Mao

Mao


4. Efervescencia de «ismos»

Página 14 de 131

4. Efervescencia de «ismos»

4

Efervescencia de «ismos»

«Pekín es como un crisol», escribió Mao, «donde uno no puede evitar ser transformado»[1]. El tren se arrastró lentamente hasta el otro lado de las macizas murallas de ladrillo gris, junto a los baluartes almenados de la ciudad tártara, antiguo símbolo de la gloria y el poder de antaño. Cuando se detuvo en la nueva estación de estilo occidental, símbolo de la dependencia de la ciudad ante la tecnología y las ideas extranjeras, aquel joven estudiante del sur penetró en un mundo en plena efervescencia política e intelectual. Siete meses más tarde, emergería de allí con ideas muy distintas sobre cómo salvar China.

Antes de partir de Changsha, Mao mantenía serias dudas sobre si deseaba viajar a Francia con los demás.[2] La primera dificultad era el dinero. A pesar de que podía reunir los doscientos yuanes para el pasaje del barco, explicaba a un amigo, no tenía medios para conseguir los cien yuanes adicionales que eran necesarios para los cursos de idiomas. La lengua, de hecho, parece haber sido el quid de la cuestión: Mao luchó toda su vida para dominar el inglés, a pesar de que, en realidad, sólo aprendió a leerlo con la ayuda del diccionario; hablarlo quedaba fuera de sus posibilidades. El francés, concluyó, sería aún peor. Su oído para los idiomas era tan pobre que incluso las lecciones de mandarín eran un desafío para él, y hasta el final de sus días conservó un fuerte acento de Hunan que las gentes de su provincia identificaban de inmediato como el habla de los de Xiangtan. Pero además había otros motivos. Mao todavía consideraba que su futuro estaba vinculado a la enseñanza. «Claro que ir [a aprender idiomas] es una posibilidad», admitía, «pero no es tan positivo como dedicarse a la docencia … La enseñanza es, por definición, superior». Además, estaba convencido de que sería importante que no todos los miembros de la Asociación de Estudios del Nuevo Pueblo abandonasen China al mismo tiempo. Si Cai Hesen y Xiao Yu iban juntos a Francia, razonaba, él debía quedarse para asegurarse que la sociedad continuaría fomentando las reformas. De todos modos, si el problema del idioma no hubiese sido un obstáculo tan insuperable, los otros factores no se habrían mostrado tan amenazadores para Mao.

En sus conversaciones con Edgar Snow, años después, ofreció una interpretación distinta del asunto. «Sentía que no sabía lo suficiente de mi propio país y que sería más útil en China», dijo.[3] «Tenía otros planes».

El profesor Yang, en cuya casa Mao y Xiao Yu se alojaron por un tiempo después de su llegada a Pekín, entregó una carta de presentación al bibliotecario de la universidad, Li Dazhao, quien le procuró trabajo como ayudante.[4] Li era sólo cinco años mayor que Mao, pero su categoría intelectual y su eminencia nacional le situaba en una generación diferente. Li, hombre físicamente proporcionado y digno, de ojos penetrantes y un negro e incipiente mostacho, cuyas gafas de alambre le hacían parecer un Bakunin chino, se había unido hacía poco tiempo a Chen Duxiu, jefe del Departamento de Comunicaciones, como coeditor de Nueva Juventud, la revista predilecta de Mao. Trabajar en aquel ambiente, en una habitación junto al despacho de Li, en la torre sureste de la vieja biblioteca de la universidad, no lejos de la Ciudad Prohibida, era, con toda seguridad, cuanto Mao podía desear. Había conseguido, como dijo con orgullo a su familia, «un cargo … como miembro del personal de la Universidad de Pekín».[5] Sonaba maravilloso. Pero la realidad era abrumadoramente decepcionante:

Mi empleo era tan insignificante que la gente me evitaba. Una de mis responsabilidades era registrar el nombre de la gente que venía a leer los periódicos, pero para la mayoría de ellos yo ni siquiera existía como ser humano. Entre los que vinieron a leer pude reconocer los nombres de figuras famosas del movimiento de «renacimiento» [chino], hombres … por los que yo sentía fascinación. Intentaba entablar conversación con ellos sobre cuestiones políticas y culturales, pero estaban demasiado ocupados. No tenían tiempo para escuchar a un ayudante de biblioteca hablando en un dialecto del sur.[6]

Una vez más, Mao era un pez insignificante en un estanque demasiado grande. A través de sus recuerdos, de casi veinte años después, todavía se puede percibir un persistente resentimiento. Cuando en una ocasión intentó lanzar una pregunta al final de una conferencia de Hu Shi, pionero del uso de la lengua vernácula en la literatura, entonces completando su imprescindible Breve historia de la filosofía china, aquel gran personaje, dos años mayor que Mao, al descubrir que su interlocutor no era un alumno sino un simple asistente de la biblioteca, no le prestó atención alguna.[7] Igualmente distantes se mantenían los dirigentes estudiantiles más jóvenes que él, como Fu Sinian, poco después miembro de la Sociedad de la Nueva Ola (Xinchao), el más influyente de los grupos reformistas de la Universidad de Pekín.[8]

Para empeorar más su situación, la vida en la capital era cara, y los ocho dólares al mes que le pagaban —la mitad del sueldo de un conductor de rickshaw— sólo cubrían sus necesidades más perentorias. Junto a Xiao Yu y otros seis hunaneses alquiló una habitación en una casa tradicional de tejadillo gris, una vivienda de una sola planta construida alrededor de un pequeño patio, a unos tres kilómetros de la universidad, en Sanyanjing (el Pozo de los tres ojos), zona cercana a Xidan, concurrida calle comercial al oeste de la Ciudad Prohibida. Estaba desprovista de agua corriente y luz eléctrica. Entre todos, aquellos ocho hombres poseían apenas un único abrigo, lo que significa que en la época fría, cuando las temperaturas llegaban a los diez grados bajo cero, tenían que salir por turnos. Había una pequeña estufa en forma de cazuela honda que servía para cocinar, pero no tenían dinero para comprar los bloques de carbón prensado y barro compactado que se usaban para calentar el kang —la cama de ladrillo tradicional del norte, cubierta de fieltro, con un brasero en su parte inferior—, y por la noche se acurrucaban todos juntos para calentarse. «Cuando nos apiñábamos en el kang, apenas había espacio en la habitación para respirar», recordaba Mao. «Normalmente tenía que avisar a los que estaban a mi lado cuando me disponía a cambiar de postura»[9].

Sin embargo, paulatinamente comenzó a encontrar su lugar en la ciudad. Uno de los que le animaban era Shao Piaoping, un escritor que dirigía la Sociedad de Investigación Periodística, al que, años después, Mao recordaba como «un liberal y un hombre de un idealismo fervoroso y buen carácter».[10] También conoció a Chen Duxiu, cuya insistencia en la transformación total de la cultura china tradicional como requisito para la modernización le influyó «quizá más que ninguna otra cosa», aclaró tiempo después.[11] Asistía a las reuniones de la Sociedad Filosófica, y él y sus compañeros se imbuían de las «más recientes teorías» que se difundían en los grupos de discusión y en las revistas que se distribuyeron aquel verano y durante la primavera siguiente por todo el campus.[12]

Como otros jóvenes chinos que habían recibido una educación, Mao todavía seguía «buscando un camino»,[13] perplejo, pero al mismo tiempo fascinado, por la abundancia de ideas chinas y occidentales que se confirmaban y contradecían alternativamente: «Mi mente consistía en una curiosa mezcolanza de liberalismo, reformismo democrático y socialismo utópico», recordaba. «Albergaba pasiones ciertamente vagas por la “democracia del siglo XIX”, el pensamiento utópico y el liberalismo anacrónico, pero era decididamente antiimperialista y antimilitarista»[14].

Su tendencia utópica provenía de Jiang Kanghu,[15] líder de influencia anarquista del Partido Socialista Chino, cuyos escritos habían llegado a manos de Mao durante la Revolución de 1911, cuando era soldado en Changsha; y de Kang Youwei,[16] que había intentado conciliar la universalidad materialista del universo euclidiano con el idealismo tradicional chino, esbozando un reino de gran armonía en el que la familia y la nación estaban destinadas a marchitarse y los ciudadanos del mundo vivirían en comunidades económicas autogestionadas sin distinción de raza y de sexo. En una ocasión, entusiasmado con semejantes ideas, Mao imaginó un tiempo en que «todos los que están bajo el cielo se convertirán en sabios … Destruyamos todas las leyes seculares, respiremos el aire de la armonía y bebamos de las olas de un mar cristalino».[17] Pero unos meses después tiraba de las riendas de su imaginación: «Estoy seguro de que una vez penetremos [en un mundo así]», escribió, «la competencia y la rivalidad van a echarlo todo al traste».[18] A pesar de que lo que había de visionario en Mao nunca alcanzó el sueño romántico y utópico de Kang, siempre había una parte de él que anhelaba ser un rey sabio, libre para vagar, como dijo él mismo, por «un mundo celestial, deseando compartir su transformación celestial con todos los seres vivos».[19]

De Liang Qichao tomó la convicción de que el nuevo orden no podía ser edificado a menos que se destruyese el antiguo. Adam Smith, Huxley y Spencer le aportaron lo que él definía como «liberalismo anticuado», mientras que el estratega y filósofo de la dinastía Ming, Wang Yangming, le inspiró con su vinculación del hombre y la sociedad, la teoría y la práctica, el conocimiento y la voluntad, y el pensamiento y la acción. De Wang Fuzhi, patriota hunanés Ming, heredó la imagen de un mundo en constante fluir, en el cual la mutabilidad de las cosas, insinuada por las contradicciones dialécticas inherentes al mundo material, era el principio básico que impulsaba el progreso en la historia.[20]

La síntesis que Mao elaboró de las ideas de estos personajes no fue en absoluto acrítica. Trataba de sopesar cada proposición antes de aceptarla o rechazarla y, a menudo, asumía una noción sólo para descartarla unos meses después.[21] Durante el proceso Mao se esforzaba por realizar un enfoque más político que, en sus propias palabras, «combinaba la clarividencia que nace de la introspección … con el conocimiento que se origina en la observación del mundo exterior».[22]

El objetivo era encontrar una doctrina global que fundiese esos elementos dispares en un todo coherente.

El marxismo no fue su primera elección. En 1918 ninguna de las obras de Marx o Lenin había sido traducida al chino. Aquel verano había aparecido un artículo sobre la revolución bolchevique en una revista anarquista de Shanghai.[23] Pero su distribución fue limitada y, en noviembre, cuando Li Dazhao publicó en Nueva Juventud su primer artículo relevante en chino sobre el tema, se trataba de una cuestión tan desconocida que el impresor en una ocasión transcribió el término «bolchevismo» como «Hohenzollern».[24] Incluso el mismo Li, a pesar de su entusiasta afirmación de que «el mundo de mañana … pertenecerá sin duda a la bandera roja», no parecía estar muy seguro de lo que representaba el partido bolchevique. «¿Qué clase de ideología sostiene?», preguntaba. «Es difícil explicarlo con claridad en una sola oración». No obstante, decía a sus lectores, era indudable que los bolcheviques eran socialistas revolucionarios que seguían las doctrinas del «economista alemán Marx», y pretendían destruir las fronteras nacionales y el modo de producción capitalista.

Mao leyó sin duda este artículo, pero no parece que suscitase en él una impresión memorable y, por consiguiente, nunca lo mencionó. En lugar de ello, se sintió atraído por el anarquismo, en aquella época fomentado con vehemencia por grupos de exiliados chinos de París y Tokio. Su atractivo residía en el rechazo de la autoridad, en consonancia con los esfuerzos de la nueva China por romper con las asfixiantes convenciones del sistema familiar confuciano, así como con su concepción del cambio social como generador de una nueva era de paz y armonía. Habían sido los anarquistas quienes habían creado el programa de envío de jóvenes chinos para compaginar el estudio con el trabajo, del que tomaban parte Mao y la Asociación de Estudios del Nuevo Pueblo. Lo que los chinos que habían recibido una educación tenían en mente cuando hablaban de «revolución social» no era otra cosa que el anarquismo, no el marxismo.[25] Incluso la milenarista descripción del bolchevismo de Li Dazhao, una «marea irresistible» que anunciaba el amanecer de la libertad, fue vertida en términos anarquistas. «No habrá congreso, ni parlamento, ni primer ministro, ni gabinete, ni legislatura, ni gobernante», había escrito.[26] «Sólo habrá los soviets unidos en el trabajo que … van a fusionar el proletariado del mundo y portarán la libertad total … Ésta es la nueva doctrina de la revolución del siglo XX». Hasta principios de los años veinte, los marxistas y anarquistas chinos seguían considerándose hermanos dentro de la misma familia socialista, combatiendo un único enemigo aunque con diferentes medios.

La Universidad de Pekín se convirtió, bajo la influencia de Cai Yuanpei, su exaltado rector, en un importante centro de actividades anarquistas.[27] Se ofrecían clases de esperanto, el idioma que los anarquistas habían escogido para su nuevo mundo sin fronteras. Los estudiantes distribuían de manera clandestina copias del Fuhuzhi (Colección de ensayos sobre la doma de tigres), de Liu Shifu, fundador de la Huiming xueshe, asociación con el singular nombre de Sociedad de los Gallos Cantores en la Oscuridad, que proponía «el comunismo, el antimilitarismo, el sindicalismo, la contrarreligión, el antifamiliarismo, el vegetarianismo, el lenguaje internacional y la armonía universal».[28]

Para Mao, el anarquismo fue una revelación.[29] Años después admitió que había «apoyado muchas de sus propuestas» y había dedicado largas horas a discutir su posible aplicación en China. Sus ideas emergían gráficamente en un artículo escrito en verano de 1919:

Hay un partido extremadamente violento que sigue el método de «haz a los otros lo que ellos te hagan» para luchar desesperadamente para acabar con los aristócratas y los capitalistas. El líder de este partido es un hombre llamado Marx que nació en Alemania. Existe otro partido más moderado que el de Marx. No supone resultados inmediatos, sino que comienza por comprender a la gente humilde. Todos los hombres deben poseer una moral que les impulse a trabajar voluntariamente y ayudarse mutuamente. A los aristócratas y capitalistas les basta con arrepentirse, dirigirse al bien y ser capaces de trabajar y ayudar al pueblo, en lugar de maltratarlo; no es necesario matarles. Las ideas de este partido son más tolerantes y de mayor alcance. Quieren unificar el mundo entero en una sola nación, unir la raza humana en una sola familia y alcanzar todos juntos la paz, la felicidad y la amistad … una era de prosperidad. El líder de este partido es un hombre nacido en Rusia llamado Kropotkin.[30]

Se trata de un fragmento muy elocuente, tanto porque muestra hasta qué punto Mao lo ignoraba casi todo del marxismo y sus apóstoles rusos —Lenin no merece una sola mención— como por su explícito rechazo de la violencia revolucionaria. Sus ideas habían madurado desde que defendiera con vehemencia, tres años antes, la brutal dictadura del «carnicero» Tang, justificada, según había alegado, por ser el medio para alcanzar la paz y el orden. Cuando cumplió veinticinco años, Mao comenzó a desarrollar un pensamiento más profundo, tanto sobre los fines como sobre los medios, así como sobre el tipo de sociedad que esos medios implicaban. El anarquismo, con su acento en la educación, la voluntad individual y el cultivo del yo, se avenía mejor que el marxismo con la utopía inmanente que había absorbido de Kang Youwei, y con su creencia, heredada de los intelectuales chinos tradicionales, del poder de la virtud y el ejemplo. Quizá cuando abandonó Pekín Mao todavía no era un anarquista plenamente maduro pero, durante los doce meses siguientes, el anarquismo, en el sentido amplio en que se entendía entonces el término en China, ofreció el marco de referencia de todas sus acciones políticas.

El invierno que Mao residió en Pekín le influyó de muy diversas formas. La capital de China era en 1918 una metáfora de las transformaciones del país, desgarradora y excitante, gloriosa y mundana a partes iguales.[31] El depuesto emperador vivía todavía detrás de los muros rojos de la Ciudad Prohibida, rodeado de más de mil eunucos de la corte. Los militares manchúes, sus familias y los criados representaban un tercio del millón de habitantes de la capital. Del norte llegaban caravanas de camellos de las tierras que se extienden más allá de la Gran Muralla. Los dignatarios, ataviados con brocados ricamente bordados, viajaban en anticuados carruajes de ventanas de cristal, con la escolta montada en peludos ponis mongoles a la cabeza, abriendo el paso.

Pero las anchas avenidas de la dinastía Ming, azotadas cada primavera por el viento del norte que llegaba preñado del asfixiante polvo gris de los desiertos, habían sido pavimentadas y los vehículos a motor circulaban entonces por la ciudad, transportando señores de la guerra y políticos corruptos, con sus esposas y su guardia, mientras esquivaban los carros de capota azul que usaban el resto de mortales. Los rickshaws, que tanto escaseaban en Changsha, inundaban las calles de Pekín; en 1918 había unos veinte mil, tres años más tarde el número se había duplicado. En la ladera que había frente al barrio de las legaciones, soldados extranjeros desarrollaban sus ejercicios.

Las familias acaudaladas se entretenían con carreras de trineo sobre el hielo de los lagos imperiales, arrastrados por culis pertrechados con crampones de hierro sobre su calzado de tela, al tiempo que los niños de los pobres, en las callejas estrechas y sin asfaltar, aparecían «enfermizos y mal desarrollados, y sus pequeños brazos y piernas, como palos»,[32] apenas sobreviviendo en medio de una miseria espantosa. «La mayoría tiene llagas ulcerosas o restos de las cicatrices que dejan las llagas», escribió un residente chino. «Muchos tienen la cabeza desproporcionada, ceguera, la boca torcida, carecen de nariz, y presentan otros signos de haber sido mutilados o lisiados».

Pero años después los recuerdos de Mao no se referían al choque entre lo viejo y lo nuevo, a la grandeza de lo antiguo y la modernidad occidental, ni a la miseria y el renombre de Pekín —«una cacofonía, un pandemonio que no tiene igual en Europa»,[33] como dijo un residente europeo—, sino a su belleza intemporal:

En los parques y en el viejo palacio contemplé la primavera anticipada del norte. Vi las blancas flores del ciruelo cuando el hielo todavía se mantenía sólido sobre [el lago de] Beihai. Observé los cristales de hielo que pendían de los sauces sobre el lago, y recordé la descripción del poeta Zhen Zhang, de la dinastía Tang, que escribió que los enjoyados árboles de Beihai parecían en el invierno «diez mil melocotoneros en flor». Los copiosos árboles de Pekín despertaban en mí fascinación y admiración.[34]

Era el mismo estudiante romántico que, tres años antes, en Changsha, huyendo de la devastación de los ejércitos de Guangxi, se había detenido para describir a Xiao Yu la exuberancia verde esmeralda de los brotes tiernos del arroz de las terrazas inundadas. «El humo pende de los cielos», escribió entonces Mao, «las neblinas se desvanecen en los montes; las nubes delicadas se enredan; y todo es como una pintura allí hasta donde alcanza la vista»[35] Cuando estudiaba en la Primera Escuela Normal había copiado el Lisao, el Canto a la tristeza de Quyuan, un político de destino funesto del siglo III d. C., a quien los chinos veneran como paradigma de la virtud principesca, cada primavera, con la celebración de la fiesta de los botes dragón.[36]. El amor de Mao por la poesía, surgido durante su adolescencia en la Escuela Primaria Superior de Dongshan, le acompañaría en los tumultuosos años que siguieron, ofreciendo un contrapunto excelso a la brutalidad de la guerra y una liberación ante la árida lógica de la lucha revolucionaria.

En marzo de 1919 Mao recibió la noticia del agravamiento de la enfermedad de su madre. Estaba a punto de partir hacia Shanghai con el primer grupo de la Asociación de Estudios del Nuevo Pueblo, desde donde iba a embarcarse hacia Francia, y decidió, a pesar de lo sucedido, continuar con el viaje. Cuando finalmente llegó a Changsha, después de pasar tres semanas en Shanghai despidiendo a sus amigos,[37] su madre ya se había desplazado hasta la ciudad, acompañada de sus hermanos menores, para procurarse tratamiento médico. Fue en vano; en octubre moría de lo que hoy sería un caso sencillo de inflamación de las glándulas linfáticas. Su padre, que cayó enfermo del tifus, siguió a su madre unos pocos meses después.[38]

Mao se sentía profundamente culpable, no sólo por haber estado lejos, sino porque además el otoño del año anterior había prometido llevar a su madre a Changsha para el tratamiento y no había cumplido con su palabra.[39] En una carta que mandó a sus tíos, intentaba justificarse: «Cuando oí que [su] enfermedad se había agravado», escribía, «corrí a casa para cuidar de ella».[40] Pero, como sabía perfectamente, aquello era totalmente falso. Después de la muerte explicó con la mayor inocencia a un amigo íntimo que recientemente había perdido también a su madre: «Para las personas como nosotros, siempre alejados del hogar e incapaces, por tanto, de cuidar de nuestros padres, estos hechos nos infunden una singular amargura».[41] Todavía años después, el incumplimiento de la obligación filial seguía pesando sobre su conciencia. En Bao’an pretendió hacer creer a Edgar Snow que su madre había muerto cuando él estaba estudiando,[42] en lo que sólo podía ser un intento deliberado de ocultar su ausencia.

Para costearse la vida, Mao encontró un trabajo a media jornada como profesor de historia en una escuela primaria local.[43] Sin embargo, de manera casi inmediata, Hunan, junto con el resto de China, quedó sumido en una nueva tormenta política.[44]

Desde el inicio de la primera guerra mundial, Japón había emprendido maniobras para hacerse con la antigua concesión alemana de Shandong. En la conferencia de paz de Versalles, la posición del gobierno chino fue que, ya que China había apoyado a los aliados, los territorios debían volver a su soberanía, amparándose en el principio de autodeterminación nacional y contando con el apoyo del presidente norteamericano, Woodrow Wilson. Pero en abril trascendió que, en compensación a un nuevo préstamo japonés, durante el pasado otoño el primer ministro Duan Qirui había efectuado un acuerdo secreto —que el gobierno entonces pretendía repudiar— que concedía Shandong a los japoneses. Wilson, que había respaldado a China, cambió su actitud como signo de rechazo y, el treinta de abril de 1919, Lloyd George, Clemenceau y él —la «Santísima Trinidad», como eran conocidos— ratificaron la adquisición japonesa de los derechos sobre los tratados de Alemania.

Cuando, el 3 de mayo, las noticias llegaron a Pekín se desató una efusión sin igual de rabia, frustración y vergüenza. En esta ocasión, la furia iba dirigida, no sólo contra Japón, sino contra todas las potencias imperialistas, con Estados Unidos en primer lugar, y, sobre todo, contra el propio gobierno de China, que había vendido los intereses del país antes incluso del comienzo de la conferencia de paz. Un grupo de estudiantes de Shanghai escribió con amargura: «Las palabras de Woodrow Wilson se han oído en todo el mundo, como la voz del profeta, fortaleciendo al débil y alentando la lucha. Y los chinos le han escuchado … Les ha dicho que las alianzas secretas y los acuerdos forzados no iban a ser reconocidos. Anhelábamos el amanecer de esta nueva era; pero no hay sol que brille en China. Incluso la cuna de la nación ha sido robada».[45]

El lunes por la tarde, tres mil jóvenes se reunieron en el exterior de Tiananmen, la Puerta de la Paz Celestial, desoyendo las llamadas del ministro de Educación y del jefe de la policía para que se dispersasen. Aprobaron un manifiesto, elaborado por Luo Jialun, un líder estudiantil de la Sociedad de la Nueva Ola de la Universidad de Pekín. China se enfrentaba a la aniquilación, escribió. «Juramos hoy dos votos solemnes con todos nuestros compatriotas: 1) el territorio de China podrá ser conquistado, pero jamás será vendido; 2) el pueblo chino podrá ser masacrado, pero no se rendirá». La multitud, con los ánimos al rojo vivo, pidió las cabezas del ministro de Comunicaciones, Cao Rulin, la éminence grise del gabinete de los señores de la guerra, y de sus dos principales seguidores, Lu Zongyou y Zhang Zongxiang, ministro en la legación china en Tokio, a quienes se acusaba colectivamente de negociar el nefasto préstamo. En una declaración solemne, los líderes de la protesta apelaron a la nación para que resistiese:

Nos enfrentamos a una crisis que amenaza con someter a nuestro país … Si el pueblo no es capaz de unirse indignado en un último esfuerzo para salvar la nación, realmente será la raza más cobarde del siglo XX y no se nos podrá considerar como a seres humanos … Debemos confiar en las armas y las bombas para tratar con aquellos que, intencionadamente y a traición, venden nuestro país al enemigo. Nuestra nación está en peligro inminente. ¡Su destino pende de un hilo! Confiamos en que te unas a nuestra lucha.[46]

Al final de la asamblea partieron hacia el barrio de las legaciones. Los estudiantes, incluidos algunos niños, sostenían banderas blancas en las que habían escrito «¡Abajo con esa caterva de vendedores de la nación!» y «¡Protejamos la tierra de nuestra nación!».[47] Estaban encabezados por dos enormes banderas nacionales de cinco colores y un par de rollos con una sarcástica inscripción funeraria:[48]

Cao Rulin, Lu Zongyou y Zhang Zongxiang

apestarán durante mil años.

Los estudiantes de Pekín lloran con amargas lágrimas su muerte.

Una delegación entregó sus peticiones a las misiones de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Italia. Entonces surgió el grito: «¡A la casa del traidor!». La multitud se lanzó en tropel hacia la casa de Cao Rulin, situada en una calle cercana al Ministerio de Asuntos Exteriores, que hallaron bien custodiada por la milicia y la policía. Cuando la policía intentó hacerles retroceder, cinco jóvenes exaltados, guiados por un estudiante anarquista, Kuang Husheng, treparon por el muro y rompieron una ventana por la que entraron. Abrieron las imponentes puertas de doble postigo y los estudiantes inmediatamente se abalanzaron al interior. Un testigo lo explicó:

El cambio que se produjo en esa marcha de estudiantes aparentemente inocentes fue absolutamente sorprendente … Los tres mil se apiñaron en una calle estrecha … se lanzaron sobre la policía, las puertas y cualquier otra cosa, en un frenesí inconsciente, llevando a cabo una destrucción sistemática de la residencia de Cao. Pero no encontraron al hombre que buscaban. Con una habilidad excepcional, se escabulló por una ventana, por encima del muro trasero, y aterrizó sobre una pierna herida en otra calle, donde fue recogido y transportado al santuario en que se convirtió un hotel extranjero. En su lugar, los furiosos estudiantes encontraron una víctima en el infeliz Zhang Zongxiang [que permanecía escondido junto a otro funcionario y un periodista japonés] … La turba cayó sobre Zhang con toda su furia. Todos insistían en golpearle, al menos una vez cada uno. Lo arrastraron hasta la calle y lo magullaron sobre el polvo hasta quedar irreconocible.

Entonces Kuang y su grupo de anarquistas incendiaron el edificio. En plena confusión, el periodista japonés, con la ayuda de algunos policías, consiguió llevarse a Zhang hasta una tienda en apariencia segura de los alrededores. Allí otro grupo de estudiantes consiguió encontrarle y le golpeó hasta dejarle de nuevo inconsciente. Finalmente llegaron algunos refuerzos y, en las escaramuzas que se siguieron, un cierto número de estudiantes resultó herido, uno de los cuales murió más tarde, y se produjeron treinta y dos arrestos. De camino a la cárcel fueron «vitoreados de todo corazón por los extranjeros y los chinos que encontraron en su itinerario», mostrando el descontento general por la cobardía del gobierno de los señores de la guerra.

El anciano padre de Cao, su hijo y su joven concubina, a quienes los estudiantes habían permitido que huyesen, fueron conducidos por una escolta militar hasta el distrito de las legaciones, donde, en una última humillación, la policía de las legaciones arrestó a su conductor por exceso de velocidad.[49]

El incidente del 4 de mayo, como fue conocido posteriormente, encendió un movimiento de renovación nacional por todo el país que alcanzó hasta el último rincón de China, desatando un maremoto de cambios culturales, políticos y sociales que ha sido considerado desde entonces como uno de los momentos más definitorios de la historia china moderna.

Zhang el Maligno publicó en Hunan un comunicado que proscribía cualquier forma de disturbio.[50] Un buen número de estudiantes distribuyó panfletos que incitaban al pueblo a protestar. Pero eran un grupo insignificante comparado con los miles que se congregaron en otras capitales provinciales;[51] las tropas de Zhang apenas necesitaron aplicarse para conseguir dispersarlos. Pero poner fin al boicot económico no fue una tarea tan sencilla.[52] Se produjeron trifulcas en los bancos japoneses: los chinos rechazaban el papel moneda y retiraron sus depósitos en plata; los periódicos chinos no aceptaron a los anunciantes japoneses; y los mercaderes rechazaron vender los productos de Japón. La ciudad estaba cubierta de carteles con ilustraciones que describían con escarnio la humillación de China a manos de los «enanos del este», y se quemaron públicamente algunas partidas de seda japonesa, introducida de contrabando por algunos estraperlistas. Pero incluso en estas acciones, Hunan se limitó a seguir el ejemplo de otras provincias, que habían actuado antes y más enérgicamente. La condena por parte de Zhang del boicot, al considerarlo como una «ofensa a la nación», tuvo sus efectos. En Changsha no hubo huelga de comerciantes y las tiendas japonesas no fueron objeto de pillaje. El mismo Zhang anotó con satisfacción que la provincia había sido un buen «ejemplo a seguir [si la comparamos] con otros lugares».[53]

Mao apenas participó de los primeros acontecimientos de la campaña. Pero ya a finales de mayo contribuyó con la fundación de la Asociación de los Estudiantes Unidos de Hunan, que organizaba grupos de inspección para trabajar conjuntamente con los gremios comerciales a fin de asegurarse de que el boicot se cumplía estrictamente; y, según parece, redactó un «encendido llamamiento»[54] instando a la resistencia nacional.

Muy pronto, sin embargo, fue consciente de que aquellos esfuerzos se limitaban a dar vueltas alrededor del verdadero objetivo. Para Mao, al igual que para Chen Duxiu y Li Dazhao en Pekín, el boicot y la cuestión de Shandong eran meros síntomas del malestar nacional de China;[55] la causa y el remedio había que buscarlos en lugares mucho más recónditos. Eran de un valor incalculable como vehículo para movilizar el sentimiento público. Pero si se perseguían cambios perdurables, sería necesario canalizar el sentimiento de ultraje nacional para llevar a cabo reformas políticas fundamentales. El movimiento del 4 de mayo era sólo un catalizador. La energía que había liberado tenía que ser aprovechada para desencadenar el tan anhelado renacimiento nacional, más que ser disuelta con pequeñas concesiones, como la dimisión de Cao Rulin y sus defensores, anunciada a bombo y platillo por el gobierno de Pekín a principios de junio, o el simbólico rechazo de China, un mes después, a firmar el tratado de paz de París.

Con este propósito en mente, y con el apoyo del presidente de la Asociación de Estudiantes, Peng Huang, compañero suyo en la Asociación de Estudios del Nuevo Pueblo, Mao decidió crear un semanario, el Xiangjiang pinglun[56] (Revista del río Xiang), cuyo objetivo era promover las reformas a todos los niveles. En un editorial de la portada del primer número, publicado el 14 de julio, lanzó al viento la bandera de su causa:

Debemos cambiar nuestras viejas actitudes … Cuestionar lo incuestionable. Atrevernos con lo impensable … En nuestro mundo ya no hay lugar para la represión de ningún tipo: religiosa, literaria, política, social, educativa, económica, intelectual, internacional. Todo ello debe ser derribado bajo el grito estruendoso de la democracia.

Ha llegado la hora … ¡Se han abierto … las compuertas! ¡Se ha desatado la inmensa y furiosa marea del nuevo pensamiento, inundando ambas orillas del río Xiang! Los que cabalguen sobre la corriente vivirán; los que se resistan morirán. ¿Cómo podemos darle la bienvenida? ¿Cómo podemos estudiarla? ¿Cómo la transformaremos en algo real? Esto es lo más urgente, la tarea más fundamental para todos nosotros, los hunaneses…[57]

En un largo artículo titulado «La gran unión de las masas populares», publicado en tres números consecutivos de finales de julio y principios de agosto, intentó dar respuesta a estas cuestiones.[58] En él argumentaba que las posibilidades de reforma eran más claras cuando «la decadencia del Estado, los sufrimientos de la humanidad y la oscuridad de la sociedad han llegado a sus extremos». Para conseguir aferrarse a la oportunidad cuando ésta surgiese era necesaria, ante todo, una «gran unión» de todas las fuerzas progresistas de la sociedad —formada por «una multitud de pequeños sindicatos», representantes de los trabajadores y los campesinos, los estudiantes, los profesores, y de grupos marginados como las mujeres o los conductores de rickshaw, a menudo considerados como el símbolo de la explotación del país desde los incidentes del 4 de mayo. Si todos ellos eran capaces de luchar juntos, escribía Mao, no habría fuerza alguna que lograse contenerles.

Pero ¿era una empresa real? «Se pueden suscitar algunas dudas», concedía Mao. «Hasta ahora, el pueblo de nuestra nación ha sido, simplemente, incapaz de llevar a cabo iniciativas a gran escala». Pero ahora, insistía, era diferente. Se había despertado en China la conciencia de las masas, el imperio había sido derrocado y la democracia, «la gran rebelde», esperaba a la vuelta de la esquina:

¡Estamos despiertos! ¡El mundo es nuestro, el Estado es nuestro, la sociedad es nuestra! Si no alzamos nosotros la voz, ¿quién lo hará? Si no actuamos nosotros, ¿quién actuará? … La liberación ideológica, la liberación política, la liberación económica, la liberación entre los hombres y las mujeres, y la liberación de la educación pronto irrumpirán emergiendo del profundo infierno donde han permanecido confinadas y exigirán mirar al cielo azul. ¡Nuestro pueblo chino posee en su interior grandes cualidades! Cuanto mayor sea la opresión, mayor será su reacción, y tras tan largo tiempo acumulándose, estallará sin duda muy pronto. Me aventuro a formular una afirmación muy singular: llegará un día en que la reforma del pueblo chino será más radical que la de ningún otro pueblo, y la sociedad china será más luminosa que ninguna otra … [y] se conseguirá antes que en cualquier otro lugar o que por cualquier otro pueblo. ¡Señores! ¡Señores! ¡Todos debemos esforzarnos! ¡Tenemos que avanzar con todas nuestras fuerzas! ¡Nuestra edad de oro, nuestra edad de gloria y esplendor, espera ante nosotros!

El artículo era destacable no sólo por su franqueza y su vehemencia, su desenfadada confianza en el futuro y su implícita exaltación de la juventud como el principal motor del cambio, sino porque ofrecía un programa coherente y práctico para conseguir ese cambio. Aquello lo alejaba de la marea de escritos publicados en los cuatrocientos, si no más, panfletos estudiantiles que se distribuían en China en aquella época, quince de ellos sólo en Changsha,[59] y de la noche a la mañana le granjeó a él y a su Revista del río Xiang una reputación de ámbito nacional. Hu Shi, el filósofo liberal que nueve meses antes le había desairado, lo describió como «uno de los artículos [verdaderamente] importantes» de aquel tiempo, y elogió la «clarividente visión y los argumentos efectivos y bien seleccionados» de su autor.[60] Li Dazhao lo reimprimió en el Meizhou pinglun (Revista semanal) que editaba en Pekín. El líder de la Sociedad de la Nueva Ola, Luo Jialun, otro de los que había desdeñado las propuestas de Mao cuando éste era ayudante de biblioteca, dijo de él que encarnaba los objetivos del movimiento estudiantil.[61]

A largo plazo, aún más importante para la evolución de Mao fue el nuevo énfasis que otorgaba a las cuestiones organizativas, algo que con el tiempo lo encauzaría hacia el marxismo. Pero en aquel momento continuaba percibiendo la revolución mundial, que según él indicaba se estaba desplazando inexorablemente hacia el este, desde Leningrado hasta Asia, en términos esencialmente anarquistas. Sus artículos estaban dedicados a la política educativa, la lucha por los derechos de las mujeres y los consabidos temas anarquistas como «si se debía o no mantener la nación, la familia o el matrimonio, [y] si la propiedad tenía que ser privada o pública». Consideraba que el concepto marxista de lucha de clases, en el supuesto de que realmente lo comprendiese, era totalmente ajeno a él: «[Si] empleamos la represión para desbancar la represión», escribió, «el resultado [será] que la represión continuará entre nosotros. Esto no sólo sería contradictorio, sino también improductivo». Más que librar una «revolución de bombas [y] … sangre», había que mostrar a los opresores hasta qué punto eran erróneas sus medidas. De hecho, Mao hacía escaso uso del término «clase», y sólo en un sentido tan poco marxista como en las expresiones «las clases de los sabios y los ignorantes», o «de los fuertes y los débiles».[62]

Por otra parte, escribir para un público más amplio concedió a Mao una primera oportunidad para aplicar los mecanismos de análisis que había desarrollado como estudioso de la política de su tiempo. En «La gran unión de las masas populares» defendió una relación dialéctica entre la represión y la reacción surgida en su contra,[63] extraída sin tapujos del System der Ethik de Paulsen. Esa concepción de los cambios históricos había dado forma a su interpretación de la derrota alemana: «Cuando observamos la historia a la luz de la dialéctica entre la causa y el efecto, la alegría y el sufrimiento se interrelacionan estrechamente de manera inseparable. Cuando la alegría de unos llega a su extremo, el sufrimiento de los otros alcanza también su límite».[64] De este modo, la invasión de Francia llevada a cabo en 1790 por la Santa Alianza albergaba en su interior las semillas de la ascensión de Napoleón; la invasión napoleónica de Prusia de 1815 creó las condiciones para la derrota francesa de 1870, que a su vez allanó el camino de la derrota de Alemania en 1918. Y no acababa aquí: la dureza de las condiciones impuestas por los aliados en Versalles iniciaría otro ciclo inevitable de conflictos. «Os garantizo», escribía Mao, «que, en diez o veinte años, vosotros los franceses sufriréis otra vez un terrible dolor en vuestras cabezas. ¡Recordad mis palabras!».

La simpatía de Mao por Alemania, compartida por no pocos intelectuales chinos, mostraba su admiración por su «fuerza dominante» y el «espíritu de grandeza» que le había permitido convertirse en la nación más poderosa de Europa. Pero, también en este punto, su noción de la historia le encaminó hacia una premonición que muy pocos en aquel momento estaban dispuestos a secundar:

Debemos saber [escribía a finales de julio] que Japón y Alemania son como dos perros, uno macho y el otro hembra, que han intentado aparearse ya en varias ocasiones y, a pesar de que hasta ahora no han tenido éxito, su codicia por el otro no desaparecerá nunca. Si las aventuras militaristas del autoritarista gobierno Japonés no cesan, si el gobierno … alemán no es desbancado por la revolución, y si este codicioso semental y esta puta lasciva dejan de estar separados, el peligro será verdaderamente enorme.[65]

Cuando escribió estas líneas, Mao sólo tenía veinticinco años.

A principios de agosto de 1919 imperaba en China una calma quebradiza. El gobierno de Pekín había transigido ante algunas demandas y las huelgas y manifestaciones habían llegado a su fin.

Sólo en Hunan continuaban reproduciéndose las fricciones. En una reunión con los representantes estudiantiles, el gobernador Zhang, envalentonado por la presencia de su escolta, gritó con furia: «No tenéis permiso para manifestaros en las calles, no tenéis permiso para organizar reuniones … Vuestra obligación es trabajar duro en vuestros estudios y en la enseñanza. Y si no atendéis a lo que os digo, ¡os cortaré la cabeza!».[66] Poco después, la Asociación de Estudiantes fue prohibida y Peng Huang, su presidente, huyó a Shanghai.[67]

Aquella demostración no impresionó a Mao. El 4 de agosto la Revista del río Xiang publicó una petición socarrona y maliciosa que él mismo había escrito, solicitando al gobernador que levantase la prohibición del periódico más importante de Changsha, el Dagongbao:

Nosotros, los estudiantes, nos hemos preocupado largamente por el honorable gobernador … No esperábamos que el periódico pudiese ser clausurado y su editor detenido, sólo porque publicó un manifiesto … expresando su rechazo a una elección ilegal [amañada por los seguidores de Zhang] … Esperamos sinceramente que Su Señoría, por el interés y el provecho que le reportará, tomará la decisión más correcta [y le liberará]. En tal caso, el pueblo de Hunan recordará perpetuamente su virtuosa acción. En caso contrario … algunos forasteros mal informados proclamarán a los cuatro vientos que este gobierno ha abolido el derecho a la libertad de expresión. Debemos guardarnos de las malas lenguas, más que de una inundación. Su Señoría es clarividente e iluminada, y no es posible que no esté de acuerdo con nosotros.[68]

La reacción del gobernador era predecible. A pesar de que Mao sostenía que la Revista se ocupaba sólo de cuestiones sociales y académicas,[69] el número siguiente fue confiscado y se ordenó la clausura de la publicación.[70] Unos días después, un grupo de soldados, encabezados por el hijo adoptivo de Zhang, asesinaron a ballonetazos a dos jóvenes radicales de Shanghai que estaban colaborando con los estudiantes en la organización de un boicot contra los intereses japoneses.[71] Al día siguiente, Mao se convirtió en el editor de otra revista estudiantil, Xin Hunan (El Nuevo Hunan). En su primer número proclamó desafiante: «Como es natural, no nos preocuparemos de si las cosas están tranquilas o no. Y aún menos nos fijaremos en las autoridades, cualesquiera que sean». Cuatro semanas después también era prohibida.[72]

En tales circunstancias llegó la noticia de la muerte de la madre de Mao. Cuando volvió a escribir, un mes después, para el Dagongbao, cuya reapertura había sido autorizada por el propio Zhang, el drama de las mujeres en China y la camisa de fuerza que representaba la noción confuciana de la familia pasaron a ocupar el centro de sus pensamientos.

Cuando llegó el verano de aquel año, en «La gran unión de las masas populares», Mao ya había asumido el papel de portavoz en la lucha por la igualdad de las mujeres:

Señores, ¡nosotros somos mujeres! … También somos seres humanos … [aunque] no se nos permite pasar más allá de la puerta de entrada. Los sinvergüenzas, los hombres malvados nos convierten en sus juguetes … Pero la llamada «castidad», ¡se aplica sólo a las mujeres! Los «templos a las mujeres virtuosas» se desparraman por todo el país, pero ¿dónde están las «pagodas a los hombres castos»? … Todo el día hablan de algo que ellos llaman ser «una mujer de provecho y una buena esposa». Pero ¿qué es esto sino prostituirnos indefinidamente con el mismo hombre? … ¡Oh, qué amargura! ¿Dónde te escondes, espíritu de la libertad? … ¡Queremos barrer a esos demonios que nos violan y destruyen la libertad de nuestras almas y nuestros cuerpos![73]

La mayoría de los jóvenes progresistas chinos, reacios al extremo sufrimiento que se exigía que soportasen diariamente muchas mujeres chinas, compartía en 1919 esas ideas.

Aquel otoño ocurrió en Changsha un suceso particularmente funesto alrededor de una joven que había sido comprometida por sus padres como segunda esposa de un anciano comerciante. Con treinta y tres años, Zhao Wuzhen fue conducida en procesión en un palanquín nupcial, engalanada en seda roja, hasta la casa de su futuro esposo. Pero cuando abrieron la puerta se descubrió que, en el camino, ella se había rebanado la garganta con una navaja.

Ir a la siguiente página

Report Page