Mandala

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III

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—¿Reencarnación? ¡Eso significa que Jai está muerto!

—O que vive de nuevo —dijo Jagat.

Las lágrimas desbordaron los ojos de Moti y ella dejó que corrieran por sus pálidas mejillas.

—¿Y es únicamente eso? No tengo ningún interés en el hijo de otra persona.

—Pero tú crees en la reencarnación, ¿no?

Jagat escuchó su propia voz, dura y acuciante. Así estaba bien. No tenía ganas de emprender otra búsqueda. Ella tenía que olvidar al muerto en los problemas de los vivos. Moti no respondió, como si conociera los pensamientos de su marido. Unos segundos después, cogió el extremo libre de su sari y se secó los ojos.

—El padre Francis Paul habla de la resurrección de los muertos —murmuró.

Jagat soltó una carcajada brutal.

—¡Oh, vamos, Moti! ¡Deja en paz esos mitos extranjeros! Bastante tenemos con los nuestros. En cualquier caso, no pienso hacer más expediciones de esa clase. Jai sería el primero en…

—¡No pronuncies más su nombre!

Jagat dio un respingo.

—Moti, repórtate…

—Si no estoy a la altura de las circunstancias, tú eres el responsable.

Y le lanzó una mirada oblicua y extraña.

Él siguió adelante, decidido a ignorar su malhumor.

—Estábamos… a punto de continuar cuando se presentó Rodríguez. Naturalmente, regresé en seguida.

—¿Estaba contigo la mujer americana?

—Sí… por invitación tuya, ¡recuérdalo!

—¿Está aquí?

—En el palacio del lago, naturalmente.

—Ah, claro.

Un tenso silencio quedó suspendido entre ellos, tan frágil como el revoloteo de una mariposa.

—De los muchos problemas que tenemos, el primero es Veera. ¿Tienes algo más que decirme antes de que hable con Osgood esta mañana?

—Me gustaría que hablaras con ella primero.

Tocó una campanilla de plata y su criada apareció en la puerta.

—Dile a choti memsahib que venga inmediatamente a ver a su padre —ordenó.

—Sí, Alteza —contestó la mujer, y se retiró.

—Mientras tanto —continuó Moti con tanta serenidad que casi parecía indiferencia—, ¿cuáles son esos otros problemas tan acuciantes?

Jagat se sentó, ella sirvió café y le alargó una taza.

—Los usuales —replicó él—. Antes de marchar pedí un informe sobre la cuestión de los bandoleros. Hay algunos bhils complicados y pensé en pedir ayuda al sacerdote inglés. Mientras he permanecido fuera, los aldeanos han sido atacados en varios lugares, aunque también ha habido algunas reacciones llenas de valor. Concretamente en una aldea el jefe encabezó la defensa y los aldeanos lucharon con los ladrones hasta rechazarlos. Dos bandoleros murieron y otros cuatro fueron capturados. Procuraré que el jefe obtenga una pistola y quinientas rupias de recompensa. Quizá eso anime a los demás a actuar con valentía. A pesar de eso, tengo que pedir el fortalecimiento de las fuerzas de policía en todo el Estado. Y no es sólo cuestión de número, sino de espíritu de cuerpo. Una comunidad moderna no puede estar a merced de unos bandoleros, sea cual fuere la tribu de donde procedan —Minas, Bhils, Basries, Kanjars, Raishiks—, sean quienes fueren ellos. Todos esos salvajes atrasados…

Hablar de los asuntos de gobierno aliviaba su tensión interior, pero le interrumpió la entrada de Veera. Observó con desaprobación que estaba extraordinariamente bonita, y era algo ridículo que ahora le disgustase una belleza de la que siempre se había mostrado tan orgulloso.

—Has vuelto, Bapu —dijo Veera, y unió sus palmas en señal de saludo—. No puedo decir que me alegre porque sé que me vas a regañar. Pero no necesitas hacerlo; Mamu ya lo ha hecho por ti.

—Siéntate —ordenó él—. No pienso regañarte porque ya no eres una niña. Simplemente te preguntaré tus intenciones.

Ella se echó a reír alegremente.

—¿Eso no se le suele preguntar al hombre?

—Hablaré más tarde con él, pero tengo que saber antes lo que piensas tú. ¿Quieres romper tu compromiso con Raj?

Veera se puso automáticamente seria.

—No lo sé, Bapu. Esperaba que tú me ayudases a decidirme.

—¿Estás enamorada de Raj?

—Él no ha hecho nada para que le ame.

—¿Qué clase de respuesta es ésa?

—Bueno, ya sabes cómo es, Bapu. Nos prometieron nuestras familias, y nosotros seguimos adelante con el asunto, preguntándonos si… ya sabes.

Él no lo sabía, muy bien al menos. Él tampoco había hecho ningún esfuerzo por amar a Moti o contribuir a que ella le amara antes de casarse. En realidad, lo hubiera considerado prematuro, por no decir vulgar.

—No lo sé —replicó—. Las costumbres eran completamente distintas cuando tu madre y yo éramos jóvenes. Nuestras familias tenían muy poco contacto con Occidente salvo los funcionarios ingleses, y a mí ni se me hubiera pasado por la cabeza dirigirme por propia iniciativa a una mujer de mi clase, y desde luego no a tu madre, pues con ello la hubiera obligado a hablar con un hombre joven.

—Ciertamente, no —murmuró Moti por encima de su taza de café.

—Ahora me doy cuenta de que han cambiado muchas cosas —continuó Jagat—. Por ejemplo, yo mismo quizá sea algo culpable por traer aquí un americano para que organice un hotel en el palacio del lago. Pero lo consideré como una simple cuestión de negocios, ya que los americanos hacen muy bien este tipo de cosas. No se me ocurrió qué…

—A mí tampoco —dijo Veera.

—Entonces, ¿por qué…?

—¡No lo sé, Bapu! —La voz de Veera vibraba de impaciencia—. Las cosas suceden y nada más, ¿no? ¡Cómo tu encuentro con Miss Westley!

Encajó este bofetón y lo ignoró. Honradamente, no podía devolverlo y replicó con una paciencia insólita.

—¿Qué tengo que hacer entonces con tu matrimonio, Veera?

—Oh, no lo sé —contestó ella con la misma voz mohína.

Era evidente que no la sacarían de ahí. Toda una vida de reserva sobre cuestiones sexuales no podía borrarse en unos minutos.

Jagat suspiró.

—Bien, hablaré con Osgood. Quizá él no tenga intenciones de ningún tipo. Me han dicho que los americanos son muy laxos. Pero supongo que tendré que decírselo a Raj.

Veera levantó la vista, sobresaltada.

—¡Oh, no… se pondrá furioso!

Moti dejó su taza sobre la mesa.

—¡Mejor la ira antes del matrimonio que después!

Veera no tenía nada que decir a esto. Un pájaro rompió imprudentemente el silencio desde la rama de un árbol y un criado salió corriendo para espantarlo. Contemplaron el pequeño drama sin verlo. Jagat se levantó.

—Muy bien, Veera, sin tus consejos, tus instrucciones o cómo demonios se llamen hoy día, hablaré con Osgood y, según lo que me diga, hablaré o no con Raj. ¿Eso es lo que deseas?

—No lo sé, Bapu —dijo ella, desconcertada.

* * *

—Ella no sabe lo que quiere, Osgood —dijo una hora después.

Estaba en el despacho del director del hotel del lago, ocupando su lugar tras la mesa. Había mandado llamar al americano y le había agradado ver que el mocetón había empezado a hablar inmediatamente del asunto, echándose él toda la culpa.

—Creo que ésa es también mi situación, señor —decía ahora con su franqueza habitual. Jagat observó que estaba pálido, con las pecas resaltando de forma extraña en aquella piel hoy incolora—. Yo la amo… ¡al menos cuando me olvido de los problemas! Es la muchacha más bonita que he conocido, aunque siempre me gustaron las morenas, ¿sabe?, supongo que por ser yo tan lamentablemente rubio. Los extremos se atraen, dicen. Pero después vienen los inconvenientes. Recuerdo quién es, una princesa, y que yo soy casi un don nadie. Mi padre es dentista en una pequeña ciudad. Yo soy el único miembro de mi familia que ha salido alguna vez de esa ciudad… y no sé por qué, salvo que siempre quise viajar. Y aun así, mis proyectos eran volver algún día a mi ciudad natal, casarme y establecerme allí. Y ahora me ha ocurrido esto, y precisamente en la India. Ella no sería feliz con mi familia, señor, se lo aseguro. Y creo que yo tampoco sería completamente feliz con la suya, y perdóneme por decir esto, señor.

—Es usted muy honesto al decirlo —contestó Jagat—. El único problema es, ¿qué hacemos? O bien deja usted de verla, o bien aceptamos el… cambio.

Había estado a punto de decir la catástrofe, pero modificó la palabra porque le gustaba este joven. El redondo rostro de Bert expresaba una profunda preocupación.

—Naturalmente, yo podría irme, Alteza, pero… sería duro. Supongo que podría hacerlo, pero sólo si ella prefiere al otro. Quiero decir que si ella me dijera, por ejemplo, que… me amaba… pues no creo que pudiera… irme definitivamente… así, sin más, ¿comprende?

Jagat contempló en silencio aquel rostro honesto y preocupado.

—Por otra parte —continuó Jagat—, tengo aquí un trabajo en el que pensar. No voy a… quiero decir que me siento responsable de acabar lo que he empezado.

Hubo un momento de respiro y Jagat lo aprovechó.

—¿Cuánto tardará en terminar?

Bert fue a la segunda mesa de la habitación, abrió un cajón y sacó una gruesa carpeta.

—Me he mantenido informado hasta el último detalle, pensando que me haría usted esa pregunta. Permítame que repase la lista… La decoración está terminada, las cañerías instaladas. Las cuestiones mecánicas también están terminadas a excepción de unos cuantos detalles que tendré que resolver personalmente. Tendré que encargárselo a una firma americana… espero que no le importará este gasto extra, pero creo que los generadores no eran de confianza. Considero que el servicio local de lavandería —si es que se le puede llamar así— es totalmente inadecuado y le sugiero una buena lavandería moderna instalada en los sótanos, que son enormes, como ya sabe, señor, y ahora están casi vacíos pues hemos aprovechado casi todo lo que había almacenado allí. Estoy orgulloso de las «suites», señor. Son preciosas. Debe cobrar bastante por ellas. Y volviendo a la cuestión de la lavandería, señor, aunque dispongamos de nuestras propias instalaciones, me gustaría que acabara usted con el golpeteo de las mujeres en las gradas de la ciudad. No creo que a los turistas les guste que los despierten a las cinco de la mañana todos los días. A mí, desde luego, no.

—No pensaría en cambiar eso, ni aunque pudiera —dijo Jagat inmediatamente.

—¿Quiere decir que eso ha de continuar siempre?

El expresivo rostro de Bert era una máscara de incredulidad, sino de desmayo.

—Así ha sido durante siglos —dijo Jagat.

Bert suspiró.

—Bien, señor, usted conoce a su pueblo. Como le decía, casi he terminado mi parte, pero deseo, y esto es ya un prurito personal, acabar adecuadamente la tarea que me encomendó. Le he preparado una carpeta de sugerencias, y me estoy tomando la libertad de establecer algunos departamentos, de hacer operaciones organizativas, podríamos decir. Por ejemplo, el Cuerpo de Casa que engloba seguridad, servicio uniformado, limpieza y servicios mecánicos. Abastecimientos, es decir, bebidas, alimentos y coordinación con otros departamentos. Personal y Contabilidad, bueno, éstos hablan por sí mismos. Ventas, que, naturalmente, es terriblemente importante: habitaciones, espacio público, promoción de los servicios, etcétera. He señalado los nombres de las personas que podrían ocupar los empleos… en caso de que considere conveniente utilizar algunos organizadores americanos. Ellos vendrían aquí, estudiarían la situación global y harían recomendaciones. Si usted necesitara más, se lo dirían.

Había estado rebuscando entre los papeles mientras hablaba. Ahora los emparejó y unió con una goma.

—Naturalmente, no hay necesidad de que me quede hasta verlo todo en marcha. Pero de poco servirá que su hotel sea muy bonito si no cuenta usted con el personal y los servicios adecuados para que funcione.

—Gracias —dijo Jagat—. Me llevaré ese material y lo estudiaré.

Le gustaba mucho este hombre, y de no terciar las cuestiones del infortunado color de su piel, su lejana familia, su entera diferencia, cuya importancia era aún mayor por ser la familia de Veera quien era —cambiada, naturalmente, con los tiempos, pero con su historia y sus status reales… bueno, era todo demasiado difícil.

—Me pregunto —dijo abruptamente—, si no sería mejor que mandase llamar a Raj, el prometido de Veera. Supongo que se le debe dar la oportunidad de hablar por sí mismo.

Bert se dejó caer en su asiento.

—Lo que usted diga, señor. En cualquier caso, quiero ser justo.

—Todos lo queremos —dijo Jagat—. El único problema es que no sabemos cómo conseguirlo. Bien, tendremos que intentarlo.

Alargó su mano bruscamente, estrechó la de Bert y salió.

* * *

—Tienes que encontrar a mi futuro yerno —le dijo Jagat a Rodríguez—. Está en Bombay con sus padres, supongo. O quizá ellos sepan dónde está. Tráemelo.

—Sí, Alteza.

—Dile que es muy urgente… que se trata de una crisis que le afecta.

—Y tanto, Alteza —replicó el hombre.

—Y no quiero que chismorrees con los criados —advirtió Jagat, muy serio.

Rodríguez se mostró dolido.

—¿Cuándo he dicho yo algo? Alteza, yo sólo le sirvo a usted.

—Pues entonces continúa sirviéndome únicamente a mí —replicó Jagat—. Ve a ver al intendente del palacio viejo. Él te dará dinero para el viaje.

Volvió a los papeles que tenía sobre su mesa. Era difícil concentrarse cuando todos sus pensamientos volaban a la otra orilla del lago. En este primer día de estancia en casa todavía no había visto a Brooke a solas, ni había encontrado el medio de verla. Moti había invitado a cenar esa noche al sacerdote inglés con una breve explicación:

—Quiere verte por algo urgente, Jagat, y no he podido excusarme por más tiempo.

Tenía que ingeniar algún medio de ponerse en contacto con Brooke, especialmente para los días en que no pudieran verse. Dio unas palmadas y un criado entró corriendo en la habitación.

—Llévale esto a Su Alteza —dijo mientras garabateaba una nota—. Tráeme la respuesta en seguida.

Esperó lleno de impaciencia hasta que el hombre regresó con la respuesta de su mujer. Venía en un sobre cerrado. A su pregunta: «¿Invitamos esta noche a Miss Westley? Está completamente sola en el hotel», Moti contestaba: «Como quieras… pero no me dejes a solas con ella».

¿Qué significa esto?, se preguntó. No sabía si debía ir personalmente a buscar a Brooke o enviarle una carta con un mensajero. Al fin, se decidió y dejó la pluma. No podía hacer nada hasta tener la oportunidad de verla a solas, hablar y planear al menos los días próximos. Entonces, a lo mejor lograba una paz momentánea. A los pocos minutos estaba a bordo de la motora.

—No —le dijo al barquero—, iré solo.

En unos minutos cruzó el lago, resplandeciente bajo la luz del sol, agitándose en amplias ondas bajo el creciente viento del Sudeste. Atracó y, arrojando la maroma a un mozo, subió los escalones corriendo. En el vestíbulo los dos decoradores se disponían a partir. Sus maletas estaban apiladas en el suelo. Apenas los había visto, tan ocupado había estado, y ahora pensó que al menos debía darles las gracias. Además, se le ocurrió la idea de convertir la inspección en una excusa para invitar a Brooke a acompañarle.

—Y aunque no se puede decir que haya inspeccionado las habitaciones desde mi regreso —dijo contrito—, no por eso debo dejar de hacerlo inmediatamente.

Alpha Barron se sintió aplastada ante la presencia del Príncipe en persona.

—Oh, Alteza —ronroneó—, hemos procurado hacerlo todo como creíamos que le gustaría. Si hay algo mal, no tiene más que hacérnoslo saber, y volveremos inmediatamente, ¿verdad, Ronnie?

—Pues claro, Alteza —dijo Ronnie Barron.

Era un joven pálido, afeminado y borroso, con una sonrisa anodina y un flojo apretón de manos.

Jagat estaba deseando dejarlos.

—Gracias, gracias, gracias —dijo efusivamente—, y ¡adiós, adiós!

Les dio la espalda, vio a Bert Osgood, que apareció en aquel momento, se precipitó hacia el teléfono que había en el otro extremo del pasillo y marcó el número de las habitaciones de Brooke. Escuchó su voz con un suspiro de alivio. Siempre existía la posibilidad de que, a pesar de todo, ella hubiera decidido alejarse de él. Independiente y evasiva como era, uno nunca podía estar seguro. Todavía no se había acostumbrado a esta mujer, tan nueva en su mundo.

—¿Te apetece hacer una gira de inspección conmigo? —preguntó procurando que la entonación sonara casual.

—Por supuesto —contestó ella.

—Nos reuniremos aquí, en el vestíbulo.

Mejor actuar a la luz del día, pensó. Cuando llegó al vestíbulo, los decoradores ya no estaban, y Bert se encontraba ante su mesa, leyendo el correo.

—Nuestro primer grupo de turistas está en camino, Alteza —exclamó.

—¿Estamos preparados? —preguntó Jagat.

—Preparados —dijo Bert— y me alegro de poder ver este lugar en funcionamiento… parcial, al menos, antes de irme. He contratado un chef; llega hoy de Nueva Delhi. ¿Puedo seguir adelante con el personal, señor?

—Con los puestos clave, sí —replicó Jagat—. Pero yo me encargaré de los subordinados. Creo que voy a trasladar a Rodríguez al hotel… claro que ahora precisamente ha ido a Bombay por orden mía. Ha sido el mayordomo de palacio desde los tiempos de mi abuelo. Es honrado y un soplón maravillosamente bueno. Se enterará de todo y me informará. Le encantan las intrigas y los chismorreos, pero es leal.

—Ajá —dijo Bert—. ¡Así que ha sido él la línea de comunicación!

Jagat se echó a reír. ¿Por qué le gustaría tanto este americano? ¡Incorregible! Por muy grandes que fueran sus preocupaciones, Bert Osgood era capaz de reírse como un niño grande.

—Espero no tener demasiados huéspedes durante los monzones. No sabría cómo distraerlos si usted se va.

—Esa gente se quedará sólo una semana —contestó Bert—. En realidad, son amigos míos, de Nueva York. Les he hablado tanto del hotel, que sienten curiosidad. Pero nos harán una buena publicidad, son todos periodistas o agentes de viajes.

—Pues cuídelos bien entonces —dijo Jagat.

Mientras hablaba vio a Brooke en el otro extremo del pasillo, acercándose. Vestía de blanco, como hacía tantas veces. Cuando se acercó, Jagat pudo ver que era feliz y se sentía en paz.

—Voy a dar una vuelta con Miss Westley —continuó.

—¿Quiere que le acompañe? —preguntó Bert.

Jagat negó con la cabeza.

—Usted tiene mucho que hacer para que esto esté definitivamente listo. Además, ya conozco el camino a pesar de los cambios.

Subió con Brooke la ancha escalinata de mármol que conducía a las «suites» que daban a la ciudad. Vestíbulos de mármol iban de una «suite» a otra y cada «suite» tenía su propia terraza, con el agua lamiendo suavemente la base.

—¿No suben de nivel las aguas del lago? —preguntó ella.

—No desde que construí las presas. Podemos controlar totalmente el flujo.

Se sentían constreñidos y, sin embargo, libres. Hasta entonces nunca había esperado que una mujer le hiciera un signo, pero ahora prefirió esperar, y Brooke lo hizo al entrar en la tercera «suite». Estaba frente a la isla en que el Shah Jehan había estado tanto tiempo prisionero. Se quedaron mirando el lago. Después, ella fue a la puerta que daba al vestíbulo y la cerró. Se acercó a él, puso la cabeza sobre su pecho y Jagat la abrazó.

—¿Qué vamos a hacer? —susurró Brooke.

—No lo sé.

—Si tú no lo sabes, ¿cómo voy a saberlo yo?

Él contempló aquel rostro demasiado sensible.

—No podemos hablar aquí, ¿no te parece? Tenemos que vernos en algún lugar alejado donde no haya oídos del palacio. Déjame pensar —frunció el ceño—. Ya lo tengo. Mañana iremos tú y yo a Chittor. Iremos solos, no desde aquí, sino desde la ciudad. Tú tomarás un bote temprano, digamos a la salida del sol, y yo me reuniré allí contigo. Nos encontraremos casualmente, paseando por la calle… Chittor, sí, eso es. Quiero que lo veas… es muy antiguo, mis antepasados combatieron allí, grandes guerreros, aunque perdieron y juraron que ni ellos ni sus descendientes entrarían de nuevo en Chittor hasta que nos fuera devuelto, cosa que hizo el primer ministro en persona, como ya sabes.

—No, no lo sabía —dijo Brooke riendo—, pero me lo enseñarás mañana.

—Todo un día solos —dijo Jagat en un susurro.

Brooke subió al bote en el frío amanecer. El barquero tiritaba bajo la burda prenda de algodón gris que llevaba sobre los hombros. Las mujeres ya estaban lavando. Brooke pasó ante ellas y subió el tramo de escalones de mármol que conducían a la puerta de la ciudad. La atravesó y se puso a pasear lentamente por las calles mientras esperaba. A los pocos minutos oyó el ruido de un automóvil. Jagat se detuvo a su lado y abrió la puerta.

—Aquí tienes este —dijo y la envolvió en una blanda manta de lanas multicolores tejidas a mano—. Las noches son frías, pero el sol pronto lo cambiará todo. Los indios vivimos siempre al sol.

Era verdad, observó ella, pues cuando salieron de la ciudad, las aldeas que atravesaban estaban despiertas pero no vivas. Los hombres estaban sentados en cuclillas ante las casas de adobes, envueltos en capas caseras de algodón, con los rostros sombríos por el frío, mientras que en el interior las mujeres se afanaban preparando la primera comida del día. Al pasar las horas y subir el sol en el horizonte, las aldeas se despiertan, los hombres se van a los campos, las mujeres y los niños a los pozos, y los perros a cualquier parte. Hasta los monos grises se despiertan y empiezan su cháchara en los árboles, y los mirlos se afanan en pos de los rebaños, buscando los insectos en sus escondrijos. Brooke contemplaba todo esto mientras escuchaba el monólogo de Jagat.

—Chittor tiene tres millas y media de largo. Está construido sobre una montaña de cumbre chata y sólida roca, creo que hacia el mil trescientos tres d. C. Dentro de las murallas hay huertas, jardines, lagos, todo lo necesario para la supervivencia. Mis antepasados creían que era inexpugnable. Chittor era nuestra antigua capital, y fue saqueado tres veces por los musulmanes, la última por el gran Akbar. El fuerte estaba antiguamente rodeado por selvas espesas… ¡qué estupendas cacerías de tigres! Se dice que hasta había leones…

Ella escuchó el desarrollo de esta historia hasta el mediodía, mientras avanzaban por la estrecha carretera, entre los campos que parecían de cuero marrón.

—Nada florece o lleva fruto hasta que llegan las lluvias traídas por los vientos de los monzones —le dijo Jagat—. Únicamente esas flores amarillas que se parecen a las que los ingleses llaman hierba de San Juan, y los arbustos espinosos que se ven por todas partes. Ahí está el fuerte. Aparcaré el coche, lo cerraré y le pagaré a un aldeano para que lo vigile. Aquí mismo, dame la cesta.

Al mediodía se habían detenido al pie de la montaña chata y ella tiraba de la cesta del almuerzo.

—En otras circunstancias —dijo Jagat mientras trepaban por la escarpada roca— hubiera traído a Rodríguez y a un par de porteadores para que nos llevaran, pero hoy te quería para mí solo.

A pesar de lo cual, les seguía una harapienta multitud de niños y ociosos de la aldea, que no los dejaron hasta que Jagat los espantó a gritos. Llegaron solos a la cumbre. Él dejó la cesta a la sombra de un templo en ruinas y, cogiéndola de la mano, la guió a través de templos y palacios vacíos, deteniéndose un momento ante un esbelto pilar cuyas tallas crujían al aire del desierto.

—Es imposible enseñártelo todo o contártelo todo —dijo él—. No quedaría tiempo para nosotros. Pero éste, éste sí merece la pena: es el palacete de Padmini, rodeado de agua, para que ella estuviera a salvo de cualquier ataque. Era tan bella que el Maharaná no se atrevía a dejar que se secase la tierra que rodeaba su palacio… Quédate ahí, cariño, contra el fondo. Puedo verte reflejada en el agua, como seguramente hacía ella… ¡ah, amor mío!

Se adelantó impetuoso y la rodeó con sus brazos. Brooke permaneció un momento acurrucada contra su pecho y luego alzó la cabeza.

—¿Qué fue de Padmini? Cuando llegaron los conquistadores.

Él dejó caer los brazos.

—Ella esperó hasta que mataron a su señor y el fuerte estaba a punto de caer. Entonces, siempre leal, condujo a sus damas a un oscuro pasadizo y ordenó a sus criados que prepararan una hoguera y la encendieran. Así murió.

—Qué triste… qué triste —susurró ella y escondió de nuevo el rostro en su pecho.

Las horas pasaron demasiado aprisa y no tuvieron más remedio que enfrentarse al sol poniente. Aquél era un día aparte de todos los demás días de su vida, un día extrañamente tranquilo y sin hacer el amor. Compartieron los silencios y los momentos de conversación y risa.

Sólo un extraño incidente estropeó un poco la jornada. Fue a las doce de la mañana. Estaban sentados en la brillante ladera, en medio de unas ruinas, comiéndose unos bocadillos mientras hablaban. A poca distancia, una torre se alzaba orgullosa todavía entre las murallas derruidas y las terrazas rotas. Jagat estaba hablando de la torre.

—Una atalaya —dijo—. Mis antepasados se atrincheraron en ella en un último intento de resistir a nuestros enemigos.

Tenía el bocadillo en la mano derecha, intacto. Ella, aunque escuchaba, se distrajo de pronto a causa de un gran pájaro que parecía bajar en picado desde el cielo.

—Un halcón… —gritó.

El pájaro, como si la hubiera oído, caló bajo. Pasó tan cerca de ellos que el extremo de sus alas les abanicó la cara. Clavó sus garras en el bocadillo que Jagat tenía en la mano y huyó con él.

Jagat miró su mano vacía.

—¿No tenía yo un bocadillo en la mano?

—¡Sí! —dijo ella echándose a reír.

Pero Jagat estaba muy serio.

—¡Nunca me había ocurrido una cosa semejante! ¡Ha desaparecido el pan que tenía en mi mano! Es un mal presagio… ¿mi hijo? No, ya ha desaparecido también. ¿Voy a ser despojado de nuevo? Pero ¿de qué?, ¿de quién?

Mascullaba estas palabras para sí mismo, como si Brooke no estuviera allí. Ella se vio obligada a llamar su atención.

—¡Jagat, querido! Era sólo un halcón hambriento…

—¡Pero me ha quitado el pan de las manos!

—No importa. Toma otro bocadillo… hay muchos. Eso es por mimar tanto a vuestros pájaros y animales. Están convencidos de que son seres humanos.

Pero le llevó sus buenos cinco minutos convencerle de que comiera, y hasta media tarde no volvió a ser él mismo. Y para entonces estaba ya muy próxima la puesta del sol.

—¿Volveremos a pasar un día como éste? —preguntó ella.

—Lo pasaremos… lo pasaremos…

—Pero ¿cómo? —dijo Brooke deteniéndose en mitad de la ladera.

Él cogió firmemente su mejilla con la mano derecha.

—Llámame por mi nombre —ordenó.

Ella raras veces utilizaba su nombre de pila.

—¡Pero no has contestado a mi pregunta, Jagat!

—Mi nombre suena tan dulcemente en tus labios… —dijo él cariñosamente, y la liberó.

Entonces su voz sonó vigorosa de nuevo.

—No podemos pensar más en el día que vivimos, un día, una noche… ¿Vendrás mañana a cenar a palacio?

Ella levantó la cabeza y le miró a los ojos.

—¿Debo ir?

—¡Sí! No podemos perder ninguna oportunidad de reunimos.

—Entonces prométeme que no me dejarás a solas con ella.

—Prometido. Ella me ha pedido lo mismo.

—Ah, ¿sí? ¿Es que lo sabe?

—No lo sé.

—Lo siento por ella.

—¿Lo sientes?

—Porque me amas.

—Ah, sí… bueno, sois muy diferentes.

—¿Diferentes?

—Pertenecéis a mundos distintos.

—Pero tú… ¿dónde estás tú? ¿En qué mundo?

—Querida, no lo sé. Eso es precisamente lo que tenemos que averiguar. Debes ser paciente conmigo.

—Sí, claro —dijo ella.

Y descendieron en silencio la ladera.

* * *

A la noche siguiente, en la terraza, ella comprendió lo que Jagat había querido decir. La noche se parecía mucho a la de su cena anterior en palacio y, sin embargo, era completamente distinta. Ella no era la misma mujer. La búsqueda había terminado para ella, fuera cual fuese la decisión a tomar. Habían cenado ya y estaban sentados en el salón. Era imposible salir a la terraza. El viento se había convertido casi en un vendaval que retorcía y torturaba a los árboles. Unas olas de blanca cresta recorrían el lago.

—Dentro de unos días lloverá —dijo Jagat.

El ayudante del mayordomo trajo café y vino de rosas. Rodríguez estaba ya en Bombay.

—¿Licor, Miss Westley? —preguntó Jagat.

—Sí, por favor, Alteza.

La impacientaban estos protocolos. Casi no habían hablado nada durante la cena, con Jagat absorto en sus pensamientos y Moti casi enteramente silenciosa. De no ser por el padre Francis Paul, la comida hubiera resultado insoportable. Pero éste había hablado de su obra entre los bhils con su acostumbrado entusiasmo. Era evidente que su visita tenía una finalidad muy concreta y ahora utilizó abiertamente a Brooke como parte de su esquema altruista.

—¿Todavía no conoce a los bhils, Miss Westley?

En aquel momento estaba cruzando la habitación. Se sentó al lado de ella.

—No, me temo que no sé nada de ellos salvo que son una tribu, y eso porque usted me lo dijo.

—Una gente muy atractiva, aunque voluble —dijo el padre Francis Paul, renunciando al licor con un movimiento de su mano derecha—. Son de pequeña estatura, nervudos y muy valientes. Una de las tribus primitivas más antiguas. Viven en las montañas de Banswara y Dungarpur y casi de la misma forma que hace siglos, aunque estoy intentando convencer —y espero conseguirlo— a Su Alteza para que haga algunas mejoras. Le siguen siendo muy leales… la lealtad es una de sus virtudes.

—Ya oigo, ya oigo —dijo Jagat, como ausente.

—Los británicos hicimos muy poco por ellos —continuó el padre Francis Paul—. Aunque el Rajasthan estuvo bajo protección británica durante ciento treinta y siete años, y durante ochenta y dos bajo la soberanía directa de la Corona británica, ellos no mejoraron mucho por eso.

—Al menos la Corona protegió a mis antepasados de todos los peligros, y nosotros protegimos a los bhils —terció Jagat—. Ahora los Estados son arrojados a los lobos.

—No, en absoluto —replicó con viveza el sacerdote—. Tiene usted una extraordinaria policía territorial. Admiro a esos hombres, que viven en el desierto en rudas tiendas de campaña o en cabañas, y han de viajar durante diez o doce días para encontrar agua y comida. Los bandoleros, los contrabandistas y los cuatreros no son tan duros para ellos como la eterna soledad. No, no, Alteza, usted tiene un auténtico tesoro en su pueblo. Confieso que mis bhils contribuyen al censo de criminales. Pero, Alteza, repito una vez más, que nunca resolveremos los problemas de esas tribus hasta que tengan escuelas y más pozos. Sé que los pozos para irrigación han avanzado mucho bajo su dirección, pero eso no basta. Tengo un plan, Alteza… y le suplico que recuerde que los bhils son, entre todo su pueblo, los que menos mejoras han recibido hasta el momento en educación y sanidad.

—He construido más de mil casas para ellos —empezó Jagat.

—No basta, Alteza —le interrumpió el sacerdote—. Lo que necesitamos es arreglar el reasentamiento alrededor de las áreas recién irrigadas.

—Eso se hará a su debido tiempo. —Jagat estaba irritado ahora. ¡Este inglés predicando su evangelio! Continuó con acritud—: Como usted ya sabe, el Estado está dividido en cuatro zonas. Las máximas necesidades de irrigación dependen enteramente de los lugares donde cae la lluvia. El agua del subsuelo es salobre, aunque profundicemos hasta los cuatrocientos pies. En esas áreas sólo los canales sirven de algo. ¡Mire el Canal del Gang, por ejemplo, que trae las aguas desde la presa de Ferozepore y ha transformado por completo todo el distrito! Y si tiene usted la bondad de confiar en nosotros, haremos lo mismo con el afluente Naurangdesar.

—Confío en usted —dijo el padre Francis Paul sinceramente—, y esto me recuerda la inscripción del cenotafio de la Reina Semíramis de Asiría. ¿Ha visto usted el cenotafio, Miss Westley?

—Recuerdo la inscripción —dijo Brooke—. Es algo así. —Hizo una pequeña pausa y luego repitió las palabras con voz clara—: «Yo obligué al poderoso río a fluir según mi voluntad y conduje sus aguas a fertilizar tierras que antes eran estériles y sin habitantes».

—Exactamente —exclamó el padre Francis Paul—, ¡y qué bien lo ha dicho! Alteza, lo que ha hecho antes, debe repetirlo una y otra vez en muchos lugares.

—Así se hará —replicó Jagat con energía—, pero no debe olvidar los costes. La velocidad de nuestra actuación la marca el dinero disponible. Por ejemplo, la pérdida de agua durante el transporte es grave. A largo plazo será más barato cubrir los canales con ladrillo, pero el coste inmediato es formidable.

A pesar de ello, el padre Francis Paul siguió con fervor:

—Mientras tanto, debemos planear la reforestación, Alteza. Durante siglos se le ha permitido al pueblo cortar en las montañas hasta los arbustos. Considero muy importante lo que ha hecho usted, Alteza, en la cuestión de los bosques, pero…

Brooke se levantó. Comprendía que Jagat no podía soportar más aquello y que la Maharaní no acudiría en su ayuda. Moti seguía silenciosa e incolora en su sillón de brocado dorado.

—Alteza —dijo Brooke dirigiéndose a ella con su voz clara y fuerte—, me gustaría ver la tormenta. He estado viendo cómo los árboles se agitaban bajo ese viento. Debe ser todo un espectáculo.

—¡Ah! —dijo Jagat con un suspiro de alivio—. La llevaré a la torre. ¿Nos permites, Moti… y usted, padre?

La Maharaní asintió con la cabeza, pero el sacerdote insistió:

—¿Me concederá quince minutos cuando vuelva?

—Concedidos —dijo Jagat.

Salieron de la habitación. Pasaron un par de minutos sin que ni Moti ni el padre Francis Paul pronunciaran palabra. Ella alzó al fin la cabeza.

—Padre, deseo confesarme.

—Sí, Alteza.

—Por favor, prescinda del tratamiento.

—Muy bien.

—Padre, no puedo soportar mi vida.

—Hay veces que ninguno podemos.

—No estoy hablando de veces. Hablo solamente de ahora… de este instante, cuando estamos aquí, solos en esta habitación, en este palacio, usted y yo.

—¿Y qué puedo hacer yo para ayudarla?

—Permitir que yo olvide que es usted un sacerdote. ¿Puedo?

Él no respondió. La miró asombrado, y ella continuó rápidamente, transformándose ante sus ojos. Su apatía había desaparecido. Se inclinó hacia él con una nota de urgencia en la voz.

—Nunca he amado a nadie antes… a nadie, ¿comprende? Ahora sé que le amo a usted. Y no deseo amarle. No deseo amar a nadie. Por mi propia madre sé que amar a quien sea es una desgracia, pero especialmente cuando una mujer se enamora de un hombre.

Él estaba horrorizado y lleno de piedad al mismo tiempo.

—Pero, mi querida alma, ¿es que no ama usted a su marido?

—No, nunca le amé.

—Él es bueno con usted.

—Eso no es amor.

—¿La ama él?

—¿Cómo puede amarme cuando yo no le amo?

—¿Es culpa suya entonces?

Moti tiró el abanico al suelo en un gesto de impaciencia.

—¿Acaso puedo evitarlo?

—Puede rezar para ser capaz de amarle.

Moti se echó a reír con amargura.

—¡Qué poco sabe usted del amor!

Se levantó impetuosamente, ella, a la que nunca había visto impaciente, y cruzando muy aprisa la habitación, se arrodilló a sus pies y puso las manos sobre sus rodillas.

—¡Ayúdeme!

Por primera vez en su vida miraba a una mujer a los ojos y se sentía indefenso ante su amor.

—Ayúdeme —repitió ella—. ¡Ayúdeme!

Él puso sus manos sobre las de ella, temblando al hacerlo.

—Querida mía, querida mía —murmuró—. Deseo saber cómo ayudarla.

Y, haciendo acopio de toda su energía, apartó con suavidad las manos de Moti dejándolas caer en su regazo. Se levantó y la ayudó a ponerse de pie.

—Somos lo que somos —dijo entonces—. Usted es la esposa de un hombre grande y bueno, yo soy un sacerdote de Dios. Ése es nuestro destino. Si nos vemos de nuevo —y si no nos viéramos mi corazón quedaría destrozado— será únicamente porque nos reúna la obra de Dios. ¿Qué importa si su Dios es Krishna y el mío es Cristo? Hay quien asegura que los dos son uno, que algunos llaman Kristi a Krishna, ¿quién sabe? Trabajemos juntos por el bien de su pueblo, que es también el mío. Yo lo he hecho mío.

Se santiguó; luego, vacilando, cogió la mano derecha de Moti, la besó y la dejó caer de nuevo.

—Nunca olvidaré lo que me ha dicho. Me siento muy honrado. Y ahora, ¿querrá presentar mis excusas a Su Alteza? Él la necesita mucho en todos los planes que está haciendo para su pueblo. Recuerde esto siempre… amiga mi… mía. Mi querida amiga.

Hizo una reverencia y salió a toda prisa, con la sotana revoloteando tras sus talones. Moti se quedó allí, en medio de la habitación, con las lágrimas corriendo por sus mejillas.

* * *

Dos días de pesquisas y Raj no aparecía por ninguna parte. Rodríguez se disponía ya a salir de Bombay sin él cuando en los bajos fondos de la ciudad, donde tenía muchos amigos goanos, oyó que Raj estaba loco por una joven actriz que estaba rodando una película en el más famoso de los diversos estudios cinematográficos que había en Bombay.

Al principio le indignó mucho, como a buen católico, que el futuro yerno de su amo anduviera perdiendo el tiempo en tales diversiones. Pero, tras reflexionar un poco, decidió que no debía consentir que se añadiera esta nueva desgracia a las múltiples dificultades de la familia. Y el tercer día, a última hora de la mañana, momento en que supuso iniciaría su trabajo la joven actriz, se presentó en los estudios y no preguntó por Raj sino por la estrella misma, que no era otra que Sehra Lall, como pudo observar al acercarse a ella. Naturalmente, él no sabía que Jai había conocido a Sehra, y tampoco se hubiera enterado ahora de no ser porque la muchacha estalló en sollozos cuando él se presentó como el mayordomo y jefe de criados del palacio del Maharaná de Amarpur. Estaba en su camerino, sentada ante el espejo, mientras su doncella la peinaba y el maquillador le colocaba las pesadas joyas necesarias para su papel en un film histórico.

—¿Por qué llora, señora? —preguntó Rodríguez.

—Porque Jai era amigo mío y hasta ahora no había visto a nadie que le conociera.

—Pues el joven Raj Sahib seguro que le conoce —exclamó Rodríguez— porque está prometido a la hermana de Jai.

Al oír esto, la joven dejó de llorar inmediatamente y, llena de furia, empezó a llamar a gritos a Raj.

—¡Raj, Raj…!, ¿dónde está?

Todo el mundo se puso a buscarle hasta en los lugares más inverosímiles, y luego resultó que acababa de llegar y estaba esperándola en el vestíbulo. Ella se recogió las faldas rojo y oro, salió como un huracán del camerino, con Rodríguez detrás, y se plantó ante el joven.

—Raj —gimió Sehra—. ¿Cómo no me has dicho que estás prometido en matrimonio a la hermana de Jai?

El joven enrojeció hasta la raíz del cabello.

—¿Tenía que decírtelo? —dijo intentando parar el golpe.

—Pues claro que tenías —gritó ella, ahora muy indignada—. ¿Crees que hubiera perdido mi tiempo contigo de haberlo sabido? En primer lugar, es la hermana de Jai… ¿iba yo a herirla permitiendo que me sigas como un perro? En segundo lugar, aunque no estoy segura de que no sea el primero, ¿a santo de qué iba yo a aceptar unas relaciones amorosas contigo sin matrimonio? ¡Largo de aquí… largo!

De pronto, y muy a pesar suyo, las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos. Lloraba por nada desde que se había enterado de la muerte de Jai. Era un héroe para todos, mas para ella era además el amante perfecto, el hombre con el que nunca podría casarse. Desesperada, se había rebelado contra sus padres y había entrado en unos estudios cinematográficos de Bombay, sin avergonzarse de utilizar el famoso nombre de su padre, un multimillonario. Afortunadamente, ella también tenía talento y fue la primera estrella de una película reciente, La mujer vence.

Hoy día ya era capaz de olvidarse de Jai la mayor parte del tiempo, pero, al recordárselo, volvió a llorar, y las lágrimas habían estropeado su maquillaje cuando estaba a punto de ir al plato, añadiendo la indignación a la pena. Se recogió las faldas con ambas manos y persiguió a Raj como si fuera un perro vagabundo que se hubiese colado por la puerta. El joven no tuvo más remedio que dar media vuelta y marcharse. Rodríguez salió tras él.

Era la oportunidad, pensó el goano, pues Raj estaba muy furioso por aquella desairada despedida ante testigos, que se divirtieron lo suyo con la escena. Ahora estaría predispuesto para transferir su cólera al americano, cuando Rodríguez le contara lo sucedido.

—¡Qué! —exclamó—. ¡De modo que la muchacha con quien estoy prometido me hace de menos! ¡Todo eso —dijo señalando con la cabeza la puerta de los estudios— era un juego sin importancia! Vamos… regresemos inmediatamente a Amarpur. Ese americano y yo nos vamos a ver las caras, y le voy a mandar con viento fresco a su país.

Emprendieron la marcha en menos tiempo de lo que Rodríguez hubiera considerado posible. Un avión los dejó en Amarpur al crepúsculo. Era casi medianoche —Raj se había detenido únicamente para tomar una copiosa cena en la fonda del aeropuerto— cuando irrumpió ante el americano, que ya estaba en la cama.

—Arriba, arriba —gritó—. ¡Fuera de la cama, ladrón!

Bert se incorporó boquiabierto y encendió la lámpara de la mesita de noche. Como la mayoría de los jóvenes americanos, dormía como un tronco. Bert se alarmó al ver la furia salvaje de los ojos de Raj y los pelos de sus orejas erizados por la ira.

—Siéntese, amigo —dijo—, y discutamos las cosas con calma.

—¿Qué es lo que hay que discutir? —preguntó imperioso Raj. Su inglés era excelente, pero cuando estaba excitado volvía a su idioma indio—. ¡Me ha herido en las partes más profundas de mi ser! Como un ladrón, como un bandolero del corazón, ¡me ha robado mi vida!

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