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Ceremonia de la medianoche » Capítulo 6

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Capítulo 6

—La guerra ha terminado —proclamó Alan sin terminar de creérselo.

Malcolm Lowry muerto, Tim Leary detenido por una colilla de marihuana, los Weathermen, cazados uno a uno como conejos en su larga fuga de pueblo en pueblo por el Medio Oeste, los Panteras Negras diezmados en exilio o asesinados mientras dormían, los Black Muslims, Ángela Davis, perseguidos y procesados, Allende derrocado (y además hacía por lo menos un par de años), la revolución en América Latina barrida, la Revolución Cultural proscrita, la oposición extraparlamentaria europea dividida, Ulrike Meinhoff incomunicada hasta la locura, los heroicos guerrilleros de ETA convertidos en asesinos, en mafiosas las Brigadas Rojas italianas, y hasta Danny Cohn-Bendit en un renegado de la revolución.

Leen como nunca han leído. Son noticias atrasadas, de las últimas semanas, meses, a veces hasta años, pero en ellas leerán de una vez todo lo que no habían sabido o querido leer en temporadas anteriores en otros periódicos y revistas que ya lo anunciaban.

En París, Londres y Berlín, todo es revisión de los propios errores, recalificación de los antiguos revolucionarios en terroristas y asesinos por esa misma prensa underground de la que habían sido los héroes hace un momento. En toda Europa, críticas, contracríticas y autocríticas, y en América, Nixon había hecho el resto antes de irse, liquidando todo residuo de activista negro, indio, puertorriqueño, marxista, en una especie de limpieza y balance general del Movement.

—Sí, amigos, la llamada contracultura ha exhalado su último suspiro. Pero no hay que culpar a Nixon por ello, a decir verdad, la liquidación de los restos facilita las cosas, precipita el fin anunciado. —Alan sonaba sarcástico, con una amargura que aún son incapaces de ver y comprender, siendo tal vez el primero en tomar conciencia de que, en realidad, la muerte se produce desde dentro. Está inscrita en las células del cuerpo revolucionario.

La cara visible de la contracultura puede haber muerto, pero la semilla sigue plantada, y seguirá por los siglos, dice uno, quieran o no quieran se ha producido una profunda subversión de valores y nada volverá a ser como antes, se consuela otro, las revoluciones supuestamente fracasadas a la larga se transforman en éxito. Aún sin querer creerlo, inmóviles, a la espera de que el mundo ruede lo suficiente para volver a coincidir con ellos, sentados alrededor de esa larga mesa llena de colillas, fuera del curso de la historia que aquí llega como un eco amortiguado a través de las cartas y revistas que lee Alan y que contradicen los renovados argumentos que se empeña en sostener Crazy Krishna: Solo es una crisis de crecimiento, los típicos altibajos prerrevolucionarios.

O eres hombre o eres cerdo.

O luchas a muerte o te contentas

con sobrevivir a cualquier precio.

No hay más opción.

—No lo entiendo —meneaba la cabeza Alan…

—Sí hombre, es de Holger Meins, mira, aquí lo dice, lo escribió antes de morir en huelga de hambre en la prisión de Stammheim —proclamó French Rama—. Ou bien homme ou bien porc, entre les deux il n’y a rien.

—… Digo que no lo entiendo, ¿cómo no me han enviado el San Francisco Oracle con el relato que les envié desde Cochín?

—Pero si eso dejó de publicarse hace años —advirtió ese chico que parecía de Montana y que volvía de la casa de té de enfrente.

—¿Y el cheque?

—¿Qué cheque? —French Rama le dejó por imposible y siguió leyendo en voz alta el dossier especial de Libération con las últimas hazañas de la Baader Meinhoff.

Sin saber que era solo el preludio del exterminio de todos sus miembros. Claro que esto todavía tardaría un tiempo, porque los alemanes rojos serían los últimos en rendirse, los únicos que llegarían hasta el final, más allá del final, metáfora de lo que sería su propia resistencia en la India. A las primeras muertes aún seguirían acciones espectaculares y suicidas. Y ahora se lo preguntaba: ¿Fue un suicidio colectivo o una masacre de Estado?

Pero entonces se sienten la última bandera, sin querer reconocer que no son más que cuatro rezagados, mientras en todas partes se está cerrando una época en la que se ha experimentado todo, recorrido todos los caminos revolucionarios, ideología, utopía, marginalismo, análisis, orientalismos, violencia. Y por eso ha vuelto, dice French Rama, desengañado de discusiones internas sobre la validez del método revolucionario. Francia le ha decepcionado, o, más exactamente, lo que esperaba encontrar en la gente de izquierda donde pensaba integrarse en Francia le ha decepcionado, pero ahora piensa que tampoco Katmandú es ya lo mismo.

—Et voilà, es siempre la misma mosca en la misma botella, estoy cansado de este espectáculo de filosofía e impotencia sin voluntad.

—Pues Confucio enseña que la holgazanería es una de las cosas más provechosas, ¿o era Lao Tse? —se defendió Luis.

—J’en ai marre —el francés no salía de su apatía.

—Entonces, ¿por qué demonios has vuelto? —se encolerizó con él Alan.

—C’mon —trató de reconciliarles Crazy Krishna—. ¿Por qué hablar tanto de la derrota cuando se ha producido también una gran victoria? Y eso va por ti, Alan.

Sí, los defoliantes no solo no habían devuelto a Vietnam a la «Edad de Piedra» como había amenazado Johnson sino que había triunfado la revolución. Y eso en cuestión de dos o tres años.

Pero las noticias que llegaban a la Poste Restante de Katmandú no solo no anunciaban una amnistía para los desertores —50 000 vivían en el extranjero— sino que hablaban de los excombatientes que volvían a Estados Unidos, locos, en paro, sin posibilidad de integrarse. Son noticias que podrían tratar de ignorar como propias de cuatro periódicos derrotistas y traidores del underground, si no fuera por las cartas de amigos y familiares. Como la que Alan había recibido de su madre, en la que ya no se hablaba de sus amigos desaparecidos en Vietnam, sino de todos los que se habían casado, y tenían hijos, convertidos unos en doctores y abogados de pro, otros en enemigos y delatores de viejos camaradas. No debería haberle sorprendido, pues ya había leído sus declaraciones en esas revistas de California contra los viejos líderes y compañeros del Movement. Y sin embargo…, podía verse en su expresión descompuesta. No es verdad que él nunca pensara en volver. Y menos por esos días, cuando la idea empezaba a seducir a los más débiles y agotados.

Pero él no podía volver.

En cambio ella… ¿No fue entonces cuando ya no pudo quitarse de la cabeza la pregunta de si le quedaba algún motivo para quedarse? ¿Qué hacía aquí con un americano fugitivo y proscrito demorándose en la derrota?

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