Mandala

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II

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—Me alegro que me lo digas. Ahora sé quién es la que a veces siento aquí conmigo.

—¿Crees en semejante posibilidad?

—Nunca lo creí hasta llegar aquí. Pero ahora… tengo unas sensaciones nuevas y extrañas. Digo nuevas, pero en realidad sólo son nuevas para mí. Parecen sensaciones muy antiguas, consciencias más que conocimientos, y yo llego a ellas… o me alejo de ellas.

—Entonces ya sabes —dijo él—, ya sabes el peso del pasado que hay sobre mí. Es la presión ancestral de nuestro viejo, viejísimo país, de muchos millones de personas, vivas y muertas, de un pasado tan habitado como el presente. Se siente eso en todos los países viejos. Recuerdo las visitas que hice a China…

Ella alzó la cabeza.

—Siempre deseé ir a China, pero ahora no puedo por ser americana.

—Sí, yo estuve allí en más de una ocasión. Mi abuelo, al que enviaron los británicos con una nota para la vieja emperatriz Tsu Hsi, fue el primero de nuestra familia que visitó China. Pero yo estuve allí dos veces con Sadar Patel, en los días en que él y el primer ministro intentaban mantener relaciones cordiales con los comunistas chinos.

Fue antes de que los chinos se apoderasen del Tibet, por supuesto. El primer ministro casi no podía creer que hicieran una cosa semejante, y fue de los que más se resistieron a aceptar los hechos. Supongo que fue para él una compensación aceptar al Dalai Lama como exiliado.

Frunció el ceño pensativo durante unos momentos, y luego golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Bien! Todo eso es agua pasada. ¡Con qué rapidez el presente se convierte en pasado! Y hablando nuevamente de mi hijo… no sé qué hacer. Sería inútil buscarle, de eso estoy seguro, y sin embargo, tengo que aplacar a mi esposa, no, consolarla es la palabra. Quiero consolarla, agradarla de algún modo, al menos. Aunque, desde luego, está muerto. Lo sé muy bien.

—Creo que deberías ir —dijo ella—. Creo que tienes el deber de confortarla de la forma que sea.

Se miraron. Los ojos de Brooke no cedieron ante su oscura y penetrante mirada.

—No sé por qué, pero tengo la impresión de que te conozco desde hace mucho tiempo —dijo Jagat al fin.

—Ni yo tampoco, pero tengo la misma impresión que tú.

Jagat se levantó, caminó hasta la balaustrada de la terraza y miró a través del lago el palacio de sus antepasados. La bandera de su clan ondeaba en la torre más alta, temblando y agitándose al seco viento del desierto.

—Tengo prohibido que icen esa bandera, pero mi gente insiste en tenerla ahí. Les he dicho que ya no tengo derecho a una bandera real.

—Pero ellos necesitan igualmente creer en ti —dijo ella.

—Eres muy intuitiva.

El silencio fue largo entre los dos, y rico en pensamientos no hablados. Al fin, él se volvió hacia ella de forma algo abrupta.

—¡Así que debo iniciar una búsqueda sin fruto!

—¿No lo crees así?

—Sí… aunque no sea por otra razón que el que no tendré paz hasta que lo haga. Ella no se quejará, ni me presionará más, pero se irá consumiendo lentamente. Eso es lo que me dijo anoche el padre Francis Paul cuando Moti nos dejó solos a medianoche. Él no es mi padre confesor, como podrás comprender, yo no me confieso con nadie, pero percibe en ella cosas que… bueno, afortunadamente para él, es un sacerdote y no un hombre…

Brooke no contestó a esta extravagancia. En lugar de eso formuló su propia pregunta:

—Si te dijera que me gustaría ir contigo, ¿qué pensarías?

Él se hundió en su silla. Apoyó los codos en la mesa y se la quedó mirando.

—¡No hablarás en serio!

—¿Sería posible? No… ante todo, ¿me dejarías?

La perplejidad se manifestaba claramente en su rostro moreno y expresivo.

—Yo… ¿qué puedo decir? No me imagino que alguien te deje o no te deje hacer algo. Si fueras una muchacha india, lo que dices sería imposible. Pero yo no pensaría en ti si fueras india. No sé lo que diría ella… mi esposa. Pero muestra un calor tan poco usual hacia ti…

—¿Te gustaría que fuese contigo? En cuanto a mí… sería un procedimiento maravilloso para conocer la India, aparte, naturalmente, de las nuevas noticias que averiguáramos sobre tu hijo.

Él vaciló.

—No me gusta tener que ir solo. Claro que irán criados, porteadores y todo eso, pero…

No acabó la frase.

—¿Puedo pedírselo a la propia Rani? —insistió ella.

Jagat pareció aliviado.

—Sí, eso es lo mejor —dijo—. Como eres americana, nada la sorprenderá. No se escandalizará. Es algo que le tenemos que agradecer a tus compatriotas femeninas, que tienen la reputación de hacer exactamente lo que les place. Pero tengo que advertirte que será un viaje muy duro. Y no sé adónde nos conducirá.

—Que nos lleve a donde quiera —replicó ella.

* * *

—Muy bondadoso por su parte —dijo Moti—, pero no sé por qué desea hacerlo.

—Yo tampoco lo sé —dijo Brooke—, lo único que sé es que me dejo llevar por mis simpatías y una de ellas me empuja hacia usted, ¿qué más puedo decirle, señora? Me gustaría llamarla Alteza, si me lo permite.

Hablaba sinceramente. Había algo delicado y distante en aquella mujer afable, algo que impedía la familiaridad. Por eso se sorprendió mucho cuando Moti puso una mano sobre las suyas, una mano suave, y dijo:

—Por favor, llámeme Moti. Es mi verdadero nombre. Significa perla. Siempre me ha gustado.

Ella no se movió, y al cabo de unos segundos, Moti retiró su mano.

—Por favor —repitió.

—Lo intentaré —dijo Brooke—, pero perdóneme si me resulta difícil al principio. Me temo que soy una persona bastante reservada. Al menos eso dicen los que me conocen. Quizá sea porque no he sido nunca más que una chiquilla criada por una abuela bastante etiquetera. Y aunque parezca extraño, creo que ésa es la razón de que me encuentre en la India. No me sentía completamente en mi hogar en mi propio país, ni en cualquier otra parte. Busco el mundo.

Se detuvo, observando en el rostro de Moti una sombra de tristeza. Empezó de nuevo.

—Al mismo tiempo, no quisiera por nada del mundo herirla, ni levantar ningún tipo de barrera entre nosotras, una reticencia o algo así, que desde luego no siento. Moti… es bonito… quizá pueda…

—¡Ah, no, únicamente si le resulta natural! —interrumpió Moti—. Pensé que quizá, y puesto que existe cierta simpatía entre nosotras, me sería más fácil hablar con alguien completamente extraño que con mi propia gente. Parece ser que los indios compartimos una inmensa experiencia. Nos han enseñado las mismas cosas, los mismos pensamientos e ideas, subordinados, naturalmente, a las religiones y las castas. Una no tiene oportunidad de expresarse porque si lo hace se convierte en una persona demasiado distinta y no sirve de nada iniciar una gran polémica. No sé si se ha dado cuenta que todos tenemos propensión a discutir y mostrar nuestro desacuerdo en cuanto alguien da una opinión, y siempre estamos haciendo eso, expresar opiniones, pero nada de lo que decimos es realmente nuevo, todo gira alrededor del mismo pantano ancestral. Pero usted no ha estado en ese pantano con nosotros, y por eso parece algo purificante comunicarse con un extranjero, aunque ya he dicho que no la considero una extranjera. Me pregunto si la habré conocido en sueños.

Todo esto iba saliendo de Moti como si hubiera derribado alguna barrera en su alma.

Brooke esperó a que hiciera una pausa y entonces habló.

—Yo tampoco la considero una extraña. Nada me resulta extraño en este bello lugar. Parece como si los hubiera conocido a todos antes, a usted y a Jagat…

Ahora fue Moti la que la interrumpió.

—Dice usted «Jagat» con tanta naturalidad… ¿Por qué no es igualmente natural conmigo?

—Ustedes son muy distintos, usted y él…

—¿Más diferentes de lo que son siempre un hombre y una mujer?

—Oh, sí, y no por eso.

Sintió los oscuros e inquisitivos ojos de Moti sobre su rostro.

—¿Cree usted en los sueños?

—¿Se refiere a soñar mientras se duerme?

—Sí.

—Al parecer, yo nunca sueño cuando duermo.

Moti unió sus delicadas manos.

—Yo sueño todas las noches. No siempre son sueños importantes, pero…

Se detuvo.

—¿Qué es un sueño importante? —preguntó Brooke.

—El que no se puede olvidar… por ejemplo, el que me hizo creer que mi hijo no había muerto, a pesar de que me habían dicho que su cuerpo fue incinerado y las cenizas arrojadas a las aguas. ¿Quiere que le diga por qué creo que vive? Oh, tengo que decírselo para que comprenda.

Moti hizo otra pausa. Frunció el ceño, concentrándose. El gigantesco salón en que estaban sentadas, su cuarto de estar privado, estaba silencioso. Las ventanas estaban abiertas, pero era casi mediodía y la gente permanecía en sus casas al abrigo de los abrasadores rayos del sol. Las puertas que daban a las habitaciones también estaban abiertas y sólo el ocasional vuelo de algún pájaro, que entraba y volvía a salir, rompía la quietud. La sala era de color oro y blanco, los muebles estaban cubiertos de satén blanco, y las paredes eran blancas chapadas en oro. El decorado era occidental; las sillas y canapés, franceses; los cuadros, italianos e ingleses. Únicamente el aroma era indio, un perfume demasiado dulzón, de cidro y madera de sándalo. Moti, inmóvil, con las manos unidas sobre su blanco sari, empezó a contar su sueño.

—Yo distingo entre los pequeños sueños y los otros. Los pequeños se refieren siempre a los pequeños problemas cotidianos. Los importantes, los otros, son enteramente nuevos para mí. Me veo en lugares que nunca he visto, entre personas que nunca he conocido. Cierta noche, y estoy segura de que era la misma noche en que se dijo que habían matado a mi hijo, tuve un sueño de esta clase. Soñé que estaba echada sobre la cama de mi alcoba, como realmente era. Descansaba boca arriba, con las manos unidas sobre el pecho. Me sentía muy débil, no enferma, sino débil. No dormía, pero era consciente de que estaba a punto de morir. Me quedé allí, pensando en mi muerte, que estaba próxima y era, eso me habían dicho, inevitable. De pronto, como si una luz irrumpiera en la oscura habitación, sentí que mi voluntad se rebelaba.

»—No moriré —me dije a mí misma—. ¿Quién es capaz de decirme que tengo que morir cuando no lo deseo?

»Tras esta decisión, soñé que me levantaba de la cama y, tal como estaba, con mi camisón, salía corriendo de la habitación y del palacio, no, no tanto como corriendo, simplemente me encontré fuera, en medio de un paisaje que no había visto nunca. No era indio. Estaba en la ladera de una montaña y corría hacia abajo, hacia el valle. Pasé ante un templo en ruinas. El templo sí era indio. Tenía pilares en lugar de muros, y el suelo embaldosado se hundía. Había alguien tumbado en el suelo, muerto. Era un joven chino. Le habían disparado. Era él quien estaba muerto, no mi hijo. No me detuve, sino que eché a correr. Llegué al valle y vi unos niños jugando. El sol se reflejaba en un arroyo susurrante. De pronto me sentí muy feliz. Era joven de nuevo, era fuerte y además había escapado a la muerte. Entonces me desperté. Este sueño permanece en mí, como si lo hubiese soñado anoche.

Había terminado. Se quedó mirando a Brooke ansiosamente, esperando su respuesta.

—Un sueño maravilloso —dijo Brooke—, pero nunca comprendí los sueños.

—Significa sencillamente que mi hijo no murió. Murió un joven chino. Y Jai sigue viviendo en algún lugar. Si hubiera muerto en el sueño, yo habría muerto también. Pero vivimos los dos.

—Si vive, le encontraremos —prometió Brooke.

Se levantó y extendió ambas manos. Moti las cogió y se las llevó a las mejillas.

—Es usted mi hija —dijo— y Jagat su padre.

* * *

—Espero que no creerá las tonterías de Mamu —dijo Veera.

Brooke se levantó del largo sillón en que estaba tumbada. Se encontraba en la plazoleta de mármol, descansando después de una caminata por la ciudad. Había vuelto al hotel después de su visita a la Rani. Nadie la había visto, salvo los obreros, ni siquiera Bert Osgood o Jagat, y se sentía incómoda y perpleja. ¿Era la Rani tan inocente, tan ingenua como parecía, una mujer tan infantil, tan enclaustrada de por vida como para aceptar sin preguntas que su marido se propusiera hacer un largo viaje en compañía de una mujer joven y extranjera? Sopesó sus últimas palabras: «Es usted mi hija». Seguramente el significado de aquellas pocas palabras, pronunciadas con tanta concisión, era que en una hija se podía confiar. Sí, se podía confiar en que una hija se consagrara a su hermano Jai y se comportara con Jagat como con un padre. Y yo no quiero comprometerme, se dijo Brooke.

Desasosegada, se había dedicado a vagabundear por las calles de Amarpur, el pueblo de Amar, que brillaba como una gema en el desierto desnudo. Pronto llegó al final de las casas, que se apretujaban unas contra otras, allí donde la polvorienta calle tocaba el borde de los pantanos, secos ahora hasta la llegada de las lluvias. Cuatro garzas gris-plata alzaron el vuelo al acercarse ella; tenían blancos el cuello y la cola, las cabezas escarlata, y las enormes alas extendidas de un brillo plateado a la luz del sol. Las vacas merodeaban también por la ciénaga en busca de agua, las ubicuas vacas de la India, mugiendo con desaprobación.

Se cruzó con tres camellos. Ella se detuvo cuando el camellero se paró para descansar a la sombra de un alto cactus. Observó que los pies de los camellos estaban equipados con amortiguadores naturales, un tejido muscular flojo que bajaba y subía como un resorte bajo el peso de sus cuerpos. El camellero, un hombre anciano, de piel quemada hasta la negrura por el sol del desierto, llevaba un pellejo, hecho de piel de cabra, lleno de agua sobre los hombros. Cuando Brooke se acercó, él sonrió mostrando dos encías desdentadas, y le ofreció agua. Ella negó con la cabeza y le dio las gracias sonriendo; el viejo bebió entonces chupando el cuello del pellejo. Fue un largo trago que gorgoteó por su gaznate para desplomarse audiblemente en alguna recóndita región de su ser. Ella se echó a reír involuntariamente y el viejo secundó alegremente sus risas, sin saber que él mismo era la causa. Gente maravillosa, pensó Brooke, de corazón cálido y fácil de contentar. Empezaba a sentirse en casa con ellos. Pasó ante ellos una tonga tirada por un caballo y pintada con brillantes motivos florales sobre un fondo amarillo. La alquiló, subió y volvió a la ciudad y de allí al lago. Encontró el bote que la esperaba para devolverla al hotel. Se sintió tranquila y nuevamente segura de sí misma, como le ocurría siempre que se mezclaba entre la gente.

Se había bañado y puesto una bata blanca y fresca. Estaba echada en el sofá de la terraza, medio dormida, cuando oyó que la llamaban por su nombre. Abrió los ojos y se encontró ante una bella muchacha india enfundada en un sari verde.

—Soy Veera —dijo la muchacha—, y mi madre, la Rani, me ha hablado de usted.

Brooke se incorporó, pero Veera puso las manos sobre sus hombros y la obligó a echarse de nuevo.

—¡No, por favor! No se levante. Me sentaré aquí.

Se sentó, y sin más preámbulos empezó a hablar de su madre y de la convicción de su madre en que su hermano vivía.

—¿Y eso son tonterías? —preguntó Brooke.

—Yo creo que sí.

El cabello, una brillante trenza de pelo castaño que relucía al sol poniente, caía sobre los hombros en rizos sueltos. La piel era de un crema pálido, sin defectos. Tenía los ojos de un castaño dorado.

—Creía que todos los indios tenían los ojos oscuros —dijo Brooke por decir algo.

Veera sonrió.

—Estoy sentada a la luz del sol. Por eso mis ojos son claros. En la sombra son oscuros. Es mi herencia de Cachemira. Aquí en el Norte muchos somos de tez clara. Las personas muy morenas están en el Sur. Proceden de los dravídicos. Tenía usted que haber conocido a mi hermano Jai. Seguramente le hubiera tomado por un inglés… salvo sus orejas.

—¿Sus orejas?

—Sí. En los bordes de las orejas tenía mechones de pelo negro y suave de una pulgada de ancho. Eso se considera un signo de virilidad. Pero creo que Jai no conoció nunca a una mujer. Era extraordinariamente puro.

—¿Usted cree que está muerto?

—Mi padre así lo cree.

—¿Y cree siempre lo mismo que su padre?

Veera le dedicó una mirada oblicua por entre sus largas pestañas.

—Pienso que sí.

—Hábleme de su hermano.

—¿Qué quiere que le diga? Era muy guapo. Cuando estaba en el colegio, el mismo colegio al que voy yo ahora, no lejos de Mussoorie, las chicas se volvían locas por él. Y todavía siguen hablando de él. Pero decían que sólo le importaban sus estudios. Sin embargo, el Jai que yo conocía era un chico alegre, estupendo bailarín, muy moderno, muy inglés.

—¿Qué quería ser?

—No creo que lo supiera. O quizá lo sabía y lo dejaba a un lado. A veces pienso que tenía el presentimiento de que moriría joven. Disfrutaba tan intensamente de la vida… como si cada día fuese el último para él. Pero con cada persona era distinto. Seguro que si le pregunta a mis padres, cada uno le dará una descripción distinta. Y sus amigos… nunca se ponen de acuerdo al juzgarle. Supongo que ninguno de nosotros llegó a conocerle realmente. Después, un día se fue de pronto a combatir tan fortuitamente como si hubiera sabido desde siempre que tendría que ir. Y no es que le gustara hacerlo, porque apreciaba realmente a los chinos. Había estudiado su lengua y conocía su historia. Estaba muy triste cuando se apoderaron del Tibet de una forma tan cruel, y durante mucho tiempo no pudo creerlo… no hasta que fue a ver al Dalai Lama a Delhi y escuchó todo lo ocurrido de sus propios labios. Entonces visitó los campamentos de refugiados de Mussoorie y Darjeeling y se enteró de más cosas todavía. Recuerdo que lloró mientras me hablaba de los hombres y mujeres que huían con sus niñitos a cuestas a través de la nieve y de los terribles pasos del Himalaya.

Brooke escuchaba aquel fluir rítmico, tan característico de los indios que no han vivido en el extranjero. Veera hablaba un inglés perfecto, pero era un inglés de la India, con las consonantes suavemente embotadas y los finales de las frases que nunca descendían completamente a una conclusión.

—¿Lloró? —preguntó Brooke, incrédula.

Veera se apartó el cabello del rostro con ambas manos.

—¡Sí, lloró! ¿Le extraña? ¡Permítame decirle que nuestros hombres no son tan fríos como los ingleses! Cuando están tristes, lloran… no con lágrimas de mujer, sino con lágrimas de hombre, pues la suya es una tristeza de hombres. No disimulamos nuestros sentimientos como lo hacen ustedes, bueno, no me refiero a usted, que no es inglesa. Pero no he conocido a ningún americano… al menos no bien, sólo turistas en los hoteles de Nueva Delhi y Bombay. Ya veo que usted no es como ellos ni como los ingleses, ¡pero no sé cómo es usted realmente!

—No soy como la mayoría de las mujeres americanas —dijo Brooke tranquilamente.

—¿En qué se diferencia? —preguntó Veera.

—No lo sé —dijo Brooke.

—Entonces, ¿cómo sabe que no es como el resto de sus compatriotas?

—Porque no me siento en casa junto a ellos. Es como si perteneciera a una familia distinta.

—¿Y es usted más feliz con nosotros?

—No les conozco lo bastante. Pero…

—¿Sí?

—Tengo la sensación de que había conocido antes a su padre, y la tuve desde la primera vez que le vi en un hotel de Nueva Delhi.

Aguantó los escépticos ojos de Veera que la escrutaban.

—Si fuera una mujer india, eso sólo significaría una cosa —dijo Veera.

—Pero no soy india —replicó Brooke— y no sé lo que significa. Sólo sé que sigo mis simpatías, y que en esas simpatías que me impulsan está incluida su madre y también partir en busca de su hermano, aunque esté muerto. Llámelo como quiera.

Veera se levantó.

—Es usted muy honesta. Yo lo seré igualmente. Mi padre me envió una carta pidiéndome que viniera a casa inmediatamente. Estaba perplejo por su deseo de acompañarle. Y está confundido por la insistencia de mi madre en que mi hermano no ha muerto.

—Me alegro de que haya venido —dijo Brooke—. Me gustaría incluirla en mis simpatías. Quizá sólo esté esperando una familia a la que poder pertenecer, no lo sé…

—¿Y qué significa eso ahora? —preguntó Veera.

—Nada, seguramente… salvo que aprecio a unas cuantas personas en cuya presencia soy… feliz.

La sorprendió la rápida respuesta de Veera. Al oír aquello la esbelta muchacha se inclinó sobre ella y la besó en la mejilla.

—Bienvenida, hermana —dijo claramente—. Mi padre es tu padre.

Y con esto se alejó, la cabeza alta y los bordes de su verde sari revoloteando a la brisa de la tarde. Detrás quedó Brooke sopesando el sutil sarcasmo de aquellas palabras finales.

* * *

—Se está colocando en una posición muy delicada, Miss Westley —dijo el padre Francis Paul.

Habían pasado unos días y se había encontrado con el sacerdote durante uno de sus paseos. No había visto a Jagat ni a Moti. Tampoco a Veera o a Bert Osgood. Estaba en el bazar, una estrecha calle inundada por el infatigable sol de la mañana. Estaba muy morena y más delgada que nunca. Cuando se acercó el sacerdote, se encontraba al lado de un viejo espadero contemplando cómo grababa un complicado dibujo en el mango de latón de una espada de hoja estrecha. Cuando acabó la introdujo en una caña. Se detuvo para verter agua sobre una piedra de afilar que daba vueltas, y después apretó el borde del acero contra la rueda.

Se sobresaltó al oír la voz del inglés.

—¡Oh, es usted, padre!

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó él.

—Aprendo muchas cosas de la gente de las calles.

—Ah, sí, ¡gente maravillosa! Alguna vez tiene que conocer a mis bhils.

Se alejaron del espadero y recorrieron juntos la estrecha calle, seguidos por una pandilla de niños desnudos. Ella no contestó a su comentario, y él insistió al cabo de unos segundos.

—Veera, la hija de la Rani, me habló de su plan para acompañar al príncipe en la búsqueda de su hijo. Parece preocupada, después de todo él es su padre, y las reglas que gobiernan a hombres y mujeres en este país son tan…

Brooke le interrumpió.

—Yo no soy una mujer de este país.

—Ah, pero es usted americana, y eso es todavía más importante. Uno debe considerar la influencia que ejerce. «Si el comer carne hace que se ofenda mi hermano», etc.

—¿Y yo ofendo, padre?

—No a mí —dijo—. Yo estoy por encima de las ofensas. Pero…

—¡Por favor! —Saltó Brooke, impaciente—. No es necesario que siga hablando. Me iré sola a cualquier parte. Haga el favor de decirle a Su Alteza que no le acompañaré. Estoy muy acostumbrada a viajar sola. El año pasado escalé los Andes en Sudamérica. Y siempre he deseado explorar los países fronterizos que hay entre China y la India. Quizá vaya a Nepal… o quizá simplemente me vuelva a casa.

Se detuvo, se volvió hacia él y alargó su mano.

—Dígales a todos… dígales que no deseo ofenderlos.

El padre Francis Paul la miraba con el desconcierto reflejado en su rostro bondadoso y sencillo.

—Es usted una joven extraña —murmuró—, una joven muy extraña.

—Estoy segura de que lo soy —dijo ella—, completamente segura. Ya me lo habían dicho antes.

Y le dejó allí, de pie en medio de la polvorienta calle, con los chiquillos desnudos revoloteando a su alrededor. Ni siquiera volvió la cabeza para mirarle. Había estado demasiado impaciente, desde luego, pero se trataba de una vieja impaciencia hacia los dioses y los sacerdotes. Cuando su abuela yacía, lista ya para meterla en el ataúd, un pastor protestante había rezado ante su cuerpo.

—Padre que estás en los Cielos, perdona sus pecados a esta mujer. Recuerda que fueron pecados de amor y no de odio.

Brooke había interrumpido su plegaria.

—¿Es que puede haber pecados de amor? —había preguntado.

Y el pastor respondió agriamente:

—Su abuela era una mujer extraña. Aparentemente tan dócil, reservaba ciertas áreas de su vida totalmente para sí misma. Nunca se entregó completamente a Dios.

—Quiere decir que amó a los hombres —dijo Brooke abruptamente.

Él la miró frunciendo el ceño.

—Lamento que se lo dijera. Ahora la recordará en sus pecados.

—La recordaré como era —dijo Brooke—. Tenía el valor de seguir sus simpatías. Yo también lo tendré.

Y al recordarlo ahora, mientras caminaba por las polvorientas calles de la India, hubiera llorado por aquella soledad nueva, pero no lo hizo. No deseaba estar en ninguna otra parte del mundo más que en la que estaba. Esto… esto era seguir sus simpatías.

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