Mao

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2. Revolución

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2. Revolución

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Revolución

En la tarde del 9 de octubre de 1911, una bomba estallaba en la casa de un oficial del ejército chino, dentro de la concesión rusa de Hankou, la más importante ciudad comercial del centro de China, a dos jornadas río abajo desde Changsha.[1] El hombre que había estado fabricándola, Sun Wu, era el joven líder de la Sociedad del Progreso Unido,[2] facción de la Tongmenhui, la secreta Alianza Revolucionaria dirigida por el antimonárquico cantonés Sun Yat-sen.

Los amigos de Sun Wu consiguieron cobijarle en un seguro hospital japonés, pero la policía de la concesión registró la casa y encontró banderas y proclamas revolucionarias, además de un listado con los nombres de algunos activistas. Las autoridades Qing se lanzaron a la acción. Treinta y dos personas fueron arrestadas y, al amanecer del día siguiente, tres de los dirigentes fueron ejecutados. El gobernador manchú, Ruizheng, telegrafió a Pekín: «Ahora todo … está en paz y tranquilo. El caso se ha resuelto tan rápidamente que la región no ha sufrido daño alguno».

Las ejecuciones resultaron ser un error fatal. Se difundieron rumores entre las tropas Han acampadas a ambas orillas del río, en Wuchang, de que el gobernador planeaba represalias sistemáticas contra todos aquellos que no fuesen de sangre manchú. Aquel anochecer un batallón de ingeniería se amotinó. Los oficiales que se resistieron fueron acribillados. Dos regimientos de infantería se les unieron; después otro regimiento. La batalla más sangrienta, que se cobró varios centenares de vidas, tuvo lugar cerca del yamen del gobernador, defendido con ametralladoras. A primera hora de la mañana, Ruizheng huyó a bordo de un cañonero chino, abandonando la ciudad de Wuchang a manos de los insurgentes. Finalmente, se hacía justicia a años de agitación revolucionaria. Sin embargo, la victoria, cuando llegó, fue más despiadada y sangrienta de lo que habían planeado sus arquitectos. Las blancas banderas de los rebeldes, ribeteadas de rojo, llevaban el lema: «Xing han, mie man»,[3] «Larga vida a los Han, exterminemos a los manchúes». El trigésimo regimiento manchú fue virtualmente aniquilado en una masacre racial, seguida de una persecución civil organizada. Tres días después, un misionero local realizaba un recuento de ochocientos cadáveres manchúes amontonados por las calles, «cincuenta de ellos apilados en el exterior de una de las puertas de entrada a la ciudad».[4]

Aparecieron proclamas revolucionarias que encendieron aún más los ánimos. Los «descendientes de los sagrados Han», afirmaba una, estaban «durmiendo sobre la maleza y bebiendo hiel bajo el yugo de una tribu nómada del norte».[5] Otra diatriba advertía:

El gobierno manchú se ha mostrado tiránico, cruel, insensato e inconsciente, castigando con fuertes impuestos y privando al pueblo de su sustento … Recordad que cuando los manchúes penetraron por vez primera en los dominios de China, ciudades plenas de hombres y mujeres fueron pasadas por la espada sin excepción … Si dejásemos sin venganza los agravios hechos a nuestros antepasados, la vergüenza se cerniría sobre los hombres nobles como nosotros. Así que todos nuestros hermanos deberían … ayudar al ejército revolucionario a extirpar la plaga de estos bárbaros … El Cielo Supremo nos ha con cedido hoy esta oportunidad. Si no la aprovechamos y la consumamos, entonces, ¿hasta cuándo vamos a esperar?[6]

El mundo exterior no emitió juicio alguno. En Londres, The Times informó que los chinos de mejor educación apoyaban sin reservas la revolución, añadiendo jactanciosamente: «Poca simpatía se muestra por la corrupta y decadente dinastía manchú, con sus eunucos y otros bárbaros que les rodean».[7]

Pero se tenía poca consciencia de que se estaba construyendo la historia, de que los oscuros sucesos que envolvían Wuchang eran augurios de los cambios milenarios que acabarían por sobrevenir a la más antigua y poblada de las naciones del mundo. Nadie predecía el inminente derrumbe de un sistema de gobierno que había durado sin interrupción desde antes del nacimiento de Jesucristo, más que cualquier otro en la historia. De hecho, la impresión dominante en aquel momento, y durante algunas semanas más, era que la casa imperial se recuperaría y que, como había ocurrido a menudo en el pasado, la rebelión acabaría por ser derrotada.

Los depósitos bancarios entraron en una leve crisis, pero los mercados financieros reaccionaron con la convicción de que la situación probablemente resultaría beneficiosa para el comercio extranjero con China. Incluso en los periódicos en lengua inglesa de Shanghai, los primeros informes sobre la revolución se vieron obligados a competir en dimensiones con los del bombardeo italiano de Trípoli; el asesinato del príncipe Troubetzkoy por un estudiante en Novocherkassk; la enfermedad del príncipe Leopoldo, el nonagenario regente de Bavaria, que había cogido un resfriado durante la caza del ciervo; y, en la iglesia de San Pedro, en Eaton Square, la más brillante boda del año entre el conde Percy y lady Gordon Lennox.

Sólo en Pekín se reconoció la auténtica gravedad de la situación.[8] Se dobló la guardia en el exterior de los palacios del príncipe regente y de otros dignatarios; la caballería imperial patrullaba por las calles; y como llegaban informes de familias manchúes en las provincias que habían sido capturadas y asesinadas por la turba revolucionaria, las mujeres manchúes de la capital abandonaron sus elaborados ornamentos capilares y sus zapatos de tacón alto para comenzar a vestir ropajes chinos.

Mao estaba en Changsha cuando todos estos sucesos tuvieron lugar. Seis meses antes había llegado allí en bote por el río desde Xiangtan,[9] llevando con él una carta de recomendación de uno de sus profesores, que le había ayudado a convencer a su padre de que debía enrolarse en una escuela secundaria de la capital para estudiantes del distrito de Xiangxiang.

Antes de partir había oído, según indicó posteriormente, que se trataba de «un lugar magnífico», con «mucha gente, gran número de escuelas y el yamen del gobernador»,[10] pero su primera visión de la ciudad, mientras el pequeño vapor descendía lentamente por el río, superó sin duda lo imaginable.[11] Una «muralla perpendicular, de nobles bloques de piedra gris», se erguía desde la superficie del agua, con sus diecisiete metros de anchura en la base, extendiéndose más de tres kilómetros junto a un mar de juncos. Por tierra, continuaba durante doce kilómetros más, con terraplenes de trece metros de altura y lo suficientemente anchos para que tres carros circulasen uno al lado del otro, rodeando la ciudad como la fortaleza medieval que de hecho era. En cada distrito la muralla cedía ante dos enormes entradas, custodiadas por soldados que llevaban oscuros turbantes azules, cortos mantos militares de cuello rojo y guarniciones de colores brillantes, mangas sueltas y amplias, y pantalones de algodón atados a las pantorrillas. Iban armados con una variopinta colección de lanzas, picas, tridentes, espadas a dos manos, mosquetes, carabinas e incluso arcabuces.

Por todas partes se extendía un laberinto de tejados de tejas grises y «calles como túneles oscuros que penetraban hasta el corazón de la ciudad», pavimentadas con losas de granito, a menudo de menos de dos metros de ancho, y que apestaban a miseria y olores hediondos, a «todos los restos y la inmundicia de una muchedumbre que vive hacinada», como escribió un residente extranjero. Pero, escondidas a la vista, por detrás de muros sin aberturas, había también mansiones espléndidas en las que los grandes funcionarios vivían entre «patios cubiertos de flores, armoniosos salones de recepción con majestuosos muebles de madera negra y pinturas murales en rollos de seda», así como dos inmensos templos confucianos, con curvados techos de teja amarilla y vastas columnas de madera de teca, rodeados de viejos cipreses.

En el distrito comercial, durante el horario de apertura, los mostradores de madera de las tiendas se extraían de modo que éstas se abrían directamente a la calle, mientras se extendía una estera de bambú entre los postes de los tejadillos, convirtiendo así algunas partes de la ciudad en una inmensa arcada cubierta. Enormes anuncios colgantes de madera, escritos en caracteres dorados sobre un fondo lacado en negro, daban la bienvenida a los clientes en potencia y anunciaban los productos en venta.

Allí no había bicicletas, vehículos a motor ni rickshaws.[12] Los ricos usaban palanquines. Para el resto, el principal medio de transporte, tanto personas como mercancías, era la humilde carretilla. A lo largo del día, la ciudad resonaba con los chirridos que emitían aquellos ejes desengrasados, al tiempo que los trabajadores transportaban hasta los juncos que esperaban en el río pesadas cargas de carbón, sal, antimonio y opio; o petardos, calicó y lino; y suministros medicinales de dedalera, acónito y ruibarbo. El agua se cargaba a hombros, en barreños que colgaban de los extremos de barras de bambú, desde el «Manantial de Arena» hasta la puerta del sur. Los tenderos anunciaban sus mercancías a gritos, o daban a conocer su presencia agitando sonajas de madera y campanas. El vendedor de carne dulce tenía un gong diminuto y, con su fuerte acento de Hunan, entonaba:

Cura al sordo y alivia al cojo,

¡protege los dientes de las damas de edad![13]

Marchando en procesión, cantando oraciones para los enfermos, aparecían los monjes taoístas, con vestiduras azul oscuro, y los budistas, enfundados en color azafrán. Algunos mendigos, ciegos y mutilados de horripilante imagen se sentaban a un lado del camino pidiendo limosna, y cada año arrancaban una contribución a los propietarios de las tiendas, a cambio de la promesa de mantenerse a una distancia prudencial.

Al anochecer se desmontaban los mostradores. Los piadosos se postraban tres veces, ante el cielo, la tierra y el hombre, y colocaban durante la noche varillas de incienso que refulgían sobre sus puertas para protegerles de las adversidades. Las puertas de la ciudad se cerraban, cada una de ellas sellada con una enorme viga que sólo se podía levantar con la ayuda de tres hombres. Sólo había electricidad en el yamen del gobernador y en las casas de estilo occidental que había en una isla del río donde vivían los cónsules extranjeros. Pero en el resto de la ciudad, la única claridad provenía de las crepitantes mechas de unas pequeñas lámparas de aceite que financiaban los gremios de cada calle. Un poco más tarde también las puertas de los distritos se obstruían, aislando los diferentes barrios de la ciudad. Después de eso, el único sonido que se oía era el afilado crujir de la vara del vigilante al golpear un gran gong de bambú para alertar a los vigías de la noche.

Al principio, Mao dudó de si sería capaz de establecerse en la ciudad: «Yo [estaba] tremendamente excitado, temeroso de que no permitieran mi entrada, sin apenas atreverme a desear la posibilidad de convertirme en estudiante de esa gran escuela».[14] Para su sorpresa, fue admitido sin problema alguno. Sin embargo, los seis meses que pasó en la escuela secundaria hicieron más por su educación política que por su avance académico.

Changsha bullía en sentimientos antimanchúes desde los disturbios del año anterior.[15] Las sociedades secretas habían distribuido pancartas que, en un lenguaje críptico, incitaban a los Han para que se alzasen: «Todos deberíais envolver vuestras cabezas con pañuelos blancos y cada uno llevar una espada … Las dieciocho provincias de China volverán a los descendientes del [legendario emperador chino] Shen Nong». El eslogan «Revolución y expulsión de los manchúes» aparecía escrito en los muros.

Aquella primavera, poco después de la llegada de Mao, llegaron noticias de un nuevo levantamiento antimanchú en Cantón, liderado por un revolucionario de Hunan llamado Huang Xing, durante el cual habían sido asesinados setenta y dos radicales. Mao lo leyó en el Minli bao (La fuerza del pueblo), que apoyaba la causa revolucionaria. Era el primer periódico que le llegaba a las manos y, tiempo después, aún recordaba cuánto le había impresionado la gran cantidad «de materiales sugerentes» que contenía. En él, también por primera vez, encontró los nombres de Sun Yat-sen y la Tongmenhui, cuya base estaba radicada entonces en Japón. Ello le animó a escribir un cartel, que colgó en el muro de la escuela, pidiendo un nuevo gobierno con Sun como presidente, Kang Youwei como primer ministro, y Liang Qichao de ministro de Asuntos Exteriores. Era, como posteriormente admitiría, un intento «bastante confuso»: Kang y Liang eran monárquicos constitucionales, opuestos a un gobierno republicano. Pero la nueva voluntad de Mao de rechazar el imperio y el hecho de que se hubiese sentido por vez primera impelido a expresar públicamente sus ideas políticas mostraban hasta qué punto unas semanas en la ciudad habían logrado cambiar sus ideas.

Pero era su actitud ante la coleta lo que evidenciaba de una manera más radical aquellos cambios.[16] En Dongshan, él y otros compañeros se habían mofado de uno de los profesores cuando se había cortado la coleta mientras estudiaba en Japón y la había reemplazado por otra postiza. El «falso demonio extranjero», le llamaban. Ahora, en cambio, Mao y uno de sus amigos cortaron sus propias coletas como muestra de provocación antimanchú y, cuando otros que habían prometido seguir el mismo camino no cumplieron su palabra, «mi amigo y yo … les atacamos por sorpresa y les rebanamos las trenzas, hasta que, en total, más de diez cayeron presa de nuestras cizallas». Escenas similares se habían sucedido en las escuelas de Changsha y Wuchang desde comienzos de año, escandalizando a las autoridades manchúes, no menos que, por distintas razones, a los más tradicionales, que sostenían que el cabello era un don de los progenitores y su destrucción una violación de la piedad filial.[17]

En abril tuvieron lugar dos nuevos sucesos que situaron a la burguesía de Hunan del lado de los revolucionarios. La corte anunció la nominación de un gabinete, una demanda de las elites como paso previo hacia un gobierno constitucional. Pero, para las iras de los reformistas, el gabinete estaba dominado por príncipes manchúes. Además se supo que el gobierno pretendía nacionalizar las compañías ferroviarias como antesala a la aceptación de préstamos extranjeros para financiar la construcción de ferrocarriles, lo que se interpretó como una ganga para las potencias occidentales. Estas noticias, recordaba Mao, provocaron que los estudiantes de las escuelas se tornasen «más y más agitados» y cuando en mayo se confirmaron los préstamos extranjeros, la mayoría de los estudiantes se lanzó a la huelga.[18] Junto a otros muchachos de su edad, Mao fue a escuchar los discursos revolucionarios de los estudiantes más veteranos en reuniones al aire libre fuera de las murallas de la ciudad.[19] «Todavía recuerdo», escribió años más tarde, «cómo uno de los estudiantes, mientras realizaba su discurso, se arrancó su larga toga y dijo “Vayamos inmediatamente a tomar instrucción militar y a prepararnos para la lucha”». Se colgaron folletos provocadores y la situación se tornó tan amenazadora que británicos y japoneses enviaron cañoneros. En verano se restableció una calma precaria, pero las reuniones antimanchúes continuaron en el mismo lugar en que se habían celebrado los antiguos exámenes imperiales. La burguesía reformista se congregaba con la excusa de celebrar encuentros de la Wenxuehui, la Asociación Literaria, para discutir el inminente derrumbe de la dinastía.[20] Mientras, en la limítrofe provincia de Sichuan, había estallado una rebelión a gran escala.

El viernes 13 de octubre, un vapor chino atracó en Changsha, trayendo con él los primeros y confusos informes del levantamiento de Wuchang.[21] Los pasajeros hablaban de enfrentamientos entre las unidades del ejército, del sonido de disparos procedentes de los campos militares y de noticias de soldados arrancándose los ribetes y las insignias rojas de sus negros uniformes de invierno para colocar en su lugar brazaletes de color blanco.[22] Pero nadie parecía estar seguro de quién luchaba con quién ni cuál había sido el resultado final. En 1911, la capital de Hunan estaba unida al mundo exterior por una única línea de telégrafo hasta Hankou, que aquel fin de semana había dejado de funcionar.[23] Incluso los funcionarios del yamen del gobernador no disponían de medios para descubrir lo que se estaba gestando.

El lunes siguiente, día 16, hubo disturbios en los bancos provinciales,[24] que sólo acabaron cuando el gobernador envió destacamentos militares fuertemente armados para montar guardia en el exterior. El cónsul británico, Bertram Giles, advirtió a su legación de Pekín: «Las noticias son escasas, los rumores descabellados se suceden y domina una gran excitación».[25] Al anochecer llegó un vapor japonés desde Hankou con un centenar de pasajeros a bordo que ofrecieron relatos detallados del éxito de los revolucionarios.[26] Al día siguiente, anotaba el cónsul Giles, «era perceptible un cambio en la situación».[27]

Entre los recién llegados había algunos emisarios de los revolucionarios de Wuchang, que habían ido hasta allí para instar a los colegas revolucionarios de la guarnición de Hunan para que se apresurasen en sus planes de amotinamiento. Uno de ellos se acercó a la escuela de Mao:

Con el permiso del director, pronunció un discurso conmovedor. Siete u ocho estudiantes se levantaron en medio de la asamblea y se unieron a él en vigorosas denuncias contra los manchúes y proclamas para la acción en favor del establecimiento de la república. Todos los asistentes escuchaban absortos. No se oía sonido alguno mientras aquel orador revolucionario hablaba ante los estudiantes.[28]

Algunos días después, Mao y un grupo de compañeros, exaltados por lo que habían oído, decidieron desplazarse hasta Hankou para unirse al ejército revolucionario. Sus amigos recogieron dinero para pagarse sus pasajes en un vapor. Pero los hechos se avanzaron a ellos antes de que pudiesen partir.

Mientras los revolucionarios se conjuraban, el gobernador tomó medidas disuasorias.[29] Los regimientos cuadragésimo noveno y quincuagésimo de las tropas regulares acampadas, que se sabían infiltradas por radicales, fueron redestinados a otros distritos alejados de la capital. Los seiscientos hombres que se quedaron, acantonados en los barracones del exterior de la puerta este, fueron obligados a entregar su munición. En su lugar, a la milicia, considerada más fiel, se la equipó generosamente.

El primer intento revolucionario de tomar estratégicamente la ciudad, el miércoles por la noche, fracasó. Los hombres de la puerta este abrieron fuego demandando que las puertas de la ciudad fuesen abiertas para permitir el paso de los artificieros. La milicia, declarándose neutral, no accedió. Pero, en la confusión, los acampados recuperaron la mayor parte de su munición, que había sido confinada en un arsenal cercano. En consecuencia, el siguiente asalto, la mañana del domingo, tomó unos derroteros muy distintos.[30] Mao ofreció su propio relato de lo que pudo contemplar aquel día:

Fui a pedir unas [botas impermeables] a un amigo del ejército que estaba acuartelado en el exterior de la ciudad. Los guardias de la guarnición me detuvieron. Aquel lugar se había vuelto muy inestable; los soldados … se introducían por las calles. Los rebeldes se aproximaban a la ciudad … y los enfrentamientos ya habían empezado. Una gran batalla se organizó fuera de las murallas … Al mismo tiempo se produjo un levantamiento en el interior de la ciudad y las puertas fueron asaltadas y tomadas por trabajadores chinos. Volví a entrar a la ciudad por una de las puertas. Entonces me deslicé hasta un lugar elevado y contemplé la batalla, hasta que vi la bandera de los Han que se izaba sobre el yamen.[31]

Incluso hoy en día resulta una lectura estimulante. Desgraciadamente, hay tan poca verdad en ello que se puede perdonar a los que cuestionan que Mao estuviese en realidad allí. No hubo rebeldes, ni batalla, ni levantamiento alguno, y las puertas de la ciudad no fueron asaltadas. El señor Giles, el cónsul británico, informaba de ello con frialdad:

A las nueve y media de la mañana [me avisaron de] … que un número destacable de tropas regulares había penetrado en la ciudad, donde se habían unido a algunos representantes revolucionarios y habían marchado hasta el yamen del gobernador … La milicia, manteniendo su política de neutralidad, se negó a cerrar los accesos a la ciudad [que habían estado abiertos durante el día]; y los guardias del gobernador, previamente persuadidos, no ofrecieron resistencia. A las dos de la tarde la ciudad estaba por entero en manos de los revolucionarios, sin que se hubiese lanzado un solo disparo, mientras la bandera blanca [de los rebeldes] ondeaba por todas partes, y guardias con insignias blancas en sus brazos patrullaban por las calles para mantener el orden; la excitación de la mañana había amainado con la misma velocidad con que había surgido.[32]

Las discrepancias son un sano recordatorio de los riesgos que conllevan los testimonios visuales décadas después de los hechos.[33] Sin embargo, no es sorprendente la grandilocuencia de Mao. Siendo un exaltado adolescente, estuvo presente en uno de los momentos cruciales de la historia moderna de China. Años después, como dirigente comunista, sus recuerdos, más que de lo que efectivamente ocurrió aquel día, eran de lo que tendría que haber ocurrido.

El gobernador y la mayoría de sus veteranos colaboradores lograron escapar. Pero los comandantes de la milicia, a quienes los soldados acusaban de haberles confiscado la munición, fueron conducidos más allá de la puerta este y decapitados. Otros oficiales fueron ejecutados cerca del yamen; sus cuerpos y sus cabezas ensangrentadas fueron abandonados en las calles.[34]

Tanto en Wuchang, donde los dirigentes revolucionarios civiles habían promovido revueltas en respuesta a la incursión que siguió a la bomba de Sun Wu, como en Changsha, donde los planes revolucionarios habían sido aplazados por las medidas del gobernador, la fuerza dirigente que respaldaba a los insurrectos consistía en oficiales radicales fuera de servicio y militares con y sin rango. Una vez alcanzada la victoria, se produjo una considerable confusión acerca de quién debía liderar el nuevo orden revolucionario.

En Hubei,[35] un comandante de brigada, Li Yuanhong, que inicialmente se había opuesto al motín, aceptó, aunque reacio, ser elegido gobernador militar. Aquel mismo día publicó una proclamación en la que otorgaba al país el nuevo nombre de República de China, sin poder adivinar que menos de seis meses después se convertiría en vicepresidente en Pekín y, con el tiempo, en jefe de Estado.

La situación en Changsha era más compleja.[36] A las pocas horas del inicio del levantamiento, el extravagante y joven dirigente de la rama de Hunan de la Sociedad del Progreso Unido, Jiao Dafeng, fue proclamado gobernador militar, con un destacado dirigente de la elite reformista de la ciudad, Tan Yankai, como su homólogo civil. De figura gallarda, cabalgando por las calles entre las aclamaciones del populacho, Jiao mantenía estrechos vínculos con las sociedades secretas de Hunan.[37] Sus líderes acudieron a la capital provincial para ayudarle a consolidar el poder (y para compartir los honores de la victoria), convirtiendo el yamen, en palabras de una fuente contemporánea, en «una especie de guarida de bandidos».

No era eso lo que la burguesía revolucionaria de Changsha había vaticinado. Cuatro días después del levantamiento, el cónsul Giles informó que las tensiones dentro del grupo dirigente habían alcanzado tales derroteros que «se desenfundaban los revólveres y se afilaban las bayonetas».[38] Jiao cometió entonces el fatal error de enviar sus propias unidades, las más leales, a ayudar a los revolucionarios de Wuchang. El 31 de octubre, el segundo de Jiao cayó en una emboscada en el exterior de la puerta norte y fue decapitado, después de lo cual, en palabras del cónsul, «los soldados entraron en la ciudad portando su cabeza y asesinaron a Jiao en su propio yamen».[39] Había sido gobernador durante sólo nueve días.

Mao vio los cadáveres de esos dos hombres sobre el pavimento. Años más tarde recordaría sus muertes como una lección ejemplar de los peligros que conllevan las iniciativas revolucionarias. «No eran malos hombres», decía, «y tenían algunos objetivos revolucionarios». Fueron asesinados, añadía, porque «eran pobres y representaban los intereses de los oprimidos. Los terratenientes y los comerciantes no estaban satisfechos con ellos».[40] Pero no era tan simple. El régimen de Jiao fue demasiado breve para que nadie pudiese saber qué derroteros tomaría su política. Sin embargo, no hay duda de que la elite provincial le veía como una amenaza. Su sucesor, el reformista Tan Yankai, que juró como gobernador aquel mismo día, era uno de ellos, un erudito de Hanlin nacido en una eminente familia burguesa.

La situación en Changsha, y en todo el valle del Yangzi, continuaba inestable en extremo. Un patético edicto, emitido en el nombre del emperador, que tenía sólo seis años, declaraba:

El imperio entero está en ebullición. La mente del pueblo permanece inquieta … Todo ello es por mis propios errores. Por la presente anuncio al mundo que prometo realizar reformas … Los soldados y el pueblo … de Hubei y Hunan son inocentes. Si retornan a su lealtad, quedarán eximidos de culpa por lo ocurrido. Soy una persona insignificante al cargo de sus súbditos que contempla cómo su herencia está a punto de desvanecerse. Lamento mis equivocaciones y me arrepiento profundamente.[41]

A principios de noviembre en Hong Kong se rumoreaba que Pekín había caído y la familia imperial había sido hecha prisionera, provocando «extraordinarias escenas de entusiasmo». Resultó falso, pero los residentes en la capital informaron de que estaban en «un estado de sitio»; los cañones habían sido instalados en los muros de la Ciudad Prohibida. Entonces llegaron noticias, inmediatamente desmentidas, de que el emperador había escapado a Manchuria.[42] Pero al mismo tiempo había señales de que el imperio se defendía con fuerza. Apenas cuatro de las capitales provinciales estaban controladas sólidamente por los revolucionarios.[43] Las tropas leales al trono contraatacaron en Hankou lanzando granadas incendiarias fabricadas en Alemania, y la mayor parte de la ciudad china ardió hasta los cimientos. Poco después las fuerzas imperiales tomaron Nanjing. Cualquier chino que fuese hallado sin coleta era ejecutado sumariamente. Los estudiantes que, al igual que Mao, se la habían cortado a principios de año se escondían ahora aterrorizados.[44]

Con la incertidumbre de no saber hacia dónde se decantaría la balanza, Mao retomó su plan inicial de unirse a las fuerzas revolucionarias.[45] Se había organizado un ejército estudiantil, pero, teniendo en cuenta que no se sabía cuál sería su función, decidió enrolarse en una unidad del ejército regular. Muchos otros habían hecho lo mismo. Los reclutamientos durante las primeras semanas de la revolución sobrepasaron en Hunan la cifra de cincuenta mil.[46] No hay que olvidar que, dada la incertidumbre dominante y el hecho de que la violencia se había ensañado con los perdedores, no se trataba de una acción de poca osadía. Muchos de los nuevos reclutas estaban siendo enviados a Hankou, donde los revolucionarios resistían feroces ataques de las unidades del ejército imperial. Un residente extranjero describió la lucha como «posiblemente la más sangrienta … que jamas haya tenido lugar. Día y noche, ya durante cuatro días, la batalla ha rugido sin parar … Se trata, en ambos bandos, de una matanza terrible».[47] Incluso para los que, como Mao, permanecían en Changsha, la vida bajo la ley marcial era brutal y, a menudo, peligrosamente corta. El cónsul Giles informaba: «Las reyertas son continuas, entre los soldados o entre ellos y los civiles … Un hombre, supuestamente un espía manchú, fue descuartizado en la calle por la soldadesca. Entonces arrancaron su cabeza y la llevaron hasta el yamen del gobernador. A otro hombre se le marcó una especie de triángulo … y lo perforaron a balazos»[48].

Hubo intentos de motín y, en una ocasión, se ordenó al regimiento de Mao que evitase que algunos millares de soldados rebeldes penetrasen en la ciudad.[49] Un veterano comandante chino se lamentaba de la total falta de disciplina de los hombres: «Creen que la destrucción es algo meritorio y que el desorden es la conducta más correcta. Se confunde la insolencia con la igualdad y la coerción con la libertad».[50] Ante la amenaza de anarquía, la legación norteamericana en Pekín ordenó a sus ciudadanos que abandonasen Hunan hasta que retornase la tranquilidad.

La compañía a la que pertenecía Mao se acuarteló en el Palacio de Justicia,[51] que se había instalado en el edificio de la antigua asamblea provincial. Los nuevos reclutas dedicaban buena parte de su tiempo a realizar tareas para los oficiales e iban a por agua hasta el Manantial de la Arena, en la puerta sur. Muchos eran analfabetos, «portadores de palanquines, rufianes y mendigos»,[52] cuya idea de la milicia consistía en plagiar los ademanes de los personajes militares de la ópera china tradicional, tal como sarcásticamente indicaba una fuente contemporánea. Mao se hizo popular escribiendo cartas para ellos. «Sabía algo de libros», dijo posteriormente, «y ellos me respetaban por mi “gran educación”». Por vez primera en su vida entró en contacto con algunos trabajadores, dos de los cuales, un minero y un herrero, le complacían especialmente.

Pero su celo revolucionario tenía límites. «Al ser un estudiante», explicaba, «no podía consentir en cargar [el agua]», como hacían los otros soldados. En lugar de ello, pagaba a los vendedores para que la transportasen por él,[53] mostrando precisamente el mismo elitismo intelectual que condenaría durante sus últimos años. Y mientras algunos de los hombres de su regimiento hicieron voto de conformarse con una paga de dos dólares para la manutención mensual hasta que la revolución triunfase, Mao tomaba los siete dólares de la paga completa.[54] Después de pagar la comida y a los porteadores de agua, gastaba todo lo que le quedaba en periódicos, de los que se convirtió en ávido lector, hábito que conservó durante el resto de su vida.

A principios de diciembre tuvieron lugar dos sucesos que marcaron el final de la resistencia manchú. Las tropas imperiales abandonaron Nanjing, el último de sus bastiones en el sur. Por otra parte, Yuan Shikai, antiguo gobernador de Zhili y el más destacado líder del norte de China, en quien la corte había confiado para actuar como primer ministro interino, aprobó un alto el fuego en Wuchang.

En Changsha, las noticias provocaron una nueva orgía de cortes de coletas, esta vez impulsada por las tropas. El cónsul británico, Bertram Giles, se sintió ultrajado:

Protesté firmemente [ante] … las autoridades, [diciéndoles] que una de las primeras obligaciones de un gobierno era velar por la seguridad pública y que, si permitían a los soldados cometer asaltos con total impunidad, entonces ellos no podrían continuar atribuyéndose el título de gobierno, sino que serían una facción anarquista.[55]

Otros, con mejor sentido del humor, se fijaban en los aspectos absurdos:

Granjeros y campesinos … llegaban del campo hasta las puertas de la ciudad, llevando cargas enormes de arroz y verduras, o tirando de pesadas carretillas. Los guardas les asaltaban, agarraban las coletas de los hombres y las cortaban con la espada o las segaban con enormes tijeras. Para algunos, la pérdida de aquella coleta que habían cepillado y trenzado tan laboriosamente desde su tierna infancia era como separarse de un miembro. Vimos a algunos de ellos arrodillados, postrándose ante los guardias mientras imploraban un retraso en la ejecución de su pena … Pero antes de que acabase la semana, todos los habitantes de las ciudades y los pueblos del centro de China se habían librado de este símbolo del control manchú.[56]

Cautos ante los cambios políticos, al principio, muchos decidieron enrollarse bajo el turbante una coleta postiza, preparada para el retorno de los manchúes. Pero eso no ocurriría. El día de Año Nuevo de 1912, el veterano revolucionario Sun Yat-sen juró en Nanjing el cargo de presidente, el primero de la historia de China. Para celebrar la ocasión, las autoridades de Changsha organizaron un desfile militar: «Sonaron las cornetas, ondearon las banderas, las bandas tocaron y los soldados entonaron cantos lascivos … De cada tienda pendía una bandera multicolor. Dos franjas rojas en los bordes y una franja central amarilla».[57] Se habló de enviar una fuerza expedicionaria a Pekín para obligar a Yuan Shikai y los militares del norte a aceptar la autoridad de Sun, y se celebraron reuniones multitudinarias para rechazar el nombramiento de Yuan Shikai como jefe de Estado.[58] Sin embargo, como recordaba Mao, «en el momento en que en Hunan se preparaban para la acción, Sun Yat-sen y Yuan Shikai alcanzaron un acuerdo y la inminente guerra llegó a su fin». El 12 de febrero, el emperador abdicó y, dos días más tarde, Sun cedió en favor de Yuan.

Mao continuó en el ejército hasta la primavera. Entonces, el coste del mantenimiento de las abultadas filas de las fuerzas revolucionarias obligó al total desmantelamiento.[59] «Creyendo que la revolución había terminado», dijo posteriormente Mao, «decidí volver a mis libros. Había servido como soldado durante medio año»[60].

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