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10. En busca del Dragón Gris: la Larga Marcha hacia el norte

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10. En busca del Dragón Gris: la Larga Marcha hacia el norte

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En busca del Dragón Gris: la Larga Marcha hacia el norte

Mientras el Ejército Rojo avanzaba y luchaba en su camino a través del sur de China, al otro lado del mundo, en Europa, campo de batalla de las grandes potencias, las temibles fuerzas que habían emergido de la hecatombe de la Gran Guerra realizaban, durante el funesto otoño de 1934, los movimientos iniciales de su brutal lucha por el poder, que pronto encendería un holocausto humano de unas dimensiones hasta entonces desconocidas. En el ele gante balneario de Bad Wiesse, a una hora en automóvil de Munich, el canciller alemán, Adolf Hitler, eligió las horas previas al amanecer del día 30 de junio para lanzar una purga sangrienta de las Sturm Abteilung, las tropas de asalto de uniforme parduzco que le habían ayudado a obtener el poder pero que, a partir de ese momento, se habían convertido en un obstáculo, presumiblemente el último, para unificar a los nazis, y a la nación entera, bajo la égida del Führer y sus ideas. De las criminales semillas sembradas aquella noche germinó la estrategia de los campos de exterminio nazis, en los que perecieron más de seis millones de judíos, gitanos, homosexuales, comunistas e «indeseables».[1] Cinco meses después, Stalin tomó el testigo. En la tarde del 1 de diciembre, un asesino solitario entró en los cuarteles regionales del Partido Comunista en Leningrado e hirió mortalmente a su rival putativo, y demasiado popular, Sergei Kirov. Fue el disparo de salida para la Gran Purga que, durante cinco años, barrió en un fuego purificador a más de cinco millones de veteranos bolcheviques, trotskistas, bujarinistas, comandantes del Ejército Rojo, funcionarios del partido, policías secretos y oponentes, reales o supuestos, de toda catadura política, y envió a cincuenta millones de personas a los campos de trabajo, donde muchos más fallecieron. En esa escala de acontecimientos, la campaña emprendida cuatro años antes por Mao en Jiangxi contra la AB-tuan no era más que un insignificante aperitivo, un amusegueule previo al sangriento festín.

Pero el acontecimiento por el que es especialmente recordado el año 1934, desencadenante de la infernal maquinaria de la gran matanza todavía por llegar, ocurrió en tierras mucho más remotas. El 5 de diciembre estalló la lucha entre los etíopes y las tropas de la Somalia italiana, en una pugna por los pozos de agua de Walwal, un pequeño oasis del desierto de Ogaden. Seis días después, mientras Mao y sus camaradas se congregaban en la trascendental reunión de Tongdao que preparó el camino hacia su reasunción del poder, Mussolini emitió un ultimátum exigiendo reparaciones. El «incidente de Walwal», como fue conocido, representó el pretexto para la invasión italiana de Abisinia, paso previo a la formación del Eje que unió Italia, Alemania y, más tarde, Japón, y puso el último clavo en el ataúd de la Liga de las Naciones, creada una década antes precisamente para evitar que tales crisis desembocasen en una guerra.

Ni los comunistas, en China o en Moscú, ni las potencias imperialistas vislumbraban con claridad hacia dónde les encaminaban aquellas transformaciones. Pero desde la ocupación japonesa de Manchuria, observada por las otras potencias con aquiescencia, Rusia se sentía amenazada. Ya había sido derrotada en una ocasión por Japón, en 1905, y el recuerdo de la depredación del ejército japonés en Siberia después de 1918 continuaba fresco en el recuerdo. A partir de 1931, Moscú y sus acólitos comenzaron a entonar un nuevo canto. El principal peligro entonces no era que las contradicciones en el campo imperialista pudiesen conducir a una nueva guerra mundial, sino que las potencias, encabezadas por Japón, pudiesen librar una guerra imperialista contra Rusia. Ésta era la justificación del eslogan del Comintern «¡Defendamos la Unión Soviética!», repetido con tanta convicción por Bo Gu y Li Lisan. Y la máxima se debía llevar a la práctica creando un «frente unido desde abajo», en el que el movimiento comunista mundial movilizaría el apoyo no comunista para una cruzada antiimperialista, antijaponesa, absteniéndose de contraer alianzas formales con los partidos políticos burgueses, considerados irremediablemente comprometidos.

En el mundo de más allá de la región base, la mansedumbre que imperaba en las democracias de Alemania, Italia y Japón perduró hasta que las realidades políticas que las fundamentaban quedaron tan horrorosamente deformadas por el triunfo del miedo y la avaricia sobre todo principio, que la Rusia comunista y la Alemania nazi decidieron firmar un pacto de no agresión.

En Ruijin todo era mucho más sencillo. Durante los cinco años que siguieron, la propaganda del partido en las zonas blancas estuvo dominada por la pretensión de que los comunistas lucharían contra Japón, mientras que Chiang Kai-shek no lo haría. El Guomindang, escribió Mao, se comportaba como el «perro faldero del imperialismo» vendiendo los intereses nacionales de China y mostrando «una vergonzosa falta de resistencia».[2] Mientras Chiang y sus aliados se mantuviesen en el poder sería imposible oponerse a Japón; por ello, la primera tarea de los verdaderos patriotas era derrocar el régimen del Guomindang. En abril de 1932, la República Soviética de China publicó una declaración formal de guerra contra el gobierno de Tokio e hizo un llamamiento para la formación de un «ejército voluntario antijaponés».[3] Mao y Zhu De ofrecieron la firma de un armisticio con aquellos comandantes nacionalistas que estuviesen dispuestos tanto a un alto el fuego en el enfrentamiento contra los comunistas, como a atacar en su lugar a los japoneses.[4] En agosto de 1934, el partido describió a algunas unidades del Ejército Rojo que rompieron el cerco del área base, en una maniobra de distracción en Zhejiang, como una «avanzadilla antijaponesa» de camino hacia el norte para luchar contra los invasores.[5]

Entre los chinos con educación, aquellos gestos tuvieron cierta repercusión. Que la agresión japonesa se hubiese llevado a cabo impunemente era una humillación terrible. Por mucho que Chiang Kai-shek pudiese argumentar que antes se debía responder a los comunistas, era evidente que no había cumplido con su deber de defender el honor del país.

Pero, por otro lado, Chiang ostentaba el poder. Los comunistas no. Mientras abandonaban Jiangxi, y los titulares de los periódicos, para convertirse en poco más que una nota a pie de página ante los grandes eventos que se sucedían en todas partes, sus llamadas a la unidad contra la amenaza japonesa parecían a los ojos de muchos cada vez más irrelevantes. «En China el comunismo está muriendo», escribió el amanuense de Chiang, Tang Leang-li.[6] La prensa publicada en los puertos de los tratados estaba de acuerdo. «Si el gobierno continúa la campaña adoptada en Jiangxi», concluía el China Weekly Review de Shanghai, «todo el movimiento se convertirá en mero bandidaje»[7].

Sólo los corresponsales japoneses adoptaron una posición más sombría, indicando que desde la seguridad que les proporcionaba el interior más remoto del país, los comunistas representarían un desafío mucho más terrible que el que hasta entonces habían ofrecido en la costa.[8] Japón, por supuesto, tenía su propio orden del día. Todo lo que hiciese que el dominio del Guomindang sobre China fuese más tenue alimentaba sus ambiciones imperiales. Pero los japoneses estaban en lo cierto sobre los comunistas, del mismo modo que los comunistas lo estaban sobre Japón.

Cuando, en enero de 1935, el Ejército Rojo se detuvo en Zunyi, Mao alcanzó por vez primera una posición dominante en la cúpula del partido porque sus compañeros reconocieron que él se había mostrado certero en los momentos en que todos los demás (y especialmente Bo Gu, Zhou Enlai y Otto Braun) se habían equivocado. Si la región base no se hubiese perdido, si Bo Gu se hubiera mostrado menos inseguro y más deseoso de aceptar los consejos, si el Ejército Rojo no hubiese sido tan maltratado en el torpe cruce del río Xiang, si Braun hubiese sido menos dictatorial, la hora de Mao quizá no habría llegado. Se dirigieron a él porque habían fracasado todos los recursos.

A diferencia de las anteriores ocasiones en las que había languidecido en el ostracismo y había resucitado casi de la noche a la mañana, esta vez su eclipse había sido sólo parcial, y su retorno quedó igualmente velado. Oficialmente, él era, y continuaba siendo, el presidente de la recién abandonada República de China. El único cambio oficial de cargo fue su promoción como miembro del Comité Permanente del Politburó y su designación como consejero militar jefe de Zhou Enlai (cargo que Zhou le había intentado conseguir, sin éxito, en la conferencia de Ningdu, dos años antes). Hubo una segunda y más importante diferencia. En esta ocasión no estaba compitiendo por una posición subordinada, la de comisario político de un ejército o secretario de una zona fronteriza. Ahora, a los cuarenta y un años, apuntaba a la cúspide.

Si Tongdao fue el primer paso, Zunyi y las reuniones que se siguieron durante la primavera de 1935 representaron el siguiente eslabón en una conquista del poder que, Mao tuvo la suficiente clarividencia para comprenderlo, sólo podía alcanzarse pausadamente. Entre los miembros del Comité Permanente y el liderazgo del partido se abría un abismo político que otros habían intentado cruzar sin éxito. Entre Zunyi y el noroeste, destino eventual de los comunistas, mediaba una desesperada campaña militar que ninguno de ellos podía confiar en ganar.

En Zunyi, el Ejército Rojo quedó reducido a treinta mil hombres, frente a la cifra de ochenta y seis mil que habían partido tres meses antes.[9] No había obtenido una sola victoria importante desde hacía más de un año. Su supervivencia se debía menos a su propia destreza militar que al instinto de conservación de los caciques militares con los que se habían cruzado en el camino, que preferían mantenerse a un lado y permitir el paso de los comunistas a arriesgar sus fuerzas en favor de su aliado nominal, y rival real, Chiang Kai-shek.[10]

La primera tarea de Mao, por tanto, fue intentar recuperar la moral del ejército. Pero esto resultó ser más difícil de lo que había pensado. La misma reunión de Zunyi finalizó de manera abrupta cuando los comandantes militares tuvieron que apresurarse hasta sus unidades para repeler un ataque de las tropas de los señores de la guerra que avanzaban desde el sur.[11] Durante las cinco semanas posteriores, el Ejército Rojo sufrió una nueva serie de funestos reveses. Un intento de cruzar el Jinshajiang, el río de Arenas Doradas, en los tramos altos del río Yangzi, para establecer una nueva base en Sichuan por poco acabó en un desastre similar a la derrota del río Xiang.[12] El ejército cayó en una emboscada de unidades combinadas de los señores de la guerra de Sichuan y Guizhou. Sólo consiguió abrir una brecha para su huida cuando ya se habían producido tres mil bajas más.

Mientras el ejército se retiraba, con el enemigo en febril persecución, llegó el momento que He Zizhen había estado temiendo.[13] Llegaron los dolores del parto de su cuarto hijo. Pararon en una cabaña abandonada, y dio a luz en la litera en la que estaba siendo transportada. La criatura, una niña, fue entregada a una familia campesina de los alrededores. Sabiendo que esta vez la separación iba a ser definitiva, ni siquiera aguardó a ponerle un nombre al bebé.

Finalmente, a finales de febrero, la suerte de los comunistas cambió. La batalla del paso de Loushan les permitió reconquistar Zunyi, capturando tres mil prisioneros y poniendo a la fuga dos divisiones comandadas por uno de los comandantes de más alto rango de Chiang.[14] El alivio de Mao, y su exultación, dio lugar a uno de sus poemas más cautivadores:

El viento del oeste aúlla glacial. De lejos,

en el gélido aire, los gansos salvajes graznan a la luz de la luna del alba,

a la luz de la luna del alba,

agudo suena el galopar de los cascos de los caballos,

y las notas de la corneta dejan paso al silencio.

Dicen que en el paso fortificado no hay guarda de hierro,

hoy, con un solo paso, cruzaremos por la cima,

¡cruzaremos por la cima!

Allí los montes son del azul del cielo,

y como la sangre, el sol que agoniza.[15]

Aquella primavera, el Ejército Rojo volvió a ser una vez más el «ejército de Zhu y Mao», con Zhu De como comandante en jefe, Mao como comisario político, y un nuevo «grupo de tres», Zhou, Mao y su aliado, el malherido Wang Jiaxiang, todavía transportado en litera, ofreciendo dirección estratégica.[16] Su antigua designación, Primer Ejército del Frente, fue rehabilitada.[17] Las tácticas militares ortodoxas quedaron abandonadas. Durante los dos meses siguientes Mao se enzarzó en un dispositivo deslumbrante y pirotécnico de guerra móvil, cruzando en zigzag las provincias de Guizhou y Yunnan, que dejó aturdidos a los ejércitos perseguidores, confundió a los estrategas de Chiang Kai-shek y dejó perplejos incluso a algunos de sus propios comandantes.[18] Hasta en cuatro ocasiones cruzaron el Chishui, el río Rojo, que fluye entre las provincias de Guizhou y Sichuan, antes de marchar hacia el sur en un amplio arco, pasando a unos pocos kilómetros de la capital provincial, Guiyang, donde Chiang tenía establecido su cuartel general, y amenazando la principal ciudad de Yunnan, Kunming, seiscientos kilómetros al suroeste, sólo para oscilar de nuevo hacia el norte y cruzar finalmente, a principios de mayo, el curso superior del Yangzi por donde menos se lo esperaban.

Mao consideró la estrategia de Guizhou como el momento de mayor gloria de toda su carrera militar.[19] En Shanghai, el China Weekly Review admitió: «Las fuerzas rojas poseen hombres talentosos. Sería ciega necedad pretender negarlo».[20] Un comandante de guarnición del Guomindang dijo con concisión: «Tienen a Chiang Kai-shek entre la espada y la pared».[21]

Los portavoces de Chiang lucharon para disimular los apuros por los que pasaba el gobierno.[22] Se anunció que Zhu De había sido asesinado, que sus hombres velaban su cuerpo, envuelto en una mortaja de seda roja, que el «famoso jefe, Mao Tse-tung» estaba gravemente herido y era transportado en camilla, que los «vestigios rojos» habían sido aniquilados. Pero, para entonces, el Ejército Rojo estaba ya fuera de su alcance, acampado a las afueras de la amurallada ciudad de Huili, sede de distrito situada algo más de cincuenta kilómetros al norte del río, con la seguridad de saber que todas las embarcaciones en un radio de ciento cincuenta kilómetros habían sido ancladas en la orilla norte, y que las tropas yunnanesas de Chiang no disponían ni de la capacidad ni de la voluntad para perseguirles.

Allí, en un pleno del Politburó, Mao reprendió a los que habían dudado de él: Lin Biao y su comisario, Nie Rongzhen, que se había lamentado de que la tortuosa odisea de Mao estaba agotando a sus hombres sin objetivo alguno y había sugerido que Peng Dehuai debía asumir en su lugar la dirección operativa; el mismo Peng, siempre deseoso por enfrascarse en una batalla y que había aceptado esa propuesta con demasiada presteza; Liu Shaoqi y Yang Shangkun, que habían propuesto que el ejército debía dejar de vagar e intentar establecer una base fija; y evidentemente muchos otros. Lin Biao, el más joven, de todavía veintisiete años, fue despachado con una regañina. «¡No eres más que un niño!», le espetó Mao. «¿Qué demonios sabes tú? ¿Eres incapaz de entender que era necesario avanzar por la curvatura del arco?». Peng, como era habitual, cargó con la mayor parte de la culpa, y realizó una suave autocrítica.[23] Pero, en su hora de gloria, Mao consiguió mostrarse magnánimo. Su propósito en Huili era unir al partido y a los líderes militares bajo su sombra, a la espera de los desafíos que todavía les aguardaban. Ellos, por su parte, tenían que reconocer que, una vez más, Mao había demostrado que tenía razón y que los demás estaban equivocados.

Pero la campaña no se desarrolló libre de costes. El Ejército Rojo apenas superaba la cifra de veinte mil hombres.[24] A pesar de ello, Mao los había liberado de una situación que muchos creyeron absolutamente desesperada. Nunca más, después de lo sucedido en Huili, volverían a desafiar los comandantes del ejército ni los dirigentes del partido que acompañaban el Primer Ejército del Frente las valoraciones estratégicas ni el liderazgo de Mao.

Sin embargo continuaba vigente el problema de hacia dónde debía avanzar el Ejército Rojo. A medida que la «Marcha hacia el Oeste» pasaba a ser simplemente la «Larga Marcha», se desechaba una improvisada destinación tras otra. Los planes del Politburó de establecer vínculos con He Long en el noroeste de Hunan, de fundar una nueva base cerca de Zunyi, o de establecer áreas de soviets en el sur de Sichuan, habían mostrado sus deficiencias. Los soldados y sus oficiales necesitaban estar seguros de que sus dirigentes conocían su destino. En Huili, finalmente, se tomó una decisión.[25] Debían ir directamente hacia el norte para unirse al Cuarto Ejército del Frente de Zhang Guotao, que había partido tres años antes desde E-Yu-Wan y tenía su base en el norte de Sichuan.

En el camino realizarían aquellas proezas de coraje y resistencia con que se construye la épica, tejiendo un denso mito de invencibilidad y heroísmo que sus rivales nacionalistas tratarían en vano de disolver.

Después de abandonar Huili a mediados de mayo, las fuerzas de Mao ascendieron desde los frondosos valles subtropicales del sur hasta la brusca y elevada meseta, nunca por debajo de los dos mil metros, donde las laderas resplandecen con rosas tibetanas, adelfas amarillas y rosadas, azaleas, rododendros y todas las plantas exóticas que los botánicos del siglo XIX portaron desde el Himalaya para adornar los jardines de la campiña inglesa. Aquélla era la tierra de los Yi, una feroz tribu de las montañas chinobirmanas que mantenía una guerra interminable contra la intrusión de los colonizadores Han llegados de los valles.[26] El jefe de personal del Ejército Rojo, Liu Bocheng, conocido como el Dragón de un Ojo, al haber perdido la visión del otro en una batalla, había crecido en la región, y consiguió un seguro salvoconducto realizando un juramento de amistad con el principal cabecilla de los Yi, sellado mediante la libación de la sangre de un pollo. Pero incluso con su protección, los miembros de las tribus Yi sorprendían a los componentes rezagados del Ejército Rojo tomándoles las armas y la ropa y dejándoles morir de inanición.

Una vez pasado el peligro avanzaron hacia el río Dadu, noventa kilómetros más al norte. Allí mismo, setenta años antes, Shi Dakai, el último de los príncipes Taiping, cayó en la trampa de los ejércitos del gobernador Qing y se rindió. El príncipe Shi fue condenado a morir descuartizado. Sus cuarenta mil soldados fueron sacrificados. Cuatro días después las aguas bajaban todavía teñidas por la sangre. Chiang Kai-shek, al igual que Mao, conocía la historia: ordenó a sus comandantes en Sichuan que se apresurasen para asegurar los vados, de manera que las fuerzas comunistas quedasen cercadas en la orilla derecha.

Para entonces el Ejército Rojo había llegado a Anshunchang, donde había un transbordador.[27] Pero el río bajaba desbordado y sólo disponían de tres pequeños botes, apenas suficientes para que las fuerzas de vanguardia cruzasen. Mao ordenó a Yang Chengwu, un comisario político de regimiento, que partiese hacia Luding, ciento cincuenta kilómetros río arriba, donde un antiguo puente construido con cadenas se extendía entre las dos orillas del río.[28]

Esta ciudad descansa sobre la vieja ruta del tributo imperial que unía la capital tibetana, Lasa, con Pekín. Pero desde Anshunchang no había camino alguno, ni siquiera una pista. Los hombres de Yang avanzaron por estrechos senderos montaraces que, escribió años después, «se retorcían al adentrarse en las montañas como los intestinos de un carnero», mientras el río se agitaba amenazador decenas de metros más abajo. Era una marcha penosa, y tuvieron que pararse para luchar contra un batallón enemigo que defendía un paso elevado. Cuando comenzó a llover, los senderos «resbalaban como el aceite», recordaba Yang, y durante la mayor parte del tiempo quedaron cubiertos por una espesa niebla. Después de conseguir acampar, a las cinco de la madrugada del día siguiente, llegó un correo de la Comisión Militar. Había noticias sobre la presencia de tropas nacionalistas en la orilla contraria apresurándose hacia el norte. Tenían que llegar a Luding, todavía a ciento veinte kilómetros campo a través por cordilleras por las que no cruzaba camino alguno, en el plazo de veinticuatro horas.

La fabulosa marcha forzada que les llevó hasta allí, y la batalla que siguió, forjó una leyenda que se grabó en la conciencia de una generación de chinos. Tiempo después se la valoraría con justicia como «el incidente más crítico de la Larga Marcha».[29] El fracaso de la operación habría significado la aniquilación del Ejército Rojo.

El regimiento de Yang Chengwu llegó a Luding al amanecer del día siguiente.

El puente, una simple pasarela formada por trece cadenas de hierro, abierto por los lados y con irregular entarimado como suelo, «una tenue telaraña del ingenio humano» que unía China con el Asia Central, como lo describió un viajero,[30] tenía algo más de cien metros de largo. En la orilla occidental, el comandante nacionalista había ordenado que se extrajesen las planchas de madera que conformaban el suelo, dejando a las desnudas cadenas oscilando con libertad. En el extremo oriental se elevaba la puerta de la ciudad, encastada en un muro de piedra de casi siete metros de altura sobre el que se habían instalado las ametralladoras, dominando las cercanías. En las propias y tímidas palabras de Yang, «quedamos sorprendidos por las dificultades que debíamos superar».

Se presentaron veintidós voluntarios para acometer el asalto.[31] Edgar Snow, un año después, basó su clásica versión de lo que sucedió en los relatos de los supervivientes.

Se fajaron las granadas de mano y los máusers a la espalda, y al poco rato pendían sobre las agitadas aguas, desplazando una mano tras otra, aferrados a las cadenas de hierro. Las ametralladoras rojas rugían contra los reductos enemigos y rociaban con balas el otro extremo del puente. El enemigo replicaba por su parte con ametralladoras, y tiradores ocultos disparaban contra los rojos, salpicando el agua, que avanzaban lentamente hacia ellos. El primer guerrero cayó herido y fue engullido por la corriente; un segundo cayó, y después el tercero … Los sichuaneses seguramente no habían visto guerreros como aquellos; hombres para los que la milicia no representaba únicamente un cuenco de arroz, y jóvenes dispuestos a suicidarse para alcanzar la victoria. ¿Eran seres humanos, locos o dioses?…

Al final uno de los rojos se arrastró por el suelo del puente, descapuchó una granada y la introdujo con puntería certera en el reducto enemigo. Los oficiales nacionalistas ordenaron desmantelar el entarimado que quedaba. Pero ya era demasiado tarde … Lanzaron parafina sobre el puente y todo comenzó a arder … Pero cada vez hormigueaban más rojos sobre las cadenas y llegaron para ayudar a extinguir el fuego y reinstalar las maderas … Arriba, en lo alto, entre la furia y la impotencia, se oía el fracaso de los planes de Chiang Kai-shek…[32]

La realidad fue sólo ligeramente más prosaica que el mito que creó Snow.[33] Las fuerzas de asalto no «pendían … una mano tras otra»; reptaron como cangrejos por las cadenas de ambos lados del puente, mientras un segundo grupo improvisaba un entarimado de planchas y ramas tras ellos.

Pero fuera como fuese, el milagro es que consiguieron cruzar. La historia no se repite. Allí donde los taiping perecieron, los comunistas se liberaron. A principios de junio, todo el ejército estaba sano y salvo en la orilla oriental. Los esfuerzos de Chiang Kai-shek para acorralarles en las montañas habían fracasado.

La cúpula se reunió entonces para discutir el siguiente destino.[34]

Luding descansa en la vertiente oriental del Himalaya, en la enorme sombra helada del Gonggashan, que se yergue unos cuarenta y cinco kilómetros al sur hasta los casi ocho mil metros. La ruta más fácil, hacia el este a través de las planicies, fue desestimada a causa de que discurría demasiado cerca de los campamentos de las tropas del Guomindang. Otra posibilidad era seguir el río Dadu hacia el noroeste, lo que les conduciría hasta la región fronteriza que se extiende entre las provincias de Gansu y Qinghai. El problema era que se trataba de un territorio hostil, densamente poblado por tibetanos que no albergaban ninguna simpatía por los soldados chinos.

Mao eligió una tercera opción, que les llevaría por una serie de pasos de cuatro mil metros de altura por Jiajinshan, las Grandes Montañas Nevadas, hacia el noreste.

Comenzó mal. Todavía al pie de las montañas la aviación del Guomindang reconoció la columna en la que viajaban Mao y los otros miembros del Politburó, y les ametralló y bombardeó en vuelo rasante. Ninguno de los dirigentes resultó herido, pero uno de los guardias personales de Mao cayó fulminado.[35] A partir de entonces todo fue de mal en peor. Así lo recordaba Otto Braun:

Ascendimos por la cresta de una montaña, que separaba las altas planicies tibetanas de los territorios de lo que propiamente es China, por escarpados y estrechos vericuetos. Tuvimos que vadear ríos en época de crecida, cruzamos densos bosques vírgenes y traicioneros páramos … A pesar de que ya había llegado el verano, la temperatura raramente superaba los diez grados. Y por la noche se precipitaba hasta casi helar. La escasa población estaba formada por … minorías nacionales de origen tibetano, llamadas tradicionalmente manzi (salvajes) por los chinos, [gobernadas por] … lamas príncipes … Aguardaban agazapados para preparar emboscadas a pequeños grupos o a algunos rezagados. Nuestro avance quedaba señalado, cada vez con mayor frecuencia, por los cadáveres de la matanza … Cada uno de nosotros era una cabalgadura para los piojos, hasta extremos inverosímiles. La sangrante disentería era generalizada; aparecieron los primeros casos de tifus.[36]

Superar los picos nevados fue, para los cuadros y los soldados, la parte más dura de toda la marcha. Llevaban tan sólo sandalias de paja y la ropa de verano que habían traído del sur. Tal como rememoraba Mao, una de las unidades perdió dos tercios de sus animales de carga.[37] Caían y ya no podían levantarse. Dong Biwu, el líder del Partido en Hubei, que escaló la cordillera en el mismo grupo que Mao, recordaba que también los hombres se desplomaban y eran incapaces de alzarse:

Una espesa niebla se arremolinaba sobre nosotros, soplaba un fuerte viento y a medio camino comenzó a llover. Cuando ascendíamos a más y más altura fuimos sorprendidos por una horrible tormenta de granizo y el aire se enrareció hasta el punto que apenas podíamos siquiera respirar. Era imposible hablar, y el frío tan terrible que nuestro aliento se helaba y las manos y los labios se tornaron azules … Los que se sentaban para descansar o desahogarse inmediatamente morían congelados. Los exhaustos obreros políticos animaban a los hombres con gestos y palmadas para que continuasen moviéndose … A medianoche comenzamos a escalar el siguiente pico. Comenzó a llover, después a nevar, y el viento azotaba fieramente nuestros cuerpos … Cientos de los nuestros murieron en aquel lugar … A lo largo del camino continuamos afanándonos, intentando que nuestros hombres se tuviesen en pie, sólo para descubrir que ya habían muerto.[38]

En los peores momentos el avance era demasiado penoso para los portadores de literas, hasta el punto de que los heridos tenían que ser cargados a hombros de sus compañeros. Entre ellos estaba He Zizhen.[39] Dos meses después del nacimiento de su bebé se hallaba con la unidad de las enfermeras, escoltando a los heridos, cuando aparecieron tres aviones del Guomindang. Al comenzar a disparar, ella se apresuró para ayudar a buscar refugio a un oficial herido. Fue herida en catorce lugares distintos. Se informó a Mao de que probablemente moriría. Pero, con tenacidad, He Zizhen sobrevivió. Sin embargo, algunas piezas de metralla, incluida una en la cabeza, sólo podían ser extraídas con mucho riesgo, y durante semanas estuvo en el filo de la muerte, entrando y saliendo del coma.

La decisión de Mao de tomar la ruta posterior, un itinerario desierto que discurría entre picos elevados, resultó acertada. El día 12 de junio, cuando el cuerpo de vanguardia del Primer Ejército del Frente llegó al valle que se extendía más allá de las cumbres, se encontró, cerca del pueblo de Dawei, en el distrito de Maogong, con una avanzadilla del Cuarto Ejército de Zhang Guotao. Inicialmente creyeron, los unos de los otros, que se trataba de las tropas de algún cacique militar, e intercambiaron disparos antes de reconocer sus toques de corneta. Ninguno de los dos ejércitos había recibido información fiable alguna sobre la posición del otro.[40]

Mao, Zhu De y el personal del cuartel general llegaron cinco días más tarde, y se organizó una gran reunión a la luz de las antorchas para celebrar la unión de los dos ejércitos. Hubo bailes populares y representaciones teatrales, y Li Bozhao, de veinticuatro años, la hermosa esposa de Yang Shan gkun, entonces comisario político de regimiento y años después presidente de China, hechizó a los presentes con su danza de los marineros rusos, la yablochka, que había aprendido durante su estancia como estudiante en Moscú.[41] Mao pronunció un discurso y las tropas se deleitaron con las provisiones que el Cuarto Ejército había expoliado a los terratenientes locales. Durante los días que siguieron llegaron otros comandantes del Cuarto Ejército, seguidos, el 24 de junio, por Zhang Guotao. Corpulento y majestuoso, cuatro años más joven que Mao, cabalgó junto a una amplia escolta de caballería, en medio de la tormenta, para encontrar a Mao y al resto del Politburó esperándole junto al camino para saludarle. Organizaron otra fiesta de bienvenida y, esa misma noche, en Lianghekou, una aldea montañosa cubierta de plantaciones de opio, cuyas dimensiones eran todavía menores que las de Dawei, los dirigentes celebraron un banquete para conmemorar el dichoso encuentro.

Tras ocho meses de lucha continuada, los exhaustos soldados del Primer Ejército del Frente estaban extasiados ante la fusión con las fuerzas de Zhang Guotao. Por fin podrían descansar y recobrar sus mermadas energías.

Pero Mao y Zhang no se sentían tan seguros.

No se trataba de un problema ideológico o político. No es que tuviesen ideas distintas sobre la revolución china, o que apoyasen métodos diferentes para llevarla a buen término. Era una cuestión de poder, en el sentido más burdo del término.

De los ochenta y seis mil hombres que habían partido el último octubre de Yudu junto a Mao, quedaban apenas menos de quince mil.[42] Zhang Guotao poseía una fuerza tres o cuatro veces mayor. Los hombres de Mao se cubrían con harapos propios del verano. Los de Zhang vestían confortablemente. Los hombres de Mao eran sureños fatigados del combate, poco habituados al clima de las gélidas montañas, desnutridos e, incluso cuando podían conseguir comida, incapaces de digerir la tsampa local tibetana, hecha de harina de cebada. Las tropas de Zhang eran de Sichuan, luchaban en su propio terreno, estaban bien abastecidas, descansadas y preparadas.

Todo esto no habría importado si el partido hubiese poseído un liderazgo constituido de manera adecuada, con una cadena de mando clara. Pero en 1935 la situación era muy desigual.

Las decisiones que se tomaron en Zunyi eran susceptibles de ser desafiadas, en tanto que sólo seis de los doce miembros plenarios del Politburó habían estado presentes. Zhang Wentian, que se había convertido en el líder provisional del partido, nunca había sido formalmente elegido miembro del Comité Central, al igual que su predecesor, Bo Gu: ambos habían sido designados en Shanghai mediante procedimientos de emergencia, desafiando las reglas ordinarias del partido. Más aún, en la práctica, desde la reunión de Huili del mes de mayo, Mao, y no Zhang Wentian, había sido la figura dominante en el Politburó.

Zhang Guotao era tan veterano como el propio Mao. También era miembro fundador del partido. Y además había estado entrando y saliendo de la cúpula desde 1953. Si Mao podía alcanzar la primacía de facto, ¿qué podía detener a Zhang Guotao, un hombre no menos ambicioso que él, para no intentar lo mismo?

En el pasado, el árbitro último en ese tipo de asuntos había sido siempre el Comintern. Pero durante los últimos ocho meses, el Comintern se había mantenido en silencio. Pocos días después de la evacuación de Ruijin, la policía de la concesión francesa de Shanghai había irrumpido en una segura sede del Partido Comunista Chino y había requisado seis transmisores de onda corta.[43] Los contactos directos con Moscú no pudieron restablecerse hasta el verano de 1936.[44]

Los dos hombres comenzaron a maniobrar, con mucha cautela, desde el mismo momento en que supieron que sus fuerzas habían entrado en contacto, el día doce de junio. Zhang realizó discretas aproximaciones hacia los comandantes militares de Mao. Éste, con un cinismo inverosímil, halagó el papel de Otto Braun como representante del apoyo del Comintern.[45] En los diez días previos a su reunión en Lianghekou, hubo un largo intercambio de telegramas sondeando el terreno,[46] en los que el Politburó, a instancias de Mao, propuso establecer una base en la región limítrofe de las provincias de Sichuan, Gansu y Shaanxi, entre los ríos Min y Jialing. Zhang disintió; pero Mao replicó con diplomacia: «Reflexiona un poco más acerca de ello, por favor». Cara a cara, ambos se designaban mutuamente con el honorífico tratamiento de «hermano mayor». Pero más allá de la fachada de cortesía, sus cálculos eran brutalmente simples. Zhang estaba decidido a traducir su apabullante fuerza militar en poder político. Por su parte, Mao controlaba el Politburó y podía vetarle. Pero ¿a qué precio?

Después de tres días de conversaciones, culminados con una reunión oficial celebrada el veintiséis de junio —presidida por Zhou Enlai entre los muros de la lamasería de Lianghekou, ennegrecidos por el humo de la manteca de yak de los candiles votivos budistas—, se alcanzó un compromiso al que Zhang asintió con algunas reticencias.[47] La fuerza principal se dirigiría al norte, como Mao había propuesto, y lucharía en una campaña ofensiva de guerra dinámica para no convertirse en «tortugas en un jarrón», víctimas una vez más de la estrategia de los blocaos que los nacionalistas habían empleado en Jiangxi con efectos tan devastadores. Zhang fue nombrado vicepresidente de la Comisión Militar, subordinado de Zhu De. Pero la cuestión crucial de unificar la dirección de los dos ejércitos, sobre la que, en teoría, se había llegado a un acuerdo, se dejó en la práctica para otra ocasión.

Sobre el papel, Mao parecía contar con ventaja. Zhang había aceptado su plan.

No obstante, pronto se comprobó que el acuerdo era papel mojado. Cuando el Primer Ejército del Frente avanzó hacia Maoergai, un pequeño asentamiento ciento cincuenta kilómetros más al norte, para preparar un ataque sobre Songpan, ciudad cuya guarnición controlaba el principal paso hacia la provincia de Gansu, el Cuarto Ejército de Zhang se negó a seguirlo. Se celebró una nueva reunión del Politburó. Zhang recibió, y aceptó, la propuesta de ocupar el antiguo cargo de Zhou Enlai de comisario político general, vacante desde Zunyi. Pero, a pesar de ello, el Cuarto Ejército se mantuvo en la retaguardia. El ataque sobre Songpan fracasó. Mientras las fuerzas comunistas se arrastraban hacia el norte, se celebraron nuevos gabinetes de crisis y se ofrecieron a Zhang nuevas concesiones. Pero nunca era suficiente.

Las suspicacias y el resentimiento fueron creciendo en ambos bandos. La esencia de los desacuerdos se refería a la cuestión de hacia dónde debía dirigirse a continuación el Ejército Rojo (y, por inferencia, la de quién tenía el poder para tomar esa decisión). Mao continuaba abogando por el norte. Zhang prefería el oeste o el sur.

Para evitar una fractura abierta, el Politburó admitió, tras una serie de reuniones mantenidas en agosto en el poblado tibetano de Shawo, que los poderes de Zhang debían ampliarse aún más.[48] Él y Zhu De asumirían el control total del Ejército Rojo, que sería dividido en dos columnas. Ambos viajarían, con el personal del cuartel general, junto a la columna izquierda, compuesta principalmente de tropas del Cuarto Ejército. Mao y el resto del Politburó avanzarían con la columna derecha, mucho menor, formada por unidades entremezcladas del Primer y el Cuarto Ejércitos, y dirigida por el sustituto de Zhang, Xu Xiangqian. A cambio, Zhang aceptó que el ejército continuase dirigiéndose hacia el norte, a través de la tundra, un territorio traicionero de pantanos y cenagales que, después de la derrota de Songpan, era ya la única ruta que permanecía abierta si deseaban llegar al Gansu.

Estas concesiones fueron una jugada menos arriesgada para Mao de lo que puede parecer. El control último permanecía en manos del Politburó, que él dominaba. En cualquier caso, no fueron concebidas como una solución definitiva, sino simplemente como un medio para evitar temporalmente el momento decisivo que todos ellos sabían que debía llegar.

Diez días después, en una reunión celebrada en Maoergai en ausencia de Zhang, el Comité Permanente del Politburó dio instrucciones para, secretamente, empezar a recopilar evidencias que sustentasen una supuesta causa contra él,[49] y aprobó (aunque no la hizo circular) una resolución del Comité Central que calificaba la propuesta de Zhang de desplazarse hacia el oeste, hasta las altas planicies aisladas de Qinghai y el sur de Ningxia, de «peligrosa y escapista».[50] Añadía amenazadora: «Esta política brota del miedo, de la exageración de las fuerzas del enemigo y de la pérdida de confianza en nuestras fuerzas y nuestra victoria. Se trata de una muestra de oportunismo derechista».

Pero por un tiempo pareció que las nuevas disposiciones surtirían efecto. A pesar del duro lenguaje empleado por la central y de las continuas reservas de Zhang, ambas columnas comenzaron a avanzar hacia el norte a lo largo de rutas alejadas unos ochenta kilómetros una de la otra. Se estaba preparando la escena para lo que Mao definiría, años después, como «el momento más oscuro de mi vida».[51]

Los pastos descansan a más de tres mil quinientos metros de altura en una inmensa cuenca, «un mar de los Sargazos interior», como algún escritor ha descrito,[52] extendiéndose más de once mil kilómetros cuadrados por un vasto meandro en forma de herradura del río Amarillo, como si descendiera desde el Himalaya, en el oeste, para girar al norte hacia Mongolia Interior. Otto Braun lo recordaba así:

El traicionero recubrimiento verde esconde una negra y viscosa marisma que traga a cualquiera que avanza por la fina costra o se desvía del estrecho paso … Llevábamos ganado y caballos nativos justo delante nuestro, que por instinto encontraban el camino menos peligroso … Varias veces al día caía una gélida lluvia. Por la noche se convertía en nieve o cellisca. No había un solo refugio, ni árboles o arbustos en todo lo que nuestra vista alcanzaba. Dormíamos acuclillados … Por la mañana algunos no conseguían alzarse, víctimas del frío y el agotamiento. ¡Y estábamos en el mes de agosto! Nuestro único alimento era el grano que habíamos atesorado o, como deleite escaso y especial, un pedazo de carne seca y dura como la piedra. El agua del marjal no era potable. Pero la bebíamos, ya que no había madera para hervirla y purificarla. Los brotes de sangrienta disentería y tifus … nos dominaban.[53]

Algunos murieron porque su organismo no pudo asimilar el grano crudo y sin moler. Las últimas unidades, enajenadas por el hambre, recogían las semillas sin digerir de las heces sanguinolentas de los que habían pasado por delante suyo, las lavaban lo mejor que podían y se las comían.

Oficiales y soldadesca, hombres de las planicies del sur, criados en las ajetreadas aldeas de la costa, vivían con la sensación de ser succionados por el paralizante vacío de aquel paraje. Ji Penfei, posteriormente ministro de Asuntos Exteriores de China, entonces un joven médico practicante, recordaba: «Cada mañana debíamos realizar un recuento para comprobar cuantos nos habían abandonado. Hallábamos algunos que no estaban muertos. Sus ojos permanecían abiertos. Pero no podían levantarse … Los poníamos en pie, y se desplomaban de espaldas sobre el cenagal, exangües».[54] En su periplo a través de los pastos, el Primer Ejército del Frente perdió a tantos hombres como en las Montañas Nevadas, tres meses antes.

La columna derecha de Mao cruzó en primer lugar, necesitando seis días para llegar desde Mowe, en el extremo sur de la cuenca, hasta Baxi, sesenta kilómetros al norte, al otro lado del marjal. De nuevo en terreno seco, derrotaron claramente a una división del Guomindang que había llegado desde las montañas por el este para bloquear su avance, infligiéndole varios miles de bajas.[55]

Aquello ocurrió a finales de agosto. Las tropas de Mao se detuvieron para descansar, mientras la columna izquierda de Zhang, a noventa kilómetros, en el límite occidental de la cuenca, iniciaba su propio intento de cruzar la marisma. Pero cuando alcanzaron el Gequ, tributario del río Amarillo, lo hallaron desbordado y decidieron retroceder. Zhang anunció su decisión en un enojado, y singularmente pueril, mensaje telegráfico que culpaba a Mao por las dificultades que estaban sufriendo y ordenaba a ambas columnas que recularan hacia el sur: «Si no actuamos, moriremos aquí, enfrentándonos a los interminables pastos e incapaces de avanzar. Éste es un lugar miserable … Insististeis en que fuésemos a [Baxi]. ¡Mirad ahora el resultado! Ir al norte no sólo era poco oportuno, sino que ¡nos creará todo tipo de dificultades!».[56]

Aquello desencadenó un furioso intercambio de mensajes de radio. El Politburó insistía en que el plan original debía ser respetado. Y Zhang porfiaba que debía ser abandonado. Entonces, el 8 de septiembre, emitió una orden a los oficiales del Cuarto Ejército destinados en el Primer Ejército para que retornasen a sus unidades de origen.

El Politburó se reunió aquella misma noche. Zhou Enlai, que había permanecido incapacitado durante un mes a causa de una hepatitis en Shawo, siguió las discusiones desde su litera. Aprobaron un telegrama suplicándole a Zhang en los términos más conciliadores que recapacitase: «Nosotros, tus hermanos, esperamos que lo vuelvas a sopesar … y avances hacia el norte. Es un momento crucial para el Ejército Rojo. Es necesario que todos seamos prudentes».[57]

A la mañana siguiente todo parecía indicar que se había retractado.[58]

Pero había algo en la respuesta de Zhang que no sonaba totalmente sincero. El viejo rival de Mao en Jinggangshan, el cabezota de Peng Dehuai, presintió una encerrona y secretamente dispuso tropas formando un escudo protector alrededor de los cuarteles del Politburó. Consultó a Mao si debían tomar a los oficiales del Cuarto Ejército como rehenes, en caso de ser atacados. Mao sopesó la cuestión, pero dijo que no. Dos horas después, el jefe del personal, Ye Jianying, interceptó un segundo mensaje secreto de Zhang. Ordenaba al comandante, Xu Xiangqian, y a su comisario, Chen Changhao, ambos leales al Cuarto Ejército, que dirigiesen la columna hacia el sur. Entre líneas se podía leer que, si era necesario, debían usar la fuerza contra todo aquel que intentase detenerles.[59]

Mao, Bo Gu, Zhang Wentian y Zhou Enlai se reunieron nuevamente en el cuartel general del Primer Ejército. Acordaron que no les quedaba más elección que golpear primero. Se ordenó a Lin Biao, cuyos hombres estaban en Ejie, treinta kilómetros al noroeste, que aguardase en aquella posición y esperase los acontecimientos.

Tiempo después Mao recordaría aquella noche como un momento en que el destino del Ejército Rojo pendía de un hilo.[60] En el año que había transcurrido desde que abandonaron Yudu, habían recorrido cerca de ocho mil kilómetros, librando más de doscientas batallas, a través de algunos de los territorios más inhóspitos del mundo. Sus analfabetas tropas habían resistido ante dificultades que ningún otro ejército moderno había superado. La ciencia militar convencional sostiene que una unidad que ha perdido una cuarta parte de sus hombres ha fenecido como fuerza de combate. Pero en el momento en que el Ejército Rojo emergió de los marjales, más de nueve décimas partes de los que habían partido habían muerto. Y justo entonces, cuando parecía que la meta estaba al alcance de mano, los desdichados supervivientes de ese extraordinario sacrificio estaban a punto de consumar su propia destrucción desencadenando un sangriento conflicto entre ellos mismos.

A las dos de la madrugada, bajo una oscuridad alquitranada, las fuerzas de Peng comenzaron su sigiloso avance. Ye Jianying y Yang Shangkun se escabulleron de los cuarteles del frente de Xu para unírseles, llevando con ellos un juego de mapas.

Su huida fue pronto descubierta. Chen Changhao propuso impetuoso que se enviasen tropas en su persecución. Xu, como el militar obstinado que era, se negó a ello. En su lugar, otro de los seguidores de Zhang, un tosco estudiante retornado llamado Li Te, partió con una escolta de caballería para intentar persuadirles de que volviesen. Otto Braun, que estaba con Mao, tiró a Li de su caballo. El Politburó les observaba, atónito, mientras se gritaban uno al otro en ruso. Mao aguzó la tensión con un aforismo: «No se ata a la novia y al novio en el altar», le dijo a Li, «ni se detiene una disputa familiar». Cualquier hombre del Cuarto Ejército que lo desease podía quedarse atrás, añadió, pero el Primer Ejército avanzaría hacia el norte.[61]

Mao y sus compañeros enviaron un último mensaje a Zhang, ordenándole que les siguiese. Concluía: «¡Sin objeciones! ¡Sin retrasos! ¡Sin desobedecer!».[62] No hubo respuesta.

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