Mandala

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III

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Habían dejado el hotel. El coche atravesaba la estrecha avenida del otro extremo de Playa Juhu. En el extremo opuesto quedaba el hotel, sus lujosas «suites», sus terrazas bordeadas de palmeras, sus vistas al mar. Aquí estaban las chozas miserables, ocultas entre los espinosos matorrales. Un sol despiadado caía sobre los niños harapientos y las desastradas mujeres. La escena era deplorable en su pobreza, y, sin embargo, no resultaba triste. Esto se debía, Brooke lo percibía, a la gente, a su belleza que estaba por encima de sus cuerpos desnutridos. Sus ojos brillaban enormes bajo el enmarañado cabello, relampagueando con una extraña vitalidad que era fuertemente sexual. Una vez, cuando visitaba Río de Janeiro, había conocido en una cena-baile a un famoso científico. Había surgido entre ellos una breve atracción, inmediata y efímera, porque la simpatía no era lo bastante intensa. Habían charlado mientras bailaban; él había iniciado la conversación preguntando qué había hecho Brooke ese día.

—He visitado los suburbios —dijo ella.

El científico la había mirado con expresión preocupada, como este guapo indio había hecho un momento antes, este príncipe al que comenzaba a llamar mentalmente Jagat.

—Horribles, ¿verdad? —había preguntado animosamente el brasileño.

Ella comprendió el carácter defensivo de la pregunta. ¡Que no se atreviera ella a defender a su pueblo!

—Sí, muy horribles —había contestado serenamente—. ¡Pero sus ojos!

—¿Qué pasa con sus ojos?

—Tan vivos. Tan poderosos…

—Poder sexual —había declarado él—. Todos los que pasan hambre son fuertemente sexuales. Es una forma de la naturaleza para asegurar la continuidad de la vida. El cuerpo, desnutrido, sabe que morirá pronto. Por tanto, debe reproducirse cuanto antes y muchas veces. Esto explica la superpoblación de los países pobres, de la que usted y sus bien nutridos compatriotas se están quejando siempre.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Jagat.

Ella le contó el episodio del científico brasileño.

—¿Crees que tenía razón? —preguntó Brooke al final.

Él se encogió de hombros.

—¡Quizá! Nosotros también creemos en la vida. El acto sexual es sagrado porque crea vida. Ésa es la razón de que hasta en nuestros templos más sagrados veas escenas de amor entre dioses y diosas. Y también verás símbolos fálicos, sagrados porque representan los órganos de la creación. Para nosotros el sexo es algo bello, alegre y carente de pecado.

Ella escuchaba, consciente de una indeseada excitación; le veía de perfil, arrogantemente guapo. ¡Qué hombre tan extraño y difícil de entender! Sintió crecer en ella una emoción y tuvo que hacer un esfuerzo para no colocar su mano sobre las de él, aquellas manos morenas y fuertes. Brooke cambió de tema bruscamente, encontrando muy desagradables aquellas emociones.

—Mira ese muchacho tan exquisito… ¿no es una lástima que vaya desnudo y esté medio muerto de hambre? ¿Que no tenga ninguna posibilidad de educarse?

—Sea lo que sea, es su karma —dijo Jagat con firmeza.

Sintió un súbito resentimiento contra él. ¿Cómo se atrevía a ser tan atractivo para ella y no darle la razón?

—¡Es muy fácil para ti aceptar semejante destino en los demás!

—Lo acepto porque tengo que aceptarlo —dijo Jagat—. Pero no me olvido de ellos. Esas personas también son mis compatriotas, a su modo.

—¿Qué son?

—Pescadores… y contrabandistas de licores.

—¿Contrabandistas de licores?

—¿Es que no sabes que aquí existe también, aunque por razones diferentes, lo que los americanos solían llamar en cierta época Prohibición? Nuestra religión prohíbe el consumo de licores.

Brooke seguía enfadada con él.

—Pero yo he visto a tus otros compatriotas, a los ricos, haciendo amistad allí en el hotel con todos los occidentales para aprovecharse de su libertad para beber. ¡Hasta se acercaron a mí! Al principio pensé que era porque les resultaba… atractiva. —Se echó a reír—. Pero pronto me di cuenta. Lo hacían porque a mí se me permitía cierta ración de licor.

Jagat se mostró galante.

—¡Por las dos razones, sin duda!

—Pero ¿es necesario aceptar estas chozas? —dijo ella volviendo a su anterior estado de ánimo.

—Llevan aquí mil años. Destruidas por el viento y las tempestades, podridas por los años, son reconstruidas una y otra vez.

—¿Por qué?

—Por simple cobijo. Aquí es una razón suficiente. Espera a ver Calcuta. Allí la gente nace, vive y muere sin saber lo que es un techo bajo el que guarecerse.

—Pero ¿por qué aceptar eso?

Jagat se encogió de hombros.

—Somos artistas y aceptamos la vida tal como nos viene.

—Me desilusionas. Tu esposa no acepta la muerte de tu hijo. Así que te estás contradiciendo…

Aquella mañana los dos estaban sobre ascuas. Él se preguntó si ella sabía por qué y decidió que no. En cambio, él lo sabía muy bien. El día anterior se habían separado al anochecer, después que él había renunciado a sus esperanzas de aquel momento. Jagat había percibido la forma cautelosa en que ella se defendía mediante frecuentes silencios y había optado por retirarse.

—Mañana tenemos que levantamos muy temprano —había dicho—, así que no debemos acostamos tarde. Será un día largo y tendremos mucho tiempo para hablar.

Brooke se había levantado de la mesa tan rápidamente que él comprendió que su decisión era un alivio para ella. ¿Qué se había imaginado que ocurriría, si él no hubiese decidido acortar la velada? Sin embargo, alargaron la despedida en la puerta de la habitación de Brooke. Mirándola a los ojos, Jagat no había sido capaz de refrenarse enteramente.

—¿Qué es esto que hay entre los dos? —había preguntado—. Parece como si te hubiese conocido siempre.

—Una amistad —había dicho ella—. Y los amigos siempre están seguros de haberse conocido antes… la reencarnación y todo eso.

—¿Crees realmente en la reencarnación?

—Quizá haya creído siempre —dijo ella con sus sinceros ojos alzados hacia él.

Jagat permaneció allí, resistiéndose a liberar su mano, a permitir que la puerta se cerrara entre los dos. Le vino a la memoria un pasaje del Bhagavadgita que su madre solía contarle. Y lo repitió ahora con su voz sonora y clara: «Nunca va a un mal lugar el que hace el bien. Va a las regiones de la rectitud donde mora durante un sinnúmero de años y nace de nuevo en una familia afortunada… Y al nacer de nuevo, recuerda el conocimiento que anteriormente fue suyo y lucha con más ardor hacia la perfección».

Ella escuchaba absorta, y Jagat captó en su rostro una primera mirada de adoración. Aquello era nuevo para él, casi como una intoxicación. Moti nunca le había adorado.

—Buenas noches —había dicho cariñosamente—. Que duermas bien. Mañana nos veremos de nuevo… mañana y mañana y mañana.

El día anterior le había asustado la ternura que sentía hacia ella. ¿Era esto el anuncio de un nuevo tipo de amor? ¿O era que nunca había conocido lo que era amor? Pero esta mañana se sentía cambiado de nuevo, distante y quizá hasta un poco irritable, humor que, pronto se dio cuenta, corría parejas con el de ella, pero que en él lo interpretaba siempre de una forma bien sencilla. La noche anterior se había sentido sexualmente inquieto y había dormido mal. De madrugada incluso había acariciado la idea de llamar a su puerta o al menos despertarla con una llamada telefónica. Acostumbrado como estaba a ir al cuarto de Moti en cuanto sentía esa clase de deseo, el que esta mujer americana pretendiera que podía existir una simple amistad entre un hombre y una mujer provocó en él cierta hostilidad, aunque quizá no fuera más que impaciencia. Su irritabilidad vagabundeó por los diversos problemas de su vida, la inacabable reconstrucción del palacio del lago, la absurda y voluntariosa reluctancia de Veera a casarse con Raj porque tenía unos cuantos pelos en las orejas, el extraño lazo religioso entre Moti y el padre Francis Paul, la carga que suponían para él los aldeanos de sus dominios, aquella región que ya no era responsabilidad suya en ningún sentido salvo en el de que los aldeanos se negaban a librarle de su afecto hereditario y le obligaban con ello a procurar que no se murieran de hambre; y ahora, por encima de todo lo demás, la insistencia de Moti en que su hijo no había muerto. Ya había sido bastante duro soportar la muerte de Jai, y aquel sufrimiento, que había intentado ahogar, estaba resurgiendo única y exclusivamente por la negativa de Moti a aceptar el hecho evidente de la muerte de su hijo. La nueva emoción que le inspiraba aquella mujer occidental agudizaba sus sentimientos y hacía más insoportables todos aquellos contratiempos, que iban desde lo irritante a lo profundamente doloroso. Esa emoción afiló su determinación, de la que se avergonzaba secretamente, de no permitir, o al menos no desear, que ella viera los aspectos menos agradables de su pueblo que, por muy repulsivo que le resultara a veces, no debía aparecer como repulsivo a ojos de los extraños, especialmente ante esta bella mujer de la que no quería enamorarse.

Dejaron Juhu y siguieron hacia el aeropuerto, desde donde un desvencijado Viscount los llevaría hacia el Norte, a Mussoorie. Desde luego, no serviría para nada ir a ver a los refugiados de Darjeeling y Kalimpong, alejados como estaban del escenario de la guerra con los chinos, pero en algún lugar de los campamentos tibetanos próximos a Mussoorie quizá oyera noticias de labios de algún lama.

Brooke rompió a hablar como si estuviera leyendo en su mente.

—¿Tienes algún plan sobre dónde debemos ir?

—Existe un campamento de refugiados tibetanos en el Norte, y allí habrá lamas con noticias frescas de la frontera.

—¿Visitaste Darjeeling la otra vez?

—Sí, pero no por mi hijo, sino por mi hija. Su colegio está cerca de allí, un colegio famoso, fundado hace tiempo por los británicos para sus hijos, pero que ahora usamos también los indios. Veera ha ido allí varios años. No estoy seguro de que acabe sus estudios. Va a casarse y, ahora que se acerca el momento, no quiere dejar a su madre.

—¿No es muy joven para casarse?

—Nosotros creemos en los matrimonios tempranos, especialmente para las muchachas.

—¿Está enamorada?

—No se lo he preguntado.

Ella se calló. Caminaban ahora por el aeropuerto, hacia el avión que les esperaba, con el motor rugiente y las alas temblorosas. Tras ellos, un frágil mozo se tambaleaba con sus maletas, sudando copiosamente por todos los poros de su magro y negro cuerpo.

—No se lo has preguntado —repitió ella, incrédula.

—Es un matrimonio acordado —dijo él lacónicamente—. Como lo fue el mío.

—¿Quieres decir que no estabas enamorado de tu esposa cuando te casaste?

—Pues claro que no lo estaba —replicó—. Hubiera sido algo indecente por mi parte. Mi esposa pertenece a una familia muy importante, casi tan noble como la mía. Aprendimos a… a apreciamos después de casados. Y creo que hemos sido felices. Ella ha sido una buena esposa, y creo poder decir que yo he cumplido mis obligaciones para con ella de forma igualmente satisfactoria.

Aceleraron la marcha, impulsados por la multitud que los rodeaba. Brooke estaba aprendiendo la diferencia que existía entre una muchedumbre de la India y otra de cualquier parte del mundo. La gente se movía aquí disfrutando alegremente con el movimiento mismo, por estar vivos, por comunicarse. Cada cual parecía seguir su propia dirección, y sin embargo, todos eran conscientes de la presencia de los demás seres humanos, o lo que es lo mismo, cada cual llevaba en sí mismo el contraste entre el alejamiento y la conexión, cada cual era una partícula simple e independiente, pero incrustada en un todo. Deseó comunicar a Jagat esta nueva impresión, pero se lo impidió su mano presionándola con urgencia en el codo.

—A prisa —dijo—. Tenemos plazas reservadas, pero no podría jurar por cuánto tiempo. Las tendremos seguras sólo cuando las ocupemos.

Entraron en el aparato y ocuparon sus asientos. Estaba lleno; muchos niños se apiñaban junto a sus padres y parientes.

—¿Es seguro? —preguntó Brooke llena de dudas.

—Por supuesto que no —contestó él riendo—. Nada en la India es seguro. Llevamos la vida en las manos.

Estaba abrochando el cinturón de ella. Le faltaba un extremo del broche, pero alguien, quizá una azafata, lo había sustituido por un gran imperdible.

—Bueno —dijo él recostándose en su asiento—. Ahora nada puede ocurrimos. Estamos aquí, estamos juntos.

Brooke le miró para ver si las dos últimas palabras encerraban un significado especial, y decidió que no. Su hermoso rostro mostraba una expresión dulce y serena; sus cejas, siempre alerta y de rápidos movimientos, descansaban de momento. Él captó su mirada y se echó a reír otra vez.

—¡Sí, soy yo mismo, gracias! Me limito a constatar dos hechos. Estamos aquí, estamos juntos. Hasta ahí llego de momento. Dejemos que el futuro se cuide de sí mismo.

Una peculiar alegría se apoderó de los dos. Ella se sintió cómoda y hasta alegre.

—Respecto a la reencarnación… —empezó Brooke sin que viniera mucho a cuento.

En realidad, no había estado pensando en eso ni por lo más remoto, y la palabra acudió a sus labios por sí misma, tan asombrosamente que se detuvo.

—¿Qué pasa con la reencarnación? —preguntó él.

—Simplemente que hoy, por alguna razón, estoy dispuesta a creer totalmente en ella. Es la influencia de la India sobre mí. ¡Aquí me creo cualquier cosa!

—¡Quizá sea mi influencia sobre ti!

Si él esperaba o deseaba una muestra de coquetería, quedó defraudado. Brooke le miró mientras reflexionaba sobre sus palabras.

—Sí, quizá seas sólo tú —convino.

Aquella breve palabra, sólo, le dejó parado. Desde que estaban sentados lado a lado, su mirada no se había apartado de aquella pequeña mano que reposaba descuidadamente sobre el regazo. Él había mantenido las suyas fuertemente unidas para no cogerla y acariciarla entre sus palmas. Ahora, cuando estaba a punto de ceder a sus impulsos, una azafata vestida con un sari verde se lo impidió. Le presentó una bandeja sonriendo.

—Alteza —dijo con pícaro énfasis—, nos complacemos en darle la bienvenida a bordo, a usted y a su bella acompañante. ¿Me permite ofrecerle un dulce? ¡Son muy buenos contra el mareo!

Jagat se volvió hacia Brooke.

—¿Un dulce?

Ella negó con la cabeza, pero él tomó dos pastelillos color miel. Mientras tanto la azafata miraba a Brooke tan ávidamente que olvidó marcharse.

—Vamos, vamos —dijo Jagat, incómodo.

—Oh, perdone —murmuró la azafata sonriendo.

La muchacha se alejó y ellos se miraron significativamente.

—Te conoce —dijo Brooke.

—Ahora también te conoce a ti. ¿Te importa?

—No estoy segura de lo que significa eso de que me conoce a mí también —dijo ella tras pensar un momento.

—Signifique lo que signifique… ¿te importa?

Sus ojos se encontraron de nuevo.

—No. ¿No te he dicho que eres una simpatía?

Los motores se habían puesto en marcha y el avión se movía lentamente primero, velozmente después. Se detuvo al final de su carrera, temblando durante un largo instante, mientras los motores rugían a toda potencia.

—Éste es el momento que temía —dijo Brooke con sus labios muy cerca del oído derecho de Jagat.

Él se volvió, acarició el suave mechón de pelo que cubría el oído izquierdo de Brooke, una oreja pequeña y bonita, la observó a placer y se inclinó hacia él.

—Éste es el momento que me gusta —dijo—, el momento del peligro.

Jagat vaciló un momento y luego ella sintió sus labios cálidos rozar su oreja al apartarse. Un segundo después habían dejado la tierra y surcaban el cielo.

* * *

La noche cayó sobre Nueva Delhi con una enorme luna engrandecida por el polvo anunciador de los monzones. Cenaron en el Ashoka y aplazaron el momento de levantarse de la mesa, conscientes los dos de las insistentes miradas que les lanzaban desde otras mesas y decididos a ignorarlas. Los hombres se las arreglaban para pasar cerca de su mesa y acosaban a Jagat al pasar.

—Buenas noches, Alteza.

—Me alegro de verle tan bueno, Alteza.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo, Jagat, muchacho?

Él respondió a todos estos saludos con una fría sonrisa y un ligero movimiento de su mano derecha.

—Quieren que te los presente —le dijo a Brooke—, pero no tengo intención de hacerlo.

Las mujeres, en cambio, pasaban a distancia, observando a Brooke a través de las mesas.

—Aquí no hay intimidad posible —dijo Jagat al fin—, ni puedo ir a tu «suite», o tú a la mía, sin que los criados empiecen a murmurar. Veamos…

Meditó unos segundos y luego hizo una castañeta.

—Ya está… haremos lo mismo que la otra vez… Visitaremos nuevamente el Taj Mahal a la luz de la luna. La excursión a Agrá es muy agradable, ¿recuerdas? Pediré un coche.

Ella titubeó. ¿Se atrevía a utilizar la luz de la luna y el Taj Mahal? Esta vez sería peligroso. Era consciente ya de aquellos impulsos que era la primera vez que sentía hacia un hombre, de aquellas emociones que iban mucho más allá de una simple simpatía. Y existían todas las razones para no dejarse llevar de sus impulsos, o de sí misma. Ésa era la raíz de la simpatía y ahora de la atracción. A pesar de su inteligencia y de cierta arrogancia intelectual, los dos eran personas de capacidad emocional tan profunda que podían destruirse si el poder de las emociones se hacía invencible, si permitían que llegase a ser demasiado fuerte. Y sin embargo, en aquel momento, ella era incapaz de decidir si aquello estaba bien o no.

—¿Por qué vacilas? —demandó él.

—Me pregunto si no estoy un poco… cansada.

—Tonterías. No estás más cansada que yo. Pareces una rosa. Y si me voy ahora a la cama no me dormiré hasta el amanecer. Además, quiero ver el Taj otra vez, contigo. Hoy será diferente.

Ella se rindió, algo alarmada por el placer que le producía aquella dominadora insistencia masculina, a ella que durante toda su vida había sido solitaria e independiente, que hasta aquel momento había censurado la dependencia en las otras mujeres.

—Coge un chal —estaba diciendo él—. Nos sentaremos en el banco de mármol para ver el Taj reflejado en el estanque. Nos reuniremos aquí dentro de quince minutos, ¡y no te olvides de quitarte esos tacones y ponerte unas sandalias!

—Sí, Alteza —dijo ella echándose a reír.

Un cuarto de hora más tarde se reunía con él, los pies desnudos metidos en unas sandalias indias y una estola de satén blanco, ligera como una pluma, sobre el brazo derecho. El coche estaba esperando, el moreno chófer ante la puerta. Salieron de la ciudad y enfilaron la carretera de Agrá. El polvo del día, en constante agitación por culpa de las lentas carretas de bueyes, los rebaños de cabras de largas y negras patas y las caravanas de camellos que avanzaban lentamente entre los vocingleros automóviles, se posaba sobre la carretera, ahora casi vacía de tráfico. Los buitres que dormían sobre los descamados árboles que bordeaban la calzada aún seguían colgando como sacos negros, mientras el pálido resplandor de la luna iba iluminando las secas y áridas tierras de los contornos. El paisaje era todo quietud al final del día. Estaban sentados muy juntos, sin hablar. Jagat la cogió de la mano izquierda. Ella se sobresaltó al principio, pero no hizo ningún movimiento para retirarla.

—Probémonos a nosotros mismos —dijo él—. Veamos si somos lo bastante fuertes para decir «hasta aquí y no más allá».

Ella no contestó y así permanecieron, con las manos unidas, sin mirarse. La luna seguía subiendo camino de su cénit. ¡Que no fuese ella la que descubriese ante este hombre las profundidades de su corazón! Retirar la mano sería confesar que no era lo bastante fuerte para dominarse. Y sin embargo, apenas era lo bastante fuerte. ¡Qué extraña, pensó, la facilidad y hasta el descuido con que había unido sus manos con las de hombres y muchachos que la habían invitado a bailar, a cenar, al teatro o a ver un partido de fútbol! Aquello no era nada, era lo menos que podía hacer de todo lo que ellos esperaban o deseaban, y no significaba nada. Pero ahora, ella mujer y Jagat hombre, el contacto de mano con mano era peligroso. ¿Qué significaría para él, un indio? Recordó que en cierta ocasión había conocido a una muchacha china en Washington, la hija de un embajador chino, y que aquella asiática se había negado a tocar la mano de un varón americano.

—Porque —le había explicado a Brooke— cuando la palma se une a la palma, el corazón se debilita.

En aquel momento Jagat se movió y dejó nuevamente su mano en el regazo con la misma suavidad con que la había cogido. No dio ninguna explicación y cuando, unos momentos después, habló, fue del Taj Mahal.

—Para nosotros los indios es algo más que una tumba, es el templo del amor mismo. Todos nos hacemos nuestro propio templo, pero me pregunto si el Shah Jehan no quiso hacer también un acto de contrición. Su esposa murió en su catorceavo alumbramiento, ¿recuerdas? Quizá no la trató lo suficientemente bien en vida. Quizá haya aquí una lección para nosotros: no esperar demasiado tiempo antes de hablar.

Esperó su respuesta, y esperó tanto que ella se sintió obligada.

—¿Qué tengo que decir? —preguntó.

—¿Qué deseas decir? —preguntó él a su vez.

—No lo sé. Honradamente, no lo sé.

—Hemos venido demasiado pronto —exclamó Jagat—. Debía haberlo pensado mejor.

Y ella tampoco tenía respuesta para esto.

Era casi medianoche cuando atravesaron la puerta del mausoleo. El recuerdo de la primera visita estaba aún fresco en la memoria de Brooke, pero el monumento no se le manifestó en toda su belleza hasta ahora. Allí estaba, bañado y suavizado por la luz de la luna, tan pleno, tan resplandeciente, que el edificio de mármol, refulgiendo de blanco, parecía flotar en el paisaje. Pero no, más que la luz de la luna, era su consciencia de la presencia del otro lo que impregnaba la belleza con un nuevo significado. Permanecieron mudos, contemplando el espectáculo y caminando lentamente junto a las tranquilas aguas, aproximándose al mausoleo y deteniéndose por fin a cierta distancia de él para sentarse sobre el banco de mármol que había enfrente. Ahora, instintivamente, se cogieron de la mano. Él soportó esa proximidad hasta que la tensión se hizo insoportable y tuvo que romperla. Se levantó y puso la mano de Brooke sobre su antebrazo.

—Vamos —dijo—. Acerquémonos. La luz de la luna es tan intensa que podremos ver los detalles de la talla. Está completamente cubierto de flores, perfectas pétalo a pétalo, con los centros de joyas coloreadas, auténticas, aunque no las valiosas piedras que el Shah mandó poner. Los rudos soldados británicos se llevaron hace mucho tiempo la mayoría, ¿recuerdas? Pero un inglés, un virrey, las reemplazó con piedras semipreciosas.

—Ya me lo dijiste la otra vez.

Se encaminaron a la tumba.

Entraron. Ella sintió el mármol, cálido —se imaginó— gracias al dorado resplandor de la luna. Pero era frío y suave. Pasearon lentamente por la luz y las sombras, y al final descendieron a la cripta donde ardía una lámpara de aceite. Allí yacían juntos el Shah y su amada esposa, él obligado a compartir el lugar de descanso de ella. Quizá se alegró de ello en el lamentable final de su vida, en lugar de yacer solo en la magnificencia del mausoleo que había planeado para él.

La muerte demasiado reciente de su hijo entristeció a Jagat, y Brooke compartió su silencio. Subieron nuevamente los escalones y caminaron juntos, pero ya sin cogerse de la mano, hasta llegar al coche que los había llevado allí.

En la puerta exterior, ella se detuvo para mirar hacia atrás, una mirada tan larga que Jagat le preguntó:

—¿En qué estás pensando?

Y se detuvo, perplejo.

—No, no tengo derecho a invadir tus pensamientos.

Pero ella le contestó con la simple verdad.

—Estoy pensando que siempre debo recordar este momento, sea cual fuere lo que me tenga reservado la vida, por muchos desengaños que sufra.

Él titubeó antes de contestar:

—Y yo estoy pensando en Akbar, que perdió dos hijos mientras estaba aquí, en Agrá. Le llamaban El Grande, y con justicia. ¿Quieres que te hable de él? Fue contemporáneo de la reina Isabel I de Inglaterra.

—¿Quién, si no tú, me iba a hablar de él?

—Muy bien, vamos al coche. ¿Estás cómoda? ¡Pues adelante con Akbar! Era un hombre de mediana estatura, sólo medía cinco pies siete pulgadas, y detestaba la crueldad aunque la usaba cuando era necesario. Era inmensamente fuerte y muy valiente: mataba tigres a pie y montaba elefantes furiosos a los que nadie se atrevía ni acercarse. Era moreno, pero se decía que sus ojos «eran como el mar a la luz del sol». Fue un auténtico rey, de temperamento fuerte y voz poderosa. Una vez se encontró a un farolero dormido mientras estaba de servicio y ordenó que lo despeñaran por la muralla. Pero sabía controlar su genio cuando era necesario, y tenía unos modales encantadores. Sabía ser grande con los grandes y mezquino con los mezquinos. Quería ser el primero en todo, pero su mente era tan ágil y brillante que le resultaba muy difícil tener paciencia. Amaba las máquinas y le gustaba trabajar la madera y el metal y fabricar cañones y mosquetes. Un gran administrador… —recuerdo haber estudiado cómo controlaba todos los detalles—, ¡una verdadera lección para mí! Por la noche dormía sólo tres horas, pero no aprendió nunca a leer y escribir. Aprendía escuchando, y fue un místico toda su vida, muy inclinado, como la mayoría de las personas brillantes, a la melancolía. Intentó fundar una religión de Estado presidida por él mismo. Cuando murieron sus dos hijos, un santón musulmán le dijo que se fuese a vivir entre las rocas, en Sikri, donde tendría tres hijos vivos. Por eso construyó Fatehpur Sikri, la ciudad de la victoria. No está lejos de aquí.

—Llévame allí —dijo ella.

—¿Ahora? ¿A estas horas de la noche? —preguntó, asombrado.

—No quiero que acabe la noche —dijo ella.

Horas después vieron la salida del sol sobre las murallas de arenisca roja de Fatehpur Sikri. Brooke contempló con asombro aquella sólida estructura.

—¿Por qué la abandonaron? —preguntó.

—Porque no había suficiente suministro de agua. Fue la capital quince años solamente, desde mil quinientos setenta a mil quinientos ochenta y cinco. Pero el corazón de Akbar estaba ya destrozado. Dos de sus amados hijos, nacidos aquí, murieron jóvenes por culpa de su vida de excesos, y él no pudo hacer nada por salvarlos. ¡Muerte y sufrimientos… y todo por los hijos!

Ella ansiaba consolarle y no podía… no, todavía.

* * *

—La cuestión no está en que su hijo esté vivo o muerto, Alteza —le dijo el lama.

Era un hombre sorprendentemente joven. Aunque no sabía por qué, Brooke había tenido la idea de que todos los lamas eran viejos, pero éste era muy joven, veinticuatro años había dicho él mismo, al preguntarle Jagat la edad.

—Perdóneme —dijo Jagat—, pero ¿un hombre de veinticuatro años no resulta demasiado joven para ser sabio? Apenas es usted mayor que mi hijo. Y, sin embargo, me fue recomendado por sus superiores de Mussoorie.

Se habían detenido en la ciudad de las montañas para preguntar a los lamas del monasterio quién podría decirle algo nuevo de Jai.

—Ninguno de nosotros, Alteza —le había contestado el superior—. No somos reencarnaciones. Será mejor que avance otras quince millas hacia el Norte. Allí encontrará un joven lama que es una reencarnación. Vive solo con un hermano lego en un templo que hay al lado del camino.

Fueron allí, le encontraron y habían aceptado su invitación. Entraron en su morada y ahora hablaban con él, sentados en unos cojines.

—Yo soy la reencarnación de un famoso lama del Tibet —explicó el joven—. Además, desde que nací, he estado estudiando la muerte y el vivir de nuevo.

El lama hablaba tan seguro de sí mismo y tan sereno que parecía un eco del más allá.

Estaban en un templo pequeño y nuevo, construido en las afueras de una aldea situada al pie del Himalaya. El lama había bajado de las montañas con sus compañeros y su pueblo huyendo de los chinos que se estaban apoderando del Tibet. Hombres, mujeres y niños habían escalado cimas y atravesado pasos peligrosos, cubiertos ya de nieve y hielo. Con ellos vino su jefe y su inspiración, el joven Dalai Lama en persona. Entre sus seguidores estaba este joven lama.

—¿Qué es «vivir de nuevo»? —preguntó Brooke.

El lama la miró con ojos melancólicos, ojos rasgados como los de los mongoles, ojos no indios, observó ella, ni grandes, ni líquidos, ni de rizadas pestañas. Ojos misteriosos, el iris impenetrablemente oscuro, la córnea blanquísima y sin venillas de sangre, las pestañas espesas y rectas. Los ojos indios estaban, con demasiada frecuencia, nublados y enfebrecidos, con el blanco congestionado, pero los ojos mongoles eran serenos.

—Es nacer de nuevo en otro cuerpo humano. Es la reencarnación.

Ahora no la miraba, sus ojos estaban fijos en las manos de Brooke, cruzadas sobre el regazo. El lego les ofreció té caliente con mantequilla diluida, y ella lo probó.

—Bastante bueno —le susurró a Jagat, sorprendida.

El lama no bebió. Mantuvo el cuenco de plata entre sus pálidas manos, calentándolas. Pasó el tiempo en silencio. Esperaban a que hablase. De pronto, se volvió hacia Jagat y su voz aguda, incolora, flotó en el aire.

—Es demasiado pronto para que encuentre a su hijo en un nuevo cuerpo. Primero debe pasar por las tres etapas de la muerte.

—¿Qué tres etapas son ésas? —preguntó Jagat.

Estaba incómodo ante aquella presencia casi espectral. El lama permanecía sentado con las piernas cruzadas, en la posición de Buda, sobre una alfombra extendida en un estrado bajo de madera. La alfombra, tejida a mano, destacaba en la pobre y desnuda habitación con sus colores, granate, zafiro y jade. El lama vestía un tosco sayal color naranja, de un rico matiz oscuro contra el que su piel de cera mostraba un dorado pálido. Tenía la cabeza completamente afeitada y sus ojos ardían en el rostro esquelético. Puso el cuenco de té sobre una mesa baja que había frente a él y colocó también sus manos en la posición de Buda. Entonces habló:

—La primera etapa de la muerte es morir. Cuando el que muere es joven, como lo era su hijo, y cuando la muerte es prematura y violenta, como lo fue la de vuestro hijo, entonces el que muere no sabe al principio que está muerto. Sigue oyendo las voces de los vivos, los ve aún vivos y piensa que es todavía uno de ellos. Los llama a gritos, les pide que le escuchen. Pero ellos no pueden oírle porque está muerto. Se inclinan sobre su cuerpo muerto, que él al principio no reconoce como suyo. Entonces, cuando ellos no le responden por muy alto que les grite «¡Ése soy yo!», él observa con más atención el cadáver y se reconoce a sí mismo. Ahora sí sabe que está muerto. Ésta es la primera etapa de la muerte: saber que uno está muerto.

El lama hizo una pausa. Cogió el cuenco, bebió un sorbo, y lo volvió a dejar. Jagat no dijo nada, tampoco Brooke. Contemplaban el rostro del lama con una mezcla de fascinación y temor. Jagat pensaba en Jai, revoloteando sobre su propio cuerpo sin vida, destrozado sobre la nieve. Y Brooke… ¿en qué estaba pensando Brooke? La miró. Parecía en trance. Miraba al lama, con los ojos muy fijos y los labios abiertos.

—¡Brooke! —dijo en un grito sin auténtica consciencia de que pronunciaba su nombre.

Ella giró la cabeza hacia él sin verle.

—Dile que continúe…

El lama siguió antes de que Jagat tuviera tiempo de pedírselo.

—La segunda etapa es de gran melancolía y temor. Vuestro hijo, sabiéndose muerto, se siente perdido en la soledad. ¿Con quién puede hablar ahora? Con nadie, sólo le queda huir del cuerpo sin vida que yace en el suelo.

El lama cerró los ojos y se quedó inmóvil cierto tiempo. Después suspiró profundamente.

—Veo su cuerpo —su voz era un susurro—. Oh, sí, un joven hermoso… pero muy mal herido. Sí, tiene medio volada la cabeza. Sólo el rostro está intacto, muy bello pero sin vida, como una máscara de la muerte. ¡Demasiado joven, demasiado joven! Huye de su propio cuerpo… no puede soportar verlo allí, medio congelado sobre la nieve. No le sirve de nada ahora.

—¿Cómo sabe que murió, si yo no se lo he dicho? —gimió Jagat.

—Yo veo… yo veo —susurró el lama.

Abrió los ojos. Su expresión era casi tierna. Se quedó mirando al vacío.

—¡En cualquier parte! Ahora no sabe adónde ir, pero sólo piensa en alejarse de ese cuerpo arruinado. Vagabundea, flota como una nube. Ésta es la segunda etapa, un tiempo de miedo y dolor. La soledad es demasiado pesada para sufrirla, y sin embargo, debe soportarla durante un tiempo… durante un tiempo.

Jagat se inclinó hacia delante. Se agarraba las rodillas con las manos con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos.

—Durante un tiempo —repitió el lama—, pero todo tiempo acaba. Cuando se acerca el final de la segunda etapa, escucha palabras de consuelo. Él no sabe si esas palabras proceden de otros o de sí mismo. Pero las voces le consuelan. «No tengas miedo —le dicen—, pues estamos siempre contigo. Consuélate que tus sufrimientos han pasado». Y ahora llega el momento de la gran elección. Es la tercera etapa de la muerte.

El lama hizo otra pausa, buscando lo remoto en su mente.

—¿La elección? —preguntó Jagat, perplejo.

—Las voces le guían —continuó el lama—. Le dicen que puede elegir entre nacer de nuevo o no hacerlo. Si decide no nacer de nuevo, entonces debe seguir su camino eterno hacia la divinidad. Si desea volver a la vida, entonces debe buscar el mundo de los hombres. Tiene que encontrar dos amantes en el divino abrazo de la concepción. Cuando el elemento masculino se reúne con el femenino, y en ese mismo instante, él debe entrar en la unión por la fuerza y reclamar el embrión como su morada para otra vida. Pasan cuarenta y nueve días desde la muerte a la reencarnación.

—¿Y puede elegir su nueva personalidad? —preguntó Brooke sin aliento.

El lama negó con su afeitada cabeza.

—Sólo puede elegir entre nacer de nuevo o proseguir hacia la divinidad. Y no puede haber aplazamientos, pues su sustancia cambia. Debe aprovechar su oportunidad donde la encuentre. Varón o hembra, nacerá según sea la oportunidad de su elección. Tiene que aceptar aquella vida que se le ponga a mano, con todos sus placeres y todas sus cargas.

—¿Cómo le reconoceré si nace de nuevo en forma de infante? —preguntó Jagat.

—Tiene que buscar —dijo el lama con firmeza—. Buscar primero por la región próxima a su hogar. Él ha huido del lugar donde murió. No desea ver su cuerpo muerto otra vez. Volverá a los lugares que conoce mejor, a los lugares de su niñez.

Al llegar a este punto, el lama miró a Jagat con un afecto nuevo y extraordinario.

—Vuestra sangre apenas fluye y vuestro corazón casi ha cesado de latir por el sufrimiento. Dejad que me dirija al muerto y os traiga un poco de consuelo. ¿Puedo hacerlo?

—Por favor… —contestó Jagat.

Y el lama invocó así a Jai:

—¡Oh, tú, nacido noble, escúchame! Ahora estás en la luz clara de la realidad pura. Ésa es su auténtica naturaleza. No tiene forma ni símbolo ni color y, en la auténtica realidad del Todo-Dios, está vacía. Tu intelecto ahora está vacío, pero no es la vaciedad de la nada. Es la inteligencia pura, la que da luz y está llena de bendiciones. Es la verdadera consciencia del Todo-Dios… Tu propia consciencia, lúcida, vacía e inseparable del gran cuerpo de luz, no tiene nacimiento ni muerte y es en sí misma la luz inmutable. Ésa es la verdad final: los dioses mismos no son sino la luz y el brillo de tu propia alma.

Aquello no consoló a Jagat. Exclamó:

—¡Oh, Santidad, nos robas nuestros dioses!

—Ah, hombre —replicó el lama—. ¿Acaso no comprendes que tu alma es la luz de la divinidad, y Dios es tu propia alma? ¡Ah, hombre! ¿Dónde está tu conocimiento de la vida? ¡Es mucho más fácil creer en las cosas que os ocurren que ver cómo vosotros mismos las obligáis a que ocurran! La parte animal del hombre lucha contra el reconocimiento de la verdad: que él mismo es el creador de las condiciones de vida.

Con esto el lama cerró los ojos y continuó hablando, pero ahora su voz era débil como si viniera de muy lejos.

—No es probable que su hijo se haya ido a países desconocidos. Los espíritus suelen sentirse atraídos por aquellos lugares donde sus cuerpos conocieron una mayor felicidad. Y como es tan joven, es también muy poco probable que no quiera nacer de nuevo. Son los viejos y débiles, los que mueren por la edad o la enfermedad, quienes se niegan a vivir y, acostumbrados a la soledad, prosiguen hacia la divinidad. Pero vuestro hijo no había conocido todavía el gozo de la masculinidad, no dejó hijos tras él, y no estaba completo. Por tanto, volverá, estará impaciente por vivir de nuevo, y por tanto no vagará. Entrará en la primera unión que encuentre, sea una choza o un palacio.

—¿Cómo le encontraremos? —preguntó nuevamente Jagat.

Su pregunta era sincera, aunque estaba perplejo, medio crédulo, medio escéptico.

—Usted tiene talismanes —replicó el lama—. Conoce los secretos de su niñez. ¿Qué le gustaba comer cuando estaba en su casa? ¿Qué cosas decía? ¿Tuvo algún pequeño accidente? ¿Le gustaba más un color que otro? ¿Recuerda los lugares en donde le gustaba jugar? ¿Cazaba tigres con usted, Alteza, y cuándo mató su primer tigre? Ésos son sus talismanes.

El lama se encerró en el silencio. Al cabo de unos minutos comprendieron que no lo rompería, así que se levantaron, hicieron el pranam con las palmas unidas, y salieron. Fuera, caminaron al frío aire de las montañas por el estrecho y áspero sendero. Jagat abría la marcha, Brooke le seguía, los dos reflexionando sobre los misterios que les había comunicado el lama. No podían creer en su fe, y sin embargo, la soledad de las montañas, la quietud del aire puro, las profundas sombras de los valles que se abrían al pie de aquellas escarpadas cimas y aquellos precipicios, daban crédito a las posibilidades de lo desconocido. Sin embargo, cuando Jagat habló, fue de algo completamente distinto.

—Después de ésta, ¿cómo la llamaría, séance?, me apetece hacer una visita al director del colegio de Jai. Es un inglés a quien respeto, y que en cierta ocasión hizo mucho por Jai. Es un hombre muy comprensivo. Estoy convencido de que conoce mejor a Jai que yo. Yo no veía en Jai más que a mi hijo. Además, Mr. Cranston hará de contrapeso del lama y todo ese misticismo. Estoy disgustado conmigo mismo por haberme dejado impresionar. Sigo siendo demasiado indio.

—Pero ¿por qué no? —replicó Brooke—. Yo también estoy impresionada, como dices tú. En realidad, estoy dispuesta a creer que Jai volverá… a menos…

Se detuvo; sus ojos preguntaban.

—¿Qué? —dijo él.

—¿Preferirá Jai seguir buscando a la divinidad?

Jagat se echó a reír, incómodo.

—¡Oh, vamos!, a saber si el lama no había oído rumores sobre Jai, esos monjes se enteran de todo. Yo no esperaba ese montón de… basura.

—¡No digas eso! —exclamó Brooke.

—¿Por qué no?

—¡Porque no lo sabemos! Hay muchas cosas que no sabemos…

Le sorprendió ver lágrimas en sus ojos.

—Vamos, vamos —dijo—. Visitaremos al inglés. ¡Será reconfortante! ¡Tan realista… tan todo lo que los indios no somos! No me extraña que los amemos a pesar de odiarlos. ¿Por qué? ¡Porque los necesitamos!

* * *

—Sí —dijo Mr. Cranston—. Jai vino a verme antes de partir para el frente. Me llevé una sorpresa, pues no era un muchacho comunicativo… era bastante orgulloso, ya sabe. Al verle, uno nunca olvidaba que era su hijo, Alteza.

Estaban sentados en el despacho del director, en un edificio colgado de la ladera de una montaña, dominando los precipicios como el nido de un águila. Brooke estaba sentada cerca de una ventana. Desde allí veía las cerradas curvas de la angosta carretera sin pavimentar por donde habían llegado traídos por un huesudo y temerario tipejo cuyo único medio de vida era un desvencijado jeep americano, una reliquia abandonada por las tropas USA al fin de la Segunda Guerra Mundial. Sentada en ese vehículo que se desplazaba alegremente por el borde de un abismo que ella contemplaba con fascinado horror, Brooke se había agarrado con todas sus fuerzas a la mano de Jagat.

—¡Mira —dijo él, asombrado—, te suda la palma de la mano!

—No puedo evitarlo —había murmurado ella—. Estoy aterrorizada. Siempre me han dado miedo las alturas. Eso significa algo, ¿verdad?, pero no sé el qué. Y no me consuela decirme a mí misma que no me caeré; mi cuerpo actúa por su cuenta. Es miedo, y no sirve de nada que intente controlarme.

—Bueno, bueno —había murmurado Jagat acariciándola. Puso la mano de Brooke sobre su pecho—. Ahora estás segura. Recuerda que esta carretera la construyeron los británicos, que incluso ahora la recorren padres británicos y que los niños tienen que bajar la mitad de la ladera para coger el autobús.

El despreocupado chófer no fue de mucha ayuda.

—Alteza —había dicho alegremente—, ¡déjela que tenga miedo! La semana pasada un jeep se salió de la carretera. En cuanto a mí, rezo para que no nos crucemos con otro vehículo.

Afortunadamente, no se habían cruzado con ninguno y habían llegado a tiempo de tomar el té inglés, con tostadas y pequeños bocadillos. Brooke comió, bebió y escuchó, sin olvidar por un momento el viaje de vuelta que tendrían que hacer.

—¿Qué le dijo Jai cuando vino a verle? —Estaba preguntando Jagat al director.

Mr. Cranston, seco e inglés como si nunca hubiera salido de su Sussex natal, sorbió un poco de té mientras recordaba.

—Recuerdo que le dije lo sorprendido que estaba de que se hubiese presentado voluntario en lugar de esperar a su quinta. Me contestó que, como hijo vuestro, nunca sería llamado a quintas y que por eso se había presentado, porque quería ofrecerse él mismo. Noté en él un profundo misticismo que nunca había observado. Cuando usted le trajo aquí era un deportista, un cazador de tigres, Alteza, y siempre le consideré… muy inglés, en cierto modo.

—Los Rajputs hemos sido cazadores de tigres desde la más remota antigüedad, señor —replicó Jagat.

—Exacto —convino Mr. Cranston. Se bebió media taza de té y la dejó sobre el plato—. Y Jai estaba orgulloso de haber matado su tigre. Pero después habló de su madre. No recuerdo haberle oído hablar de ella antes. Naturalmente, había visto a Su Alteza varias veces, una dama muy bella y afable. Pero hasta la última visita de Jai no me di cuenta de que también era hijo de su madre. Recuerdo que ella me había hablado en cierta ocasión de la otra vertiente de Jai. Me dijo que el muchacho aún no se había encontrado a sí mismo, que sospechaba que podía convertirse en alguien completamente distinto del que era entonces. Recuerdo que mencionó el mandala, el universo, floreciendo en múltiples formas, pero siempre Uno. Observé que era una mística, que creía en la reencarnación… De hecho ejerció una poderosa influencia sobre mí. Ella hizo que me pusiera a buscar por mí mismo qué verdad había realmente en eso de la reencarnación.

—¿Y llegó a convencerse? —preguntó Brooke con vehemencia.

Mr. Cranston no se mostraba muy seguro.

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