Mao

Mao


1. Una infancia confuciana

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1. Una infancia confuciana

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Una infancia confuciana

En invierno, el viento aúlla gélido barriendo los campos desnudos de tierra amarilla y seca de Hunan, levantando un polvo que penetra en los ojos de los caballos y obliga a los hombres a protegerse mientras desafían la glacial ventisca. Sus rostros parecen máscaras de cuero. Es la estación muerta del año. Los campesinos, en sus frías chozas de ladrillo y adobe, se envuelven en capas de algodón acolchado y sucio, escondiendo sus manos bajo las mangas; sólo sus cabezas, como tortugas, asoman con cautela entre los pliegues de ropa azul, aguardando tiempos mejores.

Mao nació en una familia campesina de Hunan, en la aldea de Shaoshan, pocos días después del solsticio de invierno; aquel día, en la lejana Pekín, se llevaba a cabo una gran celebración invernal en la que el emperador Guangxu era conducido en solemne procesión hasta el Templo del Cielo para realizar los rituales sacrificiales y dar gracias por otro año transcurrido bajo su protección.[1] Era el décimo noveno día del décimo primer mes del Año de la Serpiente según el calendario antiguo, el 26 de diciembre de 1896 según el moderno.[2]

La tradición, estrictamente observada en el caso del hijo primogénito, obligaba a que el niño no fuese bañado hasta pasados tres días desde su nacimiento.[3] Se convocaba a un adivino y se elaboraba un horóscopo, que en el caso de Mao mostró de manera preocupante que su familia carecía del elemento acuoso. Por ello, su padre le llamó Zedong: el carácter ze, que significa «ungir»,[T4] es utilizado en las tradiciones geománticas de Hunan como remedio para esta carencia.[4] Con ello se daba inicio a un año de ritos populares budistas y taoístas, con que los campesinos de todas las épocas se han consolado ante la dureza de su existencia, añadiendo una nota de color y emoción a las severas enseñanzas confucianas que modelaban sus vidas y sobre las que gravitaba la sociedad. Después de cuatro semanas, se procedía a afeitar la cabeza del bebé, dejando solamente un pequeño penacho en la coronilla con que «agarrarlo a la vida». Unas monedas de cobre o, en ocasiones, un pequeño candado de plata, atado a un cordón rojo, se colgaban alrededor de su cuello con el mismo propósito. Algunas familias mezclaban los cabellos que acababan de cortar con pelos de perro y los cosían en la ropa del niño para que los espíritus malignos le confundiesen con un animal y le dejasen solo. Otras ponían un pendiente al niño varón para que los mismos espíritus creyeran que era una niña que no merecía su atención.

Teniendo en cuenta los parámetros de aquella época, la familia de Mao gozaba de una situación holgada.[5] Su padre, Rensheng, se había alistado a los dieciséis años en el ejército del gobernador de Hunan y Hubei y, en cinco o seis años, había conseguido acumular un pequeño capital con que comprar tierras. Cuando Mao nació, la familia poseía una hectárea de arrozales irrigados, una extensión sustancial en un distrito reconocido como uno de los más ricos y fértiles de una de las provincias de mayor producción arrocera de China.[6] Su padre, un hombre ahorrador que controlaba hasta la última moneda de cobre, añadió posteriormente a sus bienes algo menos de media hectárea y contrató dos trabajadores. Les entregaba una ración diaria de grano y, como gratificación mensual especial, un plato de arroz cocido con huevos, pero nunca carne.

Este afán ahorrativo formó desde una temprana edad la imagen que Mao tenía de su padre. «A mí», recordaba con mordacidad años más tarde, «nunca me dio carne ni huevos». Aun teniendo siempre lo suficiente, la familia se alimentaba con frugalidad. A los ojos del pequeño Mao, esta tacañería tenía su origen en la falta de afecto paterno, deficiencia que se hacía aún más evidente con el afecto y la dulzura, tan contrastados, de su madre. De este modo, los rasgos positivos de su padre eran ignorados: no eran otros que la firmeza, el vigor y la determinación que el propio Mao exhibiría con exceso a lo largo de su vida. Mientras todavía era un niño, comenzó a concebir a su familia como dividida en dos esferas: la de su madre y él mismo por un lado, y la de su padre por otro.

Una combinación de perseverancia e implacable rutina hizo que el padre de Mao se convirtiera pronto en uno de los hombres más prósperos de Shaoshan, un pueblo que entonces contaba con unas trescientas familias, la mayoría de ellas apellidadas Mao, el clan dominante.

Por aquel entonces, una familia campesina de Hunan se consideraba afortunada si poseía algo más de media hectárea de terreno y una casa de tres habitaciones.[7] Pero los padres de Mao gozaban de más del doble de esa extensión, y habían construido una amplia y laberíntica hacienda con tejados grises y aleros invertidos, junto a una cascada de arrozales en terrazas que descendía por un estrecho valle.[8] En la parte posterior se extendían bosques de pinos, mientras que enfrente había una charca repleta de lotos. Mao disfrutaba de una habitación para él solo, un lujo casi desconocido en aquellas tierras; allí, siendo mayor, se levantaba avanzada ya la noche para leer, con su lámpara de aceite oculta tras una tela azul para que su padre no le viese. Años después, tras el nacimiento de sus hermanos, también hubo habitaciones para ellos. El patrimonio de su padre alcanzaba los dos o tres mil dólares chinos de plata,[T5] «una gran fortuna para aquel pequeño pueblo», como reconoció el propio Mao.[9] En lugar de extender los límites de sus tierras, prefirió adquirir derechos sobre las tierras de otros campesinos, convirtiéndose indirectamente en terrateniente.[10] También compró grano a los granjeros pobres del pueblo para revenderlo en la sede del distrito, Xiangtan, a cincuenta kilómetros. Xiangtan, aglomeración de incontrolado crecimiento de algunos cientos de miles de habitantes, era entonces el eje del comercio provincial de té, y un importante cruce de caminos y centro financiero, debido a su posición a orillas del río Xiang, la mayor ruta navegable de Hunan y principal arteria comercial de la provincia.[11] Desde Shaoshan, se requerían dos días de viaje en carro tirado por bueyes por caminos de tierra, aunque los porteadores lo podían hacer en uno solo, cargando ochenta kilos de mercancías sobre sus hombros.

Aunque criticase el talante tacaño de su padre, Mao heredó su sentido del ahorro. A lo largo de su vida, al menos en lo referente a su propia persona, fue famoso por su apatía por comprar nada nuevo si lo antiguo podía ser remendado para prolongar un poco su uso.[12]

También la aspereza de su infancia dejó en él una huella perdurable.[13] La higiene era rudimentaria y el baño tan infrecuente como en la Europa medieval. «Se extiende por todas las clases, de las más altas a la más baja, una total apatía en lo referente a estas cuestiones», escribió un observador contemporáneo.[14] «Las preciosas sedas ocultan una piel mugrienta y, bajo los amplios puños de los oficiales, emergen uñas que no han conocido el jabón ni las tijeras». Hasta el final de sus días, Mao prefirió que le frotasen con toallas humeantes a lavarse con agua y jabón.[15] Tampoco adquirió el hábito de utilizar el cepillo de dientes.[16] En su lugar, como muchos pueblerinos del sur, se enjuagaba la boca con té.

Los gusanos, habitantes de las alcobas, los piojos y los forúnculos eran inconveniencias propias de la vida campesina. Cuando picaban a Mao, éste simplemente se rascaba: en Bao’an, en la década de 1930, no tenía escrúpulo alguno en bajarse los pantalones mientras estaba recibiendo a un visitante extranjero para buscar un invitado inesperado en su ropa interior.[17] En parte, rechazaba las convenciones; y, en parte, era un hábito inherente a los campesinos. En ningún otro aspecto se hacía ello más evidente que con las necesidades de su propio cuerpo. Los chinos no se han sentido nunca incómodos ante unos procesos naturales que son los mismos que, particularmente en el mundo anglosajón, obligaron a idear extraños ejercicios de disimulo. A los niños pequeños, en un hábito que se mantiene en la mayor parte del país, se los ataviaba con unos pantalones dotados de una abertura en la entrepierna, de manera que podían acuclillarse en el caso de una urgencia apremiante. Por su parte, los adultos frecuentaban las letrinas públicas, donde defecar se convertía en un evento social. Mao nunca se familiarizó con los aseos occidentales, aquellas tazas dotadas de asiento y depósito de agua. Incluso en Zhongnanhai, a principios de los años cincuenta, cuando ya era el jefe del Estado, una de las obligaciones de sus guardaespaldas personales consistía en seguirle hasta el jardín con una pala y escarbar un hoyo para que Mao realizase sus actos intestinales. La costumbre sólo tocó a su fin cuando Zhou Enlai, contando con la aprobación de Mao, preparó una letrina construida especialmente para ser instalada junto a su habitación.[18] Igualmente incómodo se sentía Mao con las camas de estilo occidental, e insistió toda su vida en disponer de unos duros tablones de madera sobre los que dormir.

Cuando Mao tenía seis años comenzó a trabajar en los campos, como los otros niños de su edad;[19] allí se encargaba de las pequeñas tareas que las familias chinas acostumbraban a reservar a los ancianos y a los más jóvenes, como vigilar el ganado o cuidar de los patos. Dos años más tarde, su padre le envió a la escuela del pueblo, una importante decisión, pues costaba al año cuatro o cinco dólares de plata, aproximadamente seis meses de paga de un trabajador.[20]

El sueño de la mayoría de las familias en la China del siglo XIX, a excepción de las más poderosas, era tener un hijo cuya habilidad exponiendo los textos confucianos clásicos le granjease un lugar de honor en los exámenes imperiales, abriendo el camino hacia una carrera oficial con el prestigio y el poder que ello suponía. En palabras de uno de los testimonios occidentales más benévolos de aquel tiempo:

La educación es el camino al cielo de los honores y emolumentos que el Estado ha de conceder, y es en virtud de ello que las ambiciones más salvajes que nunca se han desatado en la mente de los jóvenes pueden llegar a ser satisfechas. En Occidente hay varios medios por los que un hombre puede alcanzar la eminencia y ocupar finalmente algún cargo gubernamental que le otorgará el reconocimiento público. Pero en China todo se reduce a uno solo, el que parte de la escuela … Se puede asegurar con la confianza de no equivocarse que todos los colegiales cargan en su macuto un posible cargo de virrey que … sin la censura de las cortes, puede legislar sobre veinte o treinta millones de personas.[21]

Sin embargo, aquel sueño sólo era asequible para unos pocos privilegiados. La mayoría de los habitantes eran demasiado pobres para dar el primer paso: aprender a leer y escribir.[22]

La madre de Mao, Wen Qimei —literalmente «Séptima Hermana», víctima de la costumbre campesina de no dar nombre a las niñas, sino simplemente numerarlas según su orden de nacimiento—, quizá albergaba esperanzas para él. Tres años mayor que su esposo, era una budista devota. Introdujo a su hijo en los misterios del templo del pueblo, con sus fantásticas imágenes de arhats y bodhisattvas, ennegrecidas por la suciedad y el hollín, y sumidas en una atmósfera cargada de incienso; y más tarde se inquietó cuando, ya en la adolescencia, su fe budista comenzó a resquebrajarse.

El padre de Mao no soñaba. Sus ambiciones, propias del pequeño terrateniente en que se había convertido, eran mucho más realistas. Era un hombre de cultura rudimentaria, que había disfrutado de apenas dos años de escolarización.[23] Quería que su hijo fuese mejor, pero sólo con fines estrictamente prácticos: para poder hacerse cargo de las cuentas de la granja y, más adelante, tras un aprendizaje con algún comerciante de arroz de Xiangtan, ponerse al frente de los negocios familiares y mantener a sus padres en la vejez.[24]

Por mucho que se tratase de un camino hacia el cielo, la escuela de un pueblo, a finales del imperio chino, era un lugar desalentador, pensado para deprimir a los espíritus más poderosos.[25] Consistía en una única estancia de muros de ladrillo desnudos y un suelo de tierra aplanada, gélida en invierno y sofocante en verano, con una puerta central y dos pequeñas aberturas en los extremos que permitían que algunos atisbos de aire y luz profanasen la oscuridad. El año escolar comenzaba en febrero, el décimo séptimo día de la primera luna, dos días después de la Fiesta de los Faroles, que pone punto y final a las celebraciones del Año Nuevo chino. Cada muchacho aguardaba en la entrada de la escuela, con un pequeño escritorio y un taburete que había portado de casa. Normalmente había unos veinte; los más jóvenes, como Mao, de siete u ocho años; los mayores, de diecisiete o dieciocho. Todos llevaban idénticas chaquetas sueltas de algodón áspero y azul, abrochadas en la pechera, y pantalones igualmente sueltos y abombados confeccionados con el mismo tejido. El profesor se sentaba a la mesa con una piedra para moler la tinta y un difusor de agua, una pequeña tetera de barro y una taza, tablillas de madera para controlar la asistencia de cada uno de sus pupilos y una gran vara de bambú a la espalda. La tradición le obligaba a no mostrar el menor signo de interés o simpatía por sus alumnos, pues ello podía poner en peligro su autoridad, que se consideraba absoluta.

El maestro de Mao se había formado según ese molde. Pertenecía a la «escuela del trato riguroso … duro y severo», recordaba Mao.[26] Aprendieron a temer su vara de bambú, que usaba con frecuencia, y su «tabla del incienso»,[27] un reclinatorio de madera astillada en el que cada pupilo era obligado a arrodillarse durante el tiempo en que una barra de incienso tardaba en consumirse.

Si las condiciones materiales eran deprimentes, los métodos educativos no lo eran menos. No había libros ilustrados que estimulasen la imaginación de Mao y sus compañeros, ni historias sencillas que captasen la atención de sus jóvenes mentes. En lugar de ello, estaban sometidos a un sistema de enseñanza repetitiva, que se había mantenido sin apenas variaciones durante dos mil años y cuyo axioma principal era el de mantener el conocimiento como un coto de las elites, al alcance de una minoría.

El primer libro escolar al que debían enfrentarse los niños de la generación de Mao era el Clásico de los tres caracteres, así llamado porque cada uno de sus 356 versos contenía tres caracteres chinos.[28] Escrito en el siglo XI para introducir a los jóvenes en las ideas confucianas, el libro comienza con estas líneas:

Los hombres son, por naturaleza, esencialmente buenos,

en ello, todos se asemejan, pero en la práctica divergen profundamente.

A lo que un comentario del siglo XV añadía:

Éste es el comienzo de la enseñanza y expone los primeros principios … Lo que el cielo produce se llama «hombre»; lo que confiere se llama «naturaleza»; la posesión de los principios morales correctos se llama «bondad» … Esto es así desde el momento mismo en que el hombre nace. El sabio y el simple, el justo y el inicuo, todos se asemejan por naturaleza, pareciéndose esencialmente unos a otros, sin ninguna diferencia. Pero cuando el conocimiento se expande, todas sus disposiciones y talentos se diferencian … pervirtiendo, así, los correctos principios de su naturaleza virtuosa … Únicamente el hombre superior posee el mérito de mantener la rectitud. No permite que los jóvenes brotes de su naturaleza original lleguen a viciarse.

Esto sobrepasaba en exceso la capacidad de aquellos niños de ocho años, cualesquiera que fueran las circunstancias. Pero a la dificultad de dominar nociones metafísicas tan abstrusas, se añadía otro obstáculo fundamental.

Los libros de texto se imprimían en grandes caracteres sobre papel finísimo, cinco pares de líneas en cada página.[29] El profesor convocaba al alumno a su mesa y le hacía repetir tras él las líneas que debía aprender, hasta que las había memorizado. Entonces se acercaba el siguiente niño, y así hasta que toda la clase había pasado ante el profesor y cada niño había retornado a su escritorio para practicar lo que había aprendido, trazando, en pedazos de papel, las figuras que se correspondían a los caracteres. Pero no en silencio.

Después de [ser] informados de los sonidos que han de pronunciar, cada [alumno] dedica su tiempo a recitar a gritos los caracteres, con su voz más estridente, para mostrar que no se deja llevar por la pereza, así como para permitir que el profesor compruebe si la pronunciación se ha comprendido correctamente. Cuando la lección ha sido «aprendida», es decir, cuando el colegial es capaz de aullar tal como lo ha hecho el maestro, se pone en pie de espaldas al profesor y repite (o «va hacia atrás») la lección en voz sonora y monótona hasta que llega al final de su tarea, o al final de lo que recuerda, momento en que su voz cae súbitamente de su altisonancia, como un escarabajo volador que ha topado con un muro insonoro.[30]

Como todos practicaban a un mismo tiempo, el resultado era una cacofonía incomprensible.[31] Incomprensible no sólo para los demás, sino también para ellos mismos. Pues el significado de los caracteres chinos, en la mayoría de los casos, no se infiere de manera inmediata de su forma. El profesor no explicaba el significado de los versos: simplemente requería a sus alumnos que fuesen capaces de reproducir, aisladamente o en el texto, los caracteres que habían aprendido y los sonidos que representaban.[32]

Un total de seis libros debía ser memorizado de este modo.[33] Tras el Clásico de los tres caracteres venían el Libro de los nombres, que cataloga una larga y arbitraria secuencia de cuatrocientos cincuenta y cuatro apellidos chinos aceptados; el Clásico de los mil caracteres, escrito en el siglo VI y compuesto por mil caracteres, ninguno de los cuales aparece repetido; las Odas para niños, sobre la importancia del estudio y las actividades literarias; el Xiaojing, o Clásico de la piedad filial, atribuido a Confucio y que se remonta como mínimo al siglo IV; y el Xiaoxue, o Enseñanza de la piedad filial, que establece con exhaustivos detalles las obligaciones de los diferentes miembros de la familia y el Estado confucianos.

Era como requerir a un niño de Gran Bretaña o Estados Unidos, capaz sólo de hablar inglés, que aprendiese de memoria una parte considerable del Antiguo Testamento en lengua griega. El resultado era que muchos chinos completaban su escolarización sin haber aprendido a leer o conociendo el significado de poco más que un puñado de caracteres.[34]

Durante dos años, hasta que cumplió los diez,[35] Mao dedicó sus días, desde el amanecer hasta el anochecer, a la memorización, copiando y recitando adagios moralísticos como «la diligencia es meritoria; el juego no proporciona ningún provecho»,[36] sin tener consciencia de su significado. El único descanso lo constituían los días de fiesta, que llegaban alrededor de una vez al mes, y las vacaciones del Año Nuevo chino, cuando la escuela cerraba durante tres semanas.

Después de este proceso, el maestro finalmente retomaba de nuevo el trabajo con los textos, esta vez explicando su significado.

Para Mao, como para todos los chinos de su generación, la importancia de estas obras y de sus comentarios, junto con los Cuatro Libros —las Analectas de Confucio, La gran enseñanza, La doctrina del medio y las obras de Mencio— que estudió a continuación, es imposible de obviar.[37] Las ideas que contienen, la manera en que son formuladas y los valores y conceptos que encierran fijaron la base del pensamiento de Mao para el resto de su vida, de manera tan firme como, en los países occidentales, los parámetros del pensamiento de los ateos, no menos que el de los creyentes, son definidos por los valores y las ideas judeocristianas.

El aprendizaje de los clásicos podía ser un trabajo monótono, pero Mao pronto fue consciente de que era extremadamente útil. El pensamiento confuciano era la moneda de cambio habitual en la vida intelectual china, y las referencias al Maestro eran un arma fundamental en las discusiones y los debates —como incluso el padre de Mao reconoció tras perder un juicio a causa del uso acertado de una cita clásica por parte de su oponente.[38]

Aún más, había fragmentos que Mao, con once o doce años, debió de considerar estimulantes, anunciando la exaltación del poder de la voluntad humana que postuló durante toda su vida:

Los hombres deben depender de sus propios esfuerzos…

No hay nada que sea imposible en el mundo,

sólo se precisa determinación en el corazón del hombre.[39]

Los libros de texto acentuaban también la importancia del estudio del pasado, otro principio confuciano que acompañaría a Mao a lo largo de toda su existencia. Su fascinación por la historia pudo originarse en novelas como El romance de los Tres Reinos y El viaje al oeste, cuyo héroe, el Rey Mono, había cautivado a miles de generaciones de chinos.[40] No obstante, su interpretación partía del Clásico de los tres caracteres:

Memorias del gobierno y el desgobierno, del nacimiento y la caída de las dinastías,

dejemos al estudioso que examine las fidedignas crónicas,

hasta que comprenda los hechos antiguos y modernos como si los viese con sus ojos.[41]

Mao, de manera más abstracta, tomó del confucianismo tres ideas clave que resultaron fundamentales en todo su pensamiento posterior. En primer lugar, la noción de que todo ser humano, y toda sociedad, debe tener una guía moral; si no el confucianismo, entonces algo que ocupe su lugar. En segundo lugar, la primacía del pensamiento justo, lo que Confucio llamaba «virtud»: sólo si los pensamientos de una persona son justos —no meramente correctos, sino moralmente justos— serán justas sus acciones. Y en tercer lugar, la idea de la importancia de la educación personal.

Mao afirmaba aborrecer los clásicos,[42] pero su empeño en citarlos le desmiente. Sus posteriores discursos estaban plagados de alusiones a Confucio, al pensador taoísta Zhuangzi, a los mohístas y a otras escuelas filosóficas antiguas, sobrepasando en número a las dedicadas a Lenin o Marx.[43] Aquéllas eran las ideas con las que había crecido y que mejor conocía.[44] Para Mao, el legado confuciano ocupaba un lugar, como mínimo, tan importante como el marxismo y, en los últimos días de su vida, llegó a ejercer un dominio incluso mayor.

Durante el período en que asistió a la escuela de su pueblo, Mao siguió contribuyendo todavía con trabajos esporádicos en la granja y, ante la insistencia de su padre, aprendió el uso del ábaco para que, al atardecer, cuando regresaba al hogar, pudiese encargarse de las cuentas diarias.

La familia había aumentado. Cuando tenía dos años y medio, la madre de Mao dio a luz un segundo niño, Zemin.[45] Cuatro hijos más, dos niños y dos niñas, fallecieron en el parto,[46] pero en 1903 un tercer hermano, Zetan, consiguió sobrevivir, y poco después los padres de Mao adoptaron una niña, Zejian, hija de uno de sus tíos paternos. En 1906 había seis bocas que alimentar, además de los trabajadores contratados. De modo que, poco después del décimo tercer aniversario de Mao, su padre decidió que debía trabajar la jornada completa.

Las relaciones de Mao con su padre fueron difíciles, aunque quizá no peores que las que mantenían la mayoría de los jóvenes chinos de su tiempo. La piedad filial era un bello concepto y Mao, como todos sus compañeros, fue educado con cuentos ejemplares, que se suponían transmitidos desde la antigüedad remota, sobre hijos que habían llevado a cabo extraordinarias hazañas para mostrar su devoción por sus padres: como Dong Yong de la dinastía Han, que se había vendido y convertido en esclavo para poder disponer de dinero con que dedicarle a su padre un entierro digno; o Yu Qianlu, quien comió los excrementos de su padre moribundo con la esperanza de salvar la vida del anciano; u otros muchos aún más asombrosos.[47] En teoría, un padre tenía la potestad de ejecutar a un hijo no filial. Sin embargo, en la práctica, estas reglas honoríficas eran transgredidas con normalidad.

«El término “filial” es confuso y no deberíamos dejarnos engañar por él», escribió un misionero norteamericano a finales del siglo XIX.[48] «De entre todos los pueblos de que tenemos algún conocimiento, los hijos de los chinos son los menos filiales, los más desobedientes a sus padres y pertinaces en seguir su propio camino desde el momento en que son capaces de conocer sus propios deseos».

Éste fue ciertamente el caso de Mao. A pesar de que acusaba a su padre de tener mal carácter, ser miserable y excesivamente estricto, de golpear con frecuencia a sus hermanos y a él mismo, sus propias descripciones muestran que la culpa no residía en una sola de las partes:

Mi padre invitó a varios visitantes a su casa y, en presencia de ellos, se originó una disputa entre nosotros dos. Mi padre me acusó delante del grupo, llamándome vago e inútil. Ello me sacó de quicio. Le maldije y me fui de casa. Mi madre me siguió y trató de persuadirme para que volviera. Mi padre también salió a buscarme, insultándome al mismo tiempo que me ordenaba que regresara. Yo llegué al borde de un estanque y amenacé con saltar si se acercaba a mí … Mi padre insistía en que le pidiese perdón y me postrase como símbolo de sumisión. Acepté doblar una sola rodilla y humillarme si prometía no volver a pegarme.[49]

Mao olvidó mencionar que el hecho de que un niño de trece años discutiese con su padre delante de los invitados transgredía todas las reglas del decoro y que, por consiguiente, la familia debió de perder su honor.

Años después, Mao describió tales experiencias como una lección sobre el valor de la sublevación ante la autoridad: «Aprendí que cuando defendía mis derechos en abierta rebeldía mi padre cedía, pero que cuando yo era débil y sumiso, él simplemente continuaba pegándome».

Sin embargo, lo más sorprendente es la normalidad con que Mao describe la escena. Por un lado, la madre de Mao, a quien él tanto amaba —una mujer amable, generosa, afable y siempre dispuesta a compartir cuanto tenía—, mediando para alcanzar una reconciliación. Por otro, su padre, enfadado y ofendido, buscando el remedio que le permitiese salvar la situación. Y finalmente, el mismo Mao, recalcitrante, pero también en busca de una salida. Difícilmente constituía una relación atípica entre unos padres y un hijo adolescente.

Sin embargo, a medida que se hacía adulto y de manera paulatina, el ambiente en su hogar se fue agriando. Su padre le mortificaba y le criticaba sin cesar,[50] de modo que poco a poco se fueron distanciando el uno del otro. Llegó entonces el fiasco de su boda. Cuando tenía catorce años, siguiendo la tradición, sus padres le prometieron a una muchacha seis años mayor que él, la hija de otro campesino. Ella representaba dos nuevas manos para trabajar en los campos y, en el futuro, aseguraría la posteridad de la familia.[51] Se realizaron los intercambios de regalos, se pagó el precio por la novia —no era un asunto baladí en un tiempo en que el coste de un matrimonio podía llegar a consumir los ingresos anuales de una familia—[52] y la joven, la señorita Luo, se mudó a la nueva casa familiar. Pero Mao rechazó consumar el acuerdo. Según sus propias explicaciones, nunca durmió con ella.[53] Poco tiempo después agravó la ofensa abandonando el hogar para ir a vivir con un amigo, un estudiante de leyes sin trabajo.[54]

Mao era extrañamente reservado cuando se abordaba este episodio. Su padre debió enfurecerse, no sólo por el dinero perdido, sino por la deshonra que semejante burla a las convenciones sociales debió de acarrear a la familia. No obstante, no decía nada de las discusiones y las agrias recriminaciones que se sucedieron. Tampoco se sabe qué ocurrió con la señorita Luo. Algunos informes indican que permaneció en la casa familiar, quizá para convertirse en la concubina del padre.[55] Fuese por ello o por cualquier otra razón, el caso es que su madre abandonó la casa familiar de Shaoshan para irse a vivir con la familia de su hermano en Xiangxiang, su pueblo natal.[56]

Diez años después, cuando ella murió tras una larga enfermedad, Mao dio rienda suelta a su amargura por lo ocurrido en una emotiva oración que pronunció en su funeral, cuya única referencia a su padre fue una frase críptica: «El odio de [mi madre] por la falta de rectitud residía en el último de los tres lazos».[57] El último de los «tres lazos» era el existente entre el marido y la esposa. Que Mao realizase tal acusación en la ceremonia del funeral, ante su padre y todos sus familiares, atestigua la magnitud de su rencor y su falta de voluntad para perdonar. Cuando en los años treinta fue entrevistado en Bao’an por el periodista norteamericano Edgar Snow, dijo sobre su padre: «Aprendí a odiarle», una afirmación de tal rotundidad que cuando el libro de Snow se publicó en China, la frase fue censurada.

La oposición de Mao al matrimonio que sus padres habían concertado se pudo deber, en parte, a la sospecha de que su padre simplemente pretendiese ligarle a las tierras, a la vida de duro trabajo rural que él detestaba. A partir de entonces mostró una creciente determinación por seguir su propio camino. Comenzó una vez más a estudiar, en esta ocasión en una escuela privada del pueblo dirigida por un estudiante de mayor edad, miembro de su mismo clan,[58] y poco tiempo después de su décimo quinto aniversario dijo a su padre que no deseaba continuar con su aprendizaje en Xiangtan. En lugar de ello, quería entrar en una escuela de enseñanza media.

En ello, como en tantas otras cosas, Mao seguía su propio criterio. Pero lo que sucedió entonces evocó una virtud en su padre a la que Mao, años más tarde, concedería muy poco valor.

Aun teniendo en cuenta que el anciano daba repetidas muestras de menosprecio ante la dureza de carácter y la obstinación de su hijo, Mao era incapaz de reconocer que más allá de aquella apariencia mezquina habitaba el orgullo paterno. Implícita en el pensamiento confuciano existe la idea de la continuidad entre las generaciones. Un hombre considera que su vida goza de éxito si su hijo lo alcanza; los logros del hijo, por tanto, reportan la gloria a su padre y a sus ancestros. Quizá el padre de Mao fuese un hombre sin estudios, pero sabía que su hijo era, en sus propias palabras, «el intelectual de la familia»,[59] el único con posibilidades de triunfar más allá de los estrechos confines de su pueblo natal.

Durante más de diez años, aquel padre al que Mao describía como un tirano avaro y miserable, ofuscado por los prejuicios alicortos de su clase, pagó los costes de su escuela y sus gastos personales.[60] E incluso continuó haciéndolo cuando era evidente que su hijo no tenía intención de volver definitivamente al hogar y que él no obtendría con ello ventaja alguna.

Para la generación anterior, estos desafíos a la autoridad paterna habrían sido intolerables, pero China estaba cambiando. Incluso en la remota Shaoshan, los inmutables caminos del pasado se estaban desintegrando.

Los cambios los forjaron la decadencia interna y la presión extranjera. En el siglo y medio que había pasado desde que el emperador Qianlong rechazara las peticiones de concesiones comerciales que hiciera el rey Jorge III con las despectivas palabras «China … no tiene ninguna necesidad de las manufacturas de los bárbaros extranjeros», el equilibrio de poderes en el mundo se había visto alterado. China se había estancado y su riqueza se había desvanecido en una hemorragia de sangrientas rebeliones y disturbios civiles. Europa, mediante la Revolución industrial, alcanzó un potencial difícil de imaginar, y desarrolló una necesidad imperiosa de expansionarse. El conflicto entre ambos mundos era inevitable. En 1842 llegaba la primera guerra del opio, con la que Gran Bretaña adquiría Hong Kong y se permitía en Shanghai y otros cuatro puertos el asentamiento de extranjeros. Con la segunda guerra del opio, en 1860, los ejércitos británico y francés marcharon sobre Pekín y quemaron hasta los cimientos el palacio de verano del emperador. Los privilegios extranjeros se ampliaron hasta incluir el derecho a la residencia en la capital.

Pero no en Hunan. De todos los súbditos del emperador, las gentes de Hunan eran las más conservadoras y las más virulentamente hostiles a los forasteros. «[Ellos] parecen ser un tipo diferente de raza china [y] … no muestran confianza ante los de cualquier otra provincia del imperio», afirmaba un viajero mucho antes, «y por lo que veo y oigo, este sentimiento es mutuo»[61] El regente, el príncipe Gong, calificaba a los hunaneses de «turbulentos y belicosos».[62] Las gentes de Hunan se jactaban de que «ningún manchú les había podido conquistar».[63] Para los extranjeros, era «la provincia cerrada».[64] Cuando en 1891 un misionero inglés, Griffith John, llegó a los muros exteriores de la capital, Changsha, fue apedreado por la multitud. «Junto con la Ciudad Prohibida de Pekín y el reino del Tíbet», escribió años después, «éste es uno de los pocos lugares que quedan en el mundo del que ningún extranjero puede presumir haber visitado. Es probablemente la ciudad de China más adversa para los extranjeros, sentimiento que alimentan los letrados con la total aquiescencia de los oficiales.»[65]. Sin embargo, los primeros viajeros quedaron también perplejos por «el candor de las gentes» y su «abnegada disposición», en contraste con la «apatía descorazonadora» con que se tropezaban en otras regiones de China.[66].

Ya en el siglo XVIII los jesuitas habían considerado Hunan como la región más impenetrable de China, un lugar «del que hay que temer las persecuciones».[67] En tiempos más recientes, en la época del abuelo de Mao, Hunan se había mantenido firme frente a la rebelión de los Taiping, que devastó ocho provincias y acabó con veinte millones de vidas. Changsha resistió un asedio que se prolongó ochenta días y posteriormente se llamó a sí misma «la ciudad de las puertas de hierro». La resistencia no se debió a su lealtad al trono, sino más bien al hecho de que las elites de Changsha interpretaron las enseñanzas de inspiración cristiana de los Taiping como herejías al confucianismo. Un gobernador de Hunan, Zeng Guofan, uno de los héroes de la infancia de Mao, derrotó las fuerzas Taiping. Otro hunanés, Hong Daquan, fue uno de los dos principales dirigentes Taiping.[T6]

«La independencia y el distanciamiento han sido, de siempre, rasgos comunes entre los hunaneses», anotaba un escritor a principios de siglo.[68] «Algunas capacidades intelectuales han contribuido a hacer de ellos hombres señalados». En esta provincia ha nacido un número desproporcionado de oficiales imperiales de alto rango y un número igualmente elevado de reformadores y revolucionarios.

Inicialmente, la reacción del imperio chino ante la presencia de extranjeros fue nula. Sin embargo, en la década de 1870, se dio repentinamente comienzo al llamado movimiento de autofortalecimiento. Bajo el eslogan «prácticas extranjeras, esencia china», los reformadores argumentaron que si el país tenía acceso a un armamento moderno, se podría repeler a los invasores al tiempo que se preservaban inmutables las formas de vida confucianas. Pero se comprobó el error cuando China fue nuevamente derrotada de forma humillante en 1895, no por una potencia occidental sino, para convertir la injuria en humillación, por unos vecinos asiáticos, los japoneses, que hasta aquel momento habían sido despectivamente considerados enanos. Tres años después, un intento de reformar el sistema imperial, iniciado por el joven emperador Guangxu, fue aplastado por los conservadores que encabezaba la emperatriz viuda. Todo el mundo asumía que China sería repartida entre las potencias. La cuestión fue debatida en Londres, en la Cámara de los Comunes, y en 1898 la provincia de Hunan, al igual que toda la cuenca del río Yangzi, fue declarada parte de la esfera de influencia británica.[69] Llegó entonces la rebelión de los bóxers, el último espasmo de un régimen moribundo. Tanto para los progresistas chinos como para los extranjeros, el viejo orden había muerto. Sólo faltaba derribarlo.

Poco de todo esto afectó a Shaoshan. Las noticias se intercambiaban en las casas de té, donde había un tablón de anuncios, protegido por un dosel, en el que se colgaban las proclamaciones oficiales.[70] Los comerciantes iban y venían de Cantón, Chongqing en Sichuan y Wuhan en el Yangzi, a través del cercano puerto de Xiangtan, trayendo con ellos, como ocurría en la Europa medieval, las habladurías de los caminos. Aun así, los campesinos apenas oyeron más que vagos rumores sobre los bóxers, y absolutamente nada sobre la amenaza exterior que se cernía sobre China. Incluso la muerte del emperador, acaecida en 1908, no fue conocida en el pueblo hasta casi dos años después.[71]

Cuando tenía catorce años Mao tuvo conocimiento por primera vez de la difícil situación de su país, al leer un libro que tomó de uno de sus primos llamado Palabras de advertencia para una época opulenta, escrito poco después de la guerra chino-japonesa por un comerciante de Shanghai llamado Zheng Guanying.[72] Reclamaba la introducción de la tecnología occidental en China. Sus descripciones de los teléfonos, los barcos de vapor y el ferrocarril, que estaban más allá del entendimiento de un pueblo que nada sabía de la electricidad y donde la única fuerza motriz provenía de los animales de tiro y los músculos de los hombres, encendieron la imaginación de Mao.[73] En aquella época se pasaba el día entero trabajando en la granja. El libro, dijo posteriormente, fue el instrumento que le ayudó a inclinarse por el abandono de sus tareas en la granja y su nueva vuelta a los estudios.

Zheng Guanying denunciaba el trato que los occidentales infligían a los chinos en los puertos de los tratados. Apostaba por la democracia parlamentaria, una monarquía constitucional, métodos occidentales de educación y reformas económicas.

Pero esas ideas dejaron en Mao una huella menor que la ocasionada por un panfleto que le llegó a las manos unos meses después, en el que se describía la repartición de China entre las potencias.[74] Casi treinta años después Mao todavía recordaba la frase inicial: «¡China será dominada!». Explicaba cómo Japón había ocupado Corea y la isla china de Taiwan, y la pérdida de soberanía de China en Indochina y Birmania. La reacción de Mao fue la misma que la de millones de jóvenes patriotas chinos. «Cuando lo hube leído», recordaba, «me sentí deprimido ante el futuro de China y comencé a darme cuenta de que era el deber de todos contribuir a su salvación».

Otra influencia decisiva para Mao en aquel período fue la proliferación del bandidaje y los disturbios internos, síntoma del desmoronamiento del imperio Qing.

Las historias de rebeldes, como los ciento ocho héroes de Liangshanpo, de la novela A la orilla del agua, y de historias secretas y hermandades juradas comprometidas con hacer justicia a los agraviados y proteger a los pobres, cautivaron su mente desde que fue capaz de leer.[75] La mayoría de sus compañeros de clase en Shaoshan también devoraban aquellas historias, escondiéndolas bajo las copias de los clásicos cada vez que el maestro se acercaba; las comentaban con los ancianos del pueblo y las leían y releían hasta que se las aprendían de memoria. Mao reconocía haber recibido «una profunda influencia de aquellas obras, leídas a una edad muy impresionable», y nunca perdió su afición por ellas.

Sin embargo, mucho más importante en la formación de sus ideas fueron los disturbios que estallaron en Changsha en la primavera de 1910 por la escasez de alimentos, acontecimiento que, según dijo Mao años más tarde, «influyó decisivamente en mi vida».[76] El año anterior, el Yangzi se había desbordado en dos ocasiones, inundando la mayor parte de los arrozales del norte de Hunan y Hubei, habiendo ocurrido en la segunda ocasión tan repentinamente que «la gente tuvo que huir sin poder rescatar sus vestidos». El cónsul británico en Changsha, aludiendo a las concesiones de los tratados, se negó a aceptar la propuesta del gobernador de limitar las exportaciones de arroz a otras provincias. También lo hizo la aristocracia local, que vio en la hambruna una oportunidad de obtener suculentos dividendos, sumiendo a los mercados en el colapso.[77] A principios de abril el precio del arroz alcanzó las ochenta monedas de cobre por pinta, tres veces más que el precio habitual.[78] Las noticias llegadas del interior de la provincia hablaban de «gente comiéndose las cáscaras y vendiendo a los niños, de cuerpos amontonados a lo largo de los caminos y de canibalismo».[79]

El 11 de abril un porteador de agua y su mujer que vivían cerca de la puerta sur de la ciudad se suicidaron. Según uno de los relatos contemporáneos:

El hombre cargaba agua todo el día y su mujer y sus hijos mendigaban, y aun así no conseguían lo suficiente para saciar el hambre de los niños, a causa del altísimo precio del arroz. Un día la mujer y los niños regresaron después de mendigar todo el día, pero no había suficiente arroz para la cena de los chiquillos. Encendió un fuego y buscó algo de lodo para hacer unos pastelitos de barro y les dijo a los niños que los cociesen para la cena. Acto seguido se suicidó. Cuando el hombre regresó a casa encontró a su esposa muerta y a los pequeños intentando cocer sus pasteles de barro para la cena. Era más de lo que podía aguantar, de modo que también él se suicidó.[80]

El suicidio dio paso a una revuelta que el cónsul japonés juzgó «en nada distinta de una guerra».[81] La multitud se reunió en la puerta sur, atrapó al comisario de policía y después, instigados —según se dijo después— por los xenófobos ultraconservadores de la elite local de Changsha, comenzó una noche de arrebato y un día de fuego y pillaje dirigidos principalmente contra objetivos extranjeros; entre ellos, las compañías extranjeras de vapores, a las que acusaban de enviar el arroz río abajo y agravar la carestía del grano, el servicio de aduanas controlado por los extranjeros y las escuelas occidentales que difundían las enseñanzas extranjeras. Sólo al día siguiente, cuando se habían congregado hasta alcanzar la cifra de treinta mil, los insurrectos recordaron su ira contra las autoridades chinas y dirigieron su atención contra el yamen[T7] del gobernador, que entregaron a las llamas.[82] Unos diecisiete edificios, la mayoría ocupados por, o relacionados con, los extranjeros, fueron totalmente destruidos, y muchos otros fueron objeto de vandalismo.[83]

Las potencias reaccionaron de inmediato. A pesar de que ningún extranjero fue herido, Gran Bretaña envió buques armados por el río Xiang para rescatar a sus ciudadanos, y Estados Unidos alertó a su flota asiática, anclada en Amoy. Tiempo después impusieron una importante indemnización.

Pero lo más sintomático fue la respuesta del gobierno Qing. El gobernador y otros funcionarios fueron destituidos. Miembros de la elite local, entre ellos dos letrados de Hanlin,[T8] poseedores de la más elevada distinción literaria de China, fueron encausados por fomentar los disturbios y castigados con lo que fue llamada la «pena extrema», que significó poco más que una degradación de rango. Pero dos miserables ciudadanos, «infelices sin fortuna» como les llamó un residente extranjero, un barbero y un marinero, que supuestamente se contaban entre los líderes del levantamiento, fueron expuestos en las calles dentro de jaulas de mimbre hasta que llegaron a la muralla, donde fueron decapitados y sus cabezas colgadas de dos faroles.[84]

Durante algunos días, Mao y sus amigos no hablaron de otra cosa:

Me produjo una honda impresión. La mayoría de los estudiantes simpatizaban con los «insurrectos», pero sólo como observadores. No comprendían que aquello podía tener relación con sus propias vidas. Se interesaban simplemente porque era un asunto excitante. Yo nunca lo olvidé. Sentía que junto a los rebeldes había gente normal, como mi propia familia, y lamentaba profundamente el injusto trato que habían recibido.[85]

Unas semanas después ocurrió un nuevo incidente en una pequeña localidad llamada Huashi, a unos cuarenta kilómetros de Xiangtan.[86] Estalló una disputa entre un terrateniente local y algunos miembros de la Gelaohui (la Sociedad del Hermano Mayor), hermandad secreta con ramificaciones en Hunan y las provincias contiguas. El terrateniente llevó el caso a los tribunales y, en palabras de Mao, «como era poderoso … fácilmente compró una decisión favorable». Pero en lugar de aceptarlo, los miembros de la hermandad se retiraron a los frondosos montes de Liushan, donde construyeron un fortín.

Llevaban turbantes amarillos y ondeaban estandartes de tres puntas del mismo color. El gobierno provincial envió tropas y su empalizada fue destruida. Tres hombres fueron capturados, incluido su cabecilla, conocido como «Pang el fabricante de ruedas de molino». Confesaron bajo tortura que habían sido instruidos en los métodos y conjuros empleados por los bóxers, que creían que les harían invulnerables. Pang fue decapitado. Pero a los ojos de los estudiantes, escribió Mao, «él era un héroe, y todos sentíamos simpatía por la revuelta».

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