Mandala

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II

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—Bien, cuando dije aquello, un hombrecillo muy pequeño y muy negro se puso inmediatamente de pie. «Porque —chilló con voz atiplada—, ¡somos los más bellos!». ¡Aquélla fue una lección para mí! Hasta él…

Brooke se echó a reír también.

—Tiene gracia. Me gusta.

—Entonces usted nos gustará a nosotros —dijo Jagat.

El sol había desaparecido por completo y el aire se enfrió bruscamente. Ella empezó a tiritar.

—No debe coger frío —dijo él, preocupado—. El aire del desierto es muy traicionero de noche, después del calor del día.

—Nunca me pongo enferma —protestó ella, resistiéndose a marcharse de allí.

Pero tuvo que seguir su consejo y permitirle que le cogiera la mano y la colocara sobre su brazo.

—Las escaleras están oscuras —dijo Jagat—.

Siglos de pisadas han pulido el mármol y está muy resbaladizo.

Fueron hasta las habitaciones de Brooke en el silencio del crepúsculo. Se pararon ante la puerta, ambos buscando las palabras más adecuadas a la ocasión. Jagat la miró con sus ojos oscuros y luminosos.

—Se me ha ocurrido que yo puedo ser esa llave que anda buscando.

—Es posible —convino ella.

Él vaciló un momento y continuó:

—En ese caso, me gustaría que conociera a mi esposa. No invitamos a nadie a causa de la muerte de nuestro hijo. Pero usted no será considerada una invitada. Ya le he hablado de usted. ¿Cenará con nosotros mañana por la noche?

—Gracias.

—Enviaré una lancha a buscarla a la puesta del sol.

Extendió su mano y ella sintió un enérgico apretón, tan inglés como si estuvieran en una calle de Londres.

* * *

Como preparación para la noche decidió pasear durante todo el día siguiente. Pidió un bote por la mañana y atravesó el lago hasta la orilla. Una escalinata se alzaba sobre el embarcadero, y a la izquierda estaba la puerta del palacio con su arco reluciente. A la derecha, la calle que atravesaba Amarpur. Giró a la derecha, y pasó por un parque donde las flores se abrían en una masa de cálido color. Se detuvo allí; curiosa mezcla de colores, pensó, caléndulas y margaritas inglesas, rosas y delfinios, creciendo firmemente entre flores que le eran extrañas, naranja, púrpura y rojo. Algunas personas vagaban por los senderos y la miraban, aunque bondadosamente. Era una extraña, y así se sintió por primera vez. Reconocían en ella a la extranjera. Un anciano caballero, que vestía camisa blanca, dhoti y un turbante blanco sobre la cabeza, se acercó. Su rostro moreno y afable se arrugaba en sonrisas.

—¿Es usted inglesa?

La voz era suave, el acento puro.

—Americana —dijo ella correspondiendo a la sonrisa.

—Americana —rumió el anciano—. No había visto ninguna antes.

—No llevo aquí mucho tiempo.

—¿Me permite que la acompañe?

—Como guste.

Reanudaron juntos el paseo. Él llevaba los pies desnudos dentro de unas sandalias.

—¿Qué le contaría yo sobre nuestra ciudad? —preguntó él.

—Lo que usted quiera.

Se sentía cómoda, como si se tratara de un antiguo conocido. Ya no se sentía extraña entre extraños, a pesar de que era la primera vez que veía a aquel viejo. Él agitó una mano hacia las casas que rodeaban el cuadrado del parque.

—¿Se ha enterado de que anoche vino aquí una banda de salteadores?

—No, no me han dicho nada.

—Ah, sí, tenemos el bien y tenemos el mal. Pero eran bandidos muy corteses. Respetaron la costumbre. ¿Cómo lo sé yo? Pues porque el hombre a quien robaron es mi hermano… un hombre muy inteligente.

—¿Sabía que venían a robarle?

—Ah, sí, es nuestra costumbre, una cortesía, ¿comprende? Los ladrones mandaron un aviso para que mi hermano pudiera prepararse. Esperó hasta medianoche, él y todos los de su casa. Entonces oyeron música.

—¿Música?

—Oh, sí, nuestros ladrones siempre se acercan con música. Llegaron con música y mi hermano fue a la puerta a recibirlos. Les invitó a entrar y se pusieron a jugar a las apuestas.

—¿A jugar?

Estaba realmente perpleja.

—Sí, pero, como le dije, mi hermano es muy inteligente. Ganó el juego y pudo conservar sus bienes. Los ladrones se despidieron cortésmente.

Señaló con un dedo una casa que se alzaba al final del camino.

—Ésa es la casa de mi hermano. Ya ve, está totalmente tranquila esta mañana.

Vio una casa de piedra y yeso blanco. En la fachada, pintada en brillantes colores, destacaba la figura de un dios tradicional, sentado sobre un elefante de tamaño natural.

—Es bonita —dijo ella.

—Eso pensamos nosotros.

Unos niños se habían congregado a su alrededor mientras admiraban la casa. Una niña, muy pequeña, con un sucio sari rosa, le sonreía con sus ojos enormes y oscuros.

—Buenos días —saludó la niña en un inglés macarrónico—. ¿Cómo te llamas?

—Brooke.

—Brooke —repitió la niña.

—Mi nieta —dijo el viejo con complacencia—. Le enseño inglés. ¿Le gusta?

Brooke estaba perpleja de nuevo.

—Pues claro que me gusta. Es preciosa.

El viejo parecía complacido.

—Entonces puede quedársela. Tengo muchas más.

Atrajo la niña hacia él y le limpió la cara con el extremo del sari.

—Vamos, querida. Esta señora quiere que te vayas con ella.

—Oh, no —gritó Brooke—. ¡No había comprendido! No quería decir… no quiero… ¡oh, por favor!

—Llévesela —dijo el viejo con un noble gesto de su mano, delgada y hermosa—. Es suya.

—Lo siento… lo siento mucho —tartamudeó ella—. Es imposible.

El viejo encogió sus escuálidos hombros.

—Era un regalo —dijo simplemente y apartó a la niña suavemente.

—Lo siento —repitió ella. Y añadió, para cambiar de conversación—: ¿Cómo es que habla usted tan bien el inglés?

Él contestó tan amigablemente como antes.

—Estuve cuatro años en Inglaterra. Me gradué en Cambridge. En Literatura Inglesa.

—¿Y da clases?

—No, ahora descanso. Ya ve que soy muy viejo.

Brooke miró su rostro amable y alegre.

—Pero todavía tiene muchos años por delante.

—Ya he vivido bastante —contestó él— y no sólo en esta vida sino en otras. Mi vivir no tiene fin. Fuera lo que fuese antes, sea lo que fuere ahora, seguiré en otra vida.

Se detuvo ante un niño que lloraba sobre el escalón de una puerta. La madre lavaba al bebé desnudo, cubriendo de jabón su cuerpecillo gordezuelo y tembloroso.

—¿Ve este niño? No quiere que lo limpien. Le desagrada. Para usted eso es simplemente algo natural. Pero tiene un significado. Todo tiene significado. ¿Quién puede descifrarlo? Quizá en su vida anterior muriera ahogado. Y, naturalmente, odia el agua.

Antes de que tuviera tiempo de preguntar, se aproximó un cortejo. Una muchacha muy joven, en realidad una niña, adornada con un alegre sari, avanzaba sentada en una carreta tirada por un buey. Tras ella caminaba un grupo de mujeres jóvenes y muchachas, todas cantando.

—Una boda —explicó el viejo—. Ahí llega el novio.

Brooke vio a un hombre joven, muy joven, casi un muchacho, montando un caballo y con un pesado turbante arrollado a la cabeza. Vestía un traje de corte occidental, en honor de la ocasión, pero confeccionado con un brillante satén azul. Sostenía delante de él, y sobre la misma silla, a un niño.

—Para que le traiga suerte —dijo el viejo—. Así tendrá un hijo pronto.

Le seguían dos muchachos a caballo y detrás otro grupo de mujeres jóvenes y muchachas cantando.

—Oh, sí —dijo el viejo, moviendo ligeramente la cabeza—. Las mujeres son felices. Han cazado otro hombre joven. ¡Mire lo contentas que van! Es natural.

Y realmente estaban muy alegres, con sus brillantes saris color naranja y rosa, arrollados sobre las faldas que ondeaban sobre sus tobillos. Unas casaquillas ajustadas ocultaban sus hombros y la parte superior de los brazos, pero no sus pechos desnudos, redondos y firmes. Brazaletes de plata y vidrio cubrían los brazos hasta el codo.

—Se acabó el oro —dijo el viejo, observando cómo los ojos de Brooke recorrían los adornos—. Nuestro gran Primer Ministro ha pedido a nuestras mujeres que entreguen su oro para el esfuerzo de guerra contra los invasores chinos. ¡Somos muy patriotas!

Señaló un muro y Brooke vio un gigantesco retrato de Nehru apelando a su pueblo con las palmas extendidas. En la base había un muchacho sentado, abstraído; tendría unos doce años, aunque era difícil precisarlo porque estaba delgado y desnutrido. Permanecía en cuclillas sobre el suelo, alimentando pacientemente a un huesudo caballo con briznas de hierba.

—Oh, sí —dijo el viejo—. El niño sabe que ese caballo pudo haber sido su amigo en otra vida, o quizá incluso su padre.

Mientras hablaba, un hombre salió de una casa y arrojó a la calle un montón de hojas verdes para que se las comiera una vaca.

—¿Y por qué permite su pueblo que esas vacas se paseen por las calles? —preguntó ella.

El viejo se detuvo para contemplar la vaca, que mascaba lentamente las hojas. Había cariño en sus ojos mientras hablaba al animal.

—Querida madre vaca, ¡disfruta de tu comida! —Se volvió hacia Brooke—. En cuanto a su pregunta, permítame decir que soy un hombre moderno. Yo no venero a las vacas. Es más, mis antepasados fueron musulmanes. Y a los musulmanes les gusta comer carne. Pero también sabemos respetar los sentimientos de nuestros hermanos hindúes. Como dijo hace muchos siglos uno de sus grandes cristianos: «Si comer carne hace que mi hermano se ofenda, no comeré carne mientras el mundo sea mundo». O algo así. Recuerdo que el Arzobispo de Canterbury predicó un día en Londres sobre este tema, y no lo he olvidado. Yo mismo no he comido carne desde que el arzobispo predicó aquel día para mi bien.

Habían llegado a un cruce de calles, y allí se despidió. Inclinando ligeramente la cabeza, palma contra palma, el viejo torció a la izquierda, y ella continuó su camino de regreso al lago. El sol estaba en su cénit cuando saltó al bote que la esperaba. Acogió con alivio la protección del palio rojiblanco que se extendía sobre su cabeza. El agua rielaba al abrirse bajo los costados del bote; el barquero —el motor resoplando— inclinó la cabeza sobre sus brazos cruzados y se durmió para despertarse en el momento exacto en que se aproximaban al muelle de mármol. Brooke saltó a tierra y subió la escalinata. El vestíbulo tenía ya el aspecto de la entrada de un hotel moderno. Un empleado permanecía tras el mostrador de recepción.

—Señora, por favor, ¿tomará ahora el lunch? —preguntó.

Reconoció la escuela de Bert Osgood.

—Sí, gracias.

—¿En el comedor, o en sus habitaciones, señora?

—Arriba, gracias.

Media hora después, bañada y fresca, almorzó una ensalada, unas chuletas de cordero lechal y una rodaja de melón, que muy bien se lo podían haber servido en Nueva York. No, no completamente… las chuletas eran minúsculas y de huesos oscuros. La ensalada no era de lechuga, sino de alguna verdura desconocida, y el melón resultaba indefinible. Como todo en la India, era familiar y, sin embargo, absolutamente distinto. Reflexionó sobre esta afinidad, esta diferencia, y mientras sorbía el café, que no tenía gusto a café, miraba pensativamente a través de la puerta abierta. El sol vertía su blanco fuego sobre la plazoleta de mármol que había ante su habitación y hacía brillar el minarete de mármol que se alzaba en el centro. Desde luego el minarete era musulmán, pero el encaje de mármol que bordeaba el techo era delicadamente hindú, y también lo eran las agujillas de oro que había sobre sus puntas. Meditando, se apoderó de ella la somnolencia, pero ya se iba acostumbrando a este agotamiento de la tarde. El sol batía las blancas casas en la lejanía, el desierto refulgía y el lago era un espejo. Colocó la bandeja frente a su puerta, la cerró y, desvistiéndose, se echó sobre la cama. También era de mármol, y ni siquiera el colchón de espuma podía ablandarla. Pero a ella le gustaba aquella mezcla de dureza interior y blanda superficie, y se quedó dormida. Despertó a la puesta del sol.

* * *

Jagat la estaba esperando en el muelle de palacio. Le vio allí, una figura estatuaria enfundada en un traje de lino blanco. Hermoso, pensó Brooke, pero es más que eso… mucho más. Tenía el porte de un príncipe, del hijo de reyes, y, sin embargo, era tan moderno como cualquier inglés. Cuando el bote tocó el muelle, él se adelantó, le ofreció sus manos y la ayudó a bajar.

—Los escalones están húmedos. Cójase de mi brazo —ordenó.

Al llegar al final del tramo de escalones, ella se alisó la larga falda de su blanco vestido de noche. No era la primera vez que cenaba en un palacio. En Atenas había visitado a los amigos de su abuela, el rey Pablo y la reina Federica, y había cenado dos veces en Estocolmo, siempre en compañía de su abuela, con el anciano rey sueco, ahora muerto. Una vez incluso había jugado con él al tenis; el rey tenía entonces más de ochenta años, pero se mantenía ágil y alegre.

—Llámeme Mr. X —le había dicho—. Olvidaremos de momento el «majestad».

Pero ¿sería este príncipe indio como los de Occidente? Ahora la guiaba por un largo corredor que conducía a otro tramo de escaleras de mármol.

—Tomaremos un cóctel en la terraza occidental —estaba diciendo—. Mi esposa nos espera en compañía del sacerdote inglés, el padre Francis Paul. Pensé que le agradaría la presencia de otra persona más. Quisiera que mi hija estuviera aquí. Tiene aproximadamente su edad… quizá un poco más joven. Se llama Veera. No la he visto desde la muerte de mi hijo. En realidad, es la primera vez que recibimos a alguien.

—Ha sido usted muy amable al permitirme venir —murmuró ella.

La sorprendió su propia timidez. Nunca se había sentido tímida a solas con Jagat, tan directo era él y tan afables sus maneras. Pero ahora, al acercarse a la terraza, vio a una dama vestida con un sari blanco y a un hombre alto con las negras ropas de un sacerdote.

—Moti —dijo Jagat—, ésta es Miss Brooke Westley. Miss Westley, ésta es la Maharaní, mi esposa.

Brooke alargó su mano y sintió otra que se posaba en la suya, una mano delgada y fría, tan suave que parecía sin huesos. La mano se apartó rápidamente.

Miss Westley —murmuró una voz débil—, sea usted bienvenida. Mi marido me ha hablado mucho de usted.

—Y éste es el padre Francis Paul —dijo Jagat.

Brooke miró aquel rostro pálido y blanco, la barba negra trepando bajo los ojos oscuros. Era el rostro de un Cristo y, suponiendo el parecido, ¿quería resaltarlo deliberadamente con la barba y aquel cabello negro demasiado largo? Pero la voz era muy staccato, muy inglesa.

—¡Miss Westley, qué tal está! ¡Bienvenida a nuestra ciudad! No vemos a muchos invitados por aquí, y muy raras veces a un americano. He oído hablar de Bert Osgood, pero no le he visto todavía.

Estaban sentados. La mirada de Brooke iba de uno a otro. Un criado vestido de blanco permanecía de pie, esperando.

—Bien, ¿qué tomamos? —preguntó Jagat.

—Para mí, nada, gracias, Jagat —dijo la Maharaní.

—Oh, vamos —exclamó él—. ¿Un martini? Ranjit ha aprendido a hacerlos muy bien.

Había una nota de impaciencia en su voz. Ella inclinó la cabeza y permaneció silenciosa.

—Un martini para la Rani —ordenó Jagat—, y… ¿por qué no lo mismo para todos nosotros? Vamos, vamos…

—Esperaré a su vino de rosas, Alteza —dijo el padre Francis Paul con una sonrisa en sus oscuros ojos.

—Está bien, le excusaré. Tres martinis entonces, Ranjit.

El criado hizo una reverencia y se retiró. Volvió casi inmediatamente con tres vasos que depositó sobre la mesita de mármol. A pesar de lo que había dicho su marido, la Rani no probó la bebida. Miró a Brooke, con sus doloridos ojos negros e hizo un esfuerzo por entablar conversación.

—¿Le gusta nuestra ciudad, Miss Westley?

—Sólo es posible disfrutar en tan bello lugar —contestó Brooke.

Cogió su vaso mientras hablaba y sorbió el martini. Era excelente, muy seco, y con un regusto que no conocía. De pronto decidió dejar a un lado su timidez y ser ella misma.

—¿A qué sabe esto? —le preguntó a Jagat—. Me recuerda a las flores, pero ninguna de las que conozco.

—Es de un cítrico que mi abuelo trajo hace mucho tiempo de Grecia —contestó Jagat—. Da un fruto pequeño y amargo, del que se extrae una esencia extraordinaria cuando se le exprime; sabe más a flores que a fruto. Hacemos esencia todos los años y la embotellamos, al menos así lo supongo porque eso pertenece más a la jurisdicción de Moti que a la mía, ¿verdad, querida?

—Creo que lo hace Ranjit —dijo Moti con indiferencia.

—Es famoso, Miss Westley —dijo el padre Francis Paul.

—Mi abuelo importó varios árboles —continuó Jagat sonriendo—. Importó también una bella muchacha griega. Por cierto, creo que fue ella la que trajo esos árboles aquí. Usaba un perfume que se hacía con sus frutos y, según la leyenda, cuando se vieron, mi abuelo notó el aroma antes incluso de ver lo hermosa que era; ella le mostró después la pequeña naranja amarga. Parece ser que la aplicaba sobre su piel.

La maharaní se revolvió en su asiento algo irritada.

—Pero nosotras, las damas indias, usamos las naranjas desde hace mucho tiempo, Miss Westley. Nuestras mujeres machacan pieles de naranja y mezclan la pulpa con crema fresca. Incluso he oído que algunos de sus famosos cosmetistas de Occidente han tomado la receta… la han modificado, por supuesto, y han hecho los ingredientes más duraderos y menos dependientes de los esfuerzos diarios de los criados.

Su voz era dulce pero algo incolora; hablaba lentamente, articulando a la perfección cada palabra.

El padre Francis Paul se echó a reír.

—Estas cuestiones se salen de mi reino, Alteza, y ciertamente quedan, ¡ay!, fuera de mi interés. Y cambiando de tema, ¿cómo se le ocurrió venir a Amarpur, Miss Westley? Ningún turista viene por aquí todavía, aunque supongo que nos convertiremos en un centro turístico cuando esté terminado el hotel del lago. Y debo decir que no me agrada la perspectiva. Pero yo estaré a salvo en mi hogar de las montañas. Soy misionero entre los bhils, Miss Westley, un grupo fascinante.

—No los conozco —dijo ella—. En realidad, padre, no sé nada de la India. Y tampoco soy una turista. He venido aquí por una especie de impulso existencial, aceptando cada experiencia como viene…

—Pero ¿por qué Amarpur? Es un lugar pequeño… de hecho, la palabra pur significa pueblo. Ni siquiera somos una ciudad.

Brooke miró suplicante a Jagat y él reaccionó inmediatamente.

—Conocí a Miss Westley en el Ashoka de Nueva Delhi. Yo estaba muy triste y deprimido. Me sentía en tensión por lo de Jai, y sufriendo lo indecible… bueno, eran mis primeros momentos de soledad, quiero decir, lejos de las personas que conocía. Ella estaba tocando el piano en el salón… es una pianista muy buena…

Se volvió a su esposa.

—Lo cual me recuerda, Moti, querida, que tenemos que mandar uno de los pianos al palacio del lago para que Miss Westley pueda tocar cuando quiera.

—Por supuesto —murmuró Moti.

—Bien —continuó Jagat—, pues nos presentamos nosotros mismos y yo le hablé del palacio del lago y ella sintió curiosidad por Amarpur —al menos eso creo— y vino aquí. Por cierto que me sorprendió verla; no la había tomado muy en serio cuando dijo que le gustaría venir… o pensé que esperaría hasta que el hotel estuviera terminado, pero Osgood le cedió su baño y su habitación… es el único baño que funciona bien.

—Funciona perfectamente —dijo Brooke—. Y me siento muy feliz y muy cómoda. Todos los días descubro algo nuevo en el palacio del lago, y algo nuevo en Amarpur también.

El padre Francis Paul insistió.

—Pero no nos ha dicho exactamente por qué vino aquí, Miss Westley.

—No lo sé —dijo Brooke. Se enfrentó a aquellos ojos honestos—. No lo sé y me quedaré hasta que lo averigüe.

Un criado vestido de blanco y con una faja roja apareció en la puerta.

—¡La cena está servida, Alteza!

Jagat se levantó inmediatamente.

—¡Muy bien, Rodríguez! Moti, querida, tenemos que conseguir que no nos llame Alteza.

Moti se levantó también.

—Pero ¿qué nos va a llamar, Jagat? Es a lo que está acostumbrado…

—Déjenle que siga haciéndolo —aconsejó el padre Francis Paul—. Déjenle que conserve las buenas y viejas costumbres.

Moti alargó su mano.

Miss Westley, por favor, esta noche precederemos a los caballeros. Será muy occidental.

Y agarrando suavemente la mano de Brooke, la alejó de Jagat conduciéndola al comedor.

* * *

Brooke no recordaba después nada de la velada salvo el momento en que la Maharaní, a quien Jagat llamaba Moti, habló. Habían cenado en un vasto salón, ante una mesa enorme, con un criado detrás de cada silla; habían esperado a que el padre Francis Paul realizara su silenciosa acción de gracias para sí mismo. Moti inclinó cortésmente su cabeza, pero Jagat permaneció erecto. El sacerdote se persignó y después, terminada su oración, alzó su morena cabeza y les sonrió. Los criados trajeron inmediatamente la cena. Moti se negó a comer carne, y Jagat se lo explicó a Brooke.

—Mi esposa es hindú. No come carne. También es cristiana, pero sólo hasta cierto punto. A pesar de todos los esfuerzos del padre Francis Paul para convertirla a una sola fe, cree posible ser religiosa en todos los frentes.

—También sigo las enseñanzas del Mahatma Gandhi —murmuró Moti.

—La Rani es una buena cristiana —dijo el sacerdote, confortador. Se volvió hacia Brooke—. ¿Es usted religiosa, Miss Westley?

—No lo sé —contestó ella—. ¿Qué es ser religiosa?

—¡No estropeemos una buena cena abordando temas tan serios! —terció Jagat—. Pruebe este cordero asado. Miss Westley. Es del Southdown inglés, no una cabra india. Tengo una granja al pie de las montañas.

Brooke se sirvió, sonriendo a Moti en son de disculpa. Jagat puso una generosa ración en su plato y continuó hablando:

—Crío buenas vacas y carneros ingleses. El clima es demasiado cálido para ellos, pero al menos tengo alguna carne comestible. Y no les dejo comer pescado del lago. Sabe a barro. Sólo es bueno para los cocodrilos. En cuanto a nuestros huevos de gallina…

—Vamos, vamos —dijo el padre Francis Paul—. ¡Yo me alimento de pescado y huevos locales! Son perfectamente soportables.

—¡Eso, defiéndanos! —dijo Jagat alegremente—. Lo necesitamos. Pero a mí no me engaña. Nuestra comida es execrable a menos que se cocine a estilo indio, con todo su sabor oculto bajo la pimienta y el chili. ¡Nada de falsos patriotismos conmigo, por favor! Conozco perfectamente nuestras virtudes y nuestros defectos. Prefiero la comida inglesa.

La cena era inglesa, salvo el crujiente pan indio y los delgados pasteles de harina de trigo fritos con aceite vegetal.

—Los encuentro deliciosos —dijo Brooke.

Popodom —dijo Jagat—. Sí, son buenos, pero apenas alimentan. Golosinas…

Esta conversación trivial, esporádica y forzada, había durado toda la cena y encontró un abrupto final gracias a Moti, la Maharaní. Había permanecido en silencio, comiendo sus verduras. Y ahora, colocando pulcramente el cuchillo y el tenedor sobre su plato, fijó sus ojos oscuros e inquisitivos en Brooke.

—Tomaremos el café y el vino de rosas en la terraza, Jagat —anunció.

Él alzó la vista, sorprendido.

—Muy bien…

Y Jagat abrió la marcha hacia la terraza disponiendo la colocación de modo arbitrario.

Miss Westley, usted en esa silla. Hay una hermosa vista del lago, especialmente ahora que tenemos electricidad en el palacio del lago. Iluminación indirecta y todo eso…

—Hermoso —murmuró Brooke, hundiéndose en los mullidos cojines del sillón de teca tallada.

—Moti, tú en tu sitio de costumbre, bajo el árbol. Sé que no te gusta la luz de la luna.

Moti se sentó.

—La siento en los huesos. Es más sutil que la luz del sol y más peligrosa.

—Y usted, padre, a su lado —ordenó Jagat.

Él se sentó ante una mesita y encendió un cigarrillo. El silencio cayó sobre todos. ¿Qué debía decir, quién tenía que hablar primero, si es que era necesario hablar?, se preguntó Brooke. Se relajó, esperó contemplando la escena que se desarrollaba ante ella. La tarde era translúcida, el aire del desierto claro, la luz de la luna dulce y fría sobre las montañas. El árbol arrojaba sus negras sombras sobre la gigantesca terraza. Moti estaba sentada en la oscuridad. El padre Francis Paul estaba lo bastante cerca para oírla cuando habló. La blancura de su rostro, la negrura de su barba y su cabello resaltaban en la media luz de la ensombrecida luna. Pero Brooke centró su atención en el paisaje. Podía ver a lo lejos toda la curva de las montañas, la ciudad de mármol puro y el suave resplandor del lago. Permaneció en silencio, dominada por la magnificencia de aquel espectáculo, las torres y las múltiples ventanas del palacio de mármol abriéndose en dos extensas alas a ambos lados de la terraza.

Sólo Jagat parecía incómodo. Se había sentado y ahora volvía a levantarse; paseó arriba y abajo, a todo lo largo de la terraza; se sentó sobre la balaustrada, balanceando las piernas por la parte de fuera y arrancando al fin una irritada protesta de Moti.

—Jagat, ¿es que no te puedes estar quieto? Destruyes el encanto de la noche. ¡Y si te caes desde esa altura, te harás pedazos contra las piedras del patio!

—Sería agradable oír un poco de música —intervino el padre Francis Paul para traer de nuevo la paz.

Brooke giró la cabeza.

—Sí, es una noche indicada para la música. Me estaba preguntando qué nos faltaba. ¡Música!

—Toque su sarod, Alteza —dijo el sacerdote—. No la he oído desde hace largo tiempo.

—Y por una razón —dijo Jagat.

—Sería una lástima que lo dejara, Alteza —observó el padre Francis Paul—. ¡Un instrumento tan difícil, y tan pocos lo tocan bien hoy día!

—No tengo tiempo —dijo Jagat indiferentemente.

—Tonterías —dijo Moti—. Tienes mucho tiempo. ¿Es que hay alguien para decirte lo que tienes o no tienes que hacer? Eres tu propio señor.

—Yo no he oído nunca un sarod —dijo Brooke—. ¿Qué es?

—Un instrumento que parece un banjo gigantesco —explicó el padre Francis Paul—. Su Alteza lo toca muy bien. En realidad —corríjame si me equivoco. Alteza— creo que le enseñó en su juventud el gran maestro Ustad Allaudin Khan.

—Y él mismo me desanimó —replicó Jagat—. Decía que yo no practicaba lo suficiente. Él practicaba durante horas, muchas horas al día, y a pesar de eso no se consideró un maestro —un Ustad como decimos nosotros— hasta los cuarenta y ocho años. En cierta ocasión creí que yo también llegaría a ser un Ustad, pero había otras cosas que me gustaban más que tocar el sarod.

—Matar tigres, por ejemplo —dijo Moti desde las sombras.

—¡Jugar al fútbol! —dijo Jagat riendo.

—Me gustaría oír el sarod —afirmó Brooke con firmeza.

Jagat vaciló un momento y luego dio unas palmadas. Apareció un criado.

—El sarod —ordenó Jagat.

El hombre inclinó la cabeza y desapareció. Segundos después volvía con una gran masa amorfa. La desempaquetó cuidadosamente dejando a un lado la doble cubierta de satén amarillo y terciopelo negro, y entregó el voluminoso instrumento a Jagat. Brooke se levantó, llegó a su lado y acarició con la mano la suave y pulida superficie.

—Parece satén —murmuró.

—Mi padre me regaló este sarod cuando yo tenía nueve años —dijo Jagat—. Está hecho con la madera de un árbol de teca de las tierras de mi abuelo, un árbol viejo y tan grueso, que este sarod está hecho de una sola pieza. Como ve, tiene veinticinco cuerdas y este plectro está hecho con una cáscara de coco pulida. Lo perdí dos veces, pero mi padre se negó a comprarme uno nuevo, y no tuve más remedio que encontrarlo. Puse toda la casa patas arriba buscándolo. Toco sólo diez cuerdas con el plectro, las otras quince reflejan los sonidos como un eco. Pero no me gusta tocar solo. Prefiero que me acompañen tambores o una especie de instrumento de calabaza, el tamboura. Eso atenúa mi sarod… pero tendré que hacerlo a menos que tú, Moti…

—Está bien —dijo ella suavemente—, tendrás un tamboura.

Jagat dio unas palmadas de nuevo y de nuevo apareció el criado como un genio, pensó Brooke para sus adentros. Trajo el tamboura y se lo entregó a su señora, quien lo cogió con ambas manos y empezó a tocarlo. Jagat escuchó atentamente y ajustó las cuerdas de su sarod.

—Esta música es cortesana —explicó Jagat antes de empezar—. Antiguamente no se le permitía al pueblo escucharla, pero hoy… bueno, Ustad Al Akbar Khan da conciertos hasta en América. Su padre fue mi maestro. Ahora me avergonzaría tocar ante cualquiera de los dos. Su padre no me permitió oír música occidental hasta que tuve nueve años y aun entonces porque insistió mi padre. Me dejaron tener algunos discos de música clásica. Bach es mi preferido. Su música me recuerda nuestra raga india.

—Pues a mí me gusta más el tala —observó Moti.

—Eso es sólo ritmo —dijo Jagat con desdén y continuó—: Pero la música india no puede armar mucho ruido. Tenemos sólo siete melodías básicas. Todas las demás son simples combinaciones, permutaciones y armonías entre las cualidades tonales de nuestros instrumentos… eso es todo. No ideamos nada nuevo hasta que recibimos unas cuantas inyecciones de música occidental. Como en todo lo demás, los indios no podemos escapar a nuestras propias tradiciones. El pasado sigue siendo nuestra prisión.

—Bueno, empecemos ya, Jagat —dijo Moti con impaciencia—. ¿Por qué tienes que hablar siempre tanto antes de hacer cualquier cosa?

Jagat empezó a tocar con un toque fuerte y persistente y la noche se llenó bruscamente de una música llena de resonancias. Brooke, que contemplaba la absorta faz de Jagat, vio un hombre cuya existencia ni siquiera había imaginado, un poeta ardiente y apasionado, que le resultaba extraño pero intensamente atractivo. Sintió un presentimiento, un escalofrío que casi era miedo. Y todo eso, en su terminología no era ni más ni menos que enamorarse, un estado mental y emotivo que temía porque estaba, ella lo sabía, fuera del alcance de la razón.

Y fue en aquel momento cuando habló Moti:

—Supongo que le habrán dicho que nuestro hijo ha muerto.

Su voz tenía una calma de plata.

Brooke se sobresaltó. Miró aquellos ojos negros, tan grandes en el pálido rostro protegido por las sombras.

—Sí, ya lo sé, he oído lo trágico…

—No ha sido trágico en absoluto —interrumpió Moti—, porque, ya ve usted, él no ha muerto. Tengo una positiva evidencia de que está vivo.

Jagat dejó de tocar.

—Vamos, Moti…

Ella alzó su pálida mano cubierta de anillos.

—¡Por favor, Jagat! Déjame hablar. He esperado hasta descubrir a Miss Westley. A ciertas personas se las puede hablar, a otras, nunca. Y puedo hablar con ella. Me es simpática. Ya ve, Miss Westley, sé que no ha muerto. Se lo he explicado al padre Francis Paul. Usted me comprende, ¿verdad, padre?

—La comprendo —dijo amablemente el sacerdote.

—Sí —continuó Moti con sereno fervor—. Usted me comprende. Ya ve, Miss Westley, hay algo inexplicablemente íntimo entre una madre y su hijo. Si mi hijo estuviera muerto, yo lo sentiría en todo mi ser. Pero vive como antes. Cuando me despierto por las mañanas, no siento pena, sino paz, porque está vivo. Quizá se encuentre en prisión, o en el exilio, pero vive. Lo que hay que hacer es encontrarlo dondequiera que esté.

Jagat se levantó tan bruscamente que su silla derribó los platos que había sobre la mesita destrozándolos contra el suelo. Los criados se precipitaron a recogerlos, pero él no les prestó atención.

—Moti, te prohíbo que…

Ella se levantó también.

—Jagat, tú no quieres escucharme. Por eso tengo que pedir ayuda a otros. Miss Westley, ayúdeme, por favor… ¡se lo suplico!

Unió sus manos en ademán de súplica. Brooke miró a Jagat y luego se dirigió a Moti:

—¿Qué puedo decirle, salvo que la ayudaría de todo corazón, si supiera cómo hacerlo?

—Nadie puede ayudarla —dijo Jagat torvamente—. Lo que pide es imposible.

—¿Qué pide usted? —preguntó Brooke.

Sintió que surgía en ella una extraña ternura hacia aquella mujer.

—Que alguien vaya en busca de mi hijo. ¡Eso es todo lo que pido… que alguien vaya en busca de mi hijo!

Jagat perdió nuevamente la paciencia. Dio un salto y volcó de un empujón el tallado sillón en que estaba sentado.

—Salgamos de aquí, en nombre de Dios —exclamó—. Miss Westley, si hubiese sabido que mi esposa iba a formularle esa absurda petición, nunca la hubiese invitado. Ella sabe muy bien que nuestro hijo ha muerto. Simplemente se niega a creerlo.

—Pero ¿cómo sabes que es absurda? —preguntó Moti.

—¿Qué sabemos nosotros sobre la vida y la muerte? —murmuró el padre Francis Paul.

Ahora estaban todos de pie, mirándose. Jagat habló de nuevo rompiendo el punto muerto.

—Venga conmigo, Miss Westley —ordenó—. Recorreremos el palacio. Quiero enseñarle el salón donde reinó mi padre. Por favor, excúsanos, Moti… le pido perdón, padre.

Ofreció su brazo a Brooke y ella no tuvo más remedio que obedecer la orden. Pero Jagat no habló de eso, ni siquiera de su hijo, cuando abandonaron la habitación y atravesaron sala tras sala. Habló impersonalmente de los chinos, que seguían presionando en las fronteras del Norte y el Este.

—Esta invasión china no es nada nuevo. Y eso es lo que mi esposa no puede comprender. La ve como algo momentáneo, como un simple ataque después del cual la paz seguirá su curso como algo evidente. Lo que no puede entender es que siempre hemos sufrido esta presión, que a través del Tibet ha bajado sobre la frontera india. Ha constituido una fuerza desintegradora a lo largo de los siglos. Y hasta me atrevería a decir que nos hubiera destruido de no ser por la dominación británica. Si hemos disfrutado de la paz durante unos siglos ha sido únicamente porque China atravesó el siglo pasado una época de decadencia. Pero siempre que resurge, la presión comienza de nuevo sobre el sudeste de Asia y sobre nosotros. Nos recuperamos durante sus períodos de decadencia, es decir, entre dinastía y dinastía, pero cuando comienza su reactivación con una nueva dinastía, se reproduce el inevitable proceso y los tenemos de nuevo frente a nosotros en la frontera. Cien, casi doscientos años antes del comienzo de su era cristiana, una horda de nómadas salió de China occidental y se estableció en las tierras fronterizas de la India. Sus descendientes gobernaron la India. Por cierto, eran hombres de extraño aspecto, altos, de narices grandes y piel rosada, en absoluto parecidos al tipo mongol de ojos rasgados. ¡Dios sabe de dónde venía esa tribu Yuechi!

Ella escuchaba, consciente de que estaba hablando para alejar algún temor interior. Decidió acabar con ese temor.

—¿Cree usted que hay alguna posibilidad de que su hijo esté vivo?

Él hizo una pausa. Su mano descansaba sobre la cabeza de un gigantesco tigre disecado.

—Lo único cierto es que yo no vi su cadáver —contestó.

Se despertó por la noche y escuchó una música que venía del otro lado del lago. Se levantó de la cama y fue hasta la abierta ventana. La cortina estaba echada y la apartó. La luna se estaba poniendo y una larga banda de luz dorada brillaba sobre el lago. Contempló aquella puesta de luna con una tristeza inexplicable. ¿Por qué era más triste una puesta de luna que una puesta de sol? El pálido resplandor, el astro impar, el conocimiento de que la luna era vieja y estaba muerta, mientras que el sol arde con el fuego de la juventud, la hacía consciente de la brevedad de su propia vida y la evanescencia de su juventud. ¿Cuánto tiempo tendría que seguir esperando a que llegara aquello? Y sin embargo, ¿qué podía hacer sino esperar, cuando no tenía nada a lo que poder recurrir? Por muy sola que se sintiera, aquí estaba menos sola que en cualquier otra parte del mundo. El lago contenía el palacio y este palacio la contenía a ella. Millones de personas vivían no muy lejos, pero fuera de su alcance. Y allí, en el palacio de mármol, al otro lado del agua, sus torres blancas contra el cielo, vivía Jagat. ¡Jagat! ¿Qué era él en su vida, qué iba a ser? Había rechazado todas las preguntas, todas las respuestas, cuando había pensado en él. ¡El tiempo lo dirá! Pero ella tenía que reconocer la revelación. En toda su vida había conocido a un ser humano que le inspirara una simpatía tan intensa como Jagat. Sin amarle —no podía estar tan loca como para pensar en el amor—, sabía que tenía que estar cerca de él, al menos hasta que supiera lo que significaba aquella simpatía, lo que debía significar, si es que quería ser sincera consigo misma.

Esperó hasta que la luna se hundió en el horizonte, negro ribete de sombras, iluminando con oro la solitaria isla y el palacio construido allí tanto tiempo atrás, para servir de prisión a Shah Jehan en los días de su juventud, el palacio vacío y el jardín abandonado. Cuando desapareció el último destello de luz y una blanda oscuridad lo cubrió todo, volvió a la cama y se durmió. Por la mañana no la despertó el sonido de las palas de las mujeres golpeando las prendas húmedas extendidas sobre las piedras de mármol, sino un discreto rasgueo en la puerta. Ahora sabía ya que esto era aquí equivalente a golpear con los nudillos. Se levantó, se cubrió con la bata y abrió la puerta.

Vio a un criado.

—Señora —dijo disculpándose—, la he despertado. ¿Qué podía hacer yo? Su Alteza ha cruzado las aguas para hablar con usted.

Le miró con los ojos cargados de sueño.

—Pero si no me he bañado, ni estoy vestida, ni he desayunado…

—Él tampoco ha comido esta mañana. Dice que, si no tiene inconveniente, se reunirá con usted en la terraza de mármol para desayunar juntos.

—Dígale que estaré lista dentro de veinte minutos.

El criado dijo que sí moviendo la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y desapareció bajo la larga galería de mármol. Ella cerró la puerta con llave, pues los criados, en su celo, entraban a veces sin llamar. Había protestado y ellos se sintieron heridos.

—Pero, señora —decían—, ¡venimos a ayudarla, nosotros que la amamos!

¿Y quién era capaz de protestar contra su amor? Nadie. El único remedio era correr el pequeño cerrojo de latón y vestirse a toda prisa para poder descorrerlo nuevamente antes de que apareciera alguno y se enterara. Y así lo hizo ahora, bañándose a toda velocidad y enfundándose las escasas prendas que vestía, las piernas sin medias y los pies en unas sandalias. Le llevó unos minutos cepillar su larga cabellera. Después abrió nuevamente la puerta. Jagat estaba ya allí, sentado ante la mesita del minarete, donde ella comía.

Se levantó al verla.

—Le suplico que me perdone. He venido demasiado temprano, pero me he pasado la noche en vela. Cuando usted se fue, el padre Francis Paul y mi esposa se unieron para acosarme. Como ya sabe, ella está convencida de que nuestro hijo vive, y lo que no sé es si ha logrado convencer también al sacerdote inglés o bien él ha cedido ante su porfía. Quizá ni él mismo lo sepa.

—Por favor, siéntese —dijo Brooke mientras tomaba asiento.

Apareció el criado con la bandeja del desayuno. Permanecieron en silencio en su presencia. Estaba a punto de marcharse cuando Jagat, lanzando una imperiosa mirada sobre la mesa, exclamó:

—¡Un momento! ¿Es inglesa esta mermelada?

—Alteza —tartamudeó el hombre—. ¿Cómo voy a saber yo la nacionalidad de la mermelada? Soy sólo un pobre musulmán.

Jagat tomó una cucharilla y probó el contenido del cuenco de cristal de base plateada.

—Es inglesa —anunció—. Crosse and Blackwell. Puede irse.

El hombre se secó el sudor del rostro, inclinó la cabeza y se alejó a toda prisa. Brooke se echó a reír.

—¿Era necesario aterrorizarle, Alteza?

—Naturalmente —replicó Jagat—. Si no conservara en ellos el miedo hacia mí, dejarían de obedecerme. Y aquí sigo siendo el señor, ya que no Su Alteza. Por favor, Miss Westley, ¡no más tratamientos! Seamos amigos. Estoy muy preocupado. No tengo a nadie con quien sincerarme. ¿Le importa llamarme Jagat?

—No, si usted me llama Brooke.

—Eso va a ser más difícil. A los hombres indios no nos es tan fácil… ¿cómo diría? ¡Bueno, no importa! Haré lo que quieras. Y ahora come mientras hablo. Yo no tengo apetito. Mi esposa ha estado agitada y llorando toda la noche. En realidad hasta que… ¿qué hora era? No lo sé, pero ya se estaba poniendo la luna.

—Ah, ¿viste la puesta de luna? Yo también.

—¿Te despertaste sin que te llamaran?

—Me desperté, fui a la ventana, corrí la cortina y vi la luna hundiéndose, ¡cómo una luna vieja! Me pareció extrañamente triste. Y sigo sintiendo esa tristeza, a pesar de este día tan brillante y bello. ¡Cómo brilla la ciudad al sol!

—¡Ah, ya ves, ha tenido que haber una comunicación! Es una de nuestras afinidades, ¿verdad? Quizá nos conocimos en alguna otra vida.

—¿Crees en eso? —preguntó ella, instantáneamente alerta.

Él se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saber lo que creo? Soy un hombre de la India moderna.

—¿Hay una India moderna?

Jagat soltó una breve risa.

—No me extraña que lo preguntes, habiendo visto aquí la más antigua de las Indias. No hemos cambiado en nada, salvo en este simbólico hotel moderno, hecho aprovechando un antiguo palacio donde los reyes pasaban el verano. Yo venía aquí de niño con mi abuelo y mi padre. Ellos se traían a sus concubinas. Mi abuela y mi madre se quedaban en el palacio de tierra firme, pero todos sabían que… bueno, que las otras mujeres venían aquí. La muchacha griega, no sé si debo decírtelo, pero tenía tu habitación y ésta era su plazoleta, y mi antepasado construyó este minarete para que ella pudiera sentarse al aire libre y disfrutar de la brisa y la sombra.

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