Mandala

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III

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A pesar de estos gritos, se sentó en la silla más próxima, y sacando un gran pañuelo de seda amarilla del bolsillo, se secó el rostro y las manos. Bert encontró sus zapatillas y se puso el batín. Intentó reprimir un poderoso bostezo, pero no lo consiguió; bostezó a placer y se sacudió como un perro que acaba de salir del agua.

—Y ahora —dijo—, ¿qué pasa?

Raj se le quedó mirando.

—¿No lo sabe?

—Pues francamente, no. A menos que usted… claro, usted es… ¡Raj!

—¡Ah, miren cómo le remuerde la conciencia! —aulló Raj en son de triunfo—. Exacto. ¡Yo soy Raj! —Se golpeó el pecho con los puños—. ¡Y vengo a exigir una reparación!

—¿Por qué? —preguntó Bert muy sereno.

—¡Por el cariño de mi prometida, Veera, mi novia, mi amada!

—Mire —dijo Bert—, seamos razonables. Si ella le prefiere a usted, es suya. Si no, bueno… pues juego limpio es la cosa.

—No hay elección posible —declaró Raj con el mismo tono altisonante—. Es demasiado tarde para escoger. Nuestras familias han decidido. Ya se han cubierto todas las formalidades. La suerte está echada.

—Vamos a tomar un trago —dijo Bert.

—¿Dónde? —preguntó Raj.

—Abajo, en el bar. No es que haya mucho, pero un par de whiskies nos aclararán el pensamiento.

Lo condujo en silencio por el pasillo, despertando de paso a dos vigilantes nocturnos que se habían dormido. En el bar, sirvió las bebidas, invitó a Raj con un gesto, y se sentaron los dos frente a frente en una mesita de mármol. El alcohol ablandó a Raj casi inmediatamente.

—¿Está enamorado de ella?

Sus penetrantes ojos oscuros, bordeados de larguísimas pestañas, daban mayor énfasis a la pregunta.

Bert se mostró cauto.

—Puede llamarlo así. Es una muchacha extraordinariamente atractiva. Si fuera libre, si pudiera hacer lo que quisiera y todo eso, podría amarla.

—¿Y la encuentra atractiva incluso como americana?

—Muchísimo.

—Lo tomaré como un cumplido, gracias. —Raj hizo un gesto ampuloso con su mano derecha—. En cuanto a mí, la encuentro inigualablemente exquisita. La amo.

—Lo comprendo —dijo Bert.

Sintió una punzada de dolor, pese a toda la cautela de sus palabras. Evidentemente, todo aquello iba a ser muy difícil. Su sentido común le decía que lo mejor que podía hacer era irse a casa lo antes posible. Sin embargo, en esa bella muchacha india había algo que nunca olvidaría. Se casara con quien se casara, y por mucho tiempo que llevara de matrimonio, sabría siempre que su romance estuvo aquí, en este palacio.

—Esto no quiere decir que yo fuera plenamente consciente de mi apasionado amor —estaba diciendo Raj—. Le agradezco el que, por usted, me haya dado cuenta de este hecho de amor.

De no ser por eso, quizá hubieran pasado muchos años antes de conocer mis propios sentimientos, o incluso es posible que no lo hubiera sabido nunca.

—Ella también debe amarle —le recordó Bert, y llenó los vasos.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Raj despreocupadamente—. Eso es para mí algo evidente. Pero las muchachas indias han recibido de sus madres y sus viejas ayas una educación muy refinada en estas cuestiones. Las han enseñado a amar a sus maridos adecuadamente.

—Es usted un buen tipo —dijo Bert.

Y era cierto. Bajo toda su efervescencia, Raj era un buen muchacho. Haría todo lo posible por agradar a su esposa. Además, apostaría por Veera. Ella viviría a gusto con él. Y había dinero, supuso Bert; Raj iba costosamente vestido con ropas inglesas y llevaba un gran diamante en el dedo meñique de su mano derecha. Dentro de unos años, si volvía a la India, se encontraría a Veera convertida en una guapa matrona india con una caterva de hijos de pelo negro, los varones con vello en las orejas.

—Usted sabe, Raj… —dijo y se detuvo.

—Sí, sí —le animó Raj—. Descargue en mí su corazón.

—Me alegro muchísimo de que haya venido.

—Gracias… ¿y por qué, si puede saberse?

—Porque si no hubiera venido, yo a lo mejor habría seguido pensando en alguna locura. Como…

—¿Como qué, por favor?

—Seremos siempre amigos. Le deseo toda la felicidad para el día de su boda. Y, por favor, permítame que felicite mañana a Veera, pues pasado mañana me vuelvo a América.

—Desde luego, insisto en que debe usted verla y desearle personalmente un feliz matrimonio. Nos casaremos muy pronto… Creo que dentro de unas dos semanas más o menos. Depende del día que marque el horóscopo.

—¡Perfecto! Y ahora le daré una habitación para que pueda dormir.

Al día siguiente fue a palacio y solicitó una entrevista con el Maharaná. Cuando lo introdujeron, Su Alteza estaba como de costumbre tras la mesa de su abuelo, en las oficinas de palacio, pero solo, afortunadamente. Bert fue inmediatamente al grano.

—Alteza, si usted me lo permite, me gustaría regresar a mi país mañana.

—¿Por qué tanta prisa?

—Su futuro yerno llegó anoche, Alteza. Tuvimos una larga conversación. Ahora veo que sería un tremendo error por mi parte inmiscuirme en su vida o, lo que es lo mismo, inmiscuirme en la vida de vuestra hija. Aún no ha llegado el tiempo en que puedan derribarse ciertas barreras. Ella no sería feliz en mi país, y yo no sería completamente feliz si me quedara aquí. La nuestra sería una especie de existencia flotante y soy un hombre al que le gusta echar raíces. Puedo echarlas para mí, pero no puedo echarlas por ella, en un país extraño. Ustedes tienen aquí una estructura para el individuo que es… muy útil. No quiero ser el responsable de su rotura y menos tratándose de su hija.

Nunca habían sentido aquellos hombres tanto afecto el uno por el otro. Jagat se levantó y estrechó la mano de Bert.

—Habla usted como un hombre decente, honorable y sabio —dijo con calor—. Gracias en nombre propio y en el de mi familia. Y ahora, ¿qué puedo hacer por usted?

Bert titubeó.

—Si pudiera verla unos minutos, sólo para decirle yo mismo…

—Por supuesto.

Tocó un timbre y apareció un criado.

—Dile a mi hija que venga en seguida —ordenó Jagat.

Permanecieron en silencio mientras esperaban, aunque no se sentían violentos. Todo se había dicho ya y era el momento de separarse, aunque la emoción estuviera aún en todo su apogeo. Cuando entró Veera, muy bonita en su sari plata y azul pálido, con anillos de plata en los dedos de manos y pies, Jagat se levantó, aliviado.

—Os dejo —dijo—. Volveré dentro de quince minutos.

—No necesitaremos tanto tiempo —dijo Bert.

—¿Qué pasa? —susurró Veera cuando se cerró la puerta.

Él se acercó y la cogió de las manos.

—Cariño, esto no marcha.

—¿Qué es lo que no marcha?

—Tú y yo, cariño. Raj está aquí.

Ella se soltó y dio una patada en el suelo.

—¡Le diré que se largue!

—No, tú no harás eso, Veera. Él te ama. Quiere casarse contigo.

—¡El muy estúpido!

Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Y no es sólo él —dijo Bert—. Están también las familias. Tu padre se ha portado maravillosamente conmigo… un gran hombre. No puedo herirle.

Veera estaba sollozando ahora. Se acercó más a él y se apoyó en su cuerpo. Bert no la abrazó. Ya estaba bien de…

—Las familias ya no cuentan ahora —gimió ella—. Eso está pasado de moda. Las chicas de Bombay…

—Tú no eres una chica de Bombay —dijo Bert. Su voz era firme—. Eres una princesa. Tienes un papel que jugar. Y yo no puedo ayudarte en eso. No soy un príncipe, pero Raj sí. Los dos haréis una pareja maravillosa. Tendréis unos hijos bellos y maravillosos, que se criarán en un palacio, lo mismo que vosotros. En América no hay palacios. Y yo no sé si podría vivir en uno.

Veera, con sus grandes ojos fijos en el rostro de Bert, dio de pronto una patada en el suelo y exclamó:

—¡Eres un cobarde!

La sandalia salió despedida de su pie desnudo. Bert la cogió y se la volvió a poner. Al verle agachado, Veera empezó a llorar otra vez. Bert se irguió y ella se separó andando de espaldas y secándose los ojos con el extremo de su sari.

—Toma mi pañuelo —dijo Bert—. No quiero que estropees ese vestido tan bonito.

Veera se secó los ojos y le miró llena de reproches. Bert le sonrió, una sonrisa triste y tímida.

—Adiós, Veera —dijo, hizo una rápida reverencia y salió de la habitación.

Veera permaneció allí, sola, con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Y así la encontró Jagat.

—Vamos, vamos —dijo echando un brazo por sus hombros—, no llores, pequeña. Es un hombre bueno, un hombre muy bueno, aunque sea americano. Gracias a él, amaré siempre a América. Pero no es para ti, pequeña. ¿Qué hubiera sido de nosotros aquí, sin ti? A Raj le conocemos bien, te adorará, te regalará joyas y saris y te llevará a París y a Londres. No más lágrimas, Veera.

Pero ella se revolvió y dando otra patadita en el suelo gritó:

—¡Quiero llorar!

Jagat, acostumbrado a las rebotadas de su hija, se encogió de hombros.

—¡Pues llora, niña! Las lágrimas se llevarán tu pena. Pero no puedo perder más tiempo contigo. Ve con tu madre.

Ella salió corriendo de la habitación, pero no fue con su madre. Fue a su propia habitación y dio unas palmadas llamando a su aya. Cuando la vieja acudió corriendo, la recibió con cajas destempladas.

—¿Dónde te metes siempre que te necesito? Búscame el sari dorado que me puse el día de Divali. Ha venido mi prometido y quiero estar lo más guapa posible. Me voy a casar dentro de dos semanas.

* * *

Los monzones se retrasaban y pasaban los días con un sol como de plata en un cielo blanco y ardiente. El hotel-palacio del lago se llenaba lentamente de huéspedes procedentes de todas las partes del mundo, una princesa griega y su marido en viaje de luna de miel, tres senadores americanos desde Washington, dos hermanas solteronas de Londres, y un coronel inglés retirado con su esposa. Sin embargo, la inauguración oficial no tendría lugar hasta que llegara el gran grupo de agentes de viajes y periodistas. Habían aplazado su viaje dos veces a petición de Jagat, pues la partida de Bert hacía muy difícil encontrar a alguien que ocupara su puesto. Con la conmoción de la boda de Veera y su partida al nuevo hogar de Bombay y tampoco había podido organizar el servicio de lavandería y la cámara de refrigeración que había encargado a los Estados Unidos.

—No sé lo que habría hecho sin ti —le decía a Brooke una y otra vez.

Ella le había ofrecido inmediatamente su ayuda al verle en aquel apuro.

—No tengo experiencia como mujer de negocios —dijo—, pero puedo contestar las cartas y procurar que las habitaciones estén presentables.

—No puedo hacer de ti una secretaria y un ama de llaves —había dicho él bruscamente.

—No, no. Si es sólo temporalmente. Necesitarás profesionales. ¡Por favor, Jagat, déjame! Me hará feliz serte de utilidad.

Su relación había y no había cambiado. No habían vuelto a pasar una noche juntos y ella se preguntaba a veces si la volverían a pasar alguna vez. El ajetreo diario del hotel ocupaba completamente el tiempo de los dos y al parecer sus pensamientos. Pero había momentos, raros y preciosos, en que se quedaban solos —por accidente o porque él lo buscaba, Brooke nunca estaba segura— y él cogía su mano y la mantenía entre las suyas, o besaba sus cabellos al pasar. Entonces Brooke sabía que nada había cambiado. Era sólo cuestión de encontrar el momento y el lugar apropiados. La idea de marcharse no se le pasaba por la cabeza. Él estaba allí y si ella dormía sola era sólo para soñar en el mañana, en que le vería, hablaría con él, sabría si estaba bueno o enfermo. Jagat era su simpatía más profunda, su placer secreto. Confiaba completamente en él, y cuando él señalara hora y lugar, ella estaría allí, obediente a sus órdenes. Hasta entonces, se dijo a sí misma, viviría sola.

Y sola vivía. Nunca podían verse a solas. Él no podía entrar en sus habitaciones, y ella no podía cerrar la puerta de su despacho cuando estaban los dos dentro. Ella sabía que Rodríguez, trasladado ya al hotel como jefe de la servidumbre, era leal a Jagat a su modo y leal también, cómo no, a la esposa de Jagat. Esa lealtad le llevaba a vigilar estrechamente a Brooke, pues desconfiaba de los americanos. Había triunfado con la partida de Bert, estaba convencido de su victoria y se jactaba de que el americano había sido despedido. Brooke no tenía ninguna duda de que trabajaría para que, como él decía, la despidieran a ella también, si veía cualquier relación de índole privada entre ella y su señor.

Por tanto, segura en su paz interior y sabiendo que el amor de Jagat no había cambiado, iba y venía por el hotel, disfrutando con su belleza y creando belleza ella misma. Los jardines florecían bajo su dirección y todas las mañanas se pasaba unas cuantas horas arreglando ramos de flores para los salones y las habitaciones de los huéspedes. Se reuniría con Jagat antes o después, pero de momento tenía que contentarse con que le sonriera al pasar, o le dedicara unas palabras de saludo. Ni que decir tiene que él volvía a su palacio a última hora de la tarde y ella no se atrevía a telefonearle, pues había gente escuchando por todas partes. El resto del día le resultaba muy largo. Tomó la costumbre de dar un paseo por la ciudad, y durante unos días, también la de remar en un bote por el lago hasta que Jagat se enteró y le prohibió ir sola en un bote pequeño.

—Los cocodrilos son crueles —le dijo—. Y no he sido capaz de matarlos. Tienen unas escamas como el acero. Hasta una bala resbala sobre ellas sin herirlos. Lo mejor es usar lanzas, pero tiene que ser una lanza arrojada por un buen cazador que conozca el pequeño espacio vulnerable que hay donde empieza el amarillo de la panza. No he encontrado a ningún lancero, ni siquiera entre los bhils, que sepa cómo matar un cocodrilo. Son reptiles muy antiguos y sagrados, y mi pueblo no está preparado para su muerte. Aunque los he enjaulado mediante la fuerte malla de acero que hay en el otro extremo del lago, siempre cabe la posibilidad de que los hombres no los cogieran a todos. —Se detuvo para fijar en ella una intensa mirada—. Mi vida acabaría si te ocurriera algo. —Hasta esto lo dijo en un murmullo, tan imposible, tan peligroso era hablar de amor.

—No volveré a remar sola —había prometido ella asintiendo con la cabeza.

Sin embargo, Brooke no le habló de sus largos paseos vespertinos, ni él se enteró por otros labios. En su soledad, ella buscaba compañía entre la gente, aunque no hablara su lengua, ni ellos la suya. Sí, buscaba compañía incluso cerca de los pájaros y las bestias. Una bandada de palomas, cientos y cientos, cruzaron el cielo ante ella camino de sus nidos de barro sobre la antigua muralla de alguna aldea, una vaca sagrada adornada con lunares de pintura dorada, burros escuálidos con sus delgadas piernas temblando bajo pesadas cargas, un joven aldeano agachado junto a un ternero y alimentándolo pacientemente con la hierba que había recogido en algún oasis del desierto, todas estas cosas pequeñas aliviaban su soledad.

Era ya un hábito para ella, una vez terminado el almuerzo y cuando había cruzado algunas palabras amables con uno u otro huésped, bajar al embarcadero, hacer una seña al barquero y cruzar el lago en dirección a la ciudad. Al llegar a las gradas, subía a tierra y alzaba dos o tres dedos, indicando el número de horas que duraría su paseo. Luego se alejaba. La gente la miraba con extrañeza al principio, pero al cabo de una semana la aceptó como una americana excéntrica a quien no conocía nadie, pero a quien todos reconocían. Era huésped del hotel, decían, un huésped que al parecer no se marchaba nunca. Era buena con los niños, decían, pues no había niño, niño pequeño, bebé en brazos de su madre, ante el que ella no se detuviera para volver su diminuto rostro hacia la luz de una farola y examinarlo cuidadosamente. Después le daba a la madre una o dos rupias y seguía su camino. Pero a veces sacaba dos o tres juguetes de su bolso y los colocaba ante algún niño sentado en el polvo de la calle, un niño que siempre era muy pequeño. Hasta los de dos años eran ya demasiado mayores para despertar su interés.

—¿Tienes algo que perteneciera a Jai… cualquier cosa que le gustara especialmente?

Le había hecho esta pregunta a Jagat un día, en el vestíbulo del hotel. Él sonrió.

—¡No te habrás creído lo que dijo el lama!

—Sí y no —contestó ella—. Si me preguntas lo que creo, me veré obligada a decir que literalmente no lo creo. Pero si me preguntas si considero posible que pueda ser cierto, te diría que sí, que es posible. Ésta es la doctrina agnóstica, ¿no? No puedo saber, y por tanto no sé. Sin embargo, si no sé, entonces nada es imposible, aunque sea improbable. Espero tener más luz.

Él no había contestado. Se metieron juntos en su despacho, pero la suave sonrisa no abandonó sus labios. Rebuscó en su mesa y sacó tres objetos de un cajón secreto: un pequeño elefante de marfil, una garra delantera de tigre disecada, y un diminuto mono tallado en un rubí.

—Éstos eran los talismanes de Jai —dijo—. La garra de tigre es una de las del primero que mató. Estábamos en mi pabellón de caza de los montes Aravalli. Me gustaría llevarte allí algún día, si es que encontramos algún día la oportunidad. —Suspiró, se pasó débilmente la mano por la frente y continuó—: El mono pertenecía a su madre. He olvidado cómo lo consiguió ella. El elefante lo consiguió en alguna parte… quizá en el colegio… no lo sé.

Brooke llevaba ahora esos objetos en su bolso y nunca los olvidaba cuando salía de paseo. Era cierto que una y otra vez, aunque no todos los días, se detenía a mirar el rostro de algún niño. En una ocasión se paró ante la puerta de una casa, en una aldea de las afueras de la ciudad, donde una madre amamantaba a su pequeño. Era una mujer sencilla; vestía un sari de algodón azul pálido y llevaba los pies descalzos, pero tenía un rostro fresco y dulce, y su largo pelo negro le caía sobre los hombros. El niño apartó la cara del pecho de su madre para mirar a la extranjera como si la reconociese. Brooke se sentó al lado de la madre, y el pequeño se apartó del pecho que le nutría y alargó sus bracillos hacia ella.

—La conoce —exclamó la madre, y aunque lo dijo en su lengua, Brooke sabía ya lo suficiente para comprender sus palabras.

—Quizá yo también le conozca —replicó Brooke y, abriendo el bolso, sacó los juguetes que un día pertenecieron a Jai.

El niño se inclinó para mirar aquellos objetos que ella sostenía en las palmas de sus manos. Los examinó con la mirada y después cogió cuidadosamente con sus diminutos dedos la garra del tigre y, agarrándola con ambas manos, la apretó contra su pecho.

La madre se echó a reír.

—Será cazador de tigres —exclamó. Después intentó quitársela para devolvérsela a Brooke—. Dale a esta señora extranjera del otro lado del Agua Negra su garra de tigre, pequeño —dijo.

Pero el niño no quería soltarla. Agarró la garra con más fuerza y ocultó su rostro en el pecho de su madre.

—Deje que se la quede —dijo Brooke—, pero procure que no la pierda. Algún día puede tener un significado para él.

Y reanudó su camino. Regresó al hotel hacia el crepúsculo. Allí, para su sorpresa, se encontró a Jagat en el vestíbulo, esperando su vuelta, con una carta abierta en la mano.

—¿Dónde has estado? —preguntó—. Estaba impaciente por verte y hubiese enviado hombres en tu busca de no ser porque Rodríguez me dijo que sueles salir por las tardes, pero vuelves siempre a la puesta del sol. Pero hoy es más tarde.

—Estuve fuera de la ciudad —dijo ella—. Pero ¿por qué lo preguntas?

—Aquí tienes esta carta —dijo, impaciente—. ¿Qué voy a hacer? Llegan unos americanos la semana que viene. Sin pensar en si estoy listo o no para recibirlos, se limitan a anunciar su llegada. Son veintisiete y se quedarán tres días. Hay un amigo tuyo entre ellos. —Consultó la carta—. Jerome Burnett —añadió.

—No he oído ese nombre en mi vida.

Se sentó en un sofá tapizado de satén y alzó la mano para recibir la carta.

Jerome Burnett, un novelista que se ha hecho famoso hace poco, formará parte de nuestro grupo. Tiene especiales deseos de entrevistarse con Miss Brooke Westley, quien, según tenemos entendido, es huésped de su hotel.

—Pues no, no sé quién es —repitió y le devolvió la carta a Jagat,

—En cualquier caso —dijo él, todavía impaciente—, tenemos que preparamos para su llegada. Como pasa siempre, hay toda clase de detalles que los obreros han dejado sin terminar. Ven a mi despacho. Hablaremos de esto. ¡Veintisiete americanos! Dios mío, ¿qué voy a hacer con ellos? ¿Cómo entretenerlos? ¡Tres días! Cámaras, películas… quieren hacer fotos. ¡Maldito Osgood por haberme dejado en la estacada en semejante situación!

Abrió la marcha hacia su despacho mientras hablaba. Se sentó tras la gigantesca mesa de ébano.

—Vamos a ver —empezó—. ¿Cuántas «suites» hay listas?

—Las de la segunda planta —dijo ella— y cuatro en la terraza este. No… ¡espera! No he comprobado los cuartos de baño. Lo haré por la mañana. En cuanto a las habitaciones individuales, hay al menos quince listas a excepción de pequeños detalles: cojines, cuadros, cortinas…

—¿Puedes encargarte de supervisarlo todo?

—Por supuesto.

La puerta estaba abierta. Los que pasaban podían verles hablando. Brooke vio pasar a Rodríguez dos veces. La tercera Jagat levantó la vista irritado y vio al goano, con su rostro vuelto inquisitivamente hacia ellos. Se levantó, fue a la puerta y la cerró de un portazo.

—Maldito viejo entrometido —masculló mientras volvía a su asiento.

La miró, medio ausente, rota la cadena de sus pensamientos, y ella aguantó su mirada con franqueza, esperando… ¿qué?

—Ni siquiera te he preguntado si eres feliz… o desgraciada —dijo de pronto.

—Soy feliz —aclaró ella con serenidad.

—¡Dios sabe por qué!

Brooke abrió su bolso y sacó una hojita de papel. Tenía escritas unas líneas de su compacta letra.

—Copié algo de un libro —dijo—. Hay aquí muchos libros maravillosos, ¿lo sabías, Jagat?

—No he tenido tiempo de enterarme —dijo él—. Y quizá —añadió con honradez—, quizá no sea un gran lector como lo era mi abuelo. Era un filósofo a su modo, y tanto occidental como oriental. Leía inglés y francés con tanta facilidad como nuestras lenguas, de las que conocía varias. ¿Así que se ha comunicado contigo? Déjame ver lo que dice.

—Alguien hace preguntas —explicó Brooke— y otro las responde. No sé quiénes son, salvo que el que pregunta es un hombre que busca la verdad y el que responde es un sabio.

—Adelante —ordenó Jagat.

Brooke empezó a leer lenta y claramente:

Pregunta: «¿Qué es lo que me impide encontrar la paz?».

Respuesta: «El deseo».

Pregunta: «Pero yo deseo sólo la paz».

Respuesta: «Renuncia incluso a ese deseo».

Pregunta: «¿Qué es entonces lo que trae la paz a la mente?».

Respuesta: «El amor».

Pregunta: «¿Amor de quién?».

Respuesta: «¿Puedes pedirle a esa lámpara que arroje su luz aquí y no allí? ¿Para quién arde esa luz si no es para todos?».

Pregunta: «¿La paz está en el arder?».

Respuesta: «¿Está en el extinguirse de la luz? No, la paz aguarda en el corazón de la luz que arde».

Jagat escuchó con atención y luego movió desconcertado la cabeza.

—Eso no tiene ningún significado para mí. Soy un hombre nuevo en un país muy viejo.

Entonces se levantó bajo un impulso, se fue hacia ella y la abrazó.

—Estoy hambriento —susurró—. Estoy sediento. Estoy inquieto. ¡No puedo vivir así… sin ti!

—Pero yo estoy aquí —protestó ella.

—Estamos tan separados como si el lago fuese un océano —insistió Jagat—. Miro por la ventana de noche con la esperanza de ver encendida la luz de tu habitación. Y sólo cuando se apaga me voy a dormir. ¿A dormir? No he dormido toda una noche desde que volvimos.

La apretó contra él y la besó apasionadamente en los labios. Sé oyó un rasgueo en la puerta. Se separaron de un salto. La puerta giró y apareció Rodríguez.

—¡Alteza! —dijo en voz muy alta—. Un nuevo americano está en el embarcadero. Dice que es una avanzadilla de los demás. Le han enviado para que inspeccione las habitaciones y les informe de si están listas o no.

—Tengo que ir —dijo Jagat, soliviantado.

La dejó sola en medio de la habitación. Brooke aguantó la intensa mirada de los negros ojos de Rodríguez y después cerró suavemente la puerta.

* * *

El padre Francis Paul estaba sentado ante su escritorio en su casita de los montes Aravalli. Era tarde, pero sólo por la noche tenía tiempo de trabajar en su historia. Cubría grandes hojas de papel amarillo con su letra meticulosa.

La transición de la India primitiva a la medieval vino marcada por la aparición de los clanes Rajput, de los que no se había oído hablar previamente, pero que empezaron a jugar un papel importante a partir del siglo VIII. Casi todos los reinos estaban gobernados por familias o clanes Rajput. Eran guerreros, aunque aristócratas, de diversa descendencia, en la mayoría extranjeros, quizá escitas que habían penetrado en la India durante los siglos V y VI. En tiempos antiguos, los brahmanes, o casta culta, se casaban frecuentemente con miembros de la casta guerrera de los Kshatriyas Rajput.

Se detuvo para consultar un texto que hablaba de Raziya, la hija del Sultán Iltut-mish, que había sido nombrada heredera de la corona porque los hijos varones no lo merecían. «Fue una gran soberana, sagaz, justa, benéfica y culta, dispensadora de la justicia, amante de sus súbditos, una mujer de talento masculino, dotada de todos los admirables atributos y cualidades que tan necesarios son a los reyes. Pero, como en el destino de su creación no estaba escrito el ser computada entre los hombres, ¿de qué le sirvieron todas esas excelentes cualidades? Desgraciadamente, reinó sólo tres años y fue asesinada».

Hizo una pausa para reflexionar sobre el destino de esta mujer y su pensamiento fue hacia Moti. ¿Quién sabía el talento que quizá se había perdido a causa de que ella también era mujer? Claro que también cabía dentro de lo posible que sólo fuera una entre muchas. No lo sabía. Continuó escribiendo.

Hacia el siglo X, las casas Rajput reinaban no sólo en Rajputana, sino en todas las grandes ciudades del norte de la India. La lealtad de aquellos hombres no sobrepasaba los límites del clan. El orgullo de familia y su celoso temperamento hacían imposible la unión. Cuando, siglos después, árabes musulmanes y turcos vencieron fácilmente, los Rajputs se retiraron de las llanuras centrales del Indostán, pero mantuvieron a raya al enemigo. A pesar de ello, los Rajputs siguen siendo los representantes de la raza aria en la India. Son gobernantes y señores feudales, poseen la tierra pero no la cultivan. Consideran una deshonra el trabajo manual.

En aquel momento oyó que alguien llamaba a la puerta de su estudio. Levantó la cabeza y escuchó. Sí, alguien llamaba.

—Entre —dijo esperando ver aparecer un rostro bhil.

La puerta se abrió lentamente y surgió una cabeza. Pero no era bhil. Reconoció, en seguida las facciones del mayordomo goano del Maharaná.

—Entre —dijo—. ¿Qué le trae por aquí tan tarde? ¿Qué le trae por aquí, amigo?

Acercó un taburete de madera y Rodríguez se sentó en el borde del mismo, secándose el rostro con una toalla que llevaba alrededor del cuello.

—Padre —dijo—, vengo a confesarme. Ya sabe que no soy un buen católico. En Goa, nuestros amos, los portugueses, nos hablaban de Dios. A pesar de ello, hace muchos años que no me he confesado. Pero ahora me veo obligado a ello.

Se santiguó, agachó la cabeza y masculló un Ave María para convencer al sacerdote inglés de su sinceridad.

El padre Francis Paul estaba intrigado. Había observado que aquel hombre faltaba últimamente del palacio.

—¿Ha dejado usted el palacio? —preguntó.

—Me han ascendido, padre —dijo con orgullo—. Ahora soy jefe de la servidumbre del nuevo hotel. Su Alteza confía en mí para todo.

Dio un profundo suspiro y se dispuso a confesar.

—He pecado, padre, he pecado gravemente. He guardado un secreto que no soy quien para guardar. Pero ¿qué iba a hacer? Soy leal a mi amado señor, el Maharaná, como lo fui a su padre. Respeto a su familia. Estoy orgulloso de servirle. Pero hace mucho tiempo que debí venir aquí a contarle un secreto. Pero he esperado hasta verlo con mis propios ojos. No podía creerlo hasta que lo viera. Y ahora sé que es mi deber salvar a esa familia grande y honorable de un grave pecado. De otro modo, los vientos salvajes esparcirán a esa familia, los vientos del Este y el Oeste. ¿No es esto un pecado?

—No tengo ni idea de lo que quiere decir —señaló el sacerdote—. Si ha pecado usted, hable de ello concretamente.

Rodríguez carraspeó, recogió del suelo un pedacito de papel que había caído de la papelera y lo devolvió a ella.

Separó las rodillas y colocó una mano en cada una.

—He llegado a este punto —dijo—. Salvé a la familia del americano que hubiera destrozado el matrimonio de la hija del Maharaná. Sí, lo confieso, fui a ver a Raj, su prometido, y le conté que el americano estaba echando a perder a Veera.

—¿Por querer casarse con ella? —preguntó el padre Francis Paul.

—Casarse o no casarse —replicó agriamente Rodríguez—, ¿cómo podía consentirse que hubiera chiquillos pelirrojos en nuestra noble y honorable familia? Raj vino y el americano se fue.

—¿Ése es su pecado? —preguntó el sacerdote.

—No, no —dijo Rodríguez con cierta impaciencia—. Ya estoy llegando al pecado. Es éste: he sabido y me he negado a saber. He visto y me he negado a ver que hasta el mismo Maharaná podía deshonrarse. —Se inclinó hacia delante para susurrar a través de sus dientes negros y cariados—. Hace dos noches le vi llamar a la mujer americana a su despacho. Al cabo de unos minutos, cerró la puerta. Cuando la abrí, después de llamar, ¡ella estaba en sus brazos!

Hizo este anuncio con los ojos muy abiertos, y su voz descendió. El padre Francis Paul tosió.

—Quizá se trataba únicamente de una emoción repentina —dijo—. De ser algo serio, estoy seguro de que la Maharaní hubiera buscado mi consejo.

Rodríguez guardó un ominoso silencio. ¿Debía o no debía mencionar el hecho de que también la Maharaní tenía últimamente un comportamiento muy extraño? Decidió no arriesgarse a perder un posible aliado.

—La americana no se conformará con ser una concubina —dijo—. Es muy orgullosa.

—Pero ¿qué quiere que haga yo? —preguntó el padre Francis Paul.

—Padre —dijo Rodríguez, farfullando con vehemencia para convencer al sacerdote—, le ruego que aconseje a la americana. Hable con ella. Dígale que peca al meterse en casa de un hombre y dejar que la abrace, cuando ese hombre es una persona honorable, un gran príncipe, casado con una noble señora, que le ha dado un hijo. ¿Tiene ella la culpa de que su hijo haya muerto? No soy un buen católico, señor, pero no puedo ver impasible cómo ocurren estas cosas ante mis narices.

El padre Francis Paul no contestó inmediatamente. Reflexionó durante unos minutos. Luego alzó la cabeza.

—Hablaré con la americana —dijo—. Y rezaré por ella. Pero antes tengo que preguntarle si lo que usted me ha dicho es cierto.

* * *

—¿Es verdad? —preguntó el padre Francis Paul.

Se había puesto en marcha tres días después para hacerle esta pregunta a Brooke Westley. La encontró en el cuarto de estar de su «suite», supervisando la colocación de un piano en una de las esquinas, desde donde, a través del amplio ventanal, podía ver la isla donde había estado prisionero el Shah Jehan.

—Un regalo de Su Alteza —le explicó alegremente—. ¡Una sorpresa por mi cumpleaños! Lo encargó hace meses, pero no ha llegado hasta hoy. No sabe cuánto echaba de menos un piano. Y de pronto, esta mañana los porteadores aparecieron con una caja enorme. Es un Steinway alemán de los mejores…

Se sentó antes de que él tuviera tiempo de hablar, inició una alegre melodía y la interrumpió para girar sobre el taburete del piano y mostrarle su cara resplandeciente de alegría.

—Soy tan feliz… —exclamó en voz baja.

El sacerdote reconoció aquel tono de voz. Sólo el amor, el amor correspondido, podía impregnar de una música así la voz de una mujer, podía encender aquel brillo en sus ojos. Así que formuló la pregunta.

—¿Es verdad?

—¿Es verdad qué? —preguntó ella, pero con una voz distinta, alarmada.

—Que usted y Su Alteza… que hay algo entre ustedes que no debería haber.

Brooke cerró el piano y le miró a la cara.

—¿Para qué mentirle? Nos amamos.

Se habían quedado solos. Los porteadores se habían ido y la puerta estaba cerrada. Del otro lado del lago llegaba el rítmico golpear de las lavanderas. El padre Francis Paul se sentó, repentinamente agotado. ¿Qué le podía decir a esta bella y voluntariosa mujer? ¿Qué podía decir salvo que él sabía perfectamente lo que era amar a alguien que no debía ser amado? Mucho tiempo atrás, en Inglaterra, antes de conocer a la Maharaní, antes de soñar siquiera en conocerla, se había enamorado de la esposa de su hermano mayor, una muchacha bonita y sencilla, demasiado joven para su hermano. Todavía no ordenado, vivió en la esperanza y el sufrimiento hasta que descubrió que era correspondido. Entonces, enfrentado a la necesidad de tomar una decisión, se había confesado con el abad del monasterio donde se preparaba para el sacerdocio. El anciano se había pronunciado instantáneamente.

—Hijo mío, vas a cometer un grave pecado —dijo.

Y él había gritado en la desesperación de su juventud:

—Pero ¿qué puedo hacer? Pienso en ella noche y día.

—Lo sé, lo sé —había contestado el abad—. ¿Qué hombre no conoce esa tortura? Pero el desarrollo espiritual llega únicamente cuando se observa el voto de castidad. La iglesia protestante no ha dado grandes santos.

—No veo la relación —había dicho tozudamente.

El viejo abad no había cedido en lo más mínimo.

—Hay una relación profunda a través de la plegaria y la meditación. De este modo la fuerza más poderosa del cuerpo se transmuta en energía espiritual. Y esta fuerza transmutada se almacena en el cerebro. Ha sido elevada de lo más bajo a lo más alto. El anhelo de divinidad, la atracción divina, hace que los pescadores de Galilea tiren sus redes y que los príncipes del clan de Shagia regalen sus ropas, sus joyas, sus Estados…

—Entonces, ¿el cuerpo es un enemigo?

—El cuerpo no es ningún enemigo —había replicado el abad—. La castidad es un disciplinar la voluntad. Como lo es el ayuno. Un voto no mantenido hace más mal que bien. La espiritualidad trae consigo la vida, el poder, la alegría, el fuego, el resplandor, el entusiasmo, todas las cualidades bellas y positivas, nunca la debilidad o la tristeza.

Aquellas palabras habían penetrado en su joven cerebro y, reconfortado, había dejado Inglaterra para siempre. Y lo que aprendió entonces lo había aprendido para siempre, a pesar de la Maharaní. Y ahora tenía los recursos de su consagración a Dios, cosa que no tenía Brooke. Tampoco podía infundírselos. Ella tenía que encontrarlos por sí misma, quizá crearlos.

—Hija mía —dijo—, no puedo decirle que no ame a ese hombre, digno de ser amado. Únicamente puedo pedirle que le ame todavía más.

—Eso es imposible —dijo ella.

—¿Qué intenciones tiene? —preguntó él.

—No lo sé. Sólo sé que algún día tomaremos una decisión, pero no ahora. Espera un grupo numeroso de huéspedes para mañana. Quizá cuando se hayan marchado…

—Pero ¿y usted, qué piensa hacer usted?

—Haré lo que él me pida que haga —replicó ella.

—Yo le pido un amor todavía mayor —insistió el sacerdote con tozudez.

—No conozco un amor mayor.

—Entonces debo enseñárselo —dijo él.

Apretó los labios, cerró los ojos, y rezó mentalmente en busca de guía. Después, abriendo los ojos y fijando en ella una mirada llena de serenidad, empezó a hablar:

—Estoy seguro de que él la ama tanto como usted a él. Por tanto, él hará cualquier cosa que usted le pida. En eso consiste el verdadero amor entre un hombre y una mujer. Yo no le daré ningún consejo que vaya más allá de este punto. Al fin y al cabo, yo no soy quien para decidir nada, pues sus vidas son suyas, y deben hacer de ellas lo que deseen. Me limitaré a hablarle de él.

—Ya le conozco —dijo Brooke interrumpiéndole.

—Le conoce como mujer —corrigió el sacerdote—. Yo le conozco como sacerdote y como hombre. Le conozco como dirigente de su pueblo. Sí, sigue siendo el que rige sus vidas. A pesar del nuevo gobierno, su pueblo sigue mirando hacia él.

—Pero yo no soy responsable de ellos —dijo Brooke.

Sentía que una rebelión nueva y extraña surgía en su espíritu, una desconfianza tan vaga que no podía definirla. Sintió miedo, como si el sacerdote estuviese a punto de herirla en la parte más sensible de su ser.

—Muy justo —dijo él—. Usted no es responsable de su pueblo. Usted es responsable únicamente de su felicidad, puesto que le ama. Mas para que él pueda ser feliz, usted tiene que saber cuáles son sus sueños.

—Conozco sus sueños —dijo ella rápidamente.

El padre Francis Paul levantó la mano derecha pidiendo silencio.

—Sólo algunos… los que están en relación con usted. Pero un hombre tiene otros sueños, sus propios sueños, completamente independientes de cualquier mujer, incluso de la mujer que ama. Admito que ustedes se aman, admito todo lo que usted quiera, pido únicamente que tenga en cuenta sus otros sueños.

—No sé de qué está hablando —dijo Brooke en tono muy bajo.

El padre Francis Paul continuó con voz clara y tajante:

—Me perdonará por ser lo bastante egoísta para empezar con mis bhils. Hay miles de bhils cuya única esperanza de supervivencia es Su Alteza. Su problema es la pobreza. Sí, ya sé que es al gobierno central a quien corresponde mirar por ellos, pero Su Alteza debe incluirlos también en sus sueños. Los gobiernos no sueñan, realizan los sueños de otros. Por tanto, él es quien debe soñar en casas para que vivan en ellas los bhils, él es quien debe soñar en mejores métodos agrícolas y en talleres aldeanos que les den trabajo. ¡Sólo tienen dos hospitales para un millón de personas! Y escuelas… necesitan muchas escuelas. Pero, sobre todo, necesitan agua… pozos profundos y canales de riego. Ésos deben ser los sueños de Su Alteza. Él tiene que luchar por los bhils, Miss Westley. Nadie más puede hacerlo.

—Algún otro puede hacerlo —dijo ella resistiéndose.

El padre Francis Paul ignoró estas palabras.

—Pero no basta con soñar en beneficios materiales. Hay sueños más elevados. La pobreza engendra la suciedad, la ignorancia y la inmoralidad. Mis bhils necesitan ayuda para convertirse en gentes buenas. Hay muchos bhils buenos, pero debe haber muchos más. Cierto que esos sueños elevados han de asentarse en el progreso material. Mire las minas, por ejemplo. En los últimos diez años se han producido mejoras importantes, pero necesitamos muchas más y mucho más rápidamente. Este Estado tiene una extraordinaria riqueza minera. Y, sin embargo, la gente se muere de hambre. Hay mármol por todas partes, pero al lado del mármol hay…

Enumeró los minerales contando con sus dedos largos y pálidos.

—Tungsteno, manganeso, mica, asbestos, berilio, calcita, bentonita, yesos, esmeraldas, grafito, aljez, granates, arena para vidrios, plomo y plata, hierro, fluorita, caliza para cementos, galactita, cianita, calcita, cinc, lignito…

—Por favor, ahórreme el resto —interrumpió ella.

Él se echó a reír.

—¡Tantos sueños que esperan su realización!

—No creo que él sueñe esas cosas —declaró Brooke.

—Él las ha soñado —insistió el padre Francis Paul—. Y si alguno no se le ha ocurrido, ya llenaré yo el vacío.

Brooke intentó reír a pesar del nudo que tenía en la garganta.

—¡Pensaba que los sacerdotes sólo tenían que salvar almas!

—Ahí está su error. Los sacerdotes somos muy prácticos. Sabemos que es preciso salvar primero el cuerpo.

Estudió su bello rostro que expresaba rebeldía.

—No me opondré a que realice todos esos sueños —dijo Brooke al fin—. En realidad, los apruebo. Le ayudaré.

—Ah, ¿y qué mejor ayuda que abandonarle? ¿Que no destruir su vida familiar, que no destruir su papel de jefe natural de su pueblo, porque su pueblo deje de respetarle?

Ella se cubrió el rostro con las manos.

—Oh, no —susurró.

Pero él se mostraba infatigable.

—Porque no es él solo quien debe soñar. El pueblo tiene que soñar también. Tienen que creerle grande y bueno. Tienen que confiar en él. Tienen que estar seguros de que él se ha consagrado a ellos. Entonces se sentirán felices porque tendrán una esperanza. Pero si usted se queda aquí, dejarán de creer en él. ¿Y cree usted que él puede ser feliz sin la confianza de su pueblo? La energía le abandonará, esa fuerza misteriosa que confiere a un hombre el poder de atracción que sólo posee la divinidad. «Y yo, si soy elegido —dijo en cierta ocasión el Salvador del pueblo—. Yo, si soy elegido, atraeré a todos los hombres hacia mí».

—Oh, no —gimió Brooke tras sus manos juntas—, ¡no, no… no!

El padre Francis Paul había dicho todo lo que tenía que decir, o casi todo. Se acercó a ella y puso una mano sobre su cabeza.

—La bendigo, hija mía. La dejo con mis bendiciones. Que la paz sea contigo.

Y salió de la habitación para volver a sus montañas.

* * *

Brooke no pudo dormir en toda la noche. Al día siguiente no vio a Jagat ni siquiera para darle las gracias por el piano. Él estaba muy ocupado con los arreglos de última hora y sufrió una verdadera tortura hasta que pudo llamar a su puerta. Ella oyó su llamada y la puerta se abrió, pero él no entró. En lugar de eso, asomó la cabeza y paseó la mirada por la habitación.

—¿Ha llegado un regalo…?

—Sí, sí, sí —exclamó ella—. Está aquí. He estado tocando. Esperaba que vinieras para darte las gracias.

Jagat entró en la habitación, cerró la puerta, se recostó contra ella y la abrazó.

—No puedo quedarme ni un minuto. Rodríguez anda distraído con todo este jaleo. Tengo que vigilarlo todo hasta que lleguen los huéspedes. Ya tienen la cena preparada. ¿No te has vestido?

—¿Tengo que estar presente? No me lo habías dicho.

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