopando en el fragor de la batalla.

¡Montañas!

Afiladas, penetran el azul del cielo.

Sin vuestra fuerza que los sostiene

los cielos sucumbirían y se abalanzarían.[13]

Estos breves poemas, compuestos ya sobre el trono del poder, no eran una simple celebración de las fuerzas de la naturaleza. Mao tenía motivos para sentirse exultante.

El día 15 de diciembre el Ejército Rojo llegaba a Liping, sede de distrito en un valle rodeado por bajas colinas con terrazas y primer terreno llano que hollaban desde que abandonaron Tongdao. Se instaló el cuartel militar general en la casa de un comerciante, lugar espacioso y bien situado, con un pequeño patio interior, decorado con motivos budistas y emblemas de prosperidad. Había lechos con dosel y, en la parte posterior, un diminuto jardín chino; se abría a una estrecha calle de tiendas con frentes de madera y casas de tejado gris y aleros invertidos. Unas puertas más abajo se erguía una misión luterana alemana. Los misioneros, al igual que el comerciante, habían huido con la aproximación de los comunistas.

Fue aquí donde el Politburó se reunió para llevar a cabo su primera discusión formal sobre política desde que había empezado la Larga Marcha.[14] Había dos puntos principales: el destino del Ejército Rojo, que no se había decidido en la anterior discusión, y las tácticas militares.

Braun y Bo Gu todavía deseaban reunirse con las fuerzas comunistas del norte de Hunan. Mao propuso dirigirse hacia el noroeste, para establecer una nueva base roja cerca de la frontera de Guizhou y Sichuan, donde, según argumentaba, la resistencia sería más débil. Le apoyaron Zhang Wentian, uno de los cuatro miembros del Comité Permanente del Politburó, y Wang Jiaxiang, vicepresidente de la Comisión Militar, que había sido gravemente herido en campaña hacía un año y pasó toda la Larga Marcha sobre una litera con un tubo de caucho emergiendo de su estómago. Ambos habían sido formados en Moscú. Ambos habían apoyado inicialmente a Braun y Bo Gu, pero se tornaron escépticos. Mao había cultivado su favor desde el inicio de la marcha. Ahora ellos hacían oscilar la balanza a su favor. Comprendiendo los derroteros que tomaba la reunión, Zhou Enlai se sumó a su voz, y la mayoría del Politburó cayó tras él. La propuesta de Bo Gu fue rechazada. En su lugar, decidieron establecer una nueva base con centro en Zunyi, la segunda ciudad de Guizhou, o, en caso de encontrar demasiadas dificultades, más al noroeste.

Pero Mao no lo tenía todo controlado. La resolución final sobre cuestiones tácticas fue más equilibrada,[15] y advertía del peligro de «infravalorar las posibles bajas de nuestro bando, lo que podría conducir al pesimismo y el derrotismo», implícita referencia a la derrota en el río Xiang y, por tanto, crítica respecto de las decisiones militares del grupo de los tres, Zhou, Bo Gu y Braun; en el mismo sentido, ordenaba al ejército que se abstuviese de empresas a gran escala hasta que la nueva zona base hubiese sido asegurada. Pero también hablaba del peligro del «guerrillismo», palabra clave para designar la «estrategia de guerrilla flexible» asociada con Mao. Evidentemente, Zhou Enlai no estaba dispuesto a ceder ante Mao sin presentar batalla.

Al día siguiente, 20 de diciembre, el Ejército Rojo retomó la marcha. La posición de Bo Gu y Otto Braun se había debilitado mortalmente. El auténtico conflicto que estaba tomando cuerpo se remitía ahora a Mao y Zhou.

Estos dos hombres tenían muy poco en común: Zhou, hijo de un mandarín, rebelde contra su clase, dúctil y sutil, la quintaesencia del superviviente, que había aprendido las estrecheces de la vida comunista trabajando subterráneamente en Shanghai, donde la muerte dependía del susurro de un delator; y Mao, un campesino de los pies a la cabeza, terrenal y ordinario, con un discurso florido de pícaros aforismos, desdeñoso con los habitantes de la ciudad. Uno era urbano y refinado, el ejecutor infatigable de las ideas de los otros; el otro, un visionario impredecible. Durante cuarenta años formarían una de las alianzas políticas más longevas del mundo. Pero, a finales de 1934, ninguno de los dos podía imaginárselo.

El 31 de diciembre, la cúpula del ejército se detuvo en un pequeño centro de comercio llamado Houchang[16] (aldea del Mono), cuarenta kilómetros al sur del río Wu, la última barrera natural antes de alcanzar Zunyi. El Politburó se reunió de nuevo aquella noche. Otto Braun propuso que el ejército resistiese ante las tropas de tres señores de la guerra que, según se informaba, se cernían sobre ellos. Los jefes militares le recordaron que en Liping habían acordado evitar las grandes batallas y dar prioridad al mantenimiento de la nueva zona base. Después de acaloradas discusiones que se prolongaron hasta la noche, Braun fue destituido como consejero militar. Para subrayar la importancia del cambio, la resolución del Politburó incluyó un sonoro espaldarazo a uno de los principios cardinales de Mao, que había sido ignorado en los dos años anteriores. «No hay que dejar pasar oportunidad alguna», afirmó, «de servirse de la guerra móvil para dispersar y destruir a los enemigos, uno por uno. Así alcanzaremos con toda seguridad la victoria».

El curso de los acontecimientos había cambiado. La vieja cadena de mando bajo el dominio de la troika se había desintegrado. Como medida transitoria se acordó que todas la decisiones importantes se remitiesen al conjunto de los dirigentes. La vieja estrategia había sido abandonada. Debían elaborar una nueva para reemplazarla. Durante las primeras horas del día de Año Nuevo, el Politburó acordó convocar un congreso de mayores dimensiones en Zunyi. Con tres objetivos: revisar el pasado, determinar qué había ido mal y esbozar un rumbo para el futuro. Se preparaba el escenario para el acto decisivo.

Deng Xiaoping, hombre corpulento, de corta estatura y con la cabeza en forma de bala a medio rapar, contaba entonces treinta años. De joven, en París, había aprendido a realizar un boletín de noticias para la rama local de la Liga de la Juventud Comunista China, cincelando caracteres sobre una hoja de cera con un punzón e imprimiendo copias en tinta china negra, elaborada con hollín y aceite de tung. Su reputación como periodista había causado furor. Ahora era el editor del periódico del Ejército Rojo, panfleto de gran formato en una sola hoja mimeografiada de manera igualmente tosca, llamado Hongxing (Estrella Roja).

La edición del 15 de enero de 1935[17] relataba cómo la gente de Zunyi había recibido a las fuerzas comunistas después de tomar la ciudad sin que se disparase una sola bala: el cuerpo de vanguardia había persuadido a los defensores de las puertas de la ciudad fingiendo ser miembros de las fuerzas de un cacique militar local. Otros artículos describían con términos vívidos «la imagen del Ejército Rojo en los corazones de las masas», y apuntaban el establecimiento de un Comité Revolucionario para la administración de la ciudad.

En ningún lugar aparecía indicio alguno de que el Politburó hubiese celebrado la más importante reunión de su historia, a la que el propio Deng había acudido como secretario; una reunión tan secreta que, durante un mes, los oficiales veteranos del partido fueron mantenidos en la ignorancia de las decisiones allí tomadas, hasta que los líderes se volvieron a reunir para decidir cómo debían serles comunicadas las noticias.

Veinte hombres se congregaron[18] aquella noche en el piso superior de un bello edificio rectangular de dos plantas, construido con ladrillos gris oscuro y rodeado por un porche exterior con columnas.[19] Había sido el hogar de uno de los señores militares menores de la ciudad hasta que Zhou y los mandos militares lo tomaron como cuartel. Bo Gu y Otto Braun fueron alojados muy cerca, a lo largo de una calle que llegaba hasta la catedral católica romana, estructura ornamentada e imponente con un imaginativo tejado de tres estrados —una chinoserie, más que una construcción china—, situada entre jardines de flores, donde el destacamento del Ejército Rojo que escoltaba a los líderes había acampado. Mao y sus dos aliados, Zhang Wentian y Wang Jiaxiang, con seis escoltas, estaban en la casa de otro jefe militar, decorada en madera y con ventanas de vidrios de color, al otro lado de la ciudad. Desde su llegada, una semana antes, Mao había estado procurándose alianzas. Los preparativos ya habían acabado. Ambos bandos estaban preparados para la batalla. En palabras de Otto Braun:

Era obvio que [Mao] deseaba vengarse … En 1932 … su [poder] militar y político había sido aniquilado … Ahora surgía la posibilidad —los años de lucha partisana habían estado orientados a hacerlo posible— de que, con el uso demagógico de errores organizativos y tácticos aislados, pero sobre todo a través de aserciones inventadas e imputaciones calumniosas, pudiese desacreditar a la cúpula del partido y aislar … a Bo Gu. Se rehabilitaría completamente a sí mismo [y] tomaría el Ejército en sus manos, subordinando al partido mismo bajo su voluntad.[20]

La pequeña y repleta habitación en que tuvo lugar la reunión dominaba sobre un patio interior. En el centro, un brasero de carbón lanzaba sus débiles ardores al húmedo y crudo frío del invierno de Zunyi. Wang Jiaxiang y otro general herido yacían confortablemente en tumbonas de bambú. Braun y su intérprete permanecían sentados, alejados del grupo principal, junto a la puerta.

Bo Gu, como líder del partido en funciones, presentó el informe central. Justificó que la pérdida de la base roja y los desastres militares que se habían seguido se debían, no a errores políticos, sino a la fuerza abrumadora del enemigo y al apoyo que los nacionalistas habían recibido de las potencias imperialistas.

Zhou Enlai fue el siguiente en hablar. Reconoció haber cometido errores, pero no admitió que la estrategia fuese en sí misma errónea. Zhou todavía tenía la esperanza de salvar algo de las ruinas.

Mao inició entonces su ataque. Braun recordaba, cuarenta años después, que no habló de manera espontánea, como acostumbraba, sino siguiendo un manuscrito «preparado concienzudamente».[21] El problema fundamental, dijo Mao, no era la fuerza del enemigo, sino el hecho de que el partido se había desviado de la «estrategia básica y los principios tácticos con que el Ejército Rojo [en el pasado había] alcanzado las victorias»;[22] o, en otras palabras, de la «dúctil estrategia de guerrilla» que él y Zhu De habían desarrollado. De no haber sido así, declaró, el acoso nacionalista probablemente habría sido vencido. En lugar de ello, se ordenó al Ejército Rojo hacer una guerra defensiva y posicional, construyendo búnkeres para contrarrestar los del enemigo, dispersando sus fuerzas en un intento vano de preservar «cada pulgada de territorio comunista» y abandonando la guerra itinerante. La cesión provisional de territorios era justificable, decía Mao. Pero no lo era comprometer el poder del Ejército Rojo, porque sólo a través del ejército —y sólo el ejército— podía ser recuperado el territorio.

Sin tapujos, Mao atribuyó la responsabilidad de esos errores a Otto Braun. El consejero del Comintern había impuesto tácticas equivocadas al ejército, indicó, y sus «rudos métodos de dirección» habían desembocado en «fenómenos absolutamente anómalos» dentro del Consejo Militar, en alusión a los métodos insolentes y dictatoriales, que habían generado un extendido resentimiento. Bo Gu, declaró Mao, había fracasado en su cometido de desempeñar un correcto liderazgo político, permitiendo que los errores militares continuasen impunemente.

Cuando Mao tomó asiento, Wang Jiaxiang lanzó su propia diatriba en contra de los métodos de Braun. Le siguió Zhang Wentian. Otro líder formado en Moscú, He Kaifeng, salió en defensa de Bo. Algunos de los presentes, como Chen Yun,[23] antiguo trabajador de imprenta muy próximo a Zhou en Shanghai, consideró que el ataque de Mao había sido parcial. A pesar de no desempeñar función militar alguna, Chen era un miembro del Comité Permanente y sus opiniones eran de peso. Pero los comandantes de base, cuyos ejércitos habían pagado el precio de los errores de la troika, no dudaron en absoluto. Peng Dehuai, general tosco y sin pelos en la lengua tan sólo preocupado por dos cosas en la vida, la victoria de la causa comunista y el bien estar de sus hombres, comparó a Braun con «un hijo pródigo que había malgastado los bienes de su padre», en alusión a la pérdida de la zona base a la que Peng, junto a Mao y Zhu, había dedicado tanto tiempo y sangre.

Braun permanecía sentado, inmóvil en un rincón junto a la puerta, fumando furibundo al tiempo que su intérprete, cada vez más nervioso y confundido, intentaba traducir cuanto se había dicho. Cuando finalmente tomó la palabra, rechazó en bloque las acusaciones. Él sólo era un consejero, dijo; los comandantes chinos, no él, eran los responsables de las políticas seguidas.

Aquello era una hipocresía. En los años treinta, bajo Stalin, los representantes del Comintern, incluso los consejeros, tenían poderes extraordinarios. No obstante, había algo de verdad en lo que dijo. Braun no poseía la última palabra en los asuntos militares. La tenía Zhou Enlai.

Mao era consciente de que Zhou era su verdadero adversario. Lo conocía desde que Zhou llegó a la base roja a finales de 1931, cuando le arrinconó sin contemplaciones. Ni el amable Zhang Wentian ni, aún menos, Bo Gu eran serios rivales por el poder máximo. Zhou Enlai sí lo era. Pero atacar a Zhou frontalmente en Zunyi habría significado dividir a los dirigentes en una batalla de la que Mao no podía salir vencedor. De modo que, en un movimiento característico de su estilo político y militar, concentró su ataque en los flancos más débiles de la armadura de Zhou, que eran Braun y Bo Gu, dejando a su principal oponente una salida digna.

Zhou lo comprendió. En el segundo día del congreso intervino de nuevo. Esta vez reconoció que la línea militar había sido «fundamentalmente incorrecta», y realizó una larga autocrítica. Era un tipo de maniobra en la que Zhou destacaba. De ser el oponente de Mao, se transformó en un aliado. Mao, por supuesto, comprendió la estratagema. Y Zhou lo sabía. Pero por el momento habían llegado a una tregua.

La resolución final condenó a los dos compañeros de troika de Zhou por su «pésima dirección». Braun fue acusado de «dirigir la guerra como si fuese un juego», «monopolizar el trabajo del Consejo Militar» y usar el castigo en detrimento de la razón para acabar «por todos los medios posibles» con las opiniones que no coincidían con la suya. Y se alegó que Bo Gu había cometido «serios errores políticos». Pero Zhou escapó ileso, consiguiendo incluso, al menos sobre el papel, un ascenso de breve duración: cuando la troika quedó oficialmente disuelta, él tomó todos sus poderes bajo el incómodo título de «último en tomar decisiones en nombre del Comité Central en relación con los asuntos militares». Su participación en la debacle que había precedido a la conferencia de Zunyi se pasó por alto silenciosamente. La resolución condenaba las «elefantinas» columnas de apoyo que habían ralentizado el avance, pero se obviaba el hecho de que era Zhou quien las había organizado. Se refería a «los líderes de la política de la defensa pura» y, en una ocasión, a «Otto Braun y los otros», pero no decía quiénes eran los otros. A Zhou se le mencionaba de manera explícita en una única ocasión, en tanto que había entregado el «informe complementario» que seguía al de Bo Gu. Incluso así, en todas las copias de la resolución, excepto en las distribuidas entre los dirigentes de más alto rango, el espacio que deberían ocupar los tres caracteres de su nombre fue dejado en blanco.

Mao fue admitido en el Comité Permanente del Politburó y se convirtió en el principal consejero militar de Zhou. Podría parecer poca recompensa para dos años en el desierto. Pero, como ocurre tantas veces en China, el espíritu de este tipo de decisiones contaba mucho más que la letra. Incluso Braun reconoció que «la mayoría de los que había en la reunión» acabaron uniéndose a Mao.[24] En el espíritu, Mao había triunfado. Zhou, a pesar de su nuevo título, quedaba identificado con los dirigentes desacreditados, cuyas políticas habían sido condenadas.

Pero durante los meses siguientes el espíritu se revistió de carne.[25] A principios de febrero, Bo Gu fue sustituido como jefe en funciones del partido por el aliado de Mao, Zhang Wentian. Un mes más tarde se creaba una jefatura del frente, con Zhu De como comandante y Mao como comisario político, adquiriendo efectivamente buena parte del control operativo de Zhou. Poco después, su poder se resintió aún más con la creación de una nueva troika, formada por Zhou, Mao y Wang Jiaxiang. A principios de verano, cuando el Ejército Rojo logró cruzar el río de la Arena Dorada hasta Sichuan, Mao se había posicionado como su incontestable líder.

Otras batallas aguardaban en el futuro. Pasarían ocho años más antes de que Mao se convirtiese de manera formal en presidente, título que mantendría hasta su muerte. Pero el desafío de Zhou había acabado. Lo pagaría con creces. En 1943, su posición era tan precaria que el antiguo jefe del Comintern, Gregory Dimitrov, suplicó a Mao que no le expulsase del partido.[26] Y Mao no lo hizo. No por Dimitrov, sino porque Zhou era demasiado útil para ser desperdiciado. El futuro primer ministro, en lugar de ser expulsado, fue humillado. En el nuevo Comité Central del partido, formado dos años después, Zhou figuraría en el vigésimo tercer lugar.

Veinticinco años después de lo ocurrido en Zunyi, en la primavera de 1961, Mao viajaba por su provincia natal, Hunan, en el sur de China, a bordo de su tren privado.[27]

Los años parecían haberle tratado bien. Adulado y glorificado como el Gran Timonel de China, su envejecida y corpulenta figura, cuya cara oronda observaba serenamente desde la Puerta de la Paz Celestial, se mostraba al resto del mundo como el dirigente indiscutible de la nación más poblada de la tierra y estandarte de una revolución puritana que los advenedizos del revisionismo khruscheviano habían abandonado.

Pero Mao no era como el resto del mundo imaginaba.

Se hacía acompañar en ese viaje, como en otras visitas similares, por un buen número de atractivas jóvenes con las que compartía, por separado o con todas al mismo tiempo, los placeres de una cama desmesurada, instalada especialmente allá donde fuese, no tanto por cuestiones carnales como para alojar los montones de libros que él insistía en tener a su lado.[28] Al igual que Stalin, quien, tras el suicidio de su esposa, fue abastecido de atractivas «amas de casa» por su jefe de seguridad, Lavrentii Beria, también Mao había abandonado su vida familiar algo antes de llegar a la tercera edad. Encontraba en las relaciones con chicas a las que triplicaba en edad una espontaneidad que se le negaba en cualquier otro lugar.

En la década de 1960, Mao estaba totalmente alejado del país que gobernaba, tan aislado en su eminencia que los guardaespaldas y los grupos aventajados le coreografiaban cada movimiento. El sexo era su única libertad, el único momento del día en que podía tratar a los otros seres humanos como a iguales, y ser tratado asimismo como tal. Un siglo antes, el emperador niño, Tongzhi, acostumbraba a escabullirse de incógnito del palacio, acompañado por uno de sus cortesanos, para visitar los burdeles de Pekín. Para Mao eso habría sido imposible. Por ello las mujeres iban a él. Ellas gozaban de su poder. Y él gozaba de sus cuerpos. «Me lavo la polla en sus coños», le dijo a su médico personal, un hombre puritano al que gustaba escandalizar con perverso placer.[29] «Me vinieron náuseas», escribió posteriormente el buen doctor.

Los pequeños pecados de Mao, al igual que en la vida privada de todos los líderes, eran ocultados tras una impenetrable cortina de pureza revolucionaria. Pero en aquel tren, una tarde de febrero, el velo fue repentinamente desgarrado.

Había pasado la noche con una joven profesora y, como era su costumbre, se levantó tarde y después partió para asistir a una reunión. Ella se quedó hablando con otros miembros del grupo de Mao, hasta que un joven técnico se unió a ellos. El médico de Mao relata la historia:[30]

«Hoy he oído lo que hablabas», indicó repentinamente el joven técnico a la profesora, interrumpiendo nuestra ociosa charla.

«¿Qué quieres decir con que me has oído?», respondió ella. «¿Decir qué?».

«Cuando el presidente se preparaba para verse con [el primer secretario de Hunan] Zhang Pinghua, le dijiste que se diese prisa y se pusiese sus pantalones».

La joven palideció. «¿Y qué más has oído?», le preguntó calmosamente.

«Lo he oído todo», contestó atormentándola.

Así descubrió Mao que, bajo las órdenes de sus antiguos camaradas y durante los últimos dieciocho meses, todas sus conversaciones, por no decir sus aventuras amorosas, habían sido espiadas y grabadas en secreto.[31] En aquel momento, las únicas cabezas que rodaron, no literalmente, fueron tres oficiales de bajo rango, entre ellos el infortunado técnico. Pero cuatro años después, cuando los primeros temblores políticos que anunciaban la Revolución Cultural comenzaron a enturbiar la superficialmente apacible unidad del partido, los compañeros de liderazgo de Mao habrían hecho bien en mostrar más claramente qué les había impulsado a aprobar esas grabaciones secretas.

En cierto sentido sus propósitos habían sido bastante inocentes. Los seis hombres que, junto a Mao, formaban parte del Comité Permanente del Politburó, en el cenit de un partido que contaba entonces con veinte millones de miembros, eran todos veteranos de Zunyi, parte de la minúscula elite que le había acompañado a lo largo de la larga odisea para conseguir el poder. A principios de la década de 1960, ellos comprendieron que era cada vez más difícil entender al presidente. Deseaban conocer de antemano lo que pensaba, para no ser cogidos con la guardia baja por un cambio político repentino o una observación inesperada ante un visitante extranjero. Yang Shangkun, otro superviviente de Zunyi, que encabezaba la Oficina General del Comité Central, decidió que la tecnología moderna, en forma de aparatos de grabación, era la solución obvia. Desde este punto de vista, era casi un elogio. Mao había adquirido tal estatus divino que sus palabras debían ser conservadas. Pero ello también muestra la inquietante consciencia, dentro del Politburó, del distanciamiento mental que se estaba fraguando entre el presidente y sus subordinados, que era, de hecho, en lo que se habían convertido ya el resto de líderes.

De este abismo mental emergió una división ideológica y política que, antes de que finalizase la década, convulsionaría a China en un espasmo iconoclasta de terror, destruyendo tanto la camaradería de Zunyi como las ideas a que allí se habían adherido.

La lucha de los años sesenta fue más sutil, más compleja y mucho más sangrienta y despiadada que la de treinta años antes. Un pequeño prodigio: lo que había estado en peligro en Zunyi había sido el liderazgo de un ejército andrajoso de treinta mil hombres desempeñando un papel aparentemente menor en la periferia de la política china; en Pekín la batalla era por el control de una nación que pronto sobrepasaría los mil millones de habitantes. Pero las reglas básicas eran las mismas. En aquella primera ocasión, el propio Mao había relatado:

Bajo condiciones desfavorables, deberíamos evitar … la batalla, retirar nuestras fuerzas principales a una distancia conveniente, desplazarlas a la retaguardia o los flancos del enemigo y reunirlas secretamente, inducir al enemigo a cometer errores y a mostrar su flaqueza cansándolo y desgastándolo, y concedernos así la posibilidad de obtener la victoria en una batalla decisiva.[32]

«La guerra es política», escribió más tarde. «La política es la continuación de la guerra por otros medios»[33].

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