Mandala

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III

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—¡Pues claro, por supuesto que sí! Ponte un traje largo, ese verde y plata. Serás el huésped más agasajado, nuestro primer huésped. Y además tu presencia me dará valor, cariño…

Estaba tan guapo, tan alegre, tan lleno de entusiasmo, que sintió un profundo resentimiento contra el padre Francis Paul. Ésta ya no era la vieja India, la India de las antiguas tradiciones. Era una India nueva y joven, dirigida por hombres como éste. Las viejas costumbres estaban muertas, las viejas lealtades no servían para nada… una India nueva.

Se oyó una súbita conmoción en el vestíbulo, estruendosas carcajadas americanas, frescas voces americanas.

Él la soltó.

—¡Rápido, rápido! —gritó y se fue.

Contagiada por su excitación, Brooke se arregló a toda prisa para la velada, entró y salió de la ducha, se peinó su larga y brillante cabellera, se dio unos ligeros toques de maquillaje, y se puso un brazalete y unos pendientes indios. Fue al vestíbulo y vio un alegre grupo de gente, americanos, todos gritando, o así lo parecía por el ruido de sus voces, ante la belleza de que se encontraban rodeados.

—Oh, mira, todo es de mármol, los suelos…

—Esa pintura está sobre mármol.

—¿Qué es, una especie de diosa?

—¿Es un pájaro eso que se ha metido volando en el candelabro?

—¿Viste los monos grises en el aeropuerto? ¡Corriendo entre las piernas de la gente! Son graciosos…

Permaneció apartada al principio. Hacía tanto tiempo que había dejado su país que ahora se sentía como una extraña entre su propia gente. No, no era sólo cuestión de tiempo, era algo más… El amor de Jagat, un indio, la había convertido en parte de la India. El pueblo de Jagat era su pueblo, y para siempre. Permaneció apartada, observando, esperando, y sintiendo que se apoderaba de ella un absurdo terror. Eran extranjeros. ¡Si ella dejaba a Jagat, tendría que vivir entre extranjeros! Nunca le dejaría, a menos que quisiera perderse. Ella tenía que quedarse a su lado a cualquier precio, pues no tendría el valor de vivir sin él. ¿Cómo introducirse en aquel grupo?

Mientras pensaba esto, un hombre se acercó a ella. Era mayor que Brooke, pero todavía joven, un joven de pelo rubio y ojos oscuros, muy guapo, no demasiado alto, pero sí más que ella, y de constitución fuerte.

Miss Westley —dijo afablemente con la mano extendida—, llevo tanto tiempo esperando este momento… No sabía dónde vivía, ni siquiera si había salido o no de América hasta que me escribió Bert Osgood.

Ella le estrechó la mano.

—Pero ¿nos hemos visto alguna vez? —preguntó, extrañada.

—Ah, sí —dijo él—. Nos hemos conocido a través de su abuela. Ella fue una gran amiga mía. Me llamo Jerome Burnett.

—Entonces usted debe ser uno de los hombres que ella amó —dijo Brooke lentamente, examinando con atención aquel rostro.

—Sí —dijo él con sencillez.

* * *

Durante toda aquella semana inacabable, en la que cada día se prolongaba más de lo que ella podía soportar, raras veces vio de lejos a Jagat, cuando iba o venía por el lago. Se encontró perdida en largos períodos de tiempo, en los que no tenía ninguna esperanza de reunirse con él o al menos oír su voz. Una vez, a mediados de semana, él se detuvo para explicarle algo. Estaban en un pasillo, y ella, prolongando inexplicablemente aquel encuentro, le cogió de la mano.

Él se detuvo al instante.

—Querida —susurró—, debes perdonarme. Estos americanos… ¡necesitan tantas cosas! Pero todo va bien, ¿verdad?

—Maravillosamente bien —dijo ella aferrándose a su mano.

Pero se dio cuenta de que él estaba violento. Miraba continuamente al extremo del corredor y ella retiró su mano.

—Y no son sólo los americanos —continuó Jagat—. A los panchayats de las aldeas se les ha ocurrido reunirse esta semana, precisamente esta semana. Hasta ahora esos ancianos se habían contentado con pedir la construcción de escuelas, si lo pedían, o cuidar que el agua potable de los pozos se mantuviera limpia, las carreteras transitables y otras pequeñas tareas por el estilo. Pero ahora, de pronto, tienen muchos proyectos. Hablan de autonomía, de levantar industrias, de más escuelas, de no seguir pobres e ignorantes. ¿De dónde les habrán venido esas ideas en este momento?

Ella sospechaba de alguien. ¡El padre Francis Paul, por supuesto!

—¿Y eso te hace feliz? —preguntó.

—Ésos son también mis sueños —dijo con sinceridad.

Acarició la mano de Brooke, la soltó, sonrió y siguió a toda prisa su camino.

Ella caminó lentamente y sola hasta llegar al parapeto de mármol que dominaba el lago. Se sentó allí y le vio meterse en la motora que utilizaba para ir de su despacho del palacio viejo al que ahora tenía en el hotel. Brooke le saludó agitando la mano, pero él no la vio. Observó en la otra orilla a un grupo de aldeanos que le esperaban. Siguió mirando hasta que puso pie en tierra y se perdió entre ellos. Entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre y vio a Jerome Burnett que se acercaba.

—Llevo todo el día esperando una oportunidad para hablar con usted sobre su abuela —dijo sentándose a su lado—. ¡Qué suerte encontrarla aquí sola! Qué jaleo arman todos esos americanos, ¿verdad? Nos hemos enamorado de este lugar. Tengo que reconocer que el Príncipe ha hecho un trabajo excelente. Los detalles son perfectos. Naturalmente, la cocina mejorará. Resulta algo pesada ahora con tanto «curry» y tanto «chutney», pero ya cambiará. Le he sugerido un chef americano aparte de los cocineros indios.

—Hábleme de mi abuela —dijo Brooke.

—Sí, claro. En cierto modo estoy en deuda con ella. Murió tan repentinamente que no tuve tiempo de pagársela personalmente, y por eso la he estado buscando a usted desde entonces, aunque de una forma poco sistemática. Sé que es usted su única heredera… ¡oh, Dios, no es lo que parece! No, tengo toneladas de dinero… no, no, quiero decir que al parecer ella no tenía más familia que usted. Solía hablarme de su nieta, pero nunca me la presentó. Yo tampoco me preocupé por ello… ¡vaya, ya estoy empleando otra vez palabras absolutamente inadecuadas! ¡Lo que quiero decir es que estaba tan enamorado de ella que no me importaba no conocer a otra mujer fuera cual fuese su edad!

—¿Estaba usted enamorado de mi abuela?

—¡Desde luego! ¡Y no se extrañe tanto! Ella era la mujer más bella y fascinante que he conocido y nunca la olvidaré. La quería con locura. Me hubiera casado con ella al momento, sin importarme nuestra diferencia de edad, pero nunca tuve el valor suficiente para abordar el tema del matrimonio con ella. Seguramente se habría echado a reír. Y eso me hubiera resultado insoportable.

—Ella no se hubiera reído —afirmó Brooke.

—¿No? Bien, pues entonces perdí mi oportunidad. Si ella hubiese levantado un dedo, me habría convertido automáticamente en su amante. Pero no lo levantó, y tuve que conformarme con adorarla y adorarla hasta este mismo instante. Me pregunto si ella lo sabía.

—Lo sabía —dijo Brooke.

—Y usted, ¿cómo lo sabe?

—Ella me habló… del amor.

—Santo cielo —exclamó él en voz baja.

Miró el agua en silencio. Brooke guardó silencio también mirando de vez en cuando aquel rostro pensativo.

—¿Estaba equivocada? —preguntó Brooke al fin—. ¿Sería mejor ahora si ella hubiese levantado el dedo o hubiese hablado de matrimonio?

Los ojos de Jerome se posaron en su rostro. Brooke comprendió que estaba buscando su propia alma.

—No —dijo al fin—, no lo creo. Pienso que tenía razón al actuar así.

—¿Por qué?

Él se llevó la mano a la boca, reflexionando antes de hablar.

—Eso me pregunto yo. Si ella hubiera… pero no, era demasiado inteligente. Sabía que yo la necesitaba entonces. Que necesitaba adorar, que necesitaba creer en la bondad pura de alguien. No puedo explicárselo completamente ahora, pero quizá algún día, cuando nos conozcamos mejor… ¿sabe?, tuve desengaños terribles… con ciertas personas, quiero decir. Mi madre, en quien confiaba, se fue de pronto con otro hombre, y mi padre… se pegó un tiro. Yo era la persona más solitaria de este mundo, porque los quería mucho a los dos y nunca supe que… no eran felices. Y entonces la conocí a ella, alguien en quien podía confiar y a quien podía adorar. Y si aquel ídolo también hubiera caído por tierra entonces, creo que no hubiese podido soportarlo. Pero no cayó. Me trataba con delicadeza y supongo que comprendió que necesitaba desesperadamente soñar. No sé cómo explicarlo.

—Odio las explicaciones —dijo Brooke—. O uno o los dos desconocen siempre el significado. O los dos se entienden, o no hay posibilidad de entendimiento.

Él la miró como si la viera por primera vez.

—¡Eso es justamente lo que ella hubiera dicho!

—Por eso cuando usted se vaya de aquí —dijo Brooke tan lentamente que tuvo la impresión de que alguien la obligaba a hablar—, cuando usted se vaya de aquí —repitió—, creo que yo también me iré, de vuelta a América, quiero decir. Empiezo a comprender que, después de todo, no pertenezco a este lugar. Lo amo y siempre lo amaré, pero no pertenezco a él, y si me quedo perderé mi amor. Tampoco yo sé cómo explicarlo…

—No importa —dijo él—. Ella nunca se explicaba. Por eso la amé siempre, y todavía la amo, aunque sus huesos no sean ya más que polvo.

La miró como si no la hubiese visto antes. Luego habló, lentamente, sopesando las palabras.

—Es extraño… usted me la recuerda. Pero no se parece a ella. Tengo la impresión de que es usted como ella… por dentro, quiero decir.

—Nunca la conocí realmente… —confesó Brooke.

—La comprendo —dijo asintiendo con la cabeza—. Yo era demasiado joven, demasiado… pero, por alguna razón, el amarla hizo de mí un hombre.

—Ahora soy yo quien comprende —contestó Brooke. Pensó en la posibilidad de decirle que ella también conocía el poder del amor, pues el amor había hecho de ella una mujer. Pero no… era demasiado pronto. Quizá más adelante, en otro país que no fuera éste, ella podría explicárselo, aunque, en general, desconfiaba de las explicaciones. Era mejor el silencio, por lo menos en este momento de su vida.

* * *

Y como desconfiaba de las explicaciones, no dejó ninguna tras ella. Una mañana, varios días después —un día que era para ella como cualquier otro—, se limitó a escribir a Jagat una breve carta que selló con lacre para que nadie más pudiera leerla. Dentro iban unas líneas que, si él las entendía, los mantendría unidos a través del mundo, y si no, le harían seguir siendo lo que había sido, una simpatía, una simpatía entre ellos, el Este y el Oeste.

Cuando ya no esté aquí —escribió—, deseo que busques a cierto niñito de la aldea que está justo al sur de la ciudad. Yo lo descubrí un día y escogió la garra de tigre. Todavía la tiene. Le reconocerás. Tiene unos nueve meses. ¿No fue hace nueve meses cuando mataron a tu hijo?

En cuanto a mí, conservo la alegría de que nadie podrá recibir de mí el regalo que te hice, mi virginidad, y que tú recibiste como un príncipe. Sólo tú, en toda mi vida, serás ese príncipe.

Se detuvo, e inexplicablemente, o así se lo pareció a ella, acudió a su mente la muchacha griega que se había ahorcado hacía tanto tiempo… por amor, indudablemente por amor, ¿quizá un amor del que había sido separada? ¿Quién podía saber el final de esa historia, de cualquier historia? Y escribió apresuradamente:

El amor arde para siempre. Y la paz espera en el corazón de la luz que arde.

* * *

—Pero ¿por qué? —gimió Jagat—. ¿Qué he hecho yo para que ella me abandone?

Había hecho planes para construir nuevas escuelas en las aldeas bhils, y el padre Francis Paul había sugerido algunas mejoras aquí y allá.

—Muy interesante, Alteza —había dicho—. Cuando vuelva Miss Westley…

—¿Es que va a volver? —había preguntado Jagat, muy excitado.

—¿No vuelve?

Jagat alzó sus manos con desesperación.

—¿Cómo puedo saberlo?

—¿Y si no vuelve? —preguntó suavemente el sacerdote.

—Si no vuelve —dijo Jagat con decisión—, me consagraré a mi pueblo, me olvidaré de mí mismo.

Los dos hombres se miraron, uno preguntándose qué sabía aquel sacerdote, si es que sabía algo, y el otro pensando qué debía decirle, si es que debía decirle algo. Ambos decidieron dejar las cosas como estaban.

El padre Francis Paul se levantó.

—Entonces, si eso es todo, Alteza…

—No sé qué más puede haber —dijo Jagat—. Seguiré adelante con los planes y los convertiré en una realidad.

—Sueños —dijo el padre Francis Paul.

Jagat alzó las cejas preguntando qué significaba aquello y el sacerdote continuó:

—Su próxima etapa es el sueño y la visión, ¿no es cierto, Alteza?

—No lo sé —dijo Jagat, y después se echó a reír con una nota de amargura—. Al parecer, sólo soy capaz de decir eso estos días: ¡No lo sé!

Aproximadamente un mes después, mientras visitaba una aldea al sur de la ciudad, vio una mujer que se acercaba por el polvoriento sendero procedente de un pozo de agua potable. No llevaba el cántaro de latón sobre la cabeza, sino apoyado en la cadera izquierda. Con la mano derecha sostenía una gigantesca bandeja de mimbre que reposaba sobre su cabeza. En ella iba sentado un niño pequeño, con las piernas cruzadas como un diminuto Buda. La mujer era joven y fuerte. Sonreía, el tostado rostro al sol, el pelo anaranjado por el polvo del desierto. Vestía la típica falda larga de las aldeanas rajasthaníes, pero la había bordado con brillantes colores. Jagat se hizo a un lado para dejarla pasar, y entonces el niño giró la cabeza, le vio y se echó a reír descubriendo unos dientecillos muy blancos.

La mujer, sorprendida, se detuvo en seco, con los pies clavados en el polvo.

—¿Conoce a mi hijo, Alteza?

—¿Qué lleva en la mano? —preguntó Jagat.

—Una garra de tigre que le dio una señora extranjera.

—¿Y cómo es que le dio semejante cosa?

—A decir verdad, él la escogió. La señora le ofreció también un pequeño elefante blanco y un pequeño mono de piedra roja. Pero mi hijo eligió la garra de tigre y no consiente en que se la quiten ni siquiera cuando duerme.

Mientras hablaba miraba sorprendida el rostro de Jagat. Tenía una extraña expresión, medio temerosa, medio sonriente.

—¿Ha visto antes a mi hijo, Alteza? —preguntó la mujer.

Crédulo e incrédulo al mismo tiempo, Jagat suspiró profundamente.

—No lo sé —dijo y, crédulo e incrédulo, siguió su camino.

FIN

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